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Capítulo 8

Dryston soltó una retahíla de maldiciones cuando se despertó. La sangre se había secado y formaba una costra sobre el antebrazo y el codo, donde le había sangrado el dedo mientras colgaba bocabajo.

Al menos volvía a estar derecho, aunque su situación no había mejorado mucho. Tenía las manos y los pies encadenados a la pared, y las cadenas eran tan cortas que lo obligaban a estar de pie. No tenía comida ni agua y las rodillas amenazaban con ceder.

Levantó la cabeza y se dio cuenta de que no estaba en la mazmorra del verdugo, sino en un sitio totalmente diferente. Intentó recordar lo sucedido antes de desmayarse: Aeglech ordenando que lo bajaran de la jaula, la mujer insinuando que no había tiempo para torturarlo, la expresión de Balrogan mientras le cortaba la punta del dedo…

Se miró la mano derecha y vio que, efectivamente, le faltaba la punta del dedo meñique.

—Bebe esto.

Apartó la mirada del muñón ensangrentado y vio a la mujer frente a él con una copa en las manos. Dryston pensó en la posibilidad de que contuviera veneno o alguna poción de bruja, pero tenía demasiada sed y abrió la boca para aceptar el líquido. Tenía la garganta tan seca e hinchada que le costaba tragar. Tosió y el agua se le derramó por la barbilla y el pecho. Estaba sin fuerzas, pero el instinto le decía que aquél no era un acto de buena voluntad. Si Aeglech no tenía éxito con la tortura para sacarle información, seguramente probaría con cualquier otro método.

La mujer esperó pacientemente mientras él observaba el entorno. La cámara podía haber sido un calabozo, salvo por la cama y la chimenea encendida.

Negó con la cabeza cuando ella volvió a ofrecerle la copa. La mujer lo miró un momento y volvió a su asiento junto al fuego. Vestía la misma túnica dorada que Dryston le había visto otras veces. Era evidente que Aeglech la estaba utilizando, tal vez recompensando con pequeñas muestras de gratitud. ¿Hasta qué punto se entregaría ella al rey sajón?

—Gracias por el agua —le dijo en voz alta—. No estaría envenenada, ¿verdad? —intentó sonreír, pero tenía los labios rígidos por la falta de humedad.

Ella lo miró por encima del hombro y se puso a remover las ascuas con un atizador. Dryston no creía que lo hubieran llevado allí porque no hubiera sitio en la cámara del verdugo. Y él no era el tipo de hombre que se limitaba a esperar a los acontecimientos.

—Tienes que curarme el dedo —dijo—. Si la herida no se cierra puedo perder el brazo —no creía que fuera capaz de soportar más dolor. Balrogan ya le había arrancado la piel a tiras con su látigo de nueve colas, le había quemado los pies y lo había tenido colgado durante horas.

La mujer se giró hacia él, sacudió la ceniza del extremo del hierro y lo sostuvo en alto. La punta fulguraba tras haber removido la madera llameante.

Dryston tragó saliva. Aquella mujer no era precisamente remilgada.

Ella caminó en silencio hacia él, esgrimiendo el hierro candente como un sable.

—Podrías dejar que se me infectara. Podrías dejarme morir… ¿Por qué me ayudas? —le preguntó. Sentía curiosidad por saber quién era.

Ella agarró un garfio con el mango de cuero de un gancho en la pared. Dryston recordaba demasiado bien su cáustica mordedura. Balrogan se había encargado de ello desde el primer día. Se preparó para volver a sentirlo mientras veía como ella lo giraba en la mano. La mujer le acercó el mango de cuero a la boca. En la otra mano el hierro despedía un resplandor rojo en la punta.

Dryston se dio cuenta de que le estaba ofreciendo algo para morder y así aguantar el dolor. Se inclinó y agarró el mango con los dientes.

La mujer lo miró fijamente a los ojos mientras acercaba el extremo candente a su mano. Dryston sintió el calor cerca de la carne; los ojos se le llenaron de lágrimas y rompió a sudar copiosamente por la frente y el pecho. Entonces sintió el tacto abrasador del hierro y un dolor insoportable se propagó por su brazo. Mordió el cuero con tanta fuerza que los dientes estuvieron a punto de romperse. El chisporroteo de la carne combinado con el olor a quemado le provocó náuseas, pero no podía vomitar nada teniendo el estómago vacío.

Todos los nervios de su cuerpo se le tensaron cuando ella volvió a presionar el hierro en la herida abierta. El cuero en la boca le impedía gritar, pero un alarido ahogado resonó en el interior de su cabeza. Miró hacia arriba y le pareció ver el rostro sonriente de Aeglech, pero todo le daba vueltas y de un momento a otro perdería el conocimiento.

El ruido de un objeto metálico golpeando el suelo lo despejó y se dio cuenta de que la mujer había soltado el garfio. El brazo se le había quedado completamente dormido, al igual que su mente. Ella le agarró la mano y él la miró, incapaz de hablar. Sacudió la cabeza, rogándole en silencio que no le hiciera nada más.

Ella agarró un paño húmedo y le vendó la carne chamuscada. Dryston seguía temblando por el dolor. La mujer se llevó su mano a la mejilla, pero la soltó enseguida y, sin decir nada, se acostó en su lecho y se acurrucó contra la pared.

Dryston escupió el mango al suelo. El dolor seguía calcinándole los nervios, pero lo peor había pasado.

Por ahora.

Se lamió los labios y recuperó el aliento. Miró brevemente hacia arriba y vio una trampilla en el techo. Quizá no se hubiera imaginado el rostro de Aeglech…

Volvió a mirar a la mujer, quien no había dicho una sola palabra desde que él recuperó el conocimiento. Pero no era muda; Dryston la había oído hablar con anterioridad.

—No estás aquí por propia voluntad, ¿verdad? —le preguntó.

Ella no respondió, y por un instante Dryston se acordó de Cendra.

—Gracias por lo que has hecho —esperó, preguntándose qué pasaría a continuación. Del corredor no llegaba ningún ruido.

Finalmente, ella se incorporó y habló.

—Mi voluntad es vivir, y sospecho que también lo es la tuya, romano —se levantó de la cama sin apenas mirarlo.

—Así es, y quizá podamos conseguirlo si trabajamos juntos —le sugirió él.

Ella caminó hacia la puerta y miró por la pequeña rejilla. Se dio la vuelta hacia él, miró brevemente al techo y sacudió la cabeza.

Su repentina muestra de empatía puso a Dryston en guardia, pues podría tratarse de otra artimaña para ganarse su confianza.

Fuera como fuera, de momento era su única esperanza de supervivencia.

La puerta de madera se abrió y Balrogan irrumpió en la cámara.

—Es hora de morir, escoria romana —declaró, mirándolo con su único ojo. Hablaba arrastrando las palabras, como si hubiera bebido demasiado aguamiel.

Levantó la espada de Dryston en el aire. La hoja resplandeció a la luz del fuego.

No había tiempo para los lamentos ni las protestas. Dryston se abandonó a su destino, agachó la cabeza con honor y le dio gracias a Dios por todo lo que le había dado. Pensó en su familia y en su juventud, cuando su vida estaba libre de la tiranía y el horror. Tal vez estuviera pagando los pecados de sus antepasados romanos.

Esperó el frío tacto del acero en su cuello. Gracias al buen trabajo del herrero, sabía que cuanto, más afilada estuviese la hoja, más rápido y menos doloroso sería el corte. Con un poco de suerte, no habría necesidad de un segundo golpe.

Pero ninguna hoja tocó su carne.

Dryston levantó la mirada y vio que la mujer había rodeado con sus diminutas manos el brazo de oso de Balrogan.

—Aeglech me prometió que era mío.

Eran las primeras palabras que salían de sus labios, y por segunda vez le había salvado la vida. Dryston no supo si estarle agradecido, desconfiar de ella por la lealtad que le profesaba a su rey o prepararse para verla morir ante sus ojos.

—¿De verdad crees que puedes hacerlo mejor que yo, Ratón? —preguntó Balrogan, blandiendo la espada sobre su cabeza como si no pesara más que una pluma.

—No, milord —apartó las manos y se arrodilló a sus pies. El vestido se deslizó por su hombro revelando su piel blanca—. Pero Aeglech dejó muy claro que era mi turno con el prisionero.

Dryston miró al gigantón y a la delicada criatura que se arrodillaba ante él. ¿Su turno, había dicho?

—Muy bien, Ratón —el verdugo bajó la espada a su costado y recogió el garfio del suelo. Sacudió las tiras de cuero con expresión melancólica—. No dudes en usar esto si es necesario. ¿Recuerdas cuando te enseñé a conseguir el mayor dolor posible? —le preguntó como si estuviera instruyendo a una discípula.

—Sí, milord. Recuerdo muy bien todo lo que me has enseñado.

—Así me gusta, Ratón —sonrió a medias y le dio una palmadita en la cabeza—. Le llevaré a Aeglech su espada.

Ella estaba de pie junto a la puerta, pero la gigantesca figura del verdugo la ocultaba a ojos de Dryston.

—Recuerda lo que te he dicho, Ratón. No confíes en nadie salvo en ti misma.

En cuanto la puerta se cerró tras Balrogan, la mujer encaró a Dryston con una mirada fría e implacable. Ya no era la discípula dócil y obediente.

—Si me mientes, te mataré.

Dryston no estaba en posición para dudar de sus palabras.