Capítulo 17
Todo había cambiado, pero Sierra no quería enfrentarse a la posibilidad de que Dryston pudiera sentir algo por ella. No entendía cómo era posible, siendo los dos todo lo opuestos que podían ser. Pero cuando él la tocaba, se sentía más viva de lo que nunca se había sentido. Y no solo eso; gracias a él había recuperado la ilusión y la esperanza por un futuro mejor.
Por desgracia, ella no tenía nada que ofrecerle a cambio. No se parecía en nada a las mujeres que él había conocido y a las que había entregado su corazón. Lo único que podía darle era su pasión, y sabía que con eso no bastaría.
Siguieron el viaje a pie para que el caballo descansara. Dryston iba unos metros por delante y Sierra no intentó seguirle el paso, así podía pensar tranquilamente. Dryston quería algo de ella, pero ella no podía darle lo que no tenía. Una lágrima le resbaló por la mejilla y la apartó rápidamente.
—Ya no queda mucho —le dijo él, girando la cabeza.
Sierra se limitó a sentir y tragó saliva para deshacer el nudo de la garganta. ¿Cómo era posible que aquel hombre pudiera afectarla tanto en tan poco tiempo?
—Bajo esas vides hay un saliente que ofrece un buen refugio —le arrojó la bolsa con el pedernal y señaló un pequeño riachuelo—. Si sigues ese arroyo llegarás a un manantial. Llevaré al caballo a beber mientras tú enciendes el fuego —se metió entre los árboles, muy serio.
Sierra quiso decirle que no la dejara sola, pero el orgullo se lo impidió. Reunió lo necesario para hacer fuego y en muy poco tiempo consiguió que prendiera la llama.
Mientras esperaba a que Dryston volviera, observó los alrededores. La vegetación era verde y exuberante, como si en el valle aún fuera verano. Por si acaso, comprobó que no hubiera bayas de saúco en la maleza que creía junto a la cueva.
Se puso a pasear entre los árboles, recogiendo hojas para hacer un lecho. Dryston no regresaba y empezó a preguntarse si la había abandonado o si tal vez lo habían capturado los sajones. Dejó las hojas bajo el saliente y siguió el arroyo en la dirección que él había tomado. Agarró un palo y lo arrastró junto a ella, prestando atención a cualquier sonido. Lo único que se oía era el gorgoteo del agua sobre las rocas, hasta que el relincho de un caballo llegó a sus oídos. Avanzó con precaución y vio al caballo mordisqueando la hierba que crecía junto a la orilla. El manantial formaba una pequeña laguna, protegida por altos acantilados cubiertos de hiedra y musgo.
Se acercó y acarició al caballo en el hocico. Un chapoteo le llamó la atención y se volvió hacia el agua, donde vio los anchos hombros de Dryston antes de que se sumergiera. Un momento después volvió a la superficie y giró la cabeza hacia Sierra.
—No has visto ningún pez, ¿verdad? —le preguntó ella, protegiéndose del sol con la mano para ver mejor su expresión.
—¿Por qué no lo compruebas tú misma? —replicó él.
La tentación de responder a su invitación era muy fuerte, pero no tendría ningún sentido. Al final sería igual que antes… Dryston le pediría más de lo que ella podía darle.
—¿Crees que es prudente estar aquí, al descubierto?
Dryston sonrió mientras se echaba el pelo hacia atrás.
—Así que tú tampoco confías en el mozo de cuadra…
—Yo no he dicho eso —eligió con cuidado las palabras para no enfurecerlo, pues si lo hacía acabarían irremediablemente teniendo sexo.
—¿No vas a bañarte? El agua está riquísima…
—Más tarde, quizá —respondió ella—. Cuando no haya tanta gente.
—Como quieras —dijo él, riendo—. Enseguida salgo.
Volvió a sumergirse y le ofreció a Sierra un atisbo de su suculento trasero.
—¿Más nueces y moras? —Dryston miró con reproche a Sierra cuando le tendió la fruta en una improvisada bandeja de hojas.
—Las becadas escasean por aquí —le recordó ella.
Él se echó a reír y se llevó una mora a la boca.
—El cazador ya debe de haber informado a Aeglech de que le robamos el caballo —dijo Sierra.
Dryston asintió.
—¿Crees que ya no irá a las ruinas al sospechar que es una trampa?
Sierra lo pensó un momento y negó con la cabeza.
—No, no cambiará de planes. Por dos razones: la visión que tuve y su orgullo. Le dije que había visto un castillo en ruinas.
—Sí, lo recuerdo.
—Y al ser yo la persona que lo ha traicionado, la única en la que confiaba, no se detendrá ante nada hasta encontrarme.
—Parece que sentía algo por ti.
—Ni siquiera sé lo que siento yo, Dryston. ¿Cómo voy a saber lo que sentía él?
—Eres una clarividente. ¿Acaso no ves cosas?
Sierra suspiró.
—No, no siempre. Hay emociones como el deseo, la avaricia, el miedo… que pueden bloquear mis visiones.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —se lo pidió en un tono tan íntimo que Sierra se sintió incómoda.
—Adelante.
—¿Cómo llegaste a la fortaleza?
—Si no te importa, aún no estoy preparada para compartir eso contigo —se levantó y estiró los brazos sobre la cabeza—. Creo que voy a darme un baño.
Él también se levantó para acompañarla, pero ella lo detuvo.
—No hace falta que vengas conmigo.
—¿Y qué pasa con Cearl y los guardias? Lo siento, pero tengo que ir.
—Dryston… si nos hubieran seguido, ¿no se nos habrían echado ya encima?
Él la miró fijamente, pero volvió a sentarse y agarró un palito.
—Si no estás de vuelta cuando este palo se haya quemado, iré a buscarte.
—¿Y me sacarás del agua en contra de mi voluntad?
Dryston se limitó a encogerse de hombros, prendió el extremo del palito y lo sostuvo en alto para iluminar su picara sonrisa.
Sierra masculló una palabrota y apartó las vides que cubrían la entrada de la cueva. Aquel hombre era insufrible, y la seguridad que tenía en sí mismo era tan odiosa como…
Maldición.
Se detuvo en seco, como si hubiera recibido un golpe en la cabeza. Se le aceleró el corazón y un hormigueo le recorrió la piel.
Odiaba la seguridad de Dryston y…
La amaba.
Hacía años, muchos años que no había pensado en aquella palabra. Y lo peor era que la relacionaba con Dryston.
Se llevó la mano a la frente. ¿Cómo era posible? Las náuseas le revolvieron el estómago mientras seguía el arroyo. La luna de otoño ofrecía bastante luz, pero la hermosa laguna estaba sumida en las sombras.
Se quitó la ropa y caminó hasta el manantial. Los sonidos de la noche turbaban su calma y la hacían estar alerta a cualquier movimiento en la orilla.
—Gracias, romano —murmuró. La desconfianza que Dryston mostraba hacia Cearl había plantado la semilla del recelo en su cabeza.
Se bañó rápidamente y volvió nadando a la orilla, pero entonces algo le agarró el pie y tiró de ella bajo el agua.
Sierra se debatió con todas sus fuerzas para soltarse y volver a la superficie. Al emerger, vio el rostro de Cearl a escasa distancia de ella, sonriéndole. Sin saber qué pensar, siguió retorciéndose y pataleando hasta que consiguió zafarse de él. Respiró hondo y siguió nadando hacia la orilla. No sabía si Cearl estaba allí o si solo lo había imaginado.
—Sierra.
La cabeza de Cearl asomó a la superficie, iluminada por la luna. Ya no sonreía.
—Había olvidado lo hermosa que eres… Si ese romano no se hubiera entrometido, ahora estarías conmigo en el castillo.
Sierra siguió nadando con todas sus fuerzas.
—¡Ratón! —la llamó él mientras la seguía. Sus largos brazos traspasaban fácilmente el agua.
Sierra llegó a la orilla, salió del agua y agarró su ropa.
—¿Dónde están los otros, Cearl? ¿Los has traído contigo? —estaba tan aturdida que no sabía cómo volver hasta Dryston.
Dryston…
¿Y si los guardias ya lo habían atrapado? Se volvió hacia Cearl y aferró la túnica en el puño. Su cuchillo seguía envuelto en el interior.
—¿Dónde está tu romano? —espetó él. En su voz se adivinaban el odio y los celos.
El corazón le latía desbocado mientras intentaba pensar con claridad.
—Me ha abandonado —mintió, confiando en resultar convincente.
—¿Te ha dejado sola? ¿Aquí?
Ella asintió y se secó el agua de la cara.
—Se puso muy celoso cuando me sorprendió contigo, y después de atarte me llevó al bosque y me abandonó.
Cearl sacudió la cabeza.
—Sabía que era un cerdo.
—Siempre has sabido reconocer a las personas, Cearl —el instinto de supervivencia le hizo soltar la túnica y quedarse desnuda ante él.
Como era previsible, Cearl la miró con lujuria y empezó a quitarse los pantalones empapados.
—No me gustaba la forma en que te miraba, Sierra —lo dijo con la voz suave e inocente que ella conocía tan bien. Pero aunque Cearl fuera inofensivo, debía tener cuidado. Alguien debía de haberlo desatado.
—Nos prepararé un lecho aquí mismo, bajo las estrellas… Será como estar en casa —Sierra extendió la túnica sobre la hierba para crear la ilusión de que todo volvía a ser como antes.
Cearl la miró con una sonrisa.
—¿Sigues pensando en el castillo como tu casa?
Sierra se echó a reír para convencerlo.
—Pues claro, Cearl. ¿De verdad crees que quería perdonarle la vida a ese romano? Nada de eso. Solo lo ayudé a escapar para que nos condujera hasta su campamento.
Alargó la mano para entrelazar los dedos en los rubios rizos de Cearl.
—¿Me estás diciendo la verdad, Sierra?
—¿Cómo podría abandonarte, Cearl? Fuiste el primer hombre que me hizo sentir como una mujer.
La sonrisa de Cearl se ensanchó y la apretó contra él. Su miembro erecto le rozó el muslo. Sierra giró la cabeza y miró por encima del hombro de CearI, preguntándose dónde estarían los guardias.
Intentó soportar las náuseas que le producían las manos y la boca de Cearl en su piel. Había cambiado. Todo el deseo que Cearl le provocaba se había convertido en rechazo.
—Dijeron que no podría hacerte volver —dijo él mientras le masajeaba los pechos.
—¿Quiénes? —tragó saliva e intentó mantener la calma. La inocente revelación de Cearl dejaba claro que no comprendía la situación.
—Los guardias —respondió él—. Cuando me encontraron les dije que el romano te tenía prisionera y que a mí sí me escucharías. Les dije que habíamos sido amantes mucho tiempo.
—Entonces ¿has venido a por mí tú solo? —le preguntó mientras le acariciaba la nuca.
Él asintió con la cara pegada a su cuello. La tendió en el suelo, le separó las piernas y se colocó entre ellas.
Sierra levantó la mirada al cielo y se dijo a sí misma que no importaba, que solo lo hacía para salvar a Dryston.
—Mi dulce Sierra… ¿te tocaba él igual que yo? —le susurró Cearl mientras le besaba el pecho.
—No, Cearl. Nunca. ¿Qué será de nosotros ahora?
—Volveremos a la fortaleza y se lo explicaremos todo a lord Aeglech. Ya verás lo contento que se pone.
Pobre Cearl. No se podía ser más ingenuo que él.
—Te deseo, Sierra…
La besó en los pechos y en el vientre mientras ella agarraba su cuchillo, escondido bajo la túnica. Cearl no entendía nada. Era demasiado confiado. Se había dejado usar por los hombres de Aeglech para encontrarla, y tanto si la llevaba a la fortaleza como si volvía solo, sufriría en sus carnes la ira de Aeglech.
Sierra no podía permitirlo. Cearl no se merecía la tortura.
—Mi dulce Cearl… —murmuró mientras él la penetraba. Los labios le temblaban al contener las lágrimas. Cearl nunca traicionaría al rey, y a Sierra se le partió el corazón al convencerse de lo que debía hacer.
Él se apoyó en los codos para mirarla desde arriba.
—Nunca te he visto llorar, Sierra —le sonrió. Aquel rostro sonriente era lo que ella quería recordar de él.
—Lo siento —susurró, y con un rápido movimiento le clavó el cuchillo en el cuello.
El rostro de Cearl se congeló en una mueca de horror y asombro que asqueó a Sierra tanto como la sangre que caía sobre su piel desnuda. Lo empujó para quitárselo de encima mientras él agonizaba en busca de aire y se puso de rodillas, intentando alejarse lo más posible. Cearl también intentó levantarse, pero el cuchillo clavado en su cuello le impedía hacer nada.
—No quería que fuera así —exclamó ella, desgarrada entre el deseo de huir y la necesidad de ayudarlo, a pesar de ser ella quien le había infligido la herida mortal.
Chocó de espaldas con algo y levantó la mirada a tiempo para ver a Dryston, que se lanzaba hacia delante con la espada en la mano. Sierra giró la cara para no ver a Cearl abalanzándose hacia ella con el cuchillo en alto.
Se oyó un ruido escalofriante cuando el cuerpo de Cearl impactó contra la espada de Dryston.
Cayó al suelo y su rubia cabeza se posó en el regazo de Sierra.
Por unos instantes, ella no pudo hacer otra cosa que mirarlo, incapaz de moverse mientras la sangre se derramaba sobre sus piernas. De repente se vio otra vez en las mazmorras. El hedor a muerte y azufre la sofocaba y los fantasmas de los muertos la rodeaban, alargando hacia ella sus manos descarnadas. Se tapó los oídos y cerró los ojos para intentar que las imágenes desaparecieran.
—¡Sierra! —la llamó una voz desde alguna parte, apenas audible entre los lamentos de los espíritus. Estaba completamente perdida y sentía un cansancio mortal.
—¡Sierra! —la voz volvió a llamarla y Sierra empezó a temblar de manera incontrolable. Dos brazos la sacaron del abismo y la devolvieron a la realidad.
Vomitó hasta vaciar el estómago y se sacó de la cabeza las espantosas imágenes de sangre, odio y muerte. Alguien la sujetó y la meció con delicadeza hasta que dejó de vomitar.
—Estoy aquí, Sierra —le susurró la voz—. Estoy aquí.
La oscuridad se cernió sobre ella.
El humo la cegaba y los gritos la ensordecían, seguidos por una risa diabólica. Cayó de rodillas al suelo y se tapó los oídos para intentar protegerse del espeluznante sonido. A su alrededor todo era fuego y destrucción. Buscó un camino para escapar del calor asfixiante que le abrasaba la piel. Apenas podía respirar…
Dio un respingo y lo vio todo negro. No sabía dónde estaba.
—¿Sierra?
Una mano la tocó en el brazo y la hizo chillar y apartarse. Oyó unos golpecitos y una chispa se encendió en la oscuridad, seguida de una pequeña flama.
—Estás a salvo, Sierra —era la voz de un hombre, pero no era su hermano ni Cearl.
Era el guerrero romano.
—¿Sabes quién soy? —le preguntó él, mirándola fijamente.
Los sucesos de su pasado se agolpaban en su cabeza. Intentó hablar, pero le costó encontrar la voz.
—La violaron y la colgaron de un árbol… Nos llevaron a la fortaleza y me quitaron a mi hermano. Un guardia se lo llevó con órdenes de matarlo. Le quité la espada y lo herí en la pierna, pero otro guardia agarró a mi hermano. Supliqué y supliqué, pero el rey no me escuchaba —levantó la mirada y se encontró con los ojos verdes del romano—. Solo era un niño. Un niño pequeño… Odié a mi madre por abandonarnos. Odié mi vida…
—Madre de Dios… —murmuró Dryston, sin moverse—. Eras tú.
Sierra se rascó la cabeza, como si aquel gesto pudiera devolverle la memoria.
—Cearl. Cearl era mi amigo… Me dio comida y su cuerpo me ayudaba a olvidar. Era nuestro modo de escapar… He presenciado tantas muertes y tanto sufrimiento… Limpiaba los instrumentos de Balrogan de la sangre y la carne de los condenados. Aeglech hizo que me vistiera como un muchacho —se tocó el pelo—. Me hacía tener el pelo corto y me obligó a mirar mientras él poseía a una mujer y luego la degollaba.
Los recuerdos se sucedían, acosándola con imágenes horripilantes. Vio que el romano… ¿le había dicho su nombre?… rodeaba el fuego y se acercaba a ella. Sierra se echó hacia atrás.
—No voy a hacerte daño, Sierra. Te protegeré mientras me quede un soplo de vida en el cuerpo.
Ella negó con la cabeza.
—No puedes —tenía los ojos tan hinchados que apenas podía ver nada.
Él no intentó acercarse más, pero la miró con dulzura y compasión.
—Ahora estás a salvo. Todo eso forma parte de tu pasado.
—No. Él viene a por mí. Lo he visto en mis sueños. Lo oigo reírse —tenía que prevenir a aquel hombre. Miró frenéticamente a su alrededor.
—Sierra… ¿recuerdas lo que ha pasado en el manantial? —le preguntó él.
Las vides colgaban sobre la entrada de la cueva. Su bolsa yacía junto al fuego. Junto a ella estaba su cuchillo, brillando a la luz de las llamas.
De pronto recordó lo sucedido en el manantial.
—Cearl… ¿Está muerto? —recordaba cada detalle, pero no le parecía real.
—Sí —el romano volvió a acercarse y esa vez Sierra no intento retroceder—. Iba a atacarte con el cuchillo, ¿recuerdas?
—Sí… Lo recuerdo —las lágrimas le cayeron por las mejillas y un dolor insoportable le desgarró el corazón. Pero entonces miró al romano y vio los brazos que la habían rescatado de la oscuridad—. ¿Dryston?
Él asintió y la envolvió en un fuerte abrazo.
Por fin estaba a salvo.
Sierra se despertó al oír la lluvia. No sabía qué hora era ni cuánto tiempo había estado dormida.
El fuego se había apagado y Dryston yacía junto a ella, rodeándola con un brazo.
Con cuidado de no despertarlo, se levantó y caminó hacia la entrada de la cueva. Cerró los ojos y dejó que la lluvia le limpiara el rostro de las lágrimas secas. Apartó la imagen de Cearl y cuando volvió a abrir los ojos se sentía invadida por una emoción nueva… Gratitud.
Formó un cuenco con las manos y bebió ávidamente el agua de lluvia. La garganta le escocía y las costillas le dolían por las arcadas. El odio que la había mantenido cautiva hasta entonces ya no estaba, y en el vacío que había dejado brillaba un destello de esperanza.
Miró a Dryston. Había muchas razones para estarle agradecida, y aunque ella aún no estaba curada del todo, él le había demostrado que no tenía por qué hacer sola el camino. Decidió que cuando llegaran al campamento romano se acabarían los secretos entre ellos. Necesitaba saber lo que había pasado con el chico que había visto en su visión.
La lluvia seguía cayéndose sobre la cabeza y el cuello, pero sabía que haría falta algo más que agua para borrar sus recuerdos.
—¿Sierra?
Se volvió y encontró a Dryston tras ella, mirándola con ternura y preocupación. ¿Cómo no iba a sentirse atraída por un hombre así?
—¿Has descansado? —le preguntó él, acariciándole el pelo.
—Sí, gracias —respondió, antes de besarlo en la mejilla. Después de todo lo que le había hecho pasar, era imposible que Dryston sintiera por ella algo más que la responsabilidad de llevarla al campamento—. Hay muchas cosas que debes saber…
—Sí —susurró él. La abrazó y ella dejó que su fuerza absorbiera los restos de su alma—. ¿Tienes hambre?
—Sí, pero no de comida —le dijo, y esperó a recibir su negativa. Al menos no sería un rechazo rudo ni violento.
Sorprendentemente, él le agarró la túnica y se la quitó por encima de la cabeza.
—Dime que no lo haces por compasión —le pidió ella. No soportaría que así fuese.
—Lo que siento por ti no es compasión —replicó él, y la besó con tanta ternura que Sierra se puso a temblar.
—Estás temblando. Si no es esto lo que quieres o necesitas, lo entenderé.
En sus ojos ardía una pasión sincera e intensa.
—Esto es lo que quiero y necesito… más que el aire que respiro —le dijo, y se dio cuenta de que la confesión le brotaba desde lo más profundo de su ser.
Las caricias de Dryston eran extremadamente suaves, ofreciéndole a Sierra todo lo que su alma herida anhelaba. No había necesidad de avivar las llamas de una pasión ciega; el deseo que los unía era más que suficiente.
Se exploraron el uno al otro por primera vez. La boca y las manos de Dryston le proporcionaban un placer exquisito y ella se entregaba por igual, tocándolo y besándolo por todo el cuerpo y perdiéndose en la mirada de aquellos ojos verdes que la habían cautivado desde el primer día.
Dryston bajó lentamente las manos por su espalda mientras ella se tumbaba encima. Sierra abrió las piernas para sentarse a horcajadas sobre sus caderas y ofrecerle su sexo.
—¿Por qué yo? —le preguntó mientras le acariciaba los pezones y él le introducía sus largos dedos—. No soy hermosa, como las otras mujeres.
Dryston posó las manos en lo alto de sus muslos y la miró a los ojos.
—Una vez me dijeron que siempre estaba rescatando corazones en apuros…
—Yo no estoy en… —empezó a protestar ella, pero él le puso un dedo en los labios.
—Eres la mujer más valiente que he conocido. No necesitas que nadie te rescate —la agarró por la nuca y tiró de ella—. Eres tú quien me ha rescatado a mí, Sierra.
Ningún hombre le había dicho jamás esas palabras. Dryston la besó lentamente mientras la penetraba, pero esa vez la unión de sus cuerpos fue muy diferente. Era una conexión especial, única y completa que Sierra no sintió como una huida, sino como el regreso a casa.
Lo besó con pasión y él se incorporó para rodearse la cintura con sus piernas. Se abrazaron con fuerza, sus frentes pegadas, los dos mirando al punto donde sus cuerpos se unían. Lenta e intensamente, empezaron a moverse y a llevarse mutuamente al orgasmo.
—Sierra —la llamó él cuando soltó su semilla.
—Dryston —lo llamó ella en el silencio de la mañana cuando una ola de placer tras otra la barrieron por entero. Por primera vez no solo le ofrecía su cuerpo.
Le ofrecía también su corazón.