Capítulo 14
—¿Cuándo, madre? —farfullaba Sierra.
Dryston le tocó la frente, la mejilla y la mano. Estaba ardiendo de fiebre y la poca cantidad de agua que había llevado no era suficiente para curarla. Para bajar la fiebre tendría que llevarla al manantial.
Sierra abrió los ojos.
—¿Todavía estás aquí, romano?
A Dryston le alivió comprobar que aún podía reconocerlo.
—Me alegra poder decir lo mismo de ti. Tenemos que bajarte la fiebre enseguida. Así que perdóname por lo que voy a hacer, pero no se me ocurre otra manera —se quitó la túnica para usarla más tarde como manta y se colocó a Sierra en su regazo para quitarle la suya. Tenía la piel ardiendo y los miembros, lánguidos.
—Madre… —murmuraba en su delirio. El corazón le latía muy débil, pero constante.
—Quédate conmigo, Sierra —le susurró él. El cuerpo de Sierra se desplomó hacia delante y Dryston maldijo a Aeglech y sus hombres.
Se la acomodó en el brazo y deslizó una mano bajo sus rodillas para sacarla de la cueva. No podía negar que sentía algo por ella, pero no era el momento de averiguar si se trataba de un instinto de protección o de algo más íntimo. La bajó en brazos por el serpenteante y estrecho sendero hasta el manantial, con cuidado de no resbalar y despeñarse ambos por el borde. Si los antiguos celtas creían en la magia de los manantiales, Dryston decidió que él también creería. Le rezó una oración silenciosa a la Madre Tierra y esperó que lo escuchara.
La tormenta había dejado un fuerte olor a musgo y hojas de otoño. Dryston aspiró profundamente mientras miraba el bosque mojado. Si realmente existía un lugar mágico y curativo, tenía que estar allí. Observó el frágil cuerpo de Sierra. Su piel tersa y blanca le recordaba a las hermosas estatuas de las diosas romanas.
Al llegar al estanque se metió lentamente en el agua con cuidado de mantener el equilibrio. Recordó los frenéticos momentos de su huida, cuando saltó al caballo y empujó involuntariamente a Sierra contra la espada. Todo pasó tan deprisa que no se dio cuenta de que estaba herida.
Pero ella no se había quejado ni una sola vez.
Se metió en el agua y sumergió a Sierra hasta el cuello. Una pequeña cascada caía entre los arbustos y las rocas al estanque, y la fragancia de los lirios y la hierba impregnaba el aire. Las luciérnagas parpadeaban entre los juncos y el croar de las ranas acompañaba el canto de los grillos.
—Estoy aquí —le susurró a Sierra, meciéndola en las tranquilas aguas—. Y no te abandonaré mientras me quede un soplo de vida en el cuerpo.
Gracias al valor de Sierra los dos eran libres.
Dryston no conocía ningún cántico o encantamiento como los que su madre habría recitado en un momento así.
El cabello castaño de Sierra se hundió en el agua cuando su cabeza cayó hacia atrás. Dryston la apretó contra su pecho.
—Tienes que ser fuerte, Sierra —le susurró mientras seguía caminando por el estanque.
Se colocó bajo la cascada para que las aguas curativas cayeran sobre ellos. Estaba anocheciendo, los brazos empezaban a dolerle y ya no sentía las piernas. Si permanecía más tiempo en el agua quizá no fuera capaz de subir a Sierra por la colina, por lo que no le quedó más remedio que salir del estanque y regresar a la cueva.
Tendió a Sierra sobre su túnica y la cubrió con la de ella. A continuación, usó el pedernal para encender un fuego y no le quedó otra cosa por hacer salvo esperar. La herida de Sierra parecía tener mejor aspecto que cuando le aplicó el ungüento. La arropó bien y le cubrió las piernas con hojas. Le debía la vida, pero además había descubierto que compartía un vínculo con ella como el que no había tenido nunca con una mujer. Era preciosa, honesta y decidida, y Dryston se sentía profundamente conmovido por el valor que había demostrado.
La bolsa yacía en el suelo, donde él la había dejado caer con las prisas. Tal vez tuviera los ingredientes para el ungüento. Vació el contenido en el suelo y rebuscó entre los trozos de tela. Encontró unas moras, un champiñón, algunas raíces de caléndula y un brazalete de lavanda similar al que llevaba Sierra. Lo apartó con cuidado, pues sin duda era algo muy importante para ella.
Recordó cómo había preparado Sierra el ungüento y usó el agua del manantial para preparar más y aplicárselo en la herida.
—Quédate conmigo —susurró ella. Intentó levantar la mano para tocarle el brazo, pero la mano cayó a su costado al perder el conocimiento.
Dryston contempló a aquella mujer que poseía tanto o más valor que muchos de los hombres que él conocía. Había hecho todo cuanto estaba en su mano para salvarla. Se sentó junto al fuego y agarró una rama de espino que había encontrado. Con el cuchillo de Sierra hizo un cuenco con el que pudiera darle de beber.
Intentó no pensar en que, de alguna manera, había condenado a una muerte espantosa a todas las mujeres por las que había sentido afecto. No podía permitir que le pasara lo mismo a Sierra, pero entonces recordó que él también era responsable de su estado actual. Si no la hubiera convencido para que lo ayudara a escapar, Sierra no estaría debatiéndose en esos momentos entre la vida y la muerte.
Suspiró con frustración mientras se cortaba un trozo de los pantalones y volvió al manantial con el cuenco. Se agachó en la orilla y bebió hasta saciar su sed, añorando más que nunca una jarra de aguamiel y un lecho caliente. Llenó el cuenco una vez más, empapó la tela y miró al cielo. ¿Podría alguna vez darles las gracias a los dioses en vez de maldecirlos por su mala suerte?
Volvió junto a Sierra con la esperanza de encontrarla despierta, pero ella seguía con los ojos cerrados y la piel mortalmente pálida. Se arrodilló junto a ella e intentó comprender por qué el destino le había concedido la libertad si iba a morir unas horas después.
Examinó el ungüento y le echó un poco de agua.
Sierra se removió en sueños y murmuró algo ininteligible, y Dryston temió que el ungüento pudiera estar haciéndole más daño que bien.
—¿Dryston? —susurró ella en un estado semi inconsciente.
—Estoy aquí —respondió él. Le agarró la mano y le pareció más pequeña y delicada que nunca.
—Dice que no puedo ir con ella… —las palabras salían lentamente de sus labios, descoloridos y agrietados.
Dryston sabía que estaba delirando por la fiebre y que no recordaría nada al despertar. Le levantó la cabeza y le colocó el cuenco en los labios.
—Bebe, Sierra. Bebe tanto como puedas. Tienes que salir de ésta.
Sierra empezó a sudar por la frente. Tosió y escupió el agua, antes de quedarse exánime. Dryston la tumbó de espadas y le puso la tela en la frente, y entonces ella volvió a agitarse y le agarró la mano.
—Quema —murmuró. El sudor le resbalaba por la nariz y el cuello. Cubrió la mano de Dryston con la suya y movió el trapo mojado por la piel. Dryston le rozó accidentalmente un pezón con el dedo y ella suspiró cuando la punta rosada se endureció.
Dryston retiró la mano. Cuando Sierra se recuperara, él le enseñaría los placeres que un hombre y una mujer podían compartir sin dejar de lado las emociones. De momento, tenía que concentrarse en ayudarla a vencer la fiebre.
—Quédate —susurró ella, tocándole el brazo.
Dryston accedió a su ruego; se tumbó a su lado y la arropó con la túnica. Ella se acurrucó junto a su cuerpo y él la abrazó por detrás.
Se pasó casi toda la noche mirando las sombras en la pared de la caverna y obligándose a pensar en otras cosas. ¿Recuperaría Sierra las fuerzas para reanudar el viaje a la mañana siguiente? ¿Cuándo partiría Torin al encuentro de Ambrosio? ¿Habría enviado Aeglech más hombres tras ellos?
El trasero de Sierra se apretó contra su entrepierna. Él apoyó la barbilla en sus suaves cabellos y cerró los ojos, recordando la última vez que habló con Torin de algo que no fueran batallas y ejércitos…
—Tienes el don de encontrar corazones en apuros, Dryston —Torin se sirvió otra copa de whisky mientras celebraban otra victoria romana.
—¿Insinúas que soy un blando? ¿Cómo es posible, si tengo un corazón de león? —los dos se echaron a reír y Dryston bebió la única poción mágica que podía borrar los horrores de la guerra.
Torin se secó la boca y miró a una joven que le había guiñado el ojo en varias ocasiones. Tenía una melena pelirroja y unos ojos verdes como un prado en primavera.
—No, hermano, no creo que seas un blando. Pero… eres capaz de ver una rosa donde los demás solo ven espinas.
—¿Y eso es malo?
Torin se encogió de hombros y tomó otro trago de whisky.
—No, no lo es, pero puede ser peligroso para ti.
Dryston resopló con desdén.
—¿Y me lo dices precisamente tú, hermano? No puedes sofocar ese deseo que te quema por dentro.
—No estamos hablando de mí —respondió él, mirando otra vez a la pelirroja en un esfuerzo por ganarse su atención—. Ten mucho cuidado, Dryston. Mantén los ojos bien abiertos para que las espinas no te pinchen cuando busques a la rosa.
—Lo que te ocurre es que tienes celos porque estoy comprometido con Anne —Dryston sonrió y levantó su copa. Se preguntó dónde estaría su novia aquella noche y si estaba pensando en él tanto como él en ella.
La mirada de Torin se posó con interés en la doncella pelirroja.
—Tu Anne es una flor preciosa. Eres un hombre con suerte.
Las palabras de su hermano se le habían quedado grabadas por alguna razón desconocida. Aquella noche no durmió bien, y dos semanas después se enteró de que Anne se había acostado con otro mientras él estaba en la guerra. Una semana más tarde, los sajones invadieron la aldea de Dryston y no dejaron piedra sobre piedra. Dryston nunca tuvo la oportunidad de que Anne le confirmara si los rumores eran ciertos o no.
Intentó pensar en Sierra de una forma realista. Era una diablilla con una lengua viperina y una naturaleza fogosa, y él se excitaba solo de pensar en ella.
—Me temo que estoy en apuros, Torin —dijo en voz alta.
El día amaneció con la amenaza de lluvia. Dryston avivó el fuego y tras examinar a Sierra salió a buscar comida. Sierra había comido muy poco y se despertaría con hambre. Dryston había intentado darle de comer, sin éxito, y al final se acabó la becada él solo.
Al pie de las colinas el viento soplaba con fuerza. Seguramente nevaría en las montañas al caer la noche. Dryston volvió a la caverna, resignado a no encontrar un ciervo, cuando el aullido de un lobo lo detuvo en seco.
Empuñó la espada y se movió sin hacer ruido por el sendero mientras escudriñaba la maleza. En el claro que había que cruzar para regresar a la cueva, yacía un cuervo muerto recientemente. Tres lobos grises lo rodeaban, gruñéndose los unos a los otros para decidir cuál de ellos daría el primer bocado. Dryston se agachó detrás de una roca y confió en que dejaran algún resto cuando saciaran el hambre. Entonces oyó un crujido entre los árboles y atisbo un destello plateado dirigiéndose hacia la manada. Sorprendidos, los lobos echaron a correr en todas direcciones.
Dryston se mantuvo quieto como una estatua y rezó porque el gran lobo plateado no percibiera su olor. Si lo encontraba, era hombre muerto.
El lobo levantó el hocico y Dryston agarró con fuerza la espada. Era un animal extraordinario, con un pelaje que se vendería a precio de oro. Pero lo más sorprendente eran sus ojos azules, extrañamente familiares. La mirada del lobo se posó en él, como si la roca tras la que se ocultaba fuera transparente, y Dryston apenas pudo respirar, petrificado por el miedo. Pero entonces el lobo bajó la cabeza, arrancó un pedazo del ciervo y volvió a perderse entre la espesura del bosque.
Dryston permaneció un momento detrás de la roca, hasta que el corazón recuperó su ritmo normal. No sabía muy bien lo que había pasado, pero de una cosa estaba seguro: era el mismo lobo que había visto muchos años antes, cuando rescató a Torin de aquel tronco.