CAPÍTULO IX
MAÑANA Y TARDE
Los laberintos de nuestra historia ya han sido recorridos en su totalidad. Con la mañana, cuyo amanecer recogemos ahora, y con la tarde, cuyo final aún hemos de relatar, finaliza la tarea del escritor y se termina y sobrepasa el trabajo del lector.
En una pequeña isla, la más lejana del archipiélago polinesio, encontramos a los personajes que habrán de protagonizar nuestra escena matinal. Hasta aquel lugar se había retirado el usurpador fugitivo, acompañado de su gentil esposa, y en él, un lugar en el que las guerras y los tumultos resultaban prácticamente desconocidos, habían establecido su permanente y tranquila residencia junto al niño huérfano.
La estación invernal ya se había asentado. La playa del islote se mostraba desierta excepto por unos pocos pescadores cuyas obligaciones les llevaban hasta la costa. Una lluvia gentil llevaba cayendo desde hacia varios días y el sol lucía, durante la mañana que estamos describiendo, creando una escena pintoresca aunque en cierta manera incómoda. Gran parte de las tierras bajas se hallaban parcialmente inundadas, y podía verse a los campesinos, a medida que iba avanzando el día, apresurándose para proteger sus jardines y viviendas de la furtiva incursión de las aguas. Lejos, en la selva, los ríos aparecían crecidos y descoloridos, y las avenidas que atravesaban el bosque se habían convertido en húmedas marismas o en varadero para la vegetación descompuesta. Y, sin embargo, ni siquiera la influencia de la estación trajo un cambio brusco en los innumerables atractivos de la isla. La atmósfera, aunque húmeda, era apenas un poco más fría que durante los meses del otoño, las flores silvestres se encontraban con el sol junto a las rocas con la misma alegría de siempre y los árboles y los prados retenían el color y la belleza que les había engalanado en la estación recientemente superada.
Pero traslademos nuestra atención, en todo caso, de la contemplación de la naturaleza a los hogares del hombre. En las tierras altas, junto a los acantilados, están situadas la mayor parte de las cabañas que forman la pequeña colonia, entre las cuales se alza discretamente la residencia de Aimáta y el jefe fugitivo.
Su puerta está abierta de par en par para que el sol, escondido tras las nubes durante tantos días anteriores, pueda iluminar el cuarto con su luz refrescante y bienvenida. Los ocupantes se encuentran sentados cerca de la entrada. La mano de Aimáta descansa enterrada en la de Mahíné, su cara está vuelta hacia la de él, y escucha con ensimismada atención las palabras que surgen de sus labios. A sus pies, entretenido con una cesta repleta de flores recién recogidas, está el niño huérfano. Un aire de perfecta comodidad distingue el interior de la morada, desde las encaladas vigas, de las que penden varios cordones de colores, hasta la seca y suave hierba seca que recubre el suelo. Frente al pequeño grupo se extienden los jardines de su residencia, los regulares y fértiles llanos, y el resplandeciente e inmenso océano. A su alrededor se agolpan los sombreados bosques y una multitud de árboles. Encantados por las delicias de su retiro, los ocupantes de la cabaña no esperan nada, no desean nada, más allá de su aislamiento isleño. Aimáta ha conseguido la vida pacífica por la que tanto había suspirado últimamente, y el sueño de su anárquica ambición se ha desvanecido para siempre del corazón de Mahíné.
Al poco rato, la disposición del trío cambia, ya que el niño abandona repentinamente su ocupación y trepa con un puñado de flores por las rodillas de la joven, intentando apartarla de Mahíné con el fin de tenerla para sí mismo. Durante un breve momento, pese a sus esfuerzos, los ojos de Aimáta siguen clavados en el rostro de su amado. Pero pronto, como si algún tono en su voz, algún giro particular en sus semiinfantiles expresiones de ruego, hubiese penetrado en su memoria mientras resuena en el oído, la atención de la muchacha abandona a Mahíné, con lágrimas al borde de los ojos, y el nombre más sagrado para su corazón cruza suavemente por sus labios cuando da la espalda al guerrero para cuidar cariñosamente del niño.
Si los espíritus de los muertos están condenados a caminar por la tierra (y quién que alguna vez haya amado y haya lamentado una pérdida, quién que haya reflexionado en soledad y haya velado durante las horas de la noche, tendrá coraje para negar, o la fortaleza para dudar, que esta espantosa condena es real), si los invisibles habitantes de otros mundos pueden en efecto regresar ocasionalmente a la tierra, ¡con qué esplendor se cumplió en aquel momento la solemne promesa expresada por Idía en aquella hora de agonía que la había separado de sus seres queridos!
Y aquí, mientras su existencia transcurre sin problemas, mientras su corazón solo sufre de aquellas penas cuya misión es suavizar y aplacar, abandonamos, con triste desgana, a la más gentil y a la mejor de las hijas de las Islas del Sur. En los hogares de su pueblo su presencia fue un alivio para el sufrimiento y una inspiración para la felicidad. ¡Ojalá en la leyenda que hemos escrito sobre su remoto y hermoso país la misma deslumbrante inocencia pueda perdurar en ella! ¡Ya con su nombre, Aimáta fue una melodía para los que la acompañaron en su vida! ¡Que de ese modo retenga un vestigio de su antiguo encanto para el extraño de otra nación y otro tiempo!
* * *
El día había amanecido tan felizmente sobre Tahití como sobre la pequeña isla de Mahíné. Pero, a medida que fueron transcurriendo las horas, la promesa de la mañana no fue cumplida por el mediodía, y cuando el sol ya se dirigía hacia el regazo del mar, el firmamento, salvo en el oeste, se presentaba cubierto de enormes y oscuras nubes, el viento soplaba estridentemente y había empezado a caer una lluvia espesa y abundante.
A medida que iba avanzando el día, muchos de los habitantes de la isla abandonaron consternados sus ocupaciones habituales y observaron, en silencio e inactivos, cómo se aproximaba la tormenta. Durante la mayor parte del tiempo la gente se apiñó. Entre ellos, sin embargo, hubo dos que llevaron a cabo aquella vigilia de la tempestad en completa soledad.
Bajo la parca protección de la cabaña semiderruida, se refugiaban el hechicero y el Sacerdote. Durante el día habían mantenido un perfecto silencio, pero ahora, a medida que se acercaba el atardecer, aquel ensimismamiento desapareció del comportamiento de ambos. Al principio conversaron en voz baja y entre largos intervalos de silencio, después hablaron con rapidez y en un tono elevado, finalmente su discusión se convirtió en una vehemente disputa.
Al principio de la riña, el comportamiento del Sacerdote había sido titubeante y humilde, y el de Otahára vehemente y seguro de sí mismo, pero los desdichados restos de la auténtica naturaleza de Ioláni pronto empezaron a despertar en su interior, y su violencia, tanto en los actos como en las palabras, igualó rápidamente a la del hechicero. Otahára fue el que más habló, despertando la furia del Sacerdote pulla tras pulla y dejándole aparentemente sin palabras. Sin tener en cuenta el peligro, el mago avanzó trastabillando hacia su desesperado compañero, cada vez más cerca, reiterando sus insultos. Aunque casi dominado por la locura, Ioláni logró sufrir en silencio algunos segundos más. Entonces, la mención de una expresión de absoluta ignominia aplicada a su persona por Otahára en tonos de amargo sarcasmo, agotó su paciencia, y lanzando un grito de furia asestó al hechicero un tremendo golpe con el puño cerrado.
El mago retrocedió algunos pasos. Su cara se sonrojó hasta adquirir un matiz purpúreo, cambiando después a una lívida palidez. En un determinado momento levantó una mano amenazante en el aire, y acto seguido, sin una sola palabra ni un solo gemido, cayó pesadamente al suelo.
Durante algunos minutos Ioláni contempló el cuerpo inane. Entonces se tambaleó hasta él y puso una mano en el corazón del cadáver. Aquella comprobación le convenció de que el hechicero se había marchado para siempre. ¡Estaba solo! ¡Su propia mano le había arrojado a la condena que más temía!
Pensó en el miedo que siempre había tenido Otahára, en el abyecto terror que desde su primer encuentro habían provocado en él tanto el hombre como su poder, hasta el punto de que se había habituado a vivir dominado por él. Había entrado en la disputa con la sensación más degradante de miedo y humillación. ¿Sería posible que alguien como el hechicero hubiera terminado sus días de aquella manera? Y de nuevo posó una mano sobre el corazón del muerto; y fijó los ojos en su rostro.
Medio paralizado por el terror, se alejó a trompicones del cadáver y miró a través de una grieta de la cabaña. El rugido de las olas y el quejido hueco y profundo del viento se asemejaban a voces que le maldijeran mientras contemplaba el exterior. El primer objeto con el que toparon sus ojos en la playa fue la canoa que le había traído desde la isla del exilio, y que había abandonado para que se pudriera en el mismo lugar en que había desembarcado. Incluso el remo permanecía en su posición habitual, en la proa de la embarcación.
Frente a él, el instrumento de un crimen, tras él, la evidencia de otro, a su alrededor, la soledad, y sobre él, el cielo resquebrajado… ¡nacer era una miseria demasiado terrible! Recordó, entre la agonía del miedo, las últimas palabras de su hermano. Era posible que los guerreros estuvieran allí para protegerle desde antes, incluso aunque los siervos del Rey no se hubieran aproximado a la cabaña. No le importaba quién pudiera encontrarle, ya que la soledad era peor que la muerte, de modo que gritó pidiendo ayuda.
Durante algunos minutos nada interrumpió la penosa monotonía del sonido producido por el viento y las olas. Al fin, oyó pasos en el exterior. Se acercaban. Cruzaron el umbral de la puerta. Se sentía como si estuviera hechizado. No se atrevía a moverse ni a mirar. De repente, una mano cayó sobre su hombro. Se volvió.
¡Se encontraba frente a él! ¡Estaba vivo y se encontraba frente a él! ¡El vagabundo de los bosques, el observador de la tormenta, la espantosa encarnación de aquel recuerdo que vivía en su interior! Completamente inmóvil y en silencio, contempló al hombre, y completamente inmóvil y en silencio este le devolvió la mirada.
Pronto, una exultante sonrisa acentuó la deformidad de los rasgos del loco. Agarró al Sacerdote de un brazo y le arrastró a la playa, hasta la mismísima orilla, donde lanzó la canoa al agua. ¡Aquella frágil y podrida embarcación que en sus días de gloria apenas había bastado para contener el peso de una sola persona!
Hizo un primer y último esfuerzo por intentar escapar, pero la tenaza del proscrito sobre su brazo no se debilitó en lo más mínimo.
—¡Vamos! ¡Vamos! —gritó el demente señalando hacia el inmenso y oscuro océano mientras el Sacerdote se revolvía en su abrazo.
—¡Eiméo! ¡Eiméo! ¡Tengo tierras y riquezas! ¡Viajaremos alegremente porque amamos la noche y nos reímos al contemplar la furia de la tormenta!
Aquellas palabras desarticuladas impactaron sobre el oído de Ioláni como jamás lo había hecho ninguna otra palabra. Por encima del rugido de las olas que rompían en los arrecifes, por encima del aullido del viento que recorría el bosque, por encima de la salvaje risa de aquel loco… ¡se elevó el alarido de frenético terror que surgió de los estupefactos labios del villano! Sus esfuerzos por escapar cesaron de inmediato. Podría haberse tratado de un hombre muerto, de tan estoicamente como sufrió el tormento infligido por la cuerda que el proscrito desenrolló de su cintura para pasarla alrededor de los brazos de su víctima hasta que la sangre empezó a surgir de ellos y a derramarse en el suelo. Un leve gemido surgió de su interior cuando el demente le arrojó dentro de la canoa y saltó tras él, pero ni siquiera entonces dejó escapar una sola palabra.
El sol se estaba poniendo sobre las oscuras y agitadas aguas cuando la embarcación empezó a bogar lentamente hacia mar abierto. Una calma completamente desprovista de emociones se había apoderado ahora del rostro del proscrito, mientras escuchaba, con una atención fija y melancólica, el solemne canto fúnebre del viento. La espuma caía sobre él a oleadas, pero no le prestó atención. El remo se escurrió de su mano, pero no se preocupó por intentar recobrarlo de las olas. Lentamente, como las tinieblas al extenderse sobre la tierra, la canoa siguió su curso flotando pesadamente hacia los arrecifes, con su condenada e inhumana carga. ¡Lentamente! ¡Lentamente!
* * *
Fin