CAPÍTULO V

LA ÚLTIMA ENTREVISTA

Los exploradores que iban de avanzadilla divulgaron por las aldeas la noticia de que la víctima había sido capturada, y las pocas personas a las que las exigencias de la inminente batalla no habían arrebatado de sus casas, salían a ver a los prisioneros. Su aspecto había cambiado espantosamente desde el alto en el bosque. Idía era arrastrada por sus guardias sobre una burda litera de ramas y lanzas, tan pálida e inerte que los que la veían temían que la pompa y la gloria del sacrificio hubieran sido destruidas por la Muerte. A su lado, agarrándola de la mano, caminaba la fatigada y todavía fiel Aimáta, su joven semblante hermoso con la melancólica belleza de la paciencia y la resignación. Aunque las lágrimas le afloraban a los ojos cuando las mujeres y los niños que aún la amaban y compadecían se acercaban, algunos con palabras de consuelo y simpatía, otros con su sencilla ofrenda de flores, solo para ser burlonamente repelidos por los guardias que la rodeaban, no pronunciaba ninguna queja ni mostraba su desesperación. ¡Espléndida e impresionante es tamaña virtud, en alguien tan desamparado y tan joven! ¡El Buen Morador del Cielo podría haber llorado contemplándola desde lo alto, recordando los días de su amarga persecución entre los soldados de la Superstición y el Crimen!

A medida que la tropa se acercaba al templo, su número aumentaba con nuevos grupos de guerreros y nuevas multitudes del populacho, y entre los gritos de la gente y el sonido cruel y monótono de los tambores de guerra, los congregados se detuvieron ante la capilla del dios guerrero.

Los jefes habían recibido órdenes de Ioláni para disponer de las prisioneras. Aimáta sería confinada y vigilada en una solitaria cabaña en las cercanías del templo, y había de ser tratada con la mayor consideración y cuidado. En cuanto a Idía, como víctima del dios, debía ser vigilada por dos sacerdotes en la propia vivienda de Ioláni, adyacente al lugar sagrado, hasta que él llegara a la ciudad, llegada que según les había asegurado se produciría a tiempo para que el sacrificio comenzara al ocaso, para el que faltaban dos horas.

Mientras se llevaban a la mujer, Aimáta hizo un último esfuerzo para obtener de ella un último adiós. Pero Idía seguía insensible a toda influencia exterior, no despertaba del profundo estupor producido por su pesar. La llevaron apresuradamente al templo, y ni siquiera entonces pronunció palabra alguna o hizo un gesto cualquiera.

Si la libertad libera el cuerpo, la cautividad desata el alma. Es cuando el cuerpo está encadenado cuando el espíritu experimenta mejor el peligroso privilegio de la libertad. Es entonces cuando la divina acompañante de nuestra mortalidad efectúa sus más largas excursiones, cuando más se aleja de nuestro lado. Es entonces cuando es más incontrolable, y más celosa de sus misteriosos e infinitos privilegios. Poco imaginaban los sacerdotes, viendo a la prisionera en su oscuro y tenebroso confinamiento, lo ardiente y profundamente que su víctima ansiaba que quienes habían apresado su cuerpo pudieran también encerrar su espíritu. Poco imaginaban qué pobre sería la cosecha de las más refinadas torturas que pudieran infligirle, después de que el campo hubiera sido segado y saqueado de antemano por miserias que ni siquiera su crueldad podría inventar.

Desde la desaparición de su hijo, ni una sola palabra había salido de la desdichada Idía, ni siquiera para dirigirse a la muchacha que había cuidado y querido durante tanto tiempo. En la palidez antinatural de su semblante no se percibía rastro alguno de la tormenta que rugía en su corazón. Con la misma y ominosa calma que había caracterizado su comportamiento durante el viaje, ingresó en prisión y miró a sus inflexibles guardias. Le dieron un poco de agua para humedecer sus labios y pusieron a su lado unas pocas frutas marchitas e insípidas. Después se sentaron tan lejos de ella como se lo permitían los confines del lugar, y la vigilaron en completo silencio.

Pronto, sin embargo, la piadosa confusión que hasta entonces había nublado sus facultades empezó a disiparse, y su mente vagó extrañamente hacia los días que ya habían pasado para siempre. Intensos recuerdos que no revivía desde hacía años, de los sencillos placeres de su infancia, de los resplandecientes y bellos lugares que había contemplado y amado antaño, de niños desconocidos que se habían preocupado por ella cuando estaba sola y que se habían regocijado con ella cuando estaba contenta, despertaron suave y tristemente en su corazón; para engañar con la promesa de la curación que, sin embargo, no concedían. Pues, antes de que los recuerdos del Pasado pudieran aliviar las penalidades del Presente, desaparecían ante nuevos pesares, y cuanto más deprisa aparecían aquellas visiones, con más contundencia eran destruidas y empañadas en su divino esplendor.

Y entonces, sus pensamientos, regresando a su antigua obsesión, volvían a centrarse en su hijo. Sus ternuras infantiles, antes observadas solo para ser olvidadas, volvieron a deslizarse en su corazón con un patetismo que nunca habían poseído en la realidad. Las más ligeras caricias, las más evanescentes peculiaridades de su vástago perdido, pasaron vívidamente por su cabeza, y pareciera que volviese a oír sus últimos murmullos, sus últimos intentos de hablar, tan tristemente musicales y tan profundamente elocuentes para sus oídos. Todo lo que el niño había sido, todo lo que el niño podría haber sido, lo sentía ahora en su interior, ahora, cuando lo máximo que podía esperar era que su tumba no fuera removida, que su frío cuerpo no fuera profanado ni molestado. A lo largo de su breve y desgraciada vida, había sido para ella un compañero en el sufrimiento y un consuelo. ¡Tal y como los dioses de su pueblo eran los unos para los otros, así había sido el infante para ella!

Y ahora, ¿dónde apoyaría él su suave mejilla? ¿Cuándo volvería a despertarse?

¡Arriba! ¡Arriba, guardianes de la cautiva! ¡Cuidad de vuestra seguridad y de la suya en su hora de necesidad! Pues sus pensamientos por fin se han impuesto al sufrimiento de su alma. Sus labios se separan con una extraña y misteriosa sonrisa, y sus ojos se inflaman con un fuego salvaje y repentino. Dejad que rompa esas ligaduras de las que ahora tira tan ferozmente y todavía podríais veros privados de vuestro triunfo y vuestro sacrificio. ¡Ja! ¡Se aflojan, ceden! ¿Se parten? ¡No! ¡Resisten sus esfuerzos! ¡Ella se tambalea y cae de nuevo al suelo! Agua, más agua para sus labios resecos y su frente ardiente. El acceso de furia pasa, y el agotamiento, la debilidad, vuelve a apoderarse de ella.

¡Mirad desde los muros del templo! Las lentas horas se acercan a su final. El sol se inclina hacia el seno del mar. El demonio supremo se aproxima. Los guerreros desperdigados se reúnen. La multitud silenciosa y sobrecogida ya está en terreno sagrado. ¡Escuchad! La señal ha sonado en la puerta. ¡Ha llegado su hora! ¡Despertadla de su largo y profundo arrobamiento! ¡Despertadla para que muera!

* * *

Muchos años después de la época de nuestra narración, el campesino polinesio solía describir a sus atemorizados hijos y a los vecinos curiosos el horrible y desfigurado aspecto de Ioláni, el Sacerdote, cuando regresó al templo. Qué era lo que había ocasionado esa alteración, nunca se supo. La superstición popular, sin embargo, pronto lo achacó a un encuentro con fantasmas y demonios del bosque, que se creía habitaban las orillas del temido y desolado lago; y en épocas posteriores, entre las canciones del país destacó como la leyenda favorita del pueblo «la batalla nocturna del Sacerdote».

Parecía que fuera a caerse al suelo, tan tambaleantes eran sus pasos, tan completo su agotamiento al aproximarse al final de su viaje. Pero por fin había llegado, cuando en el momento en que iba a entrar en el lugar sagrado un explorador, sin aliento y fatigado por el viaje, le detuvo informándole de que el enemigo marchaba hacia sus fronteras.

Se reunió a los caciques, y todos estuvieron de acuerdo en desacreditar la información del hombre. Tenía un carácter sospechoso, y eso era razón suficiente para desconfiar de él. Sus respuestas, cuando le preguntaron, eran vagas y extremadamente contradictorias. Había visto al grupo de hombres que había despertado sus sospechas a una distancia tan grande, y tan brevemente, que se consideraba dudoso que pudiera estar seguro de que no se trataba de un destacamento de su propia gente, de camino a sus cuarteles. El poco tiempo transcurrido desde la escaramuza en los bosques parecía hacer imposible que el ejército rebelde se hubiera reagrupado tan completamente como para dejarles en disposición de enfrentarse a su violento propósito. Además, parecía inconcebible que Mahíné se aventurase a la batalla sin representar de nuevo las ceremonias de la guerra, decisión que sin lugar a dudas debía de haber adoptado si la información del explorador era correcta. Pronto, después de mucha deliberación y confusión de planes, se tomó la decisión de enviar espías más fiables, confinar al sospechoso (entonces le consideraban traidor) y, en todo caso, proceder con el sacrificio cuanto antes.

Entre los guerreros subordinados hubo algunos que protestaron contra tan ciega y peligrosa decisión, pero su oposición fue inútil. El extraño encaprichamiento de Ioláni con el asunto del sacrificio parecía haberse extendido a sus colegas, y sus deseos, que no su razón, les inducían a tomarse a la ligera cualquier obstáculo que se opusiera a su inmediata ejecución. Así, el populacho, desconcertado y desalentado por todo lo que habían visto y oído últimamente, y los soldados, algunos dubitativos, otros desafectos, regresaron a sus puestos. Cierto aire de melancolía pesaba sobre todos los corazones. Las mujeres cautivas ya no eran las únicas que lloraban. Desde el actor principal en su escenario hasta el niño que deambulaba entre la multitud, todos estaban poseídos por una inquietud sombría y pesada; y un audible murmullo de temor y descontento se elevó desde la muchedumbre cuando el Sacerdote, volviendo del consejo, entró impacientemente en el recinto sagrado.

Fue inmediatamente a sus habitaciones, y los dos vigilantes que le esperaban allí destacaron el hecho de que pareciese desapercibido tanto de su presencia como de la de su cautiva. Sus ojos se movían incesantemente de un sitio a otro, y parecía incapaz de detenerlos durante un solo instante en un punto concreto, incluso cuando le saludaron reverencialmente, como era su costumbre. Se volvió hacia la mujer, pues habían aflojado sus ligaduras por temor de que su insensibilidad anunciase la muerte, y que el sufrimiento infligido por ellas fuera la causa del ominoso y temido ensimismamiento. Ella se levantó y, avanzando titubeante hacia el Sacerdote, le agarró firmemente la mano derecha.

—¡Sangre! —murmuró con voz ronca y espantosamente poco femenina—. ¿Otra vez sangre?

Y empezó a repasar las líneas de su mano, con dedos temblorosos, y a mirarlas una y otra vez con ojos locos y vacíos, como si pudieran contarle una última e importante verdad que ya había desesperado de oír de sus labios. Entonces susurró, mecánicamente, antiguas palabras amorosas que habían intercambiado antaño, tirándole de las ropas, como si quisiera obligarle a escucharla. Pero él no le dio respuesta. Durante unos momentos, pareció perderse en sus pensamientos. Entonces, volviéndose repentinamente hacia los sacerdotes presentes, les ordenó que se ocupasen de los preparativos fuera; y cuando salieron, él mismo se dispuso a dirigirse a la puerta. Pero en cuanto dio su primer paso, la mujer le echó los brazos alrededor del cuello, gimiendo una vez más en su oído: «¿Está muerto?».

Con una brutal maldición se la quitó de encima y, apoyando la espalda en la pared, la miró a la cara, como si la desesperación y la angustia que expresaba cada arruga proporcionaran alegría a su corazón.

—¡Está muriéndose! ¡Muriéndose! —murmuró él, con un tono de triunfo salvaje—. Cerca del camino del templo, está el Valle del Hombre Salvaje. Es un lugar maldito y solitario. Allí gime el infante, mientras el viento frío le marchita, hora tras hora. ¡El vástago con el que me has deshonrado ha sido abandonado allí! ¡Nadie hay cerca para ayudarle, nadie le oirá ni responderá a su llanto! ¡Para el Hambre fue para lo que protegiste a tu hijo! ¿Te enorgulleces ahora de haberme frustrado cuando te dije que me obedecieras? ¿Te burlarás en mi cara, en tu prisión, como lo hiciste en aquella cueva? ¡Maligna! ¡El momento del triunfo es ahora mío! ¡Miserable! ¡Ha llegado la hora de entregarte, y fuera ya está sonando la señal de tu muerte!

Mientras hablaba, el rugido de la música marcial que indicaba la llegada del Rey se oía desde el altar. La desgraciada mujer cayó al suelo y escondió la cara en su manto, como si quisiera ocultar todos los objetos mortales a su mirada, cuando el Sacerdote se volvió hacia la puerta e indicó a los servidores que entraran en la prisión. Sus lacayos agarraron a la víctima y la condujeron al lugar señalado. Se formó una comitiva, y él ocupó su puesto firme y orgullosamente, como siempre. Era su última victoria sobre la tiranía de su interior, y era una victoria digna de él. Avanzaron hacia el altar, y justo cuando llegaban, el sol se puso…