CAPÍTULO IX
LA VENGANZA DE MAHÍNÉ
La noche de la batalla señaló el regreso de la acostumbrada tranquilidad a la aldea rebelde. Donde la pompa del sacrificio y el bullicio de los preparativos bélicos habían reinado recientemente, brillaba en ese momento la luz de la luna, y donde apenas un día antes se mezclaban gemidos y risas, maldiciones y bromas en la más absoluta confusión y en el más salvaje estruendo, solo se oía la agradable música de la brisa entre las rocas de la playa y el crujido de las hojas de la arboleda que rodeaba la morada del jefe. Algunas de las casas parecían desiertas, mientras que a la puerta de otras apenas se podían ver algunas mujeres y niños, o un anciano solitario disfrutando tranquilamente de la belleza y el silencio de la noche. Uno por uno, incluso estos fueron desapareciendo, cuando llegó la escolta de guerreros que acompañaba a las mujeres rescatadas hacia la morada de Mahíné.
Al organizarse el ejército, estos hombres habían recibido instrucciones precisas del jefe y, hasta ese instante, las habían obedecido con la mayor exactitud. Habían cogido por sorpresa a los vigías del Sacerdote, los habían asesinado en silencio, habían liberado a las mujeres y las habían traído a la aldea rebelde, y se estaban preparando para seguir las órdenes de Mahíné en lo referente a cómo debían ser tratadas aquí. Ambas debían ser alojadas, hasta su regreso, en la vivienda del cacique. Pero, si Idía insistiese en ello, se le debería permitir gozar de libertad, teniendo cuidado, sin embargo, de que Aimáta conservase su propia guardia especial bajo cualquier circunstancia. Hombres veteranos y expertos habían sido seleccionados por Mahíné para este servicio, y desde el primero al último demostraron ser dignos de su confianza.
La estancia de las mujeres estaba en la parte más hermosa de la isla, y tenían a su disposición todos los sencillos lujos del país; pero estos beneficios llegaban en un momento en que ninguna de las dos tenía ánimo para notarlos, ni deseo de disfrutarlos. Las escenas de terror vividas habían sometido la juvenil elasticidad del carácter de Aimáta, y ahora tenía que soportar la nueva tortura de desconocer el destino de su joven guerrero. Pero ni siquiera entonces le fallaron la paciencia y la fortaleza a la muchacha, y aunque sus penas eran muchas, se aplicó tan laboriosamente como siempre a ayudar a la recuperación de la desventurada Idía.
No hay prueba más maravillosa de la íntima conexión entre la formación corpórea y espiritual del hombre que la semejanza de la regla por la que se regulan en ambas los poderes de la resistencia. Si el dolor tiene el privilegio de afligir al cuerpo, después de haber perdido su poder, el pesar tiene el mismo valiosísimo privilegio en lo tocante al espíritu; y la insensibilidad no anuncia con más seguridad las más agudas sensaciones en el uno que en el otro. Un vigoroso ejemplo de letargo espiritual se presentó, en esos momentos igual que en la ocasión anterior del viaje al templo, en la condición de Idía. Ninguna lágrima rodó por sus mejillas. Ningún temblor apareció en sus labios. Ningún suspiro, ningún gesto de pesar brotó de ella. Pero de todas las épocas de prueba, tal vez esa fuera la peor que había sufrido. Miró a la muchacha arrodillándose a su lado, y pareció reconocerla con facilidad, pero no le habló, como había sido su costumbre durante los días de sufrimiento. Temiendo haber escapado de una muerte solo para sacrificarse a otra, Aimáta redobló sus esfuerzos para aliviarla. Durante aquella noche fueron en vano, pero la siguiente se experimentó un cambio.
Una extraña inquietud parecía dominarla. Corría de un lado a otro, con un aire medio atormentado, medio distraído, como si intentara recordar alguna palabra o acontecimiento que acabara de borrarse de su memoria. Entonces, llamaba a Aimáta a su lado, y repasaba con ella, una y otra vez, las más insignificantes circunstancias relacionadas con el nacimiento y la existencia del niño; con sencillo patetismo, recreándose en los menores detalles, como si esta autoflagelación la consolara en su desgracia. Y entonces, después de un largo intervalo de meditación silenciosa y dolorosa, un relámpago de alegría antinatural pasó sobre su semblante, y apresurada y afectuosamente abrazó a la muchacha, diciéndole que había llegado la hora de su partida, que debía hacer un viaje al bosque cuanto antes.
Con la consternación y el asombro más completos, Aimáta le preguntó con qué intención, y ella al fin confesó que el único objeto de tal peregrinaje era intentar descubrir el cuerpo de su niño abandonado, que, después de muchos y dolorosos esfuerzos, había revivido su entrevista en la prisión con el Sacerdote, que él le había revelado la escena de su crimen, y que ella alimentaba la esperanza de que la zona del bosque donde había sido cometido el acto, al ser desolada y solitaria, hubiera permitido que el cadáver del pequeño pudiera seguir yaciendo sin ser molestado en el lugar de su miserable muerte. No implicaría a nadie en los peligros e incertidumbres de la búsqueda y, por lo tanto, rogaba para que nadie fuera tan cruel como para oponerse a su intención. Tuviera éxito o no, era muy poco el tiempo que exigía la realización de su proyecto. Su ausencia no tendría importancia para nadie, y suplicaba que la dejaran partir sin interferencias ni discusiones.
Todo esto lo dijo sin palabras de lamentación, sin lágrimas de tristeza. La menor posibilidad de reunirse con su hijo, aunque fuera de manera tan desdichada, extendía una fugaz y engañosa calma sobre su espíritu, y había en sus ojos una estremecedora expresión que era una mezcla de esperanza ansiosa y terrible, y de miseria latente y profunda cuando miró a la muchacha. Cuando Idía terminó de hablar, Aimáta tomó su decisión en un instante. Olvidando todos los peligros que en esta época de conflicto afectaban al país, y más especialmente a sus lugares solitarios, ella también anunció a la mujer su decisión de ayudarla en su lúgubre búsqueda, solo para recibir inmediatamente la oposición de los guardias a que cumpliera sus generosas intenciones.
Todas sus súplicas no consiguieron influirles lo más mínimo. Sus órdenes eran claras: la mujer podía partir, pero la muchacha debía quedarse. Aimáta sentía vívidamente los peligros que, bajo circunstancias como estas, entrañaba la intención de Idía. Prometió cumplir en todo las órdenes de los hombres si al menos uno de ellos protegía a la mujer durante su viaje. Esta solicitud también fue rechazada. Se les había ordenado mantenerse en sus puestos hasta el regreso del jefe, y no podían desobedecer un mandato tan imperioso. A ojos de ellos, los peligros de la excursión de Idía eran tan pocos que consideraban que alguien de su propio sexo podría protegerla con tanta seguridad como ellos mismos, y tal protección sí la consentirían, pero ninguna otra.
Pensando que una compañía para Idía, aunque inútil, sí podría al menos mitigar su ansiedad, Aimáta aceptó la propuesta de los guardias, aunque para llevar a cabo el proyecto se encontró con muchas dificultades. Las mujeres temían exponerse en esos momentos en un lugar como Vahíria, y se resistieron obstinadamente al deber que se les imponía. Bajo otras circunstancias, los guerreros no habrían hecho más intentos por persuadirlas, pero en este caso sabían que complacer a Aimáta significaba ganar el favor del jefe, así que perseveraron para conseguir el cumplimiento de su promesa. Después de alguna demora, dos de las mujeres del lugar fueron seleccionadas como escoltas de Idía. Con la servil obediencia que dispensa en Polinesia el sexo débil al fuerte, las mujeres, visiblemente temerosas y reticentes, se armaron y se sometieron al decreto de los guardias. Y así la madre partió en silencio hacia el bosque, y la doncella permaneció llorando en la morada del jefe.