CAPÍTULO II

AIMÁTA Y EL HOGAR

Empieza un día de verano. El sol naciente, cuyos rayos apenas penetran aún la solemne oscuridad de las arboledas y los bosques, se muestra hermoso y resplandeciente en las praderas al pie de las montañas. La brisa marina acaba de levantarse en el interior de las islas del sur. Refresca las frutas, despierta las flores. Se acompaña de su propia música, delicada e irregular, con el golpeteo de las gotas del rocío que caen cuando las sacude alegremente de sus altos nidales en los árboles y de sus pequeños escondrijos en la hierba fresca y fragante. Canta suavemente entre las hojas sueltas al lado de la choza, y murmura agradablemente a través de las fisuras de las piedras y la maleza, a la entrada de los valles del bosque. Es la mensajera de la felicidad, amiga familiar bienvenida por las alegres gentes del país, que salen a recibirla con júbilo, pues para los isleños anuncia la felicidad y el día.

Apartada de la aldea y varias millas distante de la costa se alza una solitaria construcción, en el punto más bello de la parte más interior de la isla. Su tosca puerta está abierta, pero nadie atraviesa todavía la entrada. Por fin, una tórtola sale revoloteando, seguida, en su vuelo matutino, por una muchacha.

Cantando su melodía suave y monótona, el pájaro vuela sobre el pavimento de coral blanco que rodea la casa, sobre el jardín y la pradera hasta llegar al bosque que se extiende casi hasta la ladera de la colina que hay más allá. Canturreando y riéndose para sus adentros, la chica sigue a su acompañante. Su sencilla túnica, desarreglada por la rapidez de sus movimientos, descubre una figura flexible y delicada, aún no formada por la madurez, pero ya tentadora para la vista. Avanza siguiendo a su amiguita donde quiera que la lleve. Unas veces, se demora con las flores silvestres que encuentra a sus pies. Otras, se levanta y busca la presencia, o escucha la voz, de su dulce favorita. Después, pone rumbo llena de alegría hacia los senderos del bosque, o se detiene, enamorada de su música y su esplendor, junto al arroyuelo que reluce a su lado. Aquí, reprende juguetonamente a las zarzas y las enredaderas que se oponen a su avance. Allá, ríe con inocente delicia cuando se le ofrece una furtiva ojeada a algún escenario del bosque, más hermoso que todo lo que ha contemplado previamente. Tan resplandeciente y hermosa como al retirarse está ahora que regresa, hasta que por fin descansa en su habitación y contempla cómo en la suave y clara distancia su favorita vuela hacia el hogar.

Allí sentada escucha el sonido del mazo del curtidor procedente de los valles próximos, que, suavizado y armonizado por la distancia, suena alegremente a sus oídos. A veces, el ruido del hacha del leñador llena sus pausas, otras veces, las voces de los viajeros que se dirigen a la aldea que hay más allá, y otras, el murmullo del arroyo que cruza el jardín de la choza.

Mira hacia abajo al sendero que, entre los árboles, conduce a la aldea. Preciosa en su desenfadada y natural actitud de reposo, es para los encantos de la tierra en la que vive y a la que ama lo mismo que era Eva, en su inocencia, para el Paraíso que la rodeaba. La más ingenua alegría y la gracia de la infancia y la más seductora suavidad y timidez de la juventud se unen en su semblante, cuya atracción no reside en la regularidad de sus rasgos ni en la hermosura de su complexión, sino, simplemente, en la juventud y la inocencia, en la encantadora variabilidad y naturalidad de su expresión. No se preocupa ni fatiga con meditaciones. Sus pensamientos solo se elevan para asombrarla y deleitarla, y nunca se demoran lo suficiente como para fatigarla o confundirla. Sigue siendo tal y como Dios la hizo; aún sin contaminar por la miseria y sin mancillar por el hombre.

El sendero de la aldea ya es recorrido por muchos pies. A veces, una compañía de mujeres pasa ante sus ojos, sus prendas de colores brillantes relucen bajo la luz del sol que ya ha penetrado a través de los espacios que dejan los árboles. Otras veces se ve un tropel de pescadores, doblados bajo el peso del botín que han recogido durante la noche; o bien, un joven guerrero, que afila impacientemente sus armas sin estrenar y anhela en lo más hondo de su corazón el campo de batalla, engrosa las filas de los viajeros que recorren la boscosa avenida. A todos ellos, al pasar, los contempla la muchacha con indiferente placer, hasta que una mujer solitaria aparece entre los árboles, y entonces, la mayor alegría toma posesión de su semblante, pues reconoce a su guía y acompañante, la misma que vagaba de noche a orillas del lago.

Lenta y cansinamente avanza Idía. Se siente extrañamente apesadumbrada cuando llega a la choza y devuelve las impacientes caricias de Aimáta. La tristeza se mezcla con la dulzura de su expresión mientras escucha la animada narración que hace la muchacha de su persecución de la tórtola. Una extraña sensación de incomodidad y un inexplicable presentimiento nubla sus pensamientos ahora que se encuentra en su propia morada. No hay ninguna razón aparente para que tal cosa la aflija, pero no puede evitarla a pesar de los esfuerzos que hace para sacudírsela. ¿Se trata de miedo afectuoso por el futuro de su joven protegida? ¿Se trata de la conciencia, hasta entonces desconocida e inadvertida, que reafirman su existencia en su fuero interno? ¿Es su ángel de la guarda que la advierte de alguna calamidad que se avecina?

Se tumba en el suelo de hierba suave de la vivienda. Silenciosa y abstraída, no nota la agradable variedad de frutas recién recogidas que Aimáta está poniendo a su disposición. La chica formula una pregunta tras otra, pero ninguna es contestada. Utiliza toda su astucia, intenta muchas inocentes estratagemas, para que su pesarosa acompañante comparta una alegría tan duradera y bulliciosa como la suya, pero todo es en vano. Por último, desiste de su propósito desalentada. Refrena su alegría natural y, sentándose, apoya la cabeza sobre el regazo de Idía, y mirándola amorosa y vacilantemente, ofrece a su atención una de las leyendas poéticas y salvajes del país, que por fin ha aprendido perfectamente y que narra susurrando, deteniéndose a veces para contemplar sus efectos sobre el ánimo de la mujer. Una lágrima se ha acumulado en sus ojos mientras la muchacha insiste en su objetivo, pero todavía no habla ni se mueve; y la narradora termina su relato y sigue sin recibir la recompensa del éxito.

¡En el oscuro retiro del lago Vahíria, y en su unión nocturna con Ioláni, el Sacerdote, Idía ha perdido para siempre el encanto que antaño tanto atesoraran Aimáta y el hogar!