CAPÍTULO X
LOS ASEDIADOS
Sin prestar atención ni al rápido avance del enemigo ni a los ocupantes del recinto que se apelotonaban en el patio, el Rey contempló el cadáver del viejo guerrero guardando un largo y triste silencio. El último de sus sirvientes de renombre y capacidad le había sido arrebatado. Ya no le quedaba ningún consejero, ningún compañero. Pese a su poder, nunca se había sentido tan completamente inútil como en aquel momento. Nunca le habían asaltado la miseria y la melancolía con tanto patetismo como entonces. Cogió el cadáver entre sus brazos y descendió con él para reunirse con su pueblo. Una persistente desesperación dominaba sus filas. Los terrores de la muerte y el cautiverio parecían haber perdido sus efectos sobre ellos, y aguardaban su destrucción con una tranquilidad fría e insensible que se reflejaba en el modo de comportarse de todos y cada uno.
Más afectado, por naturaleza, de indolencia que de estulticia, el Rey se vio impelido a la acción por la necesidad del momento. Se apresuró a regresar a la plataforma, conminando a los guerreros que aún le quedaban a que le siguieran. Para entonces, el enemigo había cortado varios árboles de gran tamaño, había improvisado con ellos un nuevo puente y se preparaba para cruzar el barranco. El bando sitiado se apresuró a utilizar las flechas para oponerse a su avance; con cierto éxito al principio, ya que seis de los guerreros hostiles murieron mientras intentaban cruzar el puente. En todo caso, la participación de los luchadores del Rey fue breve, pues una lluvia de proyectiles procedente del grueso del ejército rebelde pronto les obligó a abandonar sus puestos, y los asaltantes acabaron por alcanzar la fortaleza sin encontrar oposición.
El Rey y sus seguidores les observaron desde detrás de sus defensas con una dolorosa incertidumbre. Desde la batalla, su número parecía haberse incrementado y, mientras desfilaban con gallardía frente a la solitaria fortaleza, hicieron toda una representación de marcialidad, con sus estandartes, sus instrumentos musicales y, a la cabeza, sus Sacerdotes Guerreros entonando a voz en grito la canción de la victoria. Acamparon a escasa distancia del refugio, e inmediatamente después de que se hubieran detenido, un embajador se aproximó a los muros del recinto portando una bandera de paz.
Fue recibido por el Rey. El mensaje era de Mahíné: el jefe, deseando ser misericordioso, le recomendaba por primera y última vez que se rindiera, si es que pretendía salvar su vida y la de aquellos que le acompañaban. Por otra parte, el discurso también dejaba claro que los insurgentes habían recibido refuerzos, y que estaban, además, a la espera de recibir más ayuda todavía, de modo que, estando el Rey privado de aliados y defensores, resultaba evidente que sus dos únicas opciones eran vivir según los términos de Mahíné o morir según los suyos propios.
Cuando el hombre terminó de transmitir el mensaje, el desafortunado soberano contempló abatido aquel puñado de fugitivos heridos y fatigados. Aquellos guerreros curtidos en mil batallas aguardaban sin un solo gesto de ansiedad, con el obstinado valor de su estirpe y su nación, la orden que iba a condenarles al cautiverio o a la muerte. Su infeliz monarca fijó la mirada en ellos durante largo rato. Una fugaz expresión de furia y duda apareció en su cara, para ser, en todo caso, reemplazada por la miseria y la desesperanza más profundas. Se volvió hacia el heraldo; hundió la cabeza en el pecho y, más que decir, gimió estas dos melancólicas palabras:
—Me rindo.
Tan pronto como el mensajero hubo entregado aquella información en su campamento, Mahíné y sus jefes principales, escoltados por una fuerte guardia, se aproximaron a los muros. Las defensas de la entrada fueron retiradas inmediatamente, y los asediados, en triste comitiva, salieron a través de hileras de conquistadores.
En primer lugar aparecieron el Rey y su hermano, el Sacerdote. La presencia de Ioláni produjo el asombro más absoluto entre las tropas de Mahíné. Cualesquiera que fuesen los planes del enemigo, era evidente que se habían formulado siguiendo la suposición de que el Sacerdote había fallecido durante la retirada y, en el instante en que apareció, el jefe tuvo que soportar las imprecaciones de varios de sus asociados, expresadas en un tono agrio y de reproche. Aquel desacuerdo, en todo caso, pronto fue silenciado, y lo que quedaba del ejército real, seguido por las escasas mujeres y niños que habían escapado a los horrores de la batalla, continuó su marcha hacia el campamento rebelde sin que se les molestara ni prestase atención.
Al consejo de guerra, convocado por Mahíné y sus jefes, acudieron únicamente Ioláni y el Rey. Antes de detallar, en todo caso, el resultado de su conferencia, sería necesario señalar que la oferta de paz había sido realizada por el cabecilla rebelde sin la concurrencia de sus experimentados guerreros, cuyo consejo había sido respetar la sanguinaria costumbre, habitual en ocasiones como aquella, de exterminar a los vencidos. Mahíné se había negado a seguir aquel consejo. Una vez superados el calor de la batalla y la furia de la persecución, su crueldad se había desvanecido. El contacto con la dulce Aimáta había hecho más por suavizar y humanizar su naturaleza de lo que sus consejeros sedientos de sangre eran capaces de concebir; y nada podría alterar su piadosa determinación, que había llevado a cabo del modo detallado.
La conferencia fue breve, ya que al hallarse todo el poder en manos de uno solo de los bandos, era de prever que no se daría pie a la discusión. Los términos en los que Mahíné consintió en renunciar a posteriores hostilidades fueron: primero, la abdicación del rey en su favor y la cesión de su trono; y, segundo, el exilio inmediato del depuesto soberano, su hermano y todos aquellos que les habían acompañado durante su huida, a una solitaria y lejana isla, representando el regreso de cualquiera de ellos a las costas de Tahití una ofensa penalizada con la muerte inmediata. Tal fue el osado y ambicioso uso que hizo el jefe de su recién adquirido poder. El desgraciado monarca y su espiritualmente devastado hermano aceptaron las condiciones con la insensibilidad que provoca la desesperanza más absoluta. Al momento se hizo traer una banda roja y blanca, alegórica de la paz, y, como si de una amarga burla se tratase, el destronado e indefenso Rey fue obligado a pronunciar el juramento habitual, según el cual se comprometía a no llevarla jamás en tiempos de guerra, mientras dicha posibilidad pudiese ser evitada por cualquier medio. Concluida aquella práctica, el cuerpo de guerreros al completo y el resto de la gente volvieron a ponerse en marcha en dirección a la costa. El jefe, para llevarle a su amada la noticia de su victoria, y los demás, para preparar las ceremonias por la paz que se llevarían a cabo en el Templo de Oro.
Durante la conferencia, los guerreros de Mahíné habían podido darse cuenta de que las pocas palabras pronunciadas por Ioláni durante el debate habían sido vagas y contradictorias, y que su reputada energía y coraje parecían haberle abandonado por completo. Por eso ahora, mientras pasaba lentamente frente a ellos, le observaron con curiosidad. Había en sus ojos una mirada fija y salvaje, y en sus labios una sonrisa feroz y antinatural, que les hizo temblar mientras le contemplaban. Parecía hallarse inmerso en una constante, extraña y severa comunicación consigo mismo. Ningún objeto o suceso externo parecía afectarle en lo más mínimo y, al verle dirigir sus pasos hacia adelante, murmurando ocasionalmente, se susurraron los unos a los otros que le había alcanzado algún pavoroso y secreto castigo de los dioses, una pena espiritual sin remisión ni clemencia.