CAPÍTULO XI

MADRE E HIJO

Con el corazón oprimido, las acompañantes de Idía la seguían de mala gana hacia los rincones más apartados del bosque. Continuamente volvían la vista hacia atrás, hacia los felices hogares que habían sido obligadas a abandonar, y no dejaban de dirigir miradas de desconfianza e incomodidad hacia la mujer que las obligaba a internarse en lo más profundo de la solitaria foresta. Cuanto más se alejaban, más lenta y errática se volvía la orientación de Idía. Se desviaba de un sendero a otro sin causa aparente para demorar su viaje de aquel modo, encontrándose aún en una etapa tan temprana de su empresa. Cuando se quejaron de aquel innecesario gasto de energías, Idía pareció no darse cuenta, ni siquiera las contestó. Antes de que transcurriese mucho tiempo, las mujeres empezaron a sospechar de sus motivos y a criticar su reserva, murmurando de vez en cuando entre ellas con inquietud. Si se alejaban más, ya no serían capaces de encontrar su camino de regreso en caso de que fuese necesaria una retirada. En el punto en que se encontraban, aquel recurso aún entraba dentro de sus posibilidades, y, tras dudar un poco, decidieron utilizarlo, fuesen cuales fuesen las consecuencias que pudiera provocar semejante comportamiento.

Una vez se hubieron puesto de acuerdo para llevar a cabo aquel egoísta propósito, la mayor de las mujeres le dijo a Idía que se detuviese, y con un tono malhumorado y determinante le habló de la siguiente manera:

—Hasta aquí hemos soportado contigo la fatiga del camino, pero no lo vamos a seguir haciendo. Nos conduces siempre hacia adelante, sin que sepamos adónde, con un propósito muy peligroso y completamente inútil. Si tu deber es disponer de tu pequeño, aunque ya esté muerto, también nosotras tenemos que cuidar de nuestros vástagos, y ellos están vivos. Continúa, por tanto, por ti misma tu búsqueda, ya que tememos seguirte más allá, rodeadas de una soledad tan absoluta y triste como esta. En contra de nuestra voluntad fuimos obligadas a viajar contigo. Ahora, siguiendo nuestros propios deseos, nos proponemos regresar y desafiar la furia de los guerreros. Mejor es sufrir la ira de aquellos a los que conocemos que arriesgarnos a encontrarnos con los extraños y los vagabundos que hacen de este su solitario hogar. Por lo tanto, sea cual sea el peligro, nos retiraremos y regresaremos mientras aún hay luz.

La desdichada y abandonada mujer fijó en ellas una larga y afligida mirada de reproche, pero no intentó replicar, no pronunció palabras de despedida mientras la abandonaban a su suerte. Las contempló mientras desaparecían entre los árboles con una atención triste y mecánica. Después, con un amargo suspiro, reemprendió de nuevo la marcha.

De vez en cuando se detenía y miraba atentamente a su alrededor, en parte por fatiga, en parte como si siguiera un irresistible impulso, pero con la única excepción de aquellas ocasionales paradas, continuó imperturbable su solitaria ruta. Estaba convencida de que, una vez alcanzara cualquiera de las orillas del gran lago, podría encontrar sin mayor dificultad el lugar donde el niño había sido abandonado. Pero su desconocimiento de las rutas del bosque convertían el descubrimiento de Vahíria en una incertidumbre. Cada pocos pasos, Idía se detenía para escuchar atentamente, por si acaso el rumor de las aguas fuese audible, pero fue el mismo silencio solemne y absoluto lo único que la recompensó en cada intento. Sentía el corazón apesadumbrado por la miseria, y los miembros tambalearse debido al cansancio, pero aun así se obligó a seguir avanzando lentamente hasta que, por fin, completamente agotada, llegó hasta una fuente que brotaba en mitad del bosque, y de la que partía una pequeña corriente del agua más cristalina. Tras haberse detenido allí para recuperar fuerzas, siguió el curso del riachuelo. Sus orillas pronto empezaron a ensancharse, y poco después sintió bajo sus pies un terreno rocoso e irregular. Siguió caminando hasta que la multitud de árboles empezó a disminuir, y consiguió llegar por fin a una de las salidas del bosque, bajo la cual yacía el derruido Templo del Dios de las Aguas, y la superficie del desolado lago.

Para entonces (tanto tiempo había vagado a través del bosque que acababa de dejar atrás) el sol había sobrepasado ya su meridiano, y la solitaria mujer, tras pasear una breve mirada sobre el escenario de toda su felicidad y todas sus desgracias, localizó el camino en el que se había encontrado con el despiadado Sacerdote por primera vez tras su captura.

Su comportamiento se caracterizó a partir de aquel momento por una agitación que daba miedo contemplar. A cada paso, a la vez que avanzaba apresuradamente, miraba cuidadosamente a su alrededor, hasta que alcanzó el banco de turba en el que Ioláni había abandonado al niño. En un instante vio los fragmentos de guirnaldas desparramados por el lugar y, al agacharse sobre el suelo para examinarlos, descubrió marcas de pisadas sobre la tierra suave y porosa. Lanzando un histérico sollozo de júbilo, siguió las huellas más allá de aquella solitaria y pequeña depresión para internarse en la espesura que había más allá. Allí, las perdió la pista, pero aun así siguió avanzando, pese a la inútil oposición de los brezos y las espinas, hasta que alcanzó (con los miembros sangrando y lacerados) el espacio abierto que se extendía frente a la cueva del proscrito. En aquel lugar reaparecían las huellas. Sin dudar un instante, las siguió. En la boca de una de las cuevas se detuvo, y allí, avanzando a zancadas para salirle al paso con un palo alzado y una mirada de furia en sus ojos… ¡se encontró con un hombre solitario y aterrador!

Y apretado contra su pecho, en uno de sus brazos… ¿qué vio Idía? ¡Un niño! Se movió, la observó, profirió un gritito familiar y luchó por liberarse, alargando hacia ella sus pequeños brazos. ¡Un niño! ¡Era su hijo! ¡Estaba vivo! ¡Estaba contento! ¡Había conseguido escapar! ¡Qué hermoso era todavía!… ¡Su pobre y desdichado niño! ¡Su hijo!

¿Qué importancia tenía ahora para ella el palo o aquel que lo empuñaba? Se abalanzó sobre el hombre, agarrando sus manos y cubriendo de besos el manto que cubría al niño. El pequeño redobló sus sollozos y sus esfuerzos por liberarse. El brazo del hombre cedió, dejó caer el arma alzada e inmediatamente Idía lo estrechó contra su pecho… ¡Había encontrado un niño vivo y saludable en vez del frío cadáver para cuyo entierro había vagado hasta tan lejos!

Una y otra vez recorrió con la mirada el cuerpo del niño, y aun así no lograba convencerse de que lo había recuperado, intacto. Minuto tras minuto, completamente inconsciente de su situación, se dedicó a acariciar a su vástago y a colmarle con todas y cada una de las palabras de aprecio que poseía su lenguaje. Pero antes de que pasase mucho tiempo levantó la mirada, retrocedió tambaleándose hacia la boca de la caverna y, presionando compulsivamente el cuerpo del pequeño contra su pecho, miró a su alrededor con una expresión del más absoluto asombro y consternación.

Los ojos del proscrito estaban fijos sobre ella, mostrando una profunda y elocuente melancolía. Su garrote yacía detrás de él, olvidado, y en sus manos tan solo sostenía el manto con el que había envuelto al niño mientras lo había acunado entre sus brazos, recuperado cuando la madre había obtenido la posesión de su hijo. Sus labios se entreabrieron y se movieron como si hubiera hablado, pero ni una sola palabra audible salió de ellos y, tras una pausa, se volvió hacia el lugar que había acomodado para el descanso del niño, tomó de allí una guirnalda de flores y encaminó sus pasos hacia la parte más profunda de la cueva.

En aquel momento, Idía podría haber escapado con impunidad, pero permaneció allí, inmóvil. Sus ojos se dirigieron inconscientemente hacia el lecho del que el proscrito acababa de retirar la guirnalda, y sobre el cual había yacido evidentemente el niño. Observó el laborioso y cariñoso cuidado con el que se había confeccionado aquel lecho, pensó en la caridad que había preservado con su amor al niño abandonado, y una gratitud tan enorme y repentina inundó su corazón que convirtió toda sospecha en contra del salvador en agradecimiento por la salvación. Actuando, por lo tanto, según su primer y generoso impulso, avanzó hasta alcanzar la parte media de la caverna y, se dirigió a su miserable habitante con la mayor amabilidad posible.

Este se encontraba ocupado plegando y guardando la guirnalda que había tomado del lecho en el interior de lo que quedaba del ropaje, demorándose en la tarea, como si le encantara recrearse en ella. Cuando las primeras palabras surgieron de la boca de la mujer se mostró alterado, y tras depositar su extraño tesoro en su escondite habitual, se dirigió abruptamente y en silencio hacia la entrada de la caverna.

Cuando volvieron a encontrarse al descubierto, Idía percibió que las lágrimas rodaban abundantes sobre las arrugadas mejillas del proscrito. Intentó dirigirse a él de nuevo, mediante simples expresiones de alegría y gratitud, pero él tan solo murmuró unas quebradas y casi ininteligibles palabras de súplica y le hizo señas de que le dejara solo.

Ella se marchó al instante, ya que no se atrevía a oponerse a su voluntad. Sin embargo, antes de que el follaje pudiera esconderle de su vista, se volvió y le miró, con la esperanza de que él aún pudiera hacerle una señal para que regresara. Pero en ese momento, el proscrito parecía insensible a todo estímulo externo, y lo último que vio de él fue que estaba sentado junto a su pequeña plantación de flores, tan silencioso e inmóvil como las rocas que rodeaban su solitario retiro.

Su propósito quedó fijado de inmediato. Pese a lo cerca que se encontraba la tarde, prefería intentar regresar antes que arriesgarse a buscar refugio en un lugar tan triste como los bosques de Vahíria. En su actual estado de éxtasis, no temía a la fatiga ni preveía desgracias, de modo que se puso en marcha, impaciente por iniciar su viaje de regreso a casa. Se trataba de una ruta fatigosa y, aunque una y otra vez se desviaba inconscientemente del sendero directo, era capaz de regresar a él gracias a una facilidad desconocida, consiguiendo llegar sana y salva y así disipar los temores de la fiel Aimáta y enterarse de la caída del infame Sacerdote. A la invitación que le hizo el jefe para que acudiera junto a él y su amada a las ceremonias de la Paz, Idía ofreció una agradecida pero firme negativa. De igual manera que antes había llorado por su hijo —explicó—, quería en tal momento disfrutar con él a solas. De modo que la dejaron en el pueblo junto al mar y partieron apresuradamente hacia el Templo del dios guerrero.

Y aquí, antes de que sigamos avanzando, sería necesario demorarse unos instantes para investigar la historia del extraordinario ser cuyo interés por el niño y cuya misteriosa conexión con el Sacerdote hacen de él un objeto de interés y con consecuencias en esta narración.

Aquel desgraciado había sido uno de los muchos designados para aumentar la lista de víctimas del Paganismo de las Islas del Pacífico, ¡y uno de los pocos que había escapado a los horrores de la muerte por sacrificio! En días más felices había sido una persona de rango y consideración en la isla de Eiméo. Un día, de visita en el territorio vecino de Tahití, llevado por el orgullo y la exuberancia de su corazón, habló con tanta jactancia de la extensión de sus posesiones en su tierra natal que logró despertar la curiosidad del Sacerdote, el cual aceptó ser huésped de aquel hombre tan rico durante un corto periodo de tiempo. El mismo día de su llegada a Eiméo, se enamoró de la mujer de su anfitrión, una bella aunque malvada mujer que sucumbió ante su pasión en cuanto oyó sus primeros ruegos. Asegurarse la posesión de su inútil trofeo fue entonces el siguiente objetivo de Ioláni. Persuadió sin dificultad a su enamorada para que denunciase a su esposo ante el Rey, declarando que había insultado a su persona y a su gobierno. La injusta estratagema funcionó demasiado bien y las habituales consecuencias a su ofensa cayeron de inmediato sobre el sospechoso: fue condenado, por orden del gobierno y del Sacerdote, a ser la próxima víctima humana ofrecida en los altares de los dioses del país.

En consecuencia, la noche establecida, aquel miserable condenado a muerte fue capturado y conducido hacia el sacrificio. Las infames intenciones de Ioláni, en todo caso, estaban destinadas a verse frustradas en el preciso momento de su aparente triunfo. Merced a su gran fuerza y vitalidad, y a saber aprovechar el momento preciso, la víctima escapó y corrió por su vida en un instante de despreocupación de sus guardias, viéndose perseguido por una hueste de guerreros encabezados por el infame Sacerdote.

Su huida se inició en una extensa llanura, a cuyo extremo más alejado consiguió llegar en un espacio de tiempo increíblemente corto, habiéndose distanciado de todos sus perseguidores con la única excepción de Ioláni. Mientras el fugitivo ganaba el bosque, el neblinoso crepúsculo se había convertido en una noche nubosa, y confió en que, gracias a la oscuridad, podría despistar a su último enemigo y escapar. Pero cada vez que se detenía, aunque solo fuese un momento, oía detrás de él los pasos del astuto Sacerdote. En vano intentó todo artificio que el ingenio podía sugerirle o su cuerpo llevar a cabo; su perseguidor se mantenía tan cerca del rastro que su única esperanza consistía en una huida continua y hacia adelante. Cuando hubo alcanzado la solitaria y pequeña depresión mencionada hace algunas páginas, sintió que sus sentidos se desconcertaban y que Ioláni le estaba alcanzando. En cuanto llegó al borde de la cavidad, aguijoneado por la desesperación, se volvió, desarmado como estaba, con la intención de defender su vida. El Sacerdote, que se encontraba más cerca aún de lo que él había supuesto, le atacó antes de que le diera tiempo a prepararse, y le asestó, en la oscuridad, un fuerte golpe en la frente que le dejó inconsciente. La víctima se derrumbó en la depresión como si hubiese sido golpeado por la muerte en persona, pero, en semejante posición y lugar, los empecinados esfuerzos de Ioláni por encontrarle aquella noche fueron inútiles. Su perseguidor, en cualquier caso, pronto abandonó el intento de encontrar el cuerpo, creyendo que lo había matado y proponiéndose reanudar la búsqueda al día siguiente, cuando la luz de la mañana debería coronarle infaliblemente con el éxito. Pero, antes de que llegara el amanecer, la desdichada víctima de la iniquidad del Sacerdote se recobró de su desmayo. Su herida, aunque grave, no había sido fatal, y tuvo la fuerza suficiente como para arrastrarse hasta asegurarse un escondite que le permitiera confundir los intensos esfuerzos que harían sus enemigos por descubrirle cuando llegara la mañana.

Desde entonces y hasta el momento de su presentación al lector, su existencia había sido una ininterrumpida sucesión de soledad y pesar. Las terribles secuelas que sobre su persona dejaron la soledad y el sufrimiento habían garantizado su seguridad frente a la captura; y los pocos caminantes que ocasionalmente le habían visto, en lugar de dar caza al sacrificio, habían huido sorprendidos y aterrorizados por la presencia del Hombre Salvaje.

Durante los primeros meses de su aislamiento, medio enloquecido por la soledad y negándose, a causa de su amor (pese a tener todas las pruebas ante sus ojos), a creer en la parte de culpabilidad que en la atroz conspiración que le había exiliado recaía sobre su mujer, se atrevió, protegido por la noche, a escabullirse hasta el escenario de su fuga, únicamente para que se le rompiera el corazón al descubrir la prueba fehaciente de la complicidad de su infiel compañera con Ioláni en la perpetración de sus males. La vio salir de su vivienda, se apoderó en su ausencia de parte de las prendas que ella había vestido el día de su boda y regresó a su aislamiento, para dedicarse a cultivar un pequeño lecho con las flores que a ella más le había gustado entretejer para hacer guirnaldas y para rumiar melancólicamente sobre aquella reliquia que representaban sus ropajes, inundado por un pesar oculto y nunca aliviado.

La extraña perversidad que le había conducido a nutrir una pena tan indigna de su corazón pavimentó el camino para los demás males que aún le esperaban. La horrible soledad de su situación pronto empezó a actuar de manera fatal sobre su mente, cuyas energías se hallaban ya demasiado mermadas como para ofrecer resistencia ante su ominosa y malvada influencia. Pero además de sus otras desgracias, unos ocasionales ataques de locura vinieron a cumplir su papel en el tormento del desdichado vagabundo de los agrestes páramos de Vahíria.

Analizar la naturaleza de los sentimientos de aquel desgraciado, tal y como habían ido deteriorándose al tiempo que la deformidad se había ido extendiendo gradualmente por todo su cuerpo, es una tarea demasiado tenebrosa y demasiado extensa para la presente narración. Baste decir que sus primeros anhelos por estar con los de su raza se convirtieron paulatinamente justo en la emoción contraria: un horror y una desconfianza ante la humanidad completamente natural después de haber sufrido aquella continuada y melancólica soledad. Durante un breve espacio de tiempo el contacto con el niño había tenido el poder de vencer su creciente misantropía. Existe en los mejores sentimientos humanos una vitalidad que muy pocos sospechan. A menudo duermen en nuestro interior, pero en raras ocasiones mueren. Y así lo demuestra el comportamiento de aquel infeliz proscrito sin hogar. Aunque había presenciado el abandono del niño, había llegado demasiado tarde como para descubrir y enfrentarse al perpetrador del crimen. Las mejores influencias de la naturaleza humana siguieron actuando en su interior, de modo que pronto abandonó el motivo egoísta y natural que le había llevado a rescatar al niño abandonado con el fin de asegurarse alguna compañía en la soledad y la aflicción, para observarle con cariño por lo que era y no por lo que podía representar. Lo rápidamente que le fue arrebatada para siempre su última esperanza de consuelo, el lector ya lo sabe. Un instante de observación le había bastado para apercibirse, con dolorosa seguridad, del derecho de aquella mujer sobre el niño, y una apresurada reflexión le había sobrado para decidirle a someterse pacientemente a su destino. Aquella fue su última lucha. La frustración de su última esperanza quebró el único lazo que le unía a la humanidad. A partir de aquel momento, sus ataques de locura se volvieron cada vez más frecuentes. En un breve periodo de tiempo, a pesar de sus esfuerzos por evitar la calamidad, todas las asociaciones que le ataban a su lecho de flores y a aquellos harapos nupciales, desaparecieron de su corazón. ¡Antes de que hubiese transcurrido mucho tiempo, del antaño gentil y feliz isleño solo quedó un peligroso demente!