CAPÍTULO PRIMERO
IOLÁNI E IDÍA
El verano tocaba a su fin cuando una noche (en los tiempos en los que Tahití aún no había sido descubierta por los viajeros del norte) la desolación del gran lago Vahíria fue iluminada por la presencia de dos seres humanos, un hombre y una mujer que vagabundeaban con indiferencia a lo largo de sus ásperas y desiertas orillas.
Aquel paraje era extraño y poco atrayente para la mayoría. Mirando hacia arriba desde el lugar ocupado en aquellos momentos por la mujer y su acompañante, se descubría una larga y casi ininterrumpida cordillera montañosa, cuyas desiguales vertientes, aunque ocasionalmente salpicadas por un macizo de árboles enanos o por matojos de vegetación escasa y reseca, estaban en su mayor parte desnudas y eran extremadamente escarpadas. Las diferentes masas que formaban la cadena eran, por lo general, difíciles de distinguir unas de otras, tanto en forma como en elevación, pero no acababan de ser completamente iguales gracias a la presencia de la inmensa Orohéna (la montaña más alta de la isla), la cual se elevaba desde la lejanía como un faro sobre las cimas de las cordilleras inferiores. Más abajo, entre las montañas y el lago, se extendían amplias y densas regiones boscosas; y aún más allá de estas, yacían en la más absoluta confusión masas de rocas basálticas, de formas crudas y afiladas, que llegaban casi hasta el borde del agua; al mismo tiempo, la superficie del lago, apenas iluminada parcialmente por los rayos de la luna y protegida del viento en su mayor parte por las defensas naturales del bosque y la piedra, parecía más salvaje y tenebrosa que todo lo que la rodeaba, al extenderse sombría y estancada, en algunos puntos completamente perdida en la oscuridad, en otros resplandeciendo débilmente bajo la luz pálida e intermitente. Verdaderamente, aquel era un lugar solitario y pavoroso. Observando la apariencia de aquellas áridas montañas, apenas podía imaginarse que al otro lado se elevaban sobre el más variado paisaje que podía ofrecer la naturaleza, sobre todas las delicias que las estaciones podían proporcionar y la bendita luz del sol iluminar y adornar.
No se veía ninguna vivienda humana en las orillas del Vahíria. Los nativos temían el lugar y lo evitaban con la mayor perseverancia. Sus extrañas supersticiones lo habían poblado desde hacía mucho con los espíritus de los muertos y con demonios sangrientos y criminales. Aquí era también donde habían sido vistos esos miserables proscritos de la humanidad, los hombres salvajes, que en aquella época recorrían las más solitarias espesuras de las montañas de Tahití. Estos desdichados, cuya antigua existencia en las islas del Pacífico es bien conocida incluso para el viajero europeo, eran, o bien locos peligrosos, o bien víctimas señaladas por los sacerdotes del país para sacrificios humanos, que habían escapado de una muerte espantosa y a menudo inmerecida eligiendo la triste alternativa del exilio perpetuo de los suyos.
De la pareja que vagabundeaba en este lugar solitario, era la mujer la que tenía un aspecto más impresionante y poco común. Su rostro, profundamente meridional por su uniforme color moreno y su expresión inteligente y suave, poseía el atractivo añadido de una regularidad y unos rasgos refinados, casi europeos. Su silueta era más alta y esbelta que la mayoría de las figuras femeninas de la población de las islas, y la resaltaba exquisitamente el sencillo pero lujoso vestido que llevaba. Ningún atavío ocultaba la delicada redondez de su hombro, ni, más abajo, la suave elevación del pecho. Había echado sobre su hombro la parte delantera de la especie de doble chal que visten las mujeres polinesias, de manera que cayera graciosamente sobre la blanca y larga túnica que colgaba debajo; al mismo tiempo, su hermoso y profundo pelo negro, parcialmente recogido por una guirnalda de flores, se derramaba por encima, produciendo un exquisito contraste con la nevada blancura de su indumentaria. De su acompañante, baste decir que su apariencia era destacable principalmente por su gran estatura y por la expresión dominante y digna de su semblante.
La relación existente entre estos dos individuos, aunque considerada una grave infracción moral de las leyes de la sociedad en los países civilizados, no provocaba indignación ni desprecio entre las sensuales gentes de las islas del Pacífico. Excepto en algunos casos de adhesión extrema y extraordinaria, el matrimonio era considerado por la mayor parte de sus habitantes como un lazo que debía ser roto y reorganizado a voluntad, como una ceremoniosa alcahueta al servicio de la efímera pasión del momento, o como un privilegio tan limitado por el orgullo del rango y las posesiones, que oponía toda clase de obstáculos a los pocos deseosos de usarlo apropiadamente.
En el presente caso, el amor profano por parte de la mujer era la consecuencia simple y necesaria de la orgullosa posición que su compañero ostentaba entre su pueblo; pues no era otro que Ioláni, Sacerdote de Oro, el Dios de la Guerra, y hermano del Rey, a quien la plebeya Idía había conseguido llevar hasta las desiertas soledades que rodeaban las orillas del lago.
La astucia era el principio fundamental en la vida de este hombre. Era lo que le había proporcionado los medios de obtener toda clase de diabólicos triunfos sin que existiera la menor posibilidad de fracasar o ser descubierto. En ningún carácter podían reunirse tan secreta y firmemente más elementos viles y peligrosos que en el suyo. Su maligna disposición natural quedaba disimulada por su inventiva y su paciencia inagotable. El ingenio refinaba su crueldad y la cautela lo reforzaba; y sus ardientes pasiones las disfrazaba la más consumada hipocresía y las ejecutaba la traicionera elocuencia de su porte y su discurso. Los peculiares encantos de Idía provocaron al primer vistazo su capricho sensual, y obtuvo sus afectos con tanto éxito y seguridad como había obtenido los afectos de todas las que habían sido antes que ella.
Su última amada, al menos por el momento, era una mujer cuyos fuertes y numerosos afectos la habían condenado a una existencia o bien de turbulenta alegría o bien de abrumador pesar. Al contrario que la mayoría de las de su sexo en las islas del Pacífico, sus emociones tendían invariablemente hacia los extremos, y el engañoso impulso del momento decidía peligrosa e irremediablemente cada acto de su vida. Desde el momento en que había entregado su amor libre, sincera y confiadamente al engañoso Sacerdote, cada pensamiento de su corazón había estado dedicado inconscientemente a él solo. Le miraba no como lo que era, sino como lo que debería ser. Para ella, él lo era todo, la única perfección deslumbrante a la que resultaba una delicia contemplar y amar. Pues, aunque es la dudosa virtud del intelecto de la mayoría observar nada más que la insuficiencia, es la más humilde y feliz facultad del corazón de la minoría reconocer la abundancia.
¡Y así vagó con él, a lo largo de las horas solemnes de aquella hermosa noche, indiferente a los peligros con los que la superstición había llenado aquel lugar mientras su amado estuviera a su lado, y deleitándose en su breve periodo de felicidad con tanta confianza como si la miseria hubiera abandonado sus dominios en la Tierra, y la malicia hubiera desaparecido para siempre del corazón del hombre!