CAPÍTULO III
LA FUGA DE IOLÁNI
Antes de continuar, será necesario detener el desarrollo de nuestra narración para explicar la extraña reaparición del Sacerdote entre las gentes a las que había agraviado y en las costas que había deshonrado.
La isla a la que el bando derrotado había sido transportado según las órdenes de Mahíné estaba lejos, a unas treinta millas inglesas de Tahití. Los habitantes eran pocos; el suelo, estéril y poco prometedor en comparación con el de las islas más grandes; y las montañas y las selvas, inaccesibles y salvajes. Clarear los bosques, cultivar y mejorar la vegetación natural y erigir nuevas moradas fueron las tareas impuestas al Rey destronado y sus desterrados compañeros. El nuevo monarca había adquirido una inexplicable querencia por aquel lugar tan poco prometedor y había anunciado formalmente su intención, una vez se hubieran completado las mejoras, de hacer del lugar su residencia veraniega.
Los exiliados no tenían otro remedio, vigilados como estaban por sus guardianes, que someterse sin quejas a la labor que se les había impuesto. Y para el asombro de todos y cada uno de ellos, el más obediente y diligente entre sus filas fue el otrora orgulloso e implacable Sacerdote. Dos razones llevaron a este hombre a actuar de tal manera. La primera era la esperanza de que el incesante desgaste físico pudiera aligerar el tormento que le consumía por dentro. La otra era la necesidad de alejar de él toda sospecha por parte de sus capataces, con el objetivo de lograr su primer gran objetivo: la fuga.
Aún era, en el fondo de su corazón, tan villano como siempre, pero tanto la memoria del pasado como los planes para futuras iniquidades habían perdido su fascinación anterior para convertirse en una pesada labor, en algo que su naturaleza aún le urgía a llevar a cabo, pero que había perdido la capacidad de aplacarle. El único recuerdo que aún permanecía incesantemente junto a él para amargarle en su desgracia era el que había empañado sus días de gloria. Con la excepción de los incidentes más generales, todos los demás sucesos relacionados con su arenga en el Templo y la noche pasada en los bosques se habían desvanecido de su mente. Había olvidado el número e incluso los nombres de los hombres que le habían acompañado en aquella persecución de malos presagios. Había olvidado los antes bien conocidos alrededores del bosque y el aspecto de los diferentes escondites que habían registrado en su viaje hacia el desolado lago. Pero el recuerdo de la fugaz visión del proscrito, el único incidente sobresaliente de todos los que acontecieron aquella noche, seguía anclado en su mente, con una energía en absoluto empañada por el sufrimiento y una viveza intacta pese al tiempo. Todo lo que le había sucedido con anterioridad, todos aquellos acontecimientos almacenados en su memoria, parecían haberse desvanecido como para que aquel único recuerdo, en cuyo misterio no había modo de penetrar y ante cuya tiranía no había alivio posible, creciera y se extendiera hasta ocupar todo el espacio disponible. Una y otra vez había intentado recordar acciones de su vida pasada que le permitieran identificar al fantasma que incesantemente acechaba sus sueños durante la noche y sus pensamientos durante el día, pero había sido en vano. Aquella presencia en su interior le habría conducido a la locura en breve de no haber sido por otro tema de reflexión que también ocupaba su mente, reprimiendo su poder mientras pujaba por subsistir. Se trataba de la incesante búsqueda de un medio que le permitiera llevar a cabo la venganza que durante tanto tiempo había deseado y que ahora parecía condenado a no cobrarse. Su profunda ansiedad por escapar era sin duda atribuible a la pervivencia de su resentimiento hacia Idía y al repentino nacimiento de una sospecha sobre la verdadera causa de sus sufrimientos y su caída.
Como Profeta del Dios de la Guerra, y exiliado obediente y trabajador, se le permitía acudir a rezar, alejado de todos los ojos excepto de los de un Sacerdote nativo, en el pequeño Templo de la isla. Las canoas se hallaban bajo la constante supervisión de los guardias, y el compañero de sus devociones era reconocido universalmente como un cálido partidario de la causa del Rey recientemente elegido, de modo que aquel privilegio concedido por necesidad se consideraba un ejercicio de piedad completamente inocuo.
Las esperanzas de Ioláni se centraban en el habitante del Templo de la isla. Era un hombre de simplicidad completamente polinesia y de carácter indolente, por lo que su astuto compañero no tardó en sacar ventaja de aquellas peculiaridades tan admirablemente adaptadas a sus necesidades. Día tras día el consumado villano fue ganándose la confianza del sacerdote de buen corazón hasta que su influencia sobre su víctima devino absoluta. Ioláni maduró entonces un plan de fuga y dejó su inmediata ejecución en manos de su desdichado compañero.
En una parte poco frecuentada de la isla habían encontrado una canoa desgastada y abandonada por sus propietarios, ya que resultaba completamente inútil para cualquier propósito. Dirigido por Ioláni, el sacerdote nativo arrastró durante la noche la frágil embarcación hasta el único lugar en que podrían esconderla sin que fuese descubierta: la sala más recóndita y sagrada del Templo. Allí, en sus horas libres, el confiado isleño trabajó reparando la canoa. Cegado por una profusión de promesas y satisfecho con los halagos más arteros, el pobre desgraciado había desarrollado un vínculo y una reverencia por aquel hombre sin escrúpulos que le dispusieron al más estricto secretismo, y le inspiraron el entusiasmo más generoso por la causa del exiliado. En apenas un par de semanas, cuando hubo completado su labor, le mostró a su cómplice una embarcación digna de navegar con un deleite y un sentido del triunfo tan infantiles que incluso el despiadado corazón de Ioláni el Sacerdote podría haberse sentido conmovido.
Esperaron bastantes días más antes de atreverse a partir. Al fin, un atardecer, el sol se puso entre oscuras y negras nubes, y el intento quedó fijado para aquella noche.
Los exiliados se alojaban en una gran cabaña, cuya puerta era escrupulosamente vigilada a todas horas. Ioláni esperó hasta que sus compañeros de prisión se hubieron dormido, y entonces, alzándose hasta el techo de la construcción, retiró suficiente paja (la cual había sido removida con anterioridad por el sacerdote de la isla, ya que de otro modo no habría podido retirarla sin provocar ruidos que podrían haber conducido a su descubrimiento) como para permitirse el paso al exterior. Habiendo ganado el techo de la cabaña, volvió a colocar la paja cuidadosamente en su sitio y se descolgó por la parte trasera de la vivienda. El ruido de la lluvia que empezaba a caer y el rumor de las olas le protegieron del peligro de ser oído por los guardias que se encontraban frente a la cabaña.
Se abrió paso cautelosamente a través de la oscuridad hasta que llegó al Templo, donde le aguardaba su tembloroso compañero. Salvo por alguna regañina severa y ocasional, dirigida a calmar sus temores, Ioláni mantuvo un estricto silencio ante su compañero mientras este le ayudaba a transportar la canoa hasta el lugar acordado.
El isleño no pudo evitar temblar y retroceder cuando vio el oscuro y airado océano y el cielo tormentoso que lo cubría. Pero ya era demasiado tarde para arrepentirse. La canoa fue botada, él se vio arrastrado a su interior por el Sacerdote y un momento más tarde ambos se hallaban inmersos en un peligroso y solitario viaje.
Mientras se mantuvieron en la parte interior de los arrecifes, la canoa resistió bien los embates del mar, pero una vez se hubieron internado en pleno océano, resultó obvio para ambos que la embarcación llevaba demasiado peso. Las sujeciones de las planchas pronto empezaron a aflojarse, y a través de las grietas que iban apareciendo el agua empezó a entrar en pequeñas cantidades. El isleño, aterrorizado al ver aquello, rogó que le permitiera cambiar el rumbo para regresar, pero Ioláni le arrebató el remo y, ordenándole en un airado tono de voz que achicara el agua, mantuvo la canoa en su curso.
La lluvia caía cada vez con más fuerza. Un viento enfurecido se abatía sobre el océano en repentinas y violentas ráfagas y, cuanto más se alejaban de la isla Ioláni y el sacerdote, más agua penetraba en la embarcación. Llegados a aquel punto, los hombres ya no intercambiaban ni una sola palabra, pero cuando la luna asomó momentáneamente por detrás de una nube, ambos aprovecharon para observar el mar. Su común pero callada sospecha quedó entonces terriblemente confirmada. ¡Los tiburones estaban siguiendo su estela!
Resultaba evidente que la canoa necesitaba ser aligerada, o si no los dos iban a resultar presas de aquellos monstruos del mar. Los ojos del isleño no se separaban de Ioláni, observando con una extraña expresión de pavor y desesperación cómo continuaba silenciosamente con su labor. Durante algunos minutos más, el pobre desgraciado siguió achicando el agua, como había venido haciendo hasta aquel momento. Entonces, un escalofrío recorrió su cuerpo, y el sacerdote abandonó sus esfuerzos, se aferró instintivamente a los bordes de la frágil embarcación y contempló detenida y temblorosamente la espesa oscuridad que cubría las olas. Mientras lo hacía, la mirada de Ioláni no le abandonaba ni por un instante, aunque continuó remando como si solo estuviera concentrado en dirigir la embarcación. De repente, se detuvo… lanzó una salvaje imprecación y, cuando su víctima se volvió al oír su voz, le golpeó en la cabeza con el remo. El isleño cayó aturdido, y un momento más tarde el villano le había arrojado al mar.
Una vez más, la luna volvió a asomar por un breve espacio de tiempo. Ioláni miró hacia atrás. Sobre las momentáneamente brillantes aguas apareció una mancha oscura. Después, las nubes volvieron a imponerse, y el solitario ocupante de la barca retomó su labor.
Ahora, de cualquier manera, la canoa flotaba más ligera, y las aberturas entre las planchas aflojadas se relajaron al verse alzadas por el oleaje. Pero el Sacerdote había comprado su seguridad a un precio más alto del que en principio había supuesto. Aunque la crueldad no había abandonado su corazón, su insensibilidad había desaparecido para siempre, de modo que Ioláni se vio asaltado por un abyecto temor por su seguridad y un horror cobarde e impenitente ante el crimen que acababa de cometer. En cada ola veía una muerte tormentosa y una tumba deshonrada. En el monótono canto fúnebre del océano oía las voces de los espíritus acusadores. Su mano se agitó al agarrar de nuevo el remo. Su cuerpo tembló al inclinarse hacia su labor. Constantemente miraba hacia atrás, mientras su agitada imaginación retrataba a su desgraciado compañero aún en su puesto, maldiciéndole y presagiando su destrucción. Llegar a tierra, fuera la que fuera y estuviese donde estuviese, era su única esperanza. Prefería sufrir la tortura y la muerte sobre la bendita tierra antes que recibirla en mitad de su solitario viaje, bajo el mar de medianoche. Por ello se obligó a avanzar y a seguir avanzando aún más allá. Mientras el terror le persiguiera sobre las aguas, no se dejaría vencer por la fatiga hasta alcanzar tierra firme. ¡Avanzar! ¡Avanzar! No habría descanso, no habría paz, hasta que llegara el amanecer y con el día aparecieran las montañas de Tahití.
Mientras la noche en la tierra llega como una compañera, la noche en el mar se aproxima como un extraño al corazón del hombre. Las asociaciones que el hombre atribuye a una, nunca van unidas a la otra. La luz lunar tiene una lujuriosa dulzura al remolonear sobre las montañas por las que hemos andado, y la oscuridad contiene una refrescante melancolía al cernirse sobre los valles en los que hemos vivido y amado. Pero hay tristeza en el resplandor de la noche y terror en su oscuridad, cuando ambas caen del mismo modo sobre un espacio único, sobre una desierta monotonía en la que nada hay que merezca ser recordado o a lo que pueda uno vincularse. Así de pesimista se presentaba la medianoche sobre el océano en el endurecido corazón de Ioláni el Sacerdote. Mirara donde mirara, no había absolutamente nada que contribuyera a aliviar su tormento interior. Las más espantosas supersticiones de su gente, que él no había experimentado y en las que ni siquiera había creído con anterioridad, le asaltaban ahora debido al peligro y a la soledad. El terror podría haber acabado por vencerle del mismo modo que la duda podría haber empañado su corazón, pero su desfallecimiento fue únicamente momentáneo, ya que la venganza y la crueldad, tan intensas como siempre, aún permanecían por debajo de todo aquello. Podía estremecerse como los diablos pero, al igual que ellos, era incapaz de arrepentirse.
Finalmente (¡oh, qué larga y agotadora se había hecho la espera!) el tenebroso firmamento empezó a aclararse por el este, y en lontananza pudo apreciar los picos de las montañas, ofreciéndole su bienvenida. ¡Allí le esperaba el seguro y solitario refugio que le ofrecía la orilla! ¡Se hallaba a salvo del peligro! ¡Aún podía cobrarse su venganza y triunfar!