CAPÍTULO VI
EL TRIUNFO DE LA BRUJERÍA
El Rey siguió a su amada, con el corazón aún repleto de sentimientos de rabia y amargo desengaño. En todo caso, la visión que se presentó ante sus ojos al alcanzar el interior de la cabaña, cambió el curso de sus pensamientos de inmediato.
La brillante luz del sol, derramándose a través de la puerta abierta, iluminaba completamente la burda estancia que constituía la vivienda, y producía un vívido y alegre resplandor en extraño contraste con el espíritu que reinaba en su interior sobre las diferentes personas allí reunidas. Al pie de una de las típicas esteras para dormir utilizadas en la isla, se arrodillaban dos mujeres del vecino poblado, las caras ocultas bajo sus mantos y su honda emoción visible únicamente a través de los convulsivos temblores que ocasionalmente agitaban sus cuerpos. Un par de flores marchitas y restos de frutas del pan aparecían diseminados por el suelo, dándole al lugar un aire de desolación y confusión, y sobre el lecho, silenciosa e inmóvil, como si ya hubiera sido liberada de su peregrinaje de miseria sobre la tierra, yacía la desdichada víctima del hechicero y el Sacerdote.
Tenía los ojos cerrados. Hasta la forma de su rostro se había distorsionado y cambiado. Incluso los escasos vestigios de su anterior belleza se habían desvanecido del mismo. Excepto por los sollozos de Aimáta y las mujeres, y por el llanto del afligido niño, no había nada que rompiese el silencio del lugar excepto las boqueadas profundas y agónicas de la enferma, que reclamaba aire con dificultad. Sus dedos agarraban inconscientemente el vacío y, a intervalos, un repentino y fugaz estremecimiento recorría sus miembros. Pero ninguna mirada consciente apareció en su expresión rígida y moribunda, ninguna palabra ni gemido surgió de su boca. Sus largos, largos ataques de delirio habían desaparecido, y el letargo con que se suele dar la bienvenida a la muerte se aproximaba cada vez más. Aimáta no pudo oír el recibimiento que esperaba escuchar desde el exterior, ni tampoco en el interior, cuando besó la mano de la mujer, y lloró y la contempló.
En paciente tristeza, mantuvieron todos su melancólica vigilia. Y de este modo pasaron las horas, sin que hubiera ningún cambio hasta que el sol se sumergió en el océano. Entonces, los ojos de la agonizante, gentiles y elocuentes incluso en la angustia de aquel terrible momento, se abrieron una vez más.
Mientras contemplaba cómo Aimáta la observaba a su lado, con el niño abrazado a su pecho, sus pensamientos retrocedieron hacia los días de peligro, y murmuró algunas expresiones de temor y afecto, dirigidas a la chica hacía ya mucho tiempo, pero bien recordadas por ella en aquel terrible momento. Entonces, la nube de inconsciencia abandonó gradualmente sus facultades, por lo que al mirar alternativamente al niño y a Aimáta la desolación de su destino cayó sobre Idía con toda su amargura. Y lloró.
La pena y la desesperación de la joven la tenían tan absolutamente dominada que no pudo pronunciar palabra. De modo que la primera en hablar fue la mujer, y el tono hueco y tembloroso de su voz sirvió como terrible testimonio de la agonía que había padecido a manos de Otahára y el Sacerdote.
—No estés triste —exclamó—. Te dejo algo con lo que podrás recordarme en los días que vendrán: el niño que acunas en tus brazos. Del mismo modo en que yo te quise y cuidé de ti, así deberás amarle y cuidarle tú. ¡Oh, Aimáta! ¡Aimáta! ¡Le traje a este mundo en el peligro y le he criado en la tristeza! ¡Compadécete como yo me he compadecido; cuídale como yo le he cuidado! ¡Porque llegará la mañana y no habrá nadie que pueda ocuparse con cariño del niño salvo tú! ¡Aimáta! ¡Aimáta!
En aquel momento le falló la voz y todo lo que se pudo oír fue el apasionado llanto de la joven. Tras una larga y agónica pausa, los ojos de la enferma brillaron con una luz antinatural y habló una vez más.
—Date cuenta —murmuró—, los espíritus de los muertos regresarán a la tierra, y yo seré libre para recorrer junto a ellos las moradas de la gente que he amado. ¡No te apenes, Aimáta! ¡Aunque invisible a tus ojos, aunque muda en tu feliz presencia, seguiré cuidando de ti! ¡En los momentos de soledad, tu amiga todavía estará a tu lado, para reconfortarte cuando sufras, para aligerar tu corazón aunque haya lágrimas sobre tus mejillas y las palabras tristes no hayan abandonado aún tus labios! A veces, con la marea, cuando la quietud del verano luzca con toda su belleza sobre la tierra y tus pensamientos se dirijan, desdichados, hacia tu hermana que ya no está, recuerda, Aimáta, que aunque el cuerpo yazca frío en la tierra, el espíritu seguirá a tu lado. ¡No me olvides! ¡Desde tu infancia te he querido! ¡Oh, Aimáta! ¡Aimáta! ¡Desde tu infancia he procurado tu bien! Acuérdate del niño… ¡Si tú le abandonas, su futuro no será otro que la soledad! ¡Pero sé que no le abandonarás! ¡Vivirá para adornar con flores mi tumba y será tu mano la que le enseñe a esparcirlas!
Volvió a callar. Incluso sus anteriores y dolorosos esfuerzos por respirar dejaron de oírse. Una de las nativas abandonó su puesto a los pies del lecho, e inclinándose sobre el rostro de la enferma, le susurró a su compañera que había llegado el momento de lamentarse. En el interior de la cabaña estaba muy oscuro, pero ni por un instante pensó ninguno de los presentes en abandonarla para ir en busca de una antorcha, de modo que se dispusieron a esperar que se alzase la luna para descubrir si el terrible desenlace se había cumplido. Aimáta cogió la mano de Idía; la encontró fría y rígida. Le habló y no consiguió respuesta. Cuando la joven, invadida por una amarga angustia, se retiró de junto a la cama, la solemne y bella luna se elevó sobre la tierra.
¡Muerta! ¡Muerta! La belleza que en otros tiempos había sido amada por toda la isla se había marchado al fin. La misión mortal de aquel noble espíritu había finalizado, y la elocuencia de aquellos ojos gentiles se había apagado para siempre. De la cariñosa mujer, de la intrépida madre, de la paciente víctima de la crueldad de la humanidad, ya no quedaba en aquella desolada vivienda nada, salvo un cadáver maltratado. ¡Muerta! ¡Muerta!
¡Felizmente fallecida! Aunque la joven que llora a tu vera, debido a su inocencia y falta de conocimiento del mundo, nunca podría pensar algo así… ¡Felizmente fallecida! ¡Tu huida de este hogar que ha sido el mundo ha sido justa y misericordiosa! ¡La irreflexiva simpleza de tu pueblo no se encontraba en tu interior! ¡Caminaste entre los hijos de la tierra como una extranjera y una desconocida, porque tu corazón era, sin saberlo, un exiliado de otras costas más nobles! ¡Ahora has cumplido tu destino! ¡Ahora puede comenzar tu gloria! ¡Junto a aquellas mujeres cuyo cariño natural (como el tuyo) no pudo ser controlado por tradiciones de hierro ni confundido por tiranías mortales, junto a ellas, tus hermanas mártires en defensa de su progenie, volverás a ser vista (cuando el perecedero encanto de tu país haya desaparecido para siempre) triunfante y divina! ¡Porque aunque en la tierra se desprecien, las quejas y la rebelión de las madres de la Polinesia se atesoran en las alturas, y cuando a lo largo del Ultimo Día el gemido de todo un mundo se eleve hacia el asiento del juicio, cuando tanto las naciones pequeñas como las grandes supliquen y se estremezcan al unísono, cuando el hombre salvaje y el civilizado esperen su sentencia unidos por una esperanza común y un común temor, suplicando como las virtudes de Lot por la salvación de la ciudad de Zoar, la desdeñosa rectitud de unos pocos gloriosos podrá expiar el crimen de los muchos impíos de las islas del Sur!
¡Muerta! ¡Muerta! ¡Pero para seguir siendo recordada, aunque tu partida, como sucede con las nubes que recorren el cielo veraniego, no ha dejado ninguna señal elocuente a los ojos humanos de lo que una vez fuiste! Aparte de Aimáta, también hubo otros corazones que, aunque en silencio y con temor, te amaron y te compadecieron como el suyo. Para ellos, las escenas de tu sufrimiento se convertirán en terreno sagrado, y las flores sobre tu tumba devendrán deidades para su cariño en los años venideros. Cuando sean felices pensarán en los días en los que aún eras doncella. Cuando se sientan tristes recordarán tu paciencia ante los sufrimientos. ¡Porque allí donde apareciera la desgracia, llegabas tú como una hermana! ¡Allí donde amenazase un peligro, aparecías tú, vigilante y consoladora hasta el final!
Firme y bella, la luna seguía brillando, y en el interior de la solitaria vivienda el elocuente silencio de estupor y pena aún prevalecía. A veces, cuando el viento nocturno silbaba a través de los árboles, el niño, asombrado y asustado, murmuraba mecánicamente alguna de las pocas y simples palabras que su madre le había enseñado. De cuando en cuando la pena de la joven Aimáta se manifestaba en una breve exclamación de desespero, mientras las mujeres al pie del lecho murmuraban una invocación a sus dioses. Pero aquellas interrupciones momentáneas solo contribuían a hacer más impresionante y profundo el silencio que las seguía.
Entonces, cuando aquel primer momento de pena inevitable y espontánea hubo pasado, una de las mujeres se dirigió a la aldea. Al poco tiempo regresó acompañada por otras mujeres. El cadáver fue cubierto con sus ropas más puras y blancas, las flores fueron esparcidas sobre su cuerpo y las plañideras se reunieron en el exterior para contemplarla y lamentarse hasta que llegase la mañana.
Y pasó la noche, y llegó el día que iba a acoger su entierro… ¡esa última y terrible separación entre los vivos y los muertos! El simple y solemne funeral se desarrolló en las primeras y tranquilas horas de la mañana, de modo que la cabaña quedó vacía, ¡y el sendero del jardín fue recorrido por pisadas ajenas!
Lenta y tristemente, la pequeña procesión recorrió las sombreadas avenidas y atravesó los verdes y solitarios claros de aquella bella tierra. ¡Cuánto los había amado, tanto en sus días de felicidad como en los de penuria! ¡Y ahora, en medio de la belleza de aquellos bosques, se escogió el lugar de su sepulcro! ¡Ay! ¡Ay, Idía!
Más allá del escenario natural donde se habían celebrado las competiciones deportivas durante los festejos por las nupcias del rey, serpenteaba entre los árboles uno de los riachuelos más retirados de la isla. En una de las orillas de aquella corriente, en un pequeño montículo que sobresalía entre la hierba y las flores, habían preparado su tumba las mujeres del poblado. En la suavidad de la atmósfera y en la monotonía y oscuridad de los alrededores, se respiraba una simple melancolía que alcanzaba de inmediato al corazón… una tristeza cuya naturaleza era más la de suavizar y aplacar que la de angustiar y lamentar. Entre los enormes troncos de los árboles, el paisaje, aunque reducido y monótono, se mostraba repleto de reposo para la vista y de solemnidad para los sentimientos. Podía verse un sendero recubierto de césped que serpenteaba hasta perderse en la distante oscuridad del bosque, y también zonas de vegetación natural, con sus formas bellas y fantásticas balanceándose según las frescas y dulces brisas, o durmiendo bajo la quietud del mediodía. Ningún sonido proveniente del poblado vecino llegaba jamás hasta aquel profundo retiro. Las olas del océano podían rugir con toda su furia sin que pudieran oírse desde allí. Se trataba de un lugar encantador y tranquilo. Si alguna vez la belleza del reposo podía ser visible sobre la tierra, era en aquel lugar. Aquel había sido su imperio favorito, su refugio más querido y visitado.
Enterraron el cuerpo, aplanaron y engalanaron la hierba sobre la tumba, y uno tras otro se lamentaron y lloraron antes de marcharse. Los helados vientos de las tardes otoñales empezaron a levantarse desde el sur, pero la joven Aimáta permaneció junto a la tumba. La soledad, cerca de los difuntos a los que hemos amado, pierde para el corazón toda su desolación y terror, de modo que mientras la joven se sentó rodeada por aquel solitario bosque el miedo no tuvo cabida entre las melancólicas emociones que se debatían en su interior. En aquel lugar de pesar no había nada que la distrajese de sus pensamientos, nada que la hiciese avergonzarse de su pena. De este modo, sin advertir el paso del tiempo, sin nadie que la reconfortase en aquel, su momento de mayor pesar, permaneció en aquel lugar hasta que la presencia de Mahíné interrumpió el único rayo de luna que había conseguido penetrar hasta allí. Entonces se marchó junto a su jefe y la reciente tumba quedó abandonada a la soledad y a la noche.
¡Así de pacífico era el refugio en el que el agitado peregrinaje de Idía había sido destinado a su fin! Así se había silenciado en un solo momento la turbulencia mortal que durante años y años se había desarrollado en la absoluta calma de la tierra. La pasión poética de la doncella, el glorioso coraje de la madre, el horror de la muerte por sacrificio, la agonía del veneno del hechicero… todo, todas las miserias que la vida en la tierra había ido acumulando en su camino, habían acabado allí, en una franja de tierra junto a un arroyo.
¡Oh, si la noche pudiera reinar para siempre sobre aquella tumba! Si en vida había sido a menudo su compañera, su presencia no resultaba menos apropiada en la muerte. Durante la estación del amor había contribuido a embellecer y dulcificar su corazón. Durante su hora de peligro, había apresurado y asegurado su triunfo. También había retrasado su captura en los más intrincados rincones del lago Vahíria hasta que la noche ya no sirvió de nada. Ahora, en su eterno reposo, se lamentaba por su muerte de la manera más solemne que un mortal pueda merecer, de la manera más impresionante que un mortal pueda desear.
Y ahora que tu tumba está solitaria, que las flores han sido esparcidas y abandonadas sobre ella, que los lamentos por tu belleza y tu bondad se han convertido en un hábito para el corazón… ¡Adiós! ¡En las horas de la noche te encontraremos tal como fuiste en tu juventud! ¡En las horas de la noche te dejamos en tu descanso! ¡Porque el descanso es la paz!