CAPÍTULO XVI

Soborno y corrupción

Durante el resto de la noche miré dos veces en la habitación de Toller, y las dos lo encontré durmiendo. Cuando salió el sol, ya no pude resistir más la espera. Lo desperté.

—¿Qué ocurre? —preguntó él, malhumorado.

—Usted debe ser la última persona que vio a Cristel —le respondí—. Quiero que me cuente todo lo que recuerde.

El enfado lo dominaba por completo, y estalló con una furiosa respuesta.

—Han sido ustedes dos: usted, mi patrón, y él, mi inquilino, los que la han hecho marcharse de casa. Dijo que se iría, y se ha ido. ¡Fuera de esta casa, señor! ¡Cómo se atreve a mirarme a la cara!

Fue inútil intentar razonar con él, y era de vital importancia organizar la búsqueda sin perder un solo segundo. Después del recibimiento con que me había encontrado, antes de irme tuve la precaución de devolver a su sitio la llave de la puerta que daba a la cabaña nueva. Era suya; y el pobre viejo trastornado podría haberme culpado de llevarme algo de su propiedad.

Cuando me disponía a emprender el camino de regreso a casa, me encontré al nuevo sirviente al acecho.

Por sus primeras palabras supe que actuaba obedeciendo órdenes. Me preguntó si había encontrado a la señorita; y luego me informó de que su señor había recuperado el conocimiento hacía algunas horas, y que «no me guardaba ningún rencor». Esta ultrajante afirmación despertó mis sospechas. Yo estaba casi seguro de que el Abyecto representaba un papel al amenazarme con la pistola, y de que él era el responsable de la desaparición de Cristel. Mi primer impulso fue pedir ayuda a un abogado.

Cuando llegué a casa, los mozos de mi establo acababan de levantarse. Al cabo de diez minutos, partí hacia la ciudad. Lo esencial de la opinión del abogado ya ha sido referida en estas páginas.

Una de mis respuestas, a las muchas preguntas que me hizo mi consejero legal, le hizo llegar a una conclusión estremecedora. Al oír sus palabras, me dio un vuelco el corazón. Según él, mi breve y fatídica salida de la cabaña para «tomar el aire a la orilla del río», le había dado a Cristel la oportunidad de escapar sin ser descubierta.

—Su anciano padre —dijo el abogado—, sin duda estaba en la cama; y usted mismo pudo comprobar que no había nadie vigilando en los alrededores de la cabaña.

—¡Déjeme colaborar de alguna forma! —exclamé yo—. Si no hago algo para encontrar a Cristel no podré soportar la vida.

Él fue muy amable:

—Lo entiendo —dijo—. Intente sacar información de aquellas dos damas. Eso nos será de gran ayuda.

La señora Roylake era la que tenía más cerca. Apelé a su compasión femenina, y me respondió con lágrimas. Hice otro intento; le dije que creía en sus buenas intenciones, y que lamentaba mucho haberla ofendido. Se levantó indignada y salió de la habitación.

Después fui a ver a Lady Rachel.

Estaba en casa, pero el criado volvió trayendo una excusa: la señorita Rachel estaba muy ocupada en ese momento. Pedí al criado que subiera a su habitación y le preguntara cuándo podría recibirme. El criado regresó trayendo otra excusa: la señorita Rachel me escribiría. Después de esperar en casa durante varias horas, fui lo bastante tonto para escribirle yo; empleando además (¿cómo podía evitarlo?) términos muy fuertes. La respuesta de la Socialista es fácil de recordar:

«Querido señor Roylake, cuando se haya calmado usted, recibirá otra vez noticias mías.»

¡Ni siquiera mi madrastra se habría atrevido a tanto!

Me resultaba completamente imposible quedarme quieto sin hacer nada. Regresé a la cabaña. Al no tener ninguna otra perspectiva que resultara esperanzadora, insistí en creer que Toller tenía que haber visto u oído algo que, o bien me fuera útil a mí, o le sugiriera alguna idea a mi abogado.

Al entrar en la cocina me encontré con la puerta que unía las dos cabañas abierta de par en par, y al criado cómodamente sentado en el sillón grande.

—Estoy, esperando a mi amo, señor.

Se había repuesto del susto y había recuperado la calma. Volvía a dirigirse a mí respetuosamente.

—¿Su amo está con el señor Toller?

—Sí, señor.

Lo que sentí en ese momento justificaba de sobras que el abogado me hubiese hecho prometer que me mantendría alejado del Abyecto: «Podría volver a golpearle en la cabeza, señor Roylake, y quizás esta vez le daría demasiado fuerte».

Pero entonces tuve una idea. Dije, como hablando para mí:

—Daría un billete de cinco libras por saber lo que está pasando en el piso de arriba.

—Me las ganaré con mucho gusto, señor —dijo el hombrezuelo—. Si desembucho todo lo que ya sé, y mañana le cuento lo que pueda averiguar, ¿me habré ganado ese dinero?

Empecé a sentirme avergonzado de mí mismo. Pero, a pesar de todo, asentí con la cabeza.

—Lo que ocurrió anoche, señor, fue por mi causa, pero no por mi culpa —prosiguió fríamente—. Estábamos vigilando el camino del embarcadero cuando le vimos, aunque usted no se dio cuenta. Mi amo no sospechó en ningún momento (por razones que se guardó para sí) que usted fuera a hacer uso de la barca. Yo le aconsejé que al menos uno de nosotros fuera a vigilar el sendero que va de la cabaña al río. Eso hizo que él me enviara al embarcadero; y lo que ocurrió después, ya lo sabe usted. Supongo que ahora mi amo le estará estirando de la lengua al señor Toller. Señor, esto es todo por esta noche. ¿A qué hora tendré el honor de poder hablarle mañana por la mañana?

Fijé la hora y me fui.

Al entrar de nuevo en el bosque, vi a un hombre vigilando. Se tocó el sombrero, y dijo:

—Soy un empleado, señor. Su guardabosques tiene mucho trabajo esta noche; vendrá a hacerme el relevo por la mañana.

Me fui a casa con la mente llena de dudas. Si el criado había dicho la verdad, el Abyecto era tan inocente del secuestro de Cristel como lo era yo. ¿Pero podía fiarme del criado?

A la mañana siguiente se produjeron una serie de hechos que no hicieron más que empeorar la situación.

Al llegar a la cabaña encontré a un hombre durmiendo la borrachera en medio del camino; y al criado del Abyecto mirándolo.

—¿Puedo preguntarle una cosa? —dijo el criado—. ¿Ha hecho usted vigilar a mi amo?

—Sí.

—Pues en ese caso tengo malas noticias para usted, señor. Su hombre ha resultado ser un vagabundo borracho; y mi señor se ha ido a Londres con el primer tren.

Cuando me recuperé del sobresalto, negué, por mi honor, que aquel bruto tumbado sobre el camino fuera uno de mis sirvientes.

—¿Y por qué está tan seguro, señor?

—Si mi guardabosques fuera un borracho, ¿cree que no lo sabría? Los otros sirvientes me lo habrían advertido.

El hombre sonrió.

—Me temo, señor, que no sabe usted mucho sobre criados. Por una cuestión de honor, nunca contamos nada sobre nuestros compañeros a nuestros señores.

Empecé a desear no haber salido nunca de Alemania.

Lo único que podía hacer era acudir al abogado y explicarle lo que había ocurrido. Me di la vuelta con la intención de subir al carruaje y regresar inmediatamente al pueblo. El criado me recordó algo que yo había olvidado: el billete de cinco libras.

—Espere a oír la información que tengo que darle, señor —sugirió.

Él me hizo saber:

Primero: que el señor Toller estaba en el molino, y que ya llevaba allí un buen rato.

Segundo: que el Abyecto había estado solo, durante un rato, junto a la cabaña del señor Toller, estando éste ausente. Con qué propósito, su criado no había podido averiguarlo.

Tercero: que el Abyecto había regresado con prisas a su habitación, y había metido unas pocas cosas en su maleta.

Cuarto: que le había ordenado al criado que lo siguiera, con el equipaje, en una calesa que el Abyecto enviaría desde el apeadero, y que esperara en la estación de ferrocarril de Londres hasta nueva orden.

Y quinto y último: que no sabía decirme si la borrachera del guardabosques era porque el pobre tuviera el vicio de beber, o porque le había hecho caer en la tentación precisamente la persona cuyos pasos debía vigilar.

Le pagué su dinero. Él se lo guardó en el bolsillo, y me lo agradeció con un cumplido:

—Ojalá fuera su criado, señor.