CAPÍTULO III

Él se muestra

Yo también miré hacia la cabaña y en una de las ventanas del piso de arriba, vi algo ciertamente asombroso.

Si la luz de la luna no me engañaba, el rostro más bello que había visto jamás nos estaba mirando… ¡y era el rostro de un hombre! A pesar de que no había buena luz, pude observar la perfección de sus facciones y la expresión enérgica que hacía imposible confundirlo con una mujer, a pesar de que llevaba el pelo largo y no tenía bigote ni barba.

Nos observaba atentamente y cuando levantamos la vista no se inmutó.

—Evidentemente es el inquilino —susurré a Cristel—. ¡Qué hombre tan bien parecido!

Ella movió la cabeza en un gesto de desprecio: mi expresión de admiración pareció irritarla.

—No quería que él le viese —dijo—. El inquilino me persigue con sus atenciones. Es bastante descarado como para estar celoso.

Hablaba sin bajar ni siquiera el tono de voz. Intenté advertirla.

—Todavía está en la ventana —dije en un tono discretamente bajo—. Puede oír todo lo que dice.

—Ni una palabra, señor Gerard.

—¿Qué quiere decir?

—Es sordo. No vuelva a mirarlo. No me diga nada más. Márchese a casa, se lo ruego… ¡márchese!

Sin más explicación, entró corriendo en la cabaña y cerró la puerta.

Me di la vuelta, e iba a entrar en el sendero del bosque cuando oí una voz detrás mío.

—Alto, señor.

Me detuve al momento. Había logrado llegar tan sólo hasta los primeros árboles del bosque. A la luz de la luna volví a ver al hombre de la ventana. Su figura, alta y esbelta y sus movimientos elegantes y pausados armonizaban con su bello rostro. Levantó las manos largas y finas y las unió en un angustioso gesto de súplica.

—¡Por el amor de Dios! —dijo—. ¡No quisiera haberlo ofendido, señor!

Más que sus palabras, lo que de verdad me sorprendió fue su voz. Nunca había oído nada parecido a aquello. Hablaba con una voz monótona, apagada y ahogada, se expresaba lentamente y con mucho cuidado, sin poner el más ligero énfasis en ninguna de las palabras que usaba. Me quedé tan asombrado que olvidé lo que me había dicho Cristel. Le respondí como a cualquier otra persona que se hubiera dirigido a mí.

—¿Qué desea usted?

Dejó caer las manos y hundió la cabeza sobre el pecho.

—Señor, está usted hablando con una miserable criatura que no puede oírle. Soy sordo.

Me acerqué a él e intenté levantar la voz, sintiendo lástima por su defecto. Se estremeció y me hizo señas para que me alejara.

—No se acerque a mi oído. No grite —había un extraño brillo en sus ojos. Estaba muy nervioso, pero no noté ningún cambio en su voz—. A veces sí que puedo oír un poco —continuó diciendo— cuando la gente me habla así. Pero es doloroso. Las voces me atraviesan los nervios como un cuchillo cuando penetra en la carne. Vivo en el molino y debo pedirle un gran favor, señor. ¿Podría venir a hablar conmigo a mi habitación, apenas cinco minutos?

Dudé. Imagino que cualquier hombre en mi lugar habría hecho lo mismo al recibir semejante invitación por parte de un desconocido cuyo penoso defecto lo incapacita para las relaciones sociales.

Supongo que él me adivinó el pensamiento. Trató de ganarse mi simpatía con palabras que probablemente hubieran resultado persuasivas pronunciadas con una entonación normal.

—No puedo evitar ser un desconocido para usted, ni puedo evitar ser sordo. Usted es un hombre joven. Pero parece más compasivo y paciente que la mayoría de hombres. ¿No quiere oír lo que tengo que decirle? ¿No quiere contarme lo que deseo saber?

¿Cómo haríamos para comunicarnos? ¿Suponía que yo había aprendido el lenguaje de las manos? Me toqué los dedos y sacudí la cabeza para disipar su ilusión, si es que existía.

Él entendió el significado de mis gestos enseguida.

—Aunque conociera usted el lenguaje de las manos —me dijo—, de nada serviría. No quise aprenderlo. Sí, soy un miserable. Me quedé sordo hace poco más de un año. Perdóneme si le causo tantas molestias. Pido a las personas que se compadecen de mí que escriban sus respuestas cuando hablan conmigo. Venga a mi habitación, encontrará lo que necesite… una vela para escribir.

¿Era su voluntad más fuerte que la mía? ¿Estaba ayudándose (sin que me diera cuenta) de las ventajas de su apariencia? Debo confesar que ver a un hombre disculpándose por su condición de incapacitado me conmovió hasta el punto de hacerme reconsiderar mi decisión.

Él notó mi debilidad y supo aprovecharla a su favor.

—Cinco minutos es todo cuanto le pido —dijo—. ¿Es que no tiene usted compasión de un hombre que ve a sus semejantes conversar alegremente mientras él se siente muerto y enterrado entre ellos?

La exageración de su lenguaje tuvo su efecto en mi espíritu. Me reveló la terrible soledad del sordo en medio de la humanidad. Y como la prudencia no es uno de los puntos fuertes de mi carácter, cometí una de las muchas tonterías de mi vida. Le hice una señal al desconocido, indicándole que me mostrara el camino de vuelta hacia el molino.