CAPÍTULO IV

Él se explica

El miserable de Giles Toller no le había ofrecido a su huésped nada más que protección contra el viento y la lluvia, y el mobiliario estrictamente imprescindible en una habitación. No había alfombra, ni papel en las paredes, ni techo para cubrir las vigas.

La silla en la que me senté era la única que había en la habitación; el hombre del cual imprudentemente había consentido ser huésped se sentó en la cama. Sobre la mesa había papel y tinta, y una pluma y un lápiz, además de un candelero de latón, lleno de abolladuras, con una vulgar bujía de sebo. Sobre la cama había algunas mudas. La repisa de la chimenea, que estaba sin pintar, le servía para guardar el dinero. Al lado del dinero había un espejo roto. Le había dado la vuelta contra la pared. El hombre se dio cuenta enseguida de que aquella circunstancia me había llamado especialmente la atención.

—La vanidad y yo nos hemos separado —me explicó—. No soporto mirarme al espejo. Hasta el hombre más feo del mundo, si no es sordo, es más agradable que yo. ¿Le parece muy miserable este cuartucho?

Me dio un lápiz y unas cuartillas. Le escribí la respuesta: «Me da pena por usted».

Él negó con la cabeza.

—No debería malgastar su compasión conmigo. Cuando uno deja de relacionarse con la gente, le tiene sin cuidado cómo pueda estar su casa. La única compañía que necesita para pasar el resto de sus días, es la de su propia soledad. ¿No le parece que deberíamos presentarnos? Tendrá que disculparme, pero no puedo ser yo quien tome la iniciativa.

Volví a usar el lápiz: «¿Por qué no?»

—Porque es evidente que querrá usted que le diga cómo me llamo. Pero no puedo decírselo, porque he dejado de llevar mi apellido; y estando al margen de la sociedad, ¿qué necesidad tengo de adoptar otro? Por lo que respecta a mi nombre de pila, es tan detestablemente feo que odio cómo se escribe y cómo suena. Aquí me conocen como El Inquilino. ¿Quiere usted llamarme así o prefiere un apodo más apropiado? Provengo de una estirpe impura; y es probable que, después de todo lo que me ha pasado, me convierta en un individuo despreciable. Puede usted llamarme El Abyecto[1]. ¡Oh, no sienta usted reparos, caballero! No encontrará mejor palabra para definirme. Y dígame, ¿cómo se llama usted?

Anoté mi nombre en el papel. Su expresión se entristeció cuando descubrió quién era.

—Un terrateniente joven y encantador —dijo—. Antes he visto que hablaba usted con Cristel Toller como si la conociera de toda la vida. No me gusta que le dé usted tanta confianza a esa muchacha. Y menos ahora que sé quién es usted.

Cogí de nuevo el lápiz y, dejándome de ceremonias, le pregunté qué había querido decir con eso.

El me respondió inmediatamente:

—Muy sencillo, señor Roylake. Es usted el hombre más rico del condado; y un galán debe guardarse sus confianzas para las damas de su alcurnia.

Aquello me pareció una insolencia intolerable. Hasta entonces me había abstenido de usar su amargo apodo. En la irritación del momento resolví tomarme en serio su sugerencia. Si lo que quería era que me pusiera furioso, lo iba a conseguir. Cogí una nueva cuartilla y escribí el que probablemente era el exabrupto más ingenioso que mi embotado cerebro pudo concebir estimulado por la situación.

—El Abyecto haría muy bien en guardarse sus consejos mientras no se los pidan.

Por primera vez algo parecido a una sonrisa apareció en sus labios. Ése fue el único resultado visible de mi seria advertencia. Por lo demás, parecía decidido a continuar con sus impertinencias y con el asunto que verdaderamente le interesaba.

—No les había visto hablando juntos antes de esta noche. ¿Ha estado viéndose con Cristel a escondidas?

Sentí que había llegado el momento de defender el honor de la muchacha. Cogí de nuevo el lápiz y le expliqué que acababa de regresar a Inglaterra tras una larga estancia en varios países extranjeros; que Cristel y yo nos conocíamos desde que éramos unos chiquillos, y que si nos había visto hablando juntos delante la cabaña era porque nos habíamos encontrado por pura casualidad. Llegado a este punto de mi réplica, hice una pausa. Él debía estar muy impaciente por leer mi respuesta, porque de golpe alargó la mano con la intención de quitarme el papel. Le pedí con un gesto que esperara, y añadí la última frase:

—Sepa usted que ya no voy a responder a ninguna de sus preguntas. Y con esto doy el asunto por terminado.

El leyó mi mensaje poniendo toda su atención. Aquello sí que le hizo desconfiar de mí definitivamente.

—¿Ha pensado usted en la posibilidad de no volver más por aquí? —me preguntó.

Le mostré la última frase de la cuartilla, y me levanté con la intención de marcharme, pero me obligó a detenerme en la puerta. No necesitó ni siquiera hacer un gesto con la mano, le bastó con la autoridad de su mirada. La débil luz de la vela no me permitía distinguir el color de sus ojos. Oscuros, grandes y delicadamente situados en su rostro, en aquel momento había en ellos una pasión siniestra que me retuvo a pesar mío.

Elevando repentinamente el tono de su voz, aunque ésta sonara tan monótona como siempre, expresó de algún modo el delirio que lo atormentaba.

—Señor Roylake, la amo. Y estoy decidido a casarme con ella. Le advierto que cualquier hombre que quiera interponerse entre esa cruel muchacha y yo… ¡sí, es tan dura como las piedras del molino de su padre! Amarla es mi felicidad y mi miseria. Así que entienda esto, jovencito: el hombre que quiera robarme a Cristel Toller, ya puede irse preparando. No lo olvide.

Bien sabe Dios que no fue mi deseo ofenderle, pero sus amenazas me parecieron tan absurdas que me reí. Él se acercó a mí con una expresión de rabia y odio tan demoníaca que su rostro se volvió absolutamente repugnante.

—Parece que le divierto —dijo—. Quizás va siendo hora de que se entere usted de quién soy yo.

Se dio la vuelta y comenzó a andar de un lado a otro del pequeño y desordenado cuarto, sumido en sus pensamientos.

—No quisiera que por culpa de un malentendido usted y yo termináramos mal —dijo, interrumpiendo sus meditaciones. Luego volvió a sus cavilaciones, y de nuevo dirigiéndose a mí, añadió—: Es usted impulsivo como todos los jóvenes. Pero no parece mala persona. Me pregunto si puedo confiar en usted. Ni un solo hombre entre mil lo haría. No importa. Yo soy el hombre entre diez mil capaz de hacerlo. Señor Gerard Roylake, confiaré en usted.

Tras esta expresión incoherente de una resolución incomprensible para mí, abrió el cerrojo de un cofre desvencijado que había en un rincón de su cuarto, y sacó una pequeña carpeta.

—A su edad —prosiguió—, los hombres no saben ver el interior de las cosas. Aprenda esta valiosa costumbre, señor, y empiece por mirar bajo mi superficie.

Me obligó a coger la carpeta. Una vez más, sentí la irresistible influencia de sus preciosos ojos. Su mirada era triste y solemne, y parecía como si quisiera advertirme de algo.

—Usted mismo podrá comprobar que desde que padezco sordera, en el alma sólo tengo demonios. Nadie, excepto usted, debe poner sus ojos sobre el horrible contenido de esta carpeta. Mañana le espero aquí. Para entonces, creo que ya habrá decidido usted si desea seguir siendo mi enemigo.

Me abrió la puerta, y me dijo adiós con una elegante reverencia. Diríase que se creía un rey despidiéndose de su súbdito.

¿Estaba loco? No sabía si llegar a esta conclusión.

De lo que sí estaba seguro era de que aquel hombre sordo había sabido servirse de extraños y hasta tortuosos métodos para llevarme, muy a pesar de mi resistencia inicial, al terreno que más le convenía. Incluso diría que casi consiguió que me hiciera su amigo. Pero yo no podía olvidar las palabras de Cristel y mucho menos el temor que había expresado al referirse a aquel hombre. En ese momento yo no podía, ni mucho menos, prever la catástrofe que finalmente se nos vendría encima, pero sentí que había regresado a mi país en un mal momento para la hija del molinero. Pensé que debía hacer algo por Cristel, no ya sólo por su tranquilidad sino porque empezaba a temer seriamente que su vida estuviera corriendo peligro.

Impaciente por descubrir el contenido de la carpeta, regresé rápidamente a Trimley Deen. Mi madrastra aún no había regresado de la cena. Como no había estado en casa en los últimos diez años, tuve que pedirle al criado que me mostrara mi habitación. La ventana tenía vistas al bosque de Fordwitch. Mientras abría la carpeta que me revelaría el alma secreta del hombre que de manera tan extraña había conocido, la pálida luz de la luna se desvanecía y los lejanos árboles se perdían en las tinieblas de una noche sin estrellas.