CAPÍTULO VIII

El inquilino sordo

La carta, en cuyo sobre se había escrito «Privado y Confidencial», decía lo siguiente:

Señor,

Cometería usted un error muy doloroso para mí si supone que intento imponerle mi amistad. Al escribirle esta carta, mi intención no es otra que evitar (si puedo) que usted malinterprete mis palabras y mi forma de actuar, y le estoy hablando de las dos únicas ocasiones en que nos hemos visto.

Soy consciente de que usted debe considerarme una persona grosera y desagradecida, y hasta un poco chiflada. Anoche, cuando usted me concedió el honor de venir a visitarme, Yo no supe utilizar un lenguaje adecuado. ¡Oh, así le pagué que fuera usted tan amable conmigo! No me extraña que después me tratara usted como a un perfecto desconocido.

Afortunadamente para mí, le di a leer mi autobiografía. Después de lo que usted sabe sobre mí puedo esperar que su sentido de la justicia le haga ser indulgente con un hombre que ha padecido (casi he escrito «que ha sido maldecido») un sufrimiento tan grande como el mío.

Hay quienes me han recomendado seguir el ejemplo de otras personas sordas que encuentran consuelo en la religión. Pero ésas son personas de carácter dulce, que saben encontrar alivio hasta habiendo perdido el más preciado de sus sentidos. Hacen vida social y se resignan a su terrible aislamiento, conservando intacta su simpatía a favor de esas otras personas que son más felices que ellos porque pueden oír.

Yo no soy una de esas personas. Lo digo con tristeza: Nunca me he resignado ni podré resignarme a mi terrible destino. Permítame pedirle disculpas por mi comportamiento de esta mañana en la cabaña. Supongo que se habrá llevado usted de mí una pésima impresión. Ya casi no soy capaz de ocultar mis sentimientos más ruines. Lo mejor de mi naturaleza va desapareciendo poco a poco, y tanto es así que la señorita Cristel (observe usted que la menciono con el debido respeto), se sintió alarmada por usted al observar cómo lo estaba mirando.

En confianza, le diré que tan pronto como usted se ha marchado, Cristel, encantadora, ha entrado en mi cuarto con la intención de interceder en su favor «Espero que su malvada mente no esté pensando en hacerle ningún daño al señor Roylake» ha escrito en mi cuaderno. «Prométame que lo dejará tranquilo, o créame si le digo que no volverá a verme usted nunca más. Si hace falta, me iré de esta casa.»

De esta manera tan contundente ha expresado… ¿cómo decirlo?… ¿debo decir el interés fraternal que siente por su bienestar?

Dejé la carta un momento. Si no fuera porque ya me había reprochado mil veces el haber juzgado mal a Cristel —haciéndole de esta manera un poco de justicia en mis mejores pensamientos— no habría recobrado jamás mi amor propio después de leer la carta del sordo. ¡Qué muchacha tan bondadosa! Si: eso es lo que pensaba de ella, bajo las ventanas del tocador de mi madrastra, mientras la señora Roylake seguramente me estaba observando y la noble y hermosa Lady Lena estaba a punto de llegar.

La carta terminaba así:

Por lo que a mí respecta, le prometí a Cristel lo que me había pedido, y luego, naturalmente, le pregunté por qué se empeñaba en defenderle a usted de ese modo.

Ella admitió con franqueza su simpatía hacia usted. Dijo, en primer lugar, estarle agradecida porque en su infancia usted y la madre de usted habían sido siempre muy buenos con ella; y en segundo lugar porque le parecía que era usted bueno y amable, ahora que era un hombre y se había convertido en el mayor terrateniente del condado. Esa fue la explicación que me dio. Después se marchó.

¿Debía creerla cuando reflexionaba sobre nuestra entrevista a solas en mi habitación? ¿O debía sospechar que usted me había robado el cínico consuelo que hacía mi vida soportable? Mi mente no admitió tan indigna sospecha. De todo corazón, la creí. Y con absoluta sinceridad, confío en usted.

Si a pesar de todo lo que ya sabe usted de mí, todavía piensa que carezco de buenos sentimientos, no podrá llegar a otra conclusión que no sea la de sospechar que esta carta es una patraña mía para hacerle bajar a usted la guardia, y sé que seguirá desconfiando de mí, con más fuerza si cabe. Si así es, déjeme recordarle simplemente que esta carta es privada y confidencial, y que no tiene que contestarla si no quiere.

Sinceramente suyo, quedo a su entera disposición,

El Inquilino Sordo

Me pregunto qué habría hecho otro hombre en mi situación después de leer esta carta. ¿Habría visto algo que justificara tener cierto respeto y consideración por su autor? ¿Habría podido quedarse con la conciencia tranquila dejando sin respuesta al afligido hombre que había confiado en él?

Decidí (y no olviden que yo era joven) responderle de la manera más amistosa posible, es decir, personalmente. Consulté el reloj y comprobé que tenía tiempo de ir al molino y volver antes de la hora fijada para nuestra retrasada comida, que en Alemania llamarían ya cena.

Por segunda vez ese día, y sin dudarlo por un solo instante, me metí por el camino del bosque de Fordwitch.

Cuando estaba cruzando el claro del bosque me encontré con una mujer joven y fornida que llevaba un cántaro con agua de la fuente. Al verme me hizo una reverencia. Le pregunté si era del pueblo.

Su respuesta me demostró que había tomado a otra de mis criadas por una forastera. La robusta ninfa de la fuente era mi cocinera, que había ido a buscar el agua que tomábamos en casa, «y no hay un agua como la suya, señor, en todos los alrededores de la comarca».

Después de esta información, seguí mi camino y la cocinera el suyo. Naturalmente, al llegar a la habitación del servicio contó que había visto a su nuevo amo. De esta manera, según supe más tarde, mi paso por la fuente y mi partida hacia el molino llegó a oídos de la señora Roylake, a través de su doncella. Por tanto, en beneficio de mi tranquilidad doméstica, parecía que el bosque de Fordwitch era un lugar que me convenía evitar.

Al llegar a la cabaña vi al Inquilino asomado una vez más a la ventana de su habitación.

Pero en esta ocasión, su aspecto había sufrido una transformación singular. Llevaba en la cara un pañuelo blanco, atado por detrás, que le cubría desde la nariz hasta la barbilla. Había destapado una botella que tenía una extraña forma y estaba concentrado en observar alguna cualidad interesante del oscuro líquido que contenía. No hace falta decir que nada habría resultado más inútil que tratar de llamar su atención a voces. Sólo podía esperar a que él mirara hacia mí.

Mi paciencia no fue puesta a prueba: enseguida tapó la botella y, al alzar la vista, me descubrió. Con la mano que tenía libre, se quitó rápidamente el pañuelo, y dijo:

—Por favor, espéreme en el guardabotes del embarcadero. Ahora mismo estoy con usted.

Señaló hacia la esquina de la cabaña nueva del lado que quedaba más alejado de la vieja construcción.

Siguiendo sus instrucciones, pasé por la puerta que él utilizaba para entrar y salir de su cabaña, y llegué a la orilla del río. A mi derecha estaba el molino con su enorme rueda y, siguiendo el curso del río, encontré el guardabotes; estaba construido sobre el agua, sostenido por pilotes y se accedía a él por un muelle de madera. Mi padre nunca habría hecho construir una estructura tan complicada y costosa simplemente para la comodidad del molinero. El guardabotes lo había hecho levantar, hace muchos años, un rico comerciante ya retirado que sentía pasión por la pesca de río. Nuestro repugnante río no respondió a sus expectativas y los vecinos no le devolvieron sus visitas. Cuando nos dejó, llevándose sus botes, canoas y pescantes, el molinero tomó posesión del guardabotes abandonado.

—Es el tipo de instalación que no reporta ningún beneficio —había dicho el viejo Toller—. Trasladarla cuesta dinero y hacerla pedazos… ¿vale la pena que un caballero rico se dedique a vender un carro de leña?

No se adoptó ninguna de estas alternativas, y como nadie quería un guardabotes vacío, la destartalada barca del molino, antes atada a una estaca y expuesta a las calamidades del tiempo, estaba ahora cómodamente resguardada bajo un techo rodeada de compartimentos vacíos (que una vez fueron ocupados por lujosas embarcaciones).

Estaba contemplando el río, y pensando en todo cuanto había acontecido desde aquel primer encuentro mío con Cristel, a la luz de la luna, cuando oí la discordante voz del sordo detrás mío.

—Le ruego que me disculpe por recibirle en este lugar —dijo—. Me tendrá que permitir que le moleste una vez más con una de mis confesiones. Igual que otras desafortunadas personas sordas, tengo los nervios siempre a flor de piel. Hay quienes cambian constantemente de residencia para calmarse. Otros, como es mi caso, nos refugiamos en variedad de ocupaciones. ¿Recuerda que en una época era muy aficionado a escribir narraciones de crímenes perfectos?

Asentí con la cabeza, del modo habitual.

—Pues bien —prosiguió él—, han dejado de interesarme mis elucubraciones literarias. En estos últimas días he reanudado mis estudios de química, que tan buenos recuerdos me traen de los felices días en que me iniciaba en mi profesión de médico. Por desgracia, cuando usted ha llegado estaba haciendo un experimento y ha quedado en la habitación un olor tan abominable que no me atrevo a pedirle que entre. Los vapores no son sólo desagradables, sino también algo peligrosos. Quizás me ha visto usted en la ventana, protegiéndome la boca y la nariz con un pañuelo antes de abrir la botella.

Asentí otra vez con la cabeza. Él sacó su pequeño cuaderno, y lo abrió por una hoja nueva.

—¿Puedo suponer que su visita es una respuesta favorable a mi carta?

Yo cogí el lápiz y le respondí en estos términos:

Su carta me ha convencido de que hice mal al tratarle como a un extraño. He venido para decirle que estoy arrepentido de haber cometido tal injusticia. Puede estar seguro de que creo en lo mejor de su naturaleza, y que acepto su carta con el mismo espíritu amistoso con que ha sido escrita.

Leyó mi respuesta y repentinamente me miró.

No había visto nunca en sus bellos ojos una expresión tan luminosamente dulce, tan irresistiblemente tierna, como la que tenían en aquel momento. Me tendió la mano. Uno de mis pequeños méritos es ser lo que se dice un hombre de palabra. Estreché su mano, consciente de que con aquel gesto estaba aceptando su amistad.

Al narrar los hechos de este relato, en ocasiones miro hacia atrás y repaso la cadena de sucesos, a medida que agrego un eslabón tras otro… a veces con sorpresa, a veces con interés, y a veces descubro que he omitido algún detalle que por su importancia sería aconsejable incluir. Pero busco en vano en mi memoria, mientras repaso las líneas que acabo de escribir para recordar algún suceso que pudiera haberme advertido del peligro hacia el cual avanzaba a ciegas. En mi recuerdo estamos los dos, de pie, estrechándonos la mano; pero no hay, nada siniestro asociado a esta imagen. No sentí ningún escalofrío al estrecharle la mano; no se produjo tampoco ningún extraño accidente en el río, ni siquiera una nube pasajera oscureció la luz del sol, que brillaba con su alegre esplendor sobre nuestras cabezas.

Después de darnos la mano, ni él ni yo teníamos aparentemente nada más que decirnos. Un poco incómodo, me giré hacia la ventana del guardabotes y miré hacia fuera. A pesar de que fue un movimiento sin importancia, mi compañero se fijó.

—¿Le gusta ese río enlodado? —preguntó.

Volví a coger el lápiz:

Antiguos recuerdos hacen que incluso el horrible Loke me parezca interesante.

Él suspiró al leer mis palabras.

—Ojalá yo pudiera decir lo mismo, señor Roylake. Su interesante río, a mí me da miedo.

No tuve necesidad de pedirle de nuevo el lápiz. Mi mirada de asombro reclamaba con claridad una explicación.

—Cuando estuvo usted en mi habitación el otro día —dijo—, supongo que se daría cuenta de que una de las ventanas tiene vistas al Loke. He cogido la mala costumbre de sentarme junto a esa ventana en las noches de luna llena. Observo la corriente del río, y me parece como si estuviera viendo fluir mis propios pensamientos. No tiene nada de extraordinario, mientras estoy despierto. Pero, más tarde, al irme a dormir, me asaltan los sueños. En todos ellos, señor, en todos sin excepción, aparecen Cristel y el Río. Observe la corriente, furtiva y silenciosa. En el sueño de anoche, en cambio, podía oírla; rumor del agua fluía en mis oídos. No era sordo, en mi sueño podía oír igual que usted. Sí, el mismo rumor del agua, cantándome una y otra vez la misma horrible canción: «Necio, necio, Cristel no es para ti; dile adiós, dile adiós». La he visto flotando sobre esas repugnantes aguas, alejándose de mí. La corriente era cruel y me frenaba cuando yo trataba de atrapar a Cristel. Yo luchaba y gritaba y temblaba y lloraba. Me he despertado destrozado, y he maldecido a su interesante río. No vuelva usted a escribir nada sobre ese río. No vuelva a mirarlo. ¿Por qué habrá tenido usted que sacar ese tema? ¡Oh, le ruego que me disculpe! No tengo ningún derecho a hablarle así. Déjeme ser educado; acepte mi hospitalidad. Le ruego que venga a visitarme en cuanto mi habitación ya no tenga ese olor pestilente. Sólo puedo ofrecerle una taza de té. Oh, ese río, ese río, ¿por qué diablos habré empezado a hablar de él? No estoy, loco, señor Roylake, sólo soy desgraciado. ¿Para cuándo le espero? Escoja usted mismo una tarde de la semana que viene.

¿Quién no habría sentido lástima por él? ¡Qué noches más terribles las suyas comparadas con mis dulces y sanas noches sin sueños!

Por supuesto, acepté su invitación. Una vez concretado el día, ya era hora de pensar en volver a Trimley Deen. Al acercarme a la puerta, sin querer desvié su atención hacia el guardabotes.

Su cara inmediatamente me recordó la descripción que Cristel había hecho de él cuando tenía uno de sus arrebatos malignos. «Esos preciosos ojos nos engañan y a veces he visto como su bello rostro mudaba de color hasta el punto de convertirse en un hombre feo.» Me cogió del brazo y, señalando el muelle, cuyo final se unía con la orilla del río, me dijo:

—Le ruego que acepte mis disculpas, pero si ese desgraciado se me acerca, no respondo de mis actos.

Tras esta disculpa se alejó rápidamente; y el astuto Giles Toller, que había esperado pacientemente hasta ver el terreno despejado, se me acercó con su mejor reverencia:

—Un tiempo precioso, ¿verdad, señor?

Yo no deseaba hablar del tiempo, pero quería averiguar qué había sucedido en la cabaña.

—Ha ofendido usted mortalmente al caballero que acaba de dejarme —dije—. ¿Qué le ha hecho?

Pero el señor Toller, como de costumbre, había venido a hablarme de algún otro asunto de su interés, ¡y ahora era él quien se hacía el sordo!

—No recuerdo haber visto nunca, señor, un tiempo tan espléndido, y eso que, como ya habrá notado usted, soy un anciano. Estaba ahora mismo en el molino y le he visto aquí en el guardabotes, y he venido a ofrecerle mis respetos. ¿Sería usted tan amable de echar un vistazo a esta hoja de papel, señor Gerard? Si fuera usted tan amable de preguntarme de qué se trata, me sería de gran ayuda.

Yo sabía perfectamente de qué se trataba.

—¡Otra vez con esas reparaciones! —dije resignadamente—. Deme esa lista, viejo testarudo.

Al viejo Toller le pareció muy divertido que yo hubiera adivinado sus intenciones; se sintió feliz al ver que guardaba la lista en mi bolsillo, y comenzó a reírse de tal manera que pensé que su enjuto cuerpecito se iba a deshacer en pedazos de un momento a otro. Para poner fin a su alegría adopté una expresión severa e insistí en que me explicara cómo había ofendido al Inquilino. Entonces, mi venerable arrendatario comenzó a temer seriamente por sus reparaciones, y se puso a hablar de otro tema, éste de índole personal, para ver si así yo recuperaba el buen humor.

—Cuando hay una mujer en casa, señor Gerard, ya se habrá dado usted cuenta de que el gasto es continuo, ya si es una mujer joven. ¿Tengo razón o no?

Le pregunté si se estaba refiriendo a su hija.

—Así es, señor. Le estoy hablando de Cristy. Cuando está de malas pulgas, no encontrará en toda Inglaterra a nadie más mal hablado que ella. Desde que usted ha estado aquí con nosotros esta mañana, mi caballero se ha portado mal; lo único que puedo decirle es que le he pedido que se marchara. Lo que representa una pérdida evidente de dinero cada semana, y Cristy es la responsable. ¡Sí, señor, ha sido mi hija quien me ha obligado a tomar esta decisión! Porque si alguna vez la madre de Cristy se hubiera atrevido a pedirme que echara a un inquilino (un inquilino que cumpliera con los pagos del alquiler), habría sido a ella a quien le habría dicho que se fuera, y no diré a dónde, señor; ya lo sabrá usted el día que se case. En fin, la cuestión es que por defender a mi hija, he ofendido a mi caballero, y ése es un lujo que no puedo permitirme, a menos, claro, que vuelva a alquilar las habitaciones. Si se enterara usted de algún posible inquilino, dígale qué buen propietario soy y qué habitaciones más bonitas alquilo.

Antes de que el señor Toller pudiera hacer más peticiones, me adelanté por el camino de la orilla del río.

Pasamos junto a la cabaña vieja. La puerta estaba abierta y vi a Cristel ocupada en la cocina.

Miré mi reloj, y comprobé que aún disponía de dos o tres minutos. Todavía me sentía culpable por haber dejado aquel mensaje clavado en la puerta y pensé que debía disculparme lo antes posible. Con esa intención me acerqué a Cristel. Ella miró desconfiadamente hacia la puerta que comunicaba con la cabaña nueva, como si esperara que fuera a abrirse desde el otro lado.

—¡Ahora no! —dijo, y continuó tristemente sus tareas domésticas.

—¿Podemos vernos mañana? —pregunté.

—Sería mejor que no fuese aquí, señor —fue su única respuesta.

Le sugerí que nos encontráramos en algún otro lugar que a ella le pareciera más conveniente. Cristel me pidió que eligiera yo el sitio. Parecía ausente, como si estuviera todo el tiempo pensando en otra cosa. No se me ocurrió nada mejor, en aquel momento, que proponer la fuente del bosque de Fordwitch. A ella le pareció bien que nos encontráramos allí al día siguiente, a las siete de la mañana, si no era demasiado temprano para mí. En Alemania me había acostumbrado a madrugar. Ella me escuchó, volvió a mirar la puerta del inquilino y precipitadamente me dio las buenas noches.

Su educado padre se mostró escandalizado por aquella forma tan poco ceremoniosa de despedir al gran hombre que con sólo una palabra podía impedir las reparaciones.

—¿Dónde están tus modales, Cristy? —exclamó indignado. Antes de que pudiera decir una palabra más, abandoné la cabaña.

Al pasar por la fuente, de camino a casa, pensé en las dos citas que me aguardaban: la de esa misma tarde, con la hija del lord; y la de la mañana siguiente, con la hija del molinero. Lady Lena a la hora de nuestro ágape; Cristel antes del desayuno.

¿Qué diría la señora Roylake si llegara a enterarse de mi doble vida social? Yo era un joven feliz y alocado, y rompí a reír.