CAPÍTULO X
La advertencia
Estábamos solos en el claro, al lado de la fuente. No había por qué temer una interrupción a esa hora tan temprana, pero Cristel se sentía intranquila. Parecía ansiosa por regresar a la cabaña cuanto antes.
—Padre dice —comenzó bruscamente— que le vio a usted en el guardabotes. Y que estaba usted conversando amigablemente con ese hombre terrible.
Le recordé a Cristel que, en mi opinión, habíamos sido demasiado duros con él; y añadí que me había escrito una carta que me reafirmaba en mi parecer. Decepcionada, y hasta asustada de mis palabras, Cristel dijo con tristeza:
—Yo tenía la esperanza de que Padre estuviera equivocado.
—Su padre no se equivoca en absoluto —le dije—. De hecho iré a tomar el té con ese hombre que parece aterrorizarla. Espero que también la invite a usted.
Ella se estremeció ante la simple idea de una invitación.
—¿Quiere escuchar lo que tengo que decirle? —preguntó seriamente—. Quizás cambie de opinión cuando sepa la tontería que hice el día que usted me vio entrar en su cabaña.
—Querida Cristel, estoy en deuda con usted por el amable interés que demostró por mi en aquella ocasión.
Antes de que pudiera disculparme por haberla agraviado con mis sospechas, me pidió una explicación respecto a lo que acababa de decir.
—¿Lo menciona en su carta? —preguntó.
Reconocí que había obtenido la información por esta vía. Y declaré que él había expresado su admiración y su confianza en ella en términos que lamentaba no poder enseñarle.
Cristel olvidó el temor de ser descubiertos y expresó su indignación con un grito que debió escucharse en todo el bosque.
—¿Y le cree usted? ¡Señor Gerard! El hecho de que el Sordo le esté contando todas esas cosas es una prueba más de que está mintiendo, y se lo voy a demostrar. Si fuese usted otra persona, no me importaría su suerte. Sí, su suerte —repitió apasionadamente—. Oh, discúlpeme, estoy faltándole al respeto. Le ruego que me perdone. No, no, déjeme continuar. Cuando intercedí por usted (y lo hice sinceramente) no podía sospechar el error que estaba cometiendo, hasta que vi su rostro. Entonces comprendí cuánto lo odia a usted y de qué vil manera piensa secretamente en mí…
¡Cómo podía pensar eso Cristel! No podía permitir que continuara hablando así.
—Está usted muy equivocada, querida Cristel. Como le he dicho, él siente un respeto muy sincero por usted, y en cuanto a mí, ha reconocido que no me juzgó correctamente en nuestro primer encuentro.
—¡Cómo! ¿En su carta también dice eso? Es peor de lo que imaginaba. No me cansaré de repetírselo, mil veces si hace falta —en el fervor de su convicción dio una patada contra el suelo—: él lo odia a usted con la clase de odio que jamás perdona ni olvida. Usted lo tiene por un buen hombre. ¿Cree que si no hubiera tenido un buen motivo le habría suplicado a mi padre que lo echara de la cabaña? Señor Gerard, no me queda más remedio que contarle lo que mi visita suscitó en su mente. Ese hombre está convencido de que usted ha olvidado comportarse como corresponde a las personas de su posición y de que yo soy tan malvada como para olvidarlo también; cree que usted quiere separarme de él. Diga lo que diga, escriba lo que escriba, no le crea usted una sola palabra: lo está engañando para conseguir sus malvados fines. Si acude usted a tomar el té con él, Dios sabe que algún día se arrepentirá. Perdóneme si le he ofendido hablándole tan bruscamente. Ya he terminado. Usted está haciendo que me sienta muy desgraciada, pero sé que no es ésa su intención, sé que es usted un hombre bueno. Adiós.
Cogí su mano y la apreté tiernamente; estaba conmovido, profundamente conmovido.
¡No! Déjenme ser honesto. Al despedirse sus ojos la traicionaron, al igual que su voz. Lo que vi y lo que oí no admitía dudas. El interés que la dulce muchacha sentía por mí no era el mero interés amistoso que ella creía. He dicho que estaba «conmovido». ¡Hipócrita! ¡Mentira! La amaba mucho más tiernamente de lo que había amado hasta entonces. Ésta es la verdad, despojada de miserable prudencia y del mezquino miedo de ser llamado vanidoso.
Lo que habría deseado decirle a Cristel en ese momento es algo que cada cual tendrá que dejar al capricho de su propia imaginación.
Antes de que pudiera decir una sola palabra, vi que por el sendero que llega del molino se acercaba el hombre a quien Cristel temía.
Sentí el temblor de su mano en la mía y la apreté levemente para alentarla.
—Veamos qué dice al vernos juntos —sugerí—, y entonces podremos juzgarlo mejor.
Sin ninguna intención de disimulo, él avanzaba rápidamente hacia nosotros, sonriendo y agitando la mano.
—Vaya, señor Roylake, veo que ya ha descubierto las virtudes de su maravillosa fuente y viene a beber agua antes del desayuno. Yo también solía hacerlo, cuando no tenía tanta pereza de madrugar. Y esta encantadora muchacha —dijo, mirando a Cristel—, supongo que, aconsejada por usted, ha venido a probar las virtudes de la fuente. Yo mismo le habría recomendado hace tiempo que lo hiciera, si no fuera que no quiere escucharme. Observe mi ejemplo.
Sacó un vasito de plata del bolsillo y bajó los cuatro escalones de la fuente. De no ser por la horrible monotonía de su voz de sordo nadie podría haberse mostrado más inocente, alegre y agradable. Mientras tomaba su bebida matinal, apelé al buen criterio de Cristel:
—¿Éste es el hipócrita que me está engañando para llevar a cabo sus malvados planes? —pregunté—. ¿Le parece que tiene el aspecto de un monstruo celoso que planea mi destrucción y acabará conmigo si soy tan estúpido de aceptar su invitación?
¡Pero la pobre Cristel seguía firme en su obstinación! Antes de marcharse, me dijo:
—Piense en lo que le he dicho… hágalo por su propio bien —fue su única respuesta.
—¿Y también un poco por su bien? —me aventuré a añadir.
Ella se alejó corriendo, siguiendo el sendero de vuelta a su casa. El sordo y yo nos quedamos solos. Él la siguió con la mirada hasta perderla de vista. Entonces sacó su libreta de hojas en blanco. Pero en lugar de dármela a mí, como era lo habitual, se puso a escribir.
Tengo que decirle algo, anotó.
Al no tener yo el cuaderno, sólo podía recurrir al lenguaje de los signos para recordarle que yo podía oír y él podía hablar. Toqué mis labios y lo señalé a él; toqué mi oído y me señalé a mí.
—Sí —dijo él, entendiéndome tan rápido como siempre—, pero ésta vez quiero que además de oírme, recuerde usted bien mis palabras. Cuando termine de escribir esta hoja le rogaré que la conserve y que la relea de vez en cuando.
Escribió sin parar hasta llenar las dos caras de la hoja.
—Es una carta bastante breve —dijo—. Le ruego que la lea.
Esto es lo que leí:
Al llegar aquí, y sorprenderlos a ustedes dos a solas, usted mismo ha podido comprobar que no les he insultado presa de un ataque de celos. Sin embargo, recuerde que todos tenemos nuestras debilidades, y que mi dura suerte es vivir condenado a un estado de lucha contra el mal heredado que constituye la calamidad de mi vida. Con su ayuda, en el futuro podré vencer la tentación, y emplear la mejor parte de mi naturaleza para dominar mis actos y mis pensamientos. Pero deberá usted estar alerta, y adviértale a la señorita Cristel que también lo esté, para no dejarse engañar por las falsas apariencias. Como todos sabemos, las apariencias engañan. Ténganme consideración. Apiádense de mí. No pido nada más.
Honesto, valeroso y humilde… Le pregunto a cualquier mente sin prejuicios si no habría cometido una acción mezquina malinterpretándolo.
—¿Me comprende? —preguntó.
Le hice una señal para que me diera el cuaderno, y utilicé estas palabras para calmar su ansiedad:
Si no lo comprendiera, ¿qué clase de hombre sería yo? ¿Puedo mostrarle a Cristel lo que ha escrito?
Él sonrió dulce y gentilmente, como no le había visto sonreír nunca antes.
—Si así lo desea —respondió—. Lo dejo enteramente a su criterio. Gracias y que tenga un buen día.
Tras dar unos pocos pasos en dirección a la cabaña, se detuvo y me recordó la cita del té:
—No lo olvide, mañana a las siete de la tarde.