CAPÍTULO XIV

Gloody pasa cuentas

Fue una noche de fiebre. Los pocos minutos que pude dormir, tuve unos sueños horribles; lo que era de esperar después de lo que había pasado. El aire fresco de la mañana entrando por mi ventana me tranquilizó; y un dulce sueño se apoderó de mí. Cuando desperté y miré mi reloj, me sentía como un hombre nuevo. Era mediodía.

Hice sonar mi campanilla. El criado me anunció que había un hombre esperando para verme.

—Es el mismo hombre que encontramos en el jardín mirando sus flores, señor Roylake.

Di inmediatamente órdenes de que lo hicieran subir a mi dormitorio. Estaba tan impaciente que no podía esperar a terminar de vestirme. A menos que estuviera completamente equivocado, aquel era el hombre que podía aclararme todo lo sucedido.

Gloody apareció por la puerta con una expresión infeliz, tan feo como siempre. Enseguida pensé en Cristel.

—Si trae malas noticias —le dije—, cuéntemelas enseguida.

—Oh, señor, no es nada que deba preocuparle. Mi amo me ha despedido, eso es todo.

Evidentemente, eso no era «todo». Aún así, aquella respuesta me alivió un poco; le señalé la silla que había junto a mi cama.

—¿Me cree si le digo que deseo lo mejor para usted? —le dije.

—Sí, señor, le creo de corazón.

—En ese caso, Gloody, siéntese, y sincérese conmigo.

Levantó su enorme puño, como queriendo enfatizar su respuesta.

—Me ha faltado un pelo para darle un puñetazo, señor. Si no me hubiese frenado a tiempo, quién sabe si no lo habría matado.

—¿Qué ha hecho?

—Se puso como una fiera. Pero no me quejo de eso, señor, me atrevo a decir que me lo merecía. Le ruego que me disculpe, pero tengo que volver a levantarme. No puedo mirarle a la cara, mientras se lo cuento —se fue hasta la ventana—. Incluso un pobre diablo como yo sabe cuando le están insultando. Señor Roylake, me dio una patada. ¡Pero dejemos ese tema! Si lo he mencionado, es solamente porque hay otra cosa que quiero contarle y no sé cómo hacerlo —ante esa dificultad, volvió junto a mi cama—. ¡Mire, señor! Lo que yo digo es que esa patada ha saldado la deuda que tenía con él. ¡Sí! Nuestra deuda ya está saldada por ambas partes. En dos palabras, señor, si tiene usted intención de acusarle ante un tribunal por haber atentado contra su vida, juraré sobre la Biblia que en efecto así fue; puede usted contar conmigo como testigo. ¡Eso quería decirle, y ya está dicho!

Lo que su amo había deducido era lo mismo que yo también veía claramente. Cristel me había salvado la vida gracias a las instrucciones que le había dado el pobre infeliz que ahora sufría por mi causa.

—Antes de recurrir a la ley, esperaremos un poco —dije—. De momento, Gloody, quiero que me explique qué le contaría al magistrado si yo lo llamara como testigo.

Gloody lo pensó un poco.

—El magistrado me haría preguntas, ¿verdad, señor? Muy bien. Hágame las preguntas usted, y yo responderé lo mejor que pueda.

La investigación que llevé a cabo a continuación fue demasiado larga y aburrida para relatarla aquí. Si cuento lo básico, ya habré hecho suficiente.

Unas veces cuando estaba despierto y creía estar solo, y otras mientras dormía y soñaba, el Abyecto se había traicionado. (Era una vil venganza, lo reconozco, satisfacer un malicioso placer —como hacía ahora— pensando en él y llamándole con ese degradante nombre sugerido por su propia morbosa humildad. ¿Pero acaso la dignidad de un hombre puede soportar siempre la sumisión?)

En cualquier caso, todo indicaba que Gloody, en los momentos en que su señor dormía o creía estar solo, había oído lo suficiente para tener cierta idea de los celos enfermizos que el Abyecto tenía de mí. Él había intentado prevenirme por todos los medios, sin llegar a traicionar al hombre que lo había salvado del hambre o del asilo; pero no lo había logrado.

Mas su decisión de ayudarme en recompensa por mi amabilidad hacia él, lejos de vacilar, se vio reforzada por las circunstancias.

Cuando su amo reemprendió los estudios de química antes mencionados, Gloody, dentro de lo que le permitía su limitada capacidad, se convirtió en su ayudante. Nada le hizo suponer que yo pudiera ser el objetivo de alguno de los experimentos, hasta el día anterior a la fecha en que yo debía acudir al té. Fue entonces cuando vio que el perro era atraído por su amo hacia el interior de la cabaña nueva, y que éste le administraba un veneno que aparentemente lo mataba. Al cabo de un rato volcó en la garganta del pobre animal una dosis de otra sustancia y comenzó a revivir. Pasó un cuarto de hora; repitió la última dosis, y el perro pronto se sostenía sobre sus patas, tan animado como siempre. Entonces Gloody recibió la orden de soltar al animal y fue advertido de que sería despedido inmediatamente si mencionaba a alguien lo que acababa de presenciar.

Gloody no supo explicar cómo había llegado a sospechar que el experimento con el perro podía llegar a poner mi vida en peligro.

—Me vino a la mente, señor, pero no sabría explicarle cómo —dijo—. No me atrevía a hablar con usted, porque no me habría creído. O, si me hubiese creído, podría haber llamado a la policía. Sólo había un modo de detener el intento de asesinato (si efectivamente se trataba de un intento de asesinato): confiar en la señorita Cristel. No quisiera ofenderle, señor, pero yo me había dado cuenta de que ella le había tomado mucho cariño. Y no tuve que adivinar que era una mujer firme, y que no iba a asustarse fácilmente; simplemente lo sabía.

Gloody hizo todo cuanto pudo para preparar a Cristel para oír la terrible confidencia que iba a hacerle, pero no pudo impedir que sufriera. Recordé el sorprendente cambio de su mirada y actitud la vez que nos habíamos encontrado en el bosque junto al río, y comprendí lo mucho que debía haber sufrido la pobre muchacha. Estaba condenada a guardar el secreto; si lo hubiera revelado habría arruinado la vida del hombre que estaba intentando salvarme. Al mismo tiempo, ahora ella tenía toda la responsabilidad de preservar mi vida. ¡Menuda situación para una muchacha de dieciocho años!

—Lo planeamos entre los dos, señor —continuó explicando Gloody—. Lo primero, y más importante, era que ella se hiciera invitar al té. Y, una vez en la mesa, tenía que vigilar a mi señor. Cualquier cosa que él bebiera, ella tenía que hacérsela beber también a usted. ¿Recuerda cuando pedí permiso para preparar el té?

—Sí.

—Pues bien, ésa era una de las señales que habíamos acordado. Cuando mi señor me hizo salir de la habitación, estuvimos seguros de lo que iba a hacer.

—¿Y cuando usted miró a la señorita Cristel, y ella estaba tan ocupada con su broche que no lo atendió, eso fue también una señal?

—En efecto, señor. Al tocar su adorno de plata, me estaba diciendo que nuestro plan seguía adelante, que podía confiar en que ella no olvidaría nada ni se asustaría de nada.

Me acordé de la serena gravedad que había en su rostro, después haber estado rezando en su habitación. Ahora comprendía su actitud decidida.

—¿Y no se preguntó usted, señor —continuó diciendo Gloody—, por qué de repente la señorita Cristel se puso a cantar? Me estaba dando otra señal. Queríamos que él no estuviera presente cuando le diéramos a usted de beber lo mismo que él había bebido de la jarra.

—¿Y cómo sabían que él no se bebería todo el contenido de la jarra?

—Olvida usted, señor, que yo había visto como el perro volvía en sí después de recibir dos dosis, administradas con un intervalo de tiempo entre una y otra.

Debería haberme acordado de eso, después de todo lo que ya me había explicado. Poco a poco, comencé a ver las cosas más claras.

—Y su accidente en la habitación de al lado estaba planeado, claro —dije yo—. ¿Cree que él sospechó algo? A juzgar por su mirada, yo diría que no. Cuando notó que el suelo temblaba debido a su caída, se puso pálido. Por una vez, fue sincero: estaba realmente asustado.

—Yo también me di cuenta, señor Roylake, cuando me ayudó a levantarme del suelo. Aún no ha nacido un hombre capaz de cambiar el color de su cara a voluntad.

Hacía un rato que me estaba vistiendo; no hace falta decir que deseaba ver a Cristel cuanto antes.

—¿Hay algo más que deba saber? —le pregunté.

—Sólo una cosa, señor Roylake —replicó Gloody—. Me temo que ahora le ha llegado el turno a la señorita Cristel.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Mientras el sordo siga alojándose en la cabaña, significa que está urdiendo alguna maldad y no olvide que tiene el ojo puesto en la señorita Cristel. Esta mañana muy temprano me he acercado al embarcadero. Alguien ha robado los remos. ¿Se imagina quién ha podido ser?

Para entonces yo había terminado de vestirme, y estaba tan impaciente por llegar a la cabaña que había abierto ya la puerta. Lo que acababa de oír me hizo volver a la habitación. Estaba claro que los dos sospechábamos de la misma persona. ¿Pero cómo podíamos demostrarlo?

Gloody reconoció que no teníamos ninguna prueba.

—Miré en la barca por casualidad —dijo—, y vi que faltaban los remos. Oh, sí, por supuesto que miré en el guardabotes, señor Roylake. ¡No había el menor rastro de ellos! ¡Habían desaparecido!

—¿Hay algo más que haya olvidado y deba contarme?

—Nada, señor.

Le dije a Gloody que esperara mi regreso; teniendo la precaución de dejarlo al cuidado de los criados de mayor rango, que se encargarían de que fuera tratado con respeto por el resto de la casa.