CAPÍTULO XI

¡Otra advertencia más!

Cuando llegué a casa aún no era la hora del desayuno. El color monótono del bosque de Fordwitch me había fatigado la vista, así que fui al jardín para refrescar mis ojos mirando las flores.

Al salir a la terraza oí la voz de un hombre furioso que a gritos le exigía a alguien que abandonara inmediatamente el jardín. Bajé rápidamente las escaleras que descienden hasta los parterres de flores. El hombre de los gritos resultó ser uno de los jardineros, y el que debía abandonar inmediatamente el jardín era el criado singularmente vestido del amigo que acababa de ver.

La horrible cara del pobre sujeto expresaba vergüenza y contrición en el momento de encontrarse conmigo. Me pidió que tuviera compasión de él y que lo perdonase.

—Aguarde un momento —dije—. Déjeme ver si hay algo que perdonar —me dirigí entonces al jardinero—. ¿Qué queja tiene usted de este hombre?

—Ha entrado sin permiso en su propiedad, señor. Y tendría que haberle oído usted cuando le he llamado la atención; en mi vida había visto a alguien tan desvergonzado.

—¿Daños, señor?

—Sí, daños. ¿Ha estado arrancando flores?

El jardinero miró a su alrededor, buscando en vano las pruebas del delito.

El desdichado intruso, haciendo de tripas corazón, se defendió:

—Señor, nadie me ha acusado jamas de haber causado algún desperfecto en el jardín de un caballero —dijo—. Sólo estaba echando un vistazo a las flores por encima del muro.

—Y entonces, no ha podido vencer la tentación de verlas más de cerca.

—Así es, señor.

—¿De modo que le gustan a usted las flores?

—Sí, señor. Incluso llegué a fracasar como propietario de un vivero… pero no se lo reprocho a las flores.

El jardinero no apreció la deliciosa ingenuidad de aquella confesión. Oí que el bruto murmuraba para sí:

—¡Embustero!

Por primera vez hice valer mi autoridad sobre un sirviente.

—Quiero que le quede clara una cosa —dije—: Este jardín no es solamente para mi goce y el de mis amigos. Todas las personas bien educadas que quieran contemplar las flores serán bien recibidas. No lo olvide. Y ahora, puede retirarse.

Después de dar estas instrucciones, me dirigí a mi amigo de la chaqueta gastada. Le dije que podía pasear por donde quisiera, y todo el tiempo que quisiera. Pero él, en lugar de expresar su agradecimiento, y hacer uso de su libertad, se mostró nervioso y vacilante.

—¿Qué le ocurre ahora? —pregunté.

—Es que está siendo usted tan amable conmigo señor… y me temo que no sabe usted quién soy. En mi juventud he sido algo más, aparte de horticultor.

—¿Y qué fue usted?

—Pugilista.

Mi amigo debió sentirse muy decepcionado al ver que su respuesta no me causaba la menor indignación. Al contrario, consciente de mi propia ignorancia, le pregunté amablemente.

—¿Qué es un pugilista?

Me miró sorprendido. Tuve que explicarle que había crecido en el extranjero, y que no había sabido nada de Inglaterra en los últimos diez años, ni siquiera a través de los periódicos. La explicación pareció animar a ese hombre de pocas palabras, que comenzó a hablar profusamente. Me hizo una completa disertación sobre el arte del pugilato, y me dijo algo que encontré muy gracioso: su nombre. Se llamaba Gloody[2]. Aunque no sea yo una persona con un gran sentido del humor, me pareció que ese nombre le iba como anillo al dedo a aquel hombre tan deliciosamente peculiar. Luego me explicó todas sus desgracias, y lo hizo con tanta gracia que a los dos nos dio un ataque de risa. El primer accidente afortunado en la vida del pobre sujeto había sido el ser descubierto por su actual amo.

Este hecho me interesó, y le pedí que me explicara cómo se habían conocido su señor y él.

Gloody comenzó hablando de sí mismo con enorme modestia:

—Yo soy, uno de esos muertos de hambre, señor, que intentan sobrevivir haciendo pequeños recados. Me gané la primera comida en tres días llevando el equipaje de un caballero. Así conocí a mi señor. Ya entonces estaba tan sordo como ahora. Vivía solo. Me dijo: «si alguna vez me gritas al oído, te tumbo de un puñetazo». Yo pensé: no diría usted eso, señor, si supiera a qué me dedicaba hace veinte años. Me tomó a su servicio, señor, porque era feo. «Yo soy tan apuesto», dijo, «que quiero tener algo feo a mi lado como contraste». Usted ya debe haber notado que es un amargado y a veces se porta conmigo muy amargamente. Pero tiene un lado bueno. Me regala su ropa vieja y a veces me habla con tanta amabilidad como usted. De no haber sido por él estoy seguro de que me habría muerto de hambre.

De pronto enmudeció. No sabría decir si por temor o porque había tenido un recuerdo doloroso.

El horrible rostro, al que debía su primer pequeño bocado de prosperidad, se llenó de duda y preocupación. Tras estallar en expresiones de gratitud que yo ciertamente no merecía —expresiones tan sinceras que evidenciaban las constantes penurias que había sufrido en el curso de su dura existencia— me abandonó precipitadamente, imagino que impulsado por la turbación de su espíritu.

Lo seguí con la mirada; se adentró por el sendero y, de repente, se detuvo. No podía verle la cara, pero su voz, fuerte y profunda, se oía más de lo que él probablemente suponía.

—¡Soy un maldito canalla! —dijo para sí mismo. Aguardó un instante, se dio vuelta y comenzó a caminar hacia mí despacio y con reservas. Cuando lo tuve más cerca comprobé que el hombre que antes había exhibido públicamente su valentía, me miraba con temor, a juzgar por el cambio del color y la expresión de su rostro.

—¿Algún problema? —inquirí.

—Ninguno, señor. ¿Puedo tener la osadía de preguntar…?

Los dos aguardamos unos segundos en silencio. Le di tiempo para ordenar sus pensamientos, pero el silencio pareció confundirle todavía más. Me vi obligado a ayudarlo.

—¿Qué desea preguntarme? —dije.

—Quisiera hablarle, señor… Se detuvo otra vez.

—¡Pero dígame de qué se trata! —dije yo.

—De lo de mañana por la tarde.

—¿Y bien?

Por fin se decidió a hablar:

—¿Vendrá a tomar el té con mi amo?

—¡Por supuesto que sí! ¡Me sorprende usted, señor Gloody!

—Oh, señor, espero no haberle ofendido.

—¡Tonterías! Lo que me parece raro, mi querido amigo, es que su amo no le haya avisado que iré a tomar el té con él. ¿Acaso no es usted quien se ocupará de que todo esté listo?

Él trasladaba su peso de un pie al otro y parecía desear encontrarse lejos de mi vista. Con el tiempo he aprendido que estos signos delatan que un hombre honesto ha dicho o está a punto de decir una mentira. Aquella vez, sin embargo, sólo reparé en que contestaba confusamente.

—Señor, la verdad es que no puedo decir que mi amo no me haya mencionado el asunto.

—Pero usted no le entendió bien, ¿verdad?

—Es que resulta que cada vez que quiero preguntarle algo a mi amo, tengo que escribírselo en el cuaderno, y soy lento y no escribo bien, y él no siempre tiene la suficiente paciencia. De cualquier modo, tal como acaba de recordarme, debo preparar las cosas. En pocas palabras, digamos que no estaba seguro de que se hiciera la merienda.

—¿Por qué no iba a hacerse?

—Bueno, señor, pensé que tal vez ya tendría usted otro compromiso.

¿Era una indirecta? ¿O sólo una excusa? En cualquier caso, si seguía empeñado en no hablar era hora de darle ejemplo.

—En lo que a pelear con los puños se refiere, ustedes los pugilistas hacen la distinción entre lo que llaman «juego limpio» y «juego sucio». Ahora dígame, Gloody, ¿usted está jugando limpio conmigo? Porque, tal vez me equivoque, pero me da la impresión de que usted está intentando evitar que acepte la invitación de su amo.

Se quitó el sombrero precipitadamente.

—Con permiso, señor Roylake. No le entretengo más. Si es tan amable de disculparme, debo irme.

—Todavía no, señor Gloody. Antes debe responder usted a mi pregunta: ¿Hay, algún inconveniente para que vaya a tomar el té mañana?

—Oh, no es eso, señor Roylake, créame usted —se apresuró a responder—. No es lo que usted piensa; es que yo soy un hombre ignorante, y no sé expresarme bien. No vaya usted a creer que soy un desagradecido, señor Roylake. Después de lo amable que ha sido usted conmigo soy capaz de hacer cualquier cosa por usted… ¡la haría!

Sus ojos hundidos se humedecieron y se le quebró la voz. Dejé que se marchara, en consideración al fuerte sentimiento que sin querer le había provocado. Pero primero estreché su mano. ¿Cediendo a un impulso repentino? Sí. ¿Cometí una imprudencia? Sólo habrá que esperar un poco para verlo.