CAPÍTULO VI
Devolución de la carpeta
Con esta grave pregunta, el Inquilino finalizaba sus confesiones escritas. No creo que por haberlas hecho públicas se me pueda acusar de haberlo traicionado. Ha pasado ya mucho tiempo desde la primera vez que las leí, y se han producido muchos cambios que me autorizan para actuar según mi criterio, dejar a la autobiografía que hable por sí misma.
Si alguien me preguntara qué impresión me llevé del extraordinario contenido de aquellas páginas, no sabría qué contestar. No fue sólo una impresión, sino muchas, las que me perturbaron y crearon confusión en mi mente. Ciertos pasajes de la confesión me indujeron a creer que el autor era simplemente un loco. Pero al pasar la página cambiaba de opinión y lo consideraba un individuo dotado de un ácido sentido del humor, dispuesto a burlarse de sus propias malas inclinaciones. En ciertos momentos, su tono al escribir sobre los primeros años de su vida y las alusiones a su madre se ganaron mi simpatía y mi respeto. Pero cuando describía la última parte de su vida, y lo hacía con ese tono desafiante, casi lamenté que no hubiese muerto de la enfermedad que le causó la sordera. A pesar de todas las dudas e incertidumbres, puedo decir que a una conclusión sí que llegué: como extraños nos habíamos conocido y yo estaba dispuesto a que siguiéramos siendo extraños. Una vez tomada esta decisión, y viendo que el reloj del aparador acababa de dar la medianoche, pensé que lo mejor sería irme a dormir.
Pasé una mala noche. Supongo que me había alterado todo lo sucedido desde mi llegada a Inglaterra. Durante los ratos que permanecía despierto pensaba en Cristel con cierta ansiedad. Si daba crédito al exagerado lenguaje del Inquilino (como me temía que debía hacer) la pobre muchacha tenía serias razones para lamentar que aquel hombre hubiese entrado en la cabaña de su padre.
Mi madrastra y yo volvimos a vernos a la hora del desayuno. Vestida con un exquisito batín, y luciendo una sonrisa perfecta, la señora Roylake me hizo saber que sentía una enorme curiosidad. Había oído a los criados comentar que yo no había vuelto a casa hasta pasadas las diez de la noche, y se sentía absolutamente desconcertada por la noticia. ¿Qué había estado haciendo su querido Gerard todo ese tiempo, solo, y de noche?
—Durante un rato —contesté— estuve cazando polillas en el bosque de Fordwitch.
—¡Vaya distracción para un joven! Bueno, ¿y qué hiciste después?
—Caminé un rato por el bosque, y desenterré mis viejos recuerdos del río y del molino.
La señora Roylake dejó de sonreír en cuanto oyó que mencionaba el molino. Adoptó una expresión fría, diríase que incluso yerta.
—No puedo felicitarte por tu primera visita al vecindario —dijo—. Seguramente esa descarada ya se las ha ingeniado para atraer tu atención, ¿verdad?
Yo dije que me había encontrado con «esa descarada» por pura casualidad, y decidí cambiar de tema:
—¿Fue una cena agradable la de anoche? —pregunté, pretendiendo que el tema me interesaba. No hacía ni veinticuatro horas de mi llegada a Inglaterra, y ya era todo un hipócrita.
En cuanto oyó la pregunta, mi madrastra recuperó su habitual encanto. La vida social (siempre que no se refiriera al molino) era un tema de conversación invariablemente agradable.
—Sólo faltabas tú, querido —respondió ella—. Pero ya les he pedido a las dos hijas de Milord que vengan hoy a almorzar, solas, ya que Milord tiene un compromiso. Están en ascuas por conocerte. ¡Gerard, querido, supongo que sabes de qué dos damas te estoy, hablando!
No tuve más remedio que reconocer mi ignorancia. La señora Roylake se mostró escandalizada.
—En cualquier caso —prosiguió—, debes haber oído hablar de su padre, Lord Uppercliff.
Tuve que hacer otra bochornosa confesión.
—O he olvidado quién es el tal Lord Uppercliff durante mi larga ausencia en el extranjero, o simplemente no he oído hablar nunca de él.
La señora Roylake tuvo un enorme disgusto.
—¡A saber qué educación te habrán dado en el extranjero! —se lamentó—. ¡Gracias a Dios que ya estás de vuelta! Después de almorzar subiremos al carruaje e iremos a hacer algunas visitas.
Sólo de pensar en esa posibilidad me vino a la memoria un libro en el que había leído que a ciertas personas muy sensibles se les hiela la sangre cuando reciben un disgusto muy fuerte. Por primera vez en mi vida, sentí que a mí me ocurría lo mismo.
—Mientras tanto —continuó diciendo la señora Roylake—, déjame explicarte que, ¡oh, discúlpame por reírme, pero es que me parece tan absurdo que no conozcas a las hijas de Lord Uppercliff! Pues bien, Lady Rachel es la mayor, y está casada con el señor Millbay, Honorable Capitán de la Armada, en estos momentos embarcado. Tiene una personalidad muy fuerte; Lady Rachel, me refiero. Admiro mucho su inteligencia, pero debo admitir que no veo con buenos ojos sus opiniones políticas. Y ahora voy a hablarte de su hermana pequeña, Lady Lena. No está casada. ¡Espero que no olvides eso, querido Gerard! Créeme, esa muchacha es la joven más encantadora de toda Inglaterra. Todos los hombres jóvenes del condado están perdidamente enamorados de ella. Al pobre Sir George le dio calabazas la semana pasada. Supongo que de Sir George sí habrás oído hablar. Es nuestro representante en el Parlamento. Conservador, por supuesto. El pobre tiene el corazón roto por lo de Lady Lena; se ha ido a América a cazar osos. ¿Qué te ocurre, querido? Parece como si estuvieras nervioso ¡Ah, ya sé! Después de desayunar tienes la costumbre de fumar. Bueno, no seré yo quien te lo impida. Sal a la terraza, Gerard, tu pobre padre siempre fumaba sus cigarros en la terraza. Dicen que fumar hace pensar; a ver si así meditas un poco sobre lo que te he dicho de Lady Lena. Ah, y no lo olvides, a la una es el almuerzo, y a las dos saldremos con el carruaje.
Sonrió, le besé la mano, y salió corriendo de la habitación. Encantadora, la señora Roylake, realmente encantadora. Y qué desagradecido era yo, que deseaba regresar a Alemania.
Encendí mi cigarro, pero no fui a la terraza a fumármelo. Salí de casa y cogí el camino que conducía al bosque de Fordwitch. Pensé en lo que diría la señora Roylake si supiera que volvía al molino. Pero no tenía otra alternativa. La carpeta me había sido confiada en custodia; cuanto antes la devolviera al autor de la confesión, cuanto antes le dijese a qué conclusión había llegado, más tranquilo me quedaría.
A la luz del inclemente sol, el tranquilo río parecía más embarrado que nunca y la nueva cabaña más horrible que nunca.
El padre de Cristel (¿es preciso que confiese que habría preferido que fuera la propia Cristel?), abrió la puerta. Yo lo recordaba vagamente como un hombre viejo, bajito y de tez arrugada. La edad lo había desmejorado aún más. La ropa blanca de trabajo le quedaba ancha, y se le marcaban todos los huesos de la cara. De no ser por el inquieto brillo de sus diminutos y atentos ojos negros, su cara habría parecido la de una momia. Al principio me miró con perplejidad; luego, como volviendo en sí, me pidió que entrara.
—¿Es usted el joven amo, señor? Sí, sí, ya me lo había figurado. Anoche, mi hija me dijo que había hablado con usted. Le agradezco su interés, señor, me encuentro bien, gracias, teniendo en cuenta lo mucho que he adelgazado, tengo que decir que me encuentro bastante bien. No, no crea que he perdido el apetito, pero no sé por qué estoy así de flaco. Discúlpeme por recibirle en la cocina, señor, pero no disponemos de mejor lugar que éste. ¿Le ha explicado ya Cristy que la casa necesita varias reparaciones urgentes? Ahora que es usted el nuevo amo, confiamos en que querrá ayudarnos. Esta vieja cabaña se está cayendo a pedazos. Lo primero que habría que arreglar es la acequia, y…
Pasó su huesudo dedo pulgar por todos los dedos de su otra mano, enumerando las diversas reparaciones que consideraba necesario realizar, hasta que fue interrumpido por un ruido: primero fue un aullido, pero inmediatamente comenzaron a oírse arañazos en la puerta de la cabaña.
Al cabo de un minuto, se abrió la puerta. Era un sabueso marrón. Dicen que son los perros que mejor compañía hacen. El animal entró corriendo y se lanzó encima del viejo Toller. Después, por la puerta del jardín, apareció Cristel con un cesto de verduras. Si antes he reconocido que el río y la cabaña perdían mucho con la luz del sol, debo igualmente confesar que Cristel estaba mucho más bella; más radiante el brillo de sus oscuros ojos, más cálida la tersura de su piel morena, más maravillosa la felicidad que expresaba su rostro. Ella se detuvo en el umbral de la puerta, parecía confusa. Me ofrecí a llevarle la cesta, pero no quiso que la ayudara.
—Señor Gerard —se quejó—, usted está tratándome como si yo fuera una dama. ¿Es qué no le preocupa el qué dirán?
De haberle respondido algo, no cabe duda de que habría sido algún halago muy tonto. Por suerte, sin embargo, su padre la libró de ello, insistiendo una vez más en la irrenunciable cuestión de las reparaciones.
—Verá usted, señor, de nada nos ha servido hablar con el capataz. En confianza, ese hombre es un avaro, y eso que el dinero no es suyo. Sólo sabe decir, «se harán los arreglos, se harán los arreglos, no se preocupe», pero no hace nada. Como le iba diciendo, lo primero sería el canal de la acequia, se está cayendo a pedazos.
Para hacerle callar de una vez por todas, le prometí que hablaría personalmente con el capataz. Al oír esto, el señor Toller me estuvo tan agradecido, y se puso tan contento, que volvió con al tema de las reparaciones con una renovada, descomunal e ingobernable elocuencia.
—El horno, señor, también hay que tener en cuenta el horno, no en vano al pan se le llama el consuelo de la vida, aunque del horno de esta casa, el consuelo, cuando no sale quemado sale gelatinoso, usted mismo puede comprobarlo, señor, vaya ahí, al otro lado de la cocina, y vea con sus propios ojos cómo está ese horno, resulta escandaloso pensar que…
Cuando el viejo Toller me ofreció su brazo para acompañarme hasta el horno, Cristel le tapó la boca con su hermosa y bronceada mano, y le dijo:
—¡Padre, le ruego que se calle!
En ese momento, se abrió de golpe la otra puerta de la cocina, que, según su orientación, tenía que comunicarse necesariamente con la cabaña nueva. Antes de que apareciera nadie, el perro se escondió debajo de la mesa medio aturdido. Al instante el Inquilino sordo entró en la habitación. No cabía la menor duda de que él era la causa de que el perro se hubiera asustado de ese modo. Su instinto le había avisado de la inminente presencia de un peligro conocido.
Siendo el caso que no hacía ni un día que yo había leído, de su propio puño y letra, aquellas vergonzantes confesiones, esa mañana, la primera en que pude ver al Inquilino a la luz del día, esperaba encontrar algo demoníaco en su semblante. ¡Pero aun siendo graves mis prejuicios, no lograba encontrarle a simple vista ningún defecto! Su atractivo triunfaba a la clara luz de la mañana. Tenía los ojos azul oscuro, color que la gente confunde habitualmente con el violáceo. En mi opinión, aquellos ojos eran tan perfectamente hermosos que no merecían pertenecer a un hombre. Lo mismo podía decirse de los finos rasgos de su rostro; de su pelo, suave y abundante de un castaño caoba, de sus labios, finos y delicados. Pero había dos significativas peculiaridades que hacían imposible confundirle con una mujer: la sensación de poder que emanaba, y el masculino arrojo que su barbilla y su boca expresaban.
Al entrar en la habitación, la primera y única persona que llamó su atención fue Cristel. Le hizo una reverencia, sonrió, le tomó bruscamente la mano y se la besó. Ella intentó que la soltase, pero se encontró con una obstinada resistencia. Se dirigió a ella con las dulces palabras de un galán, pero la espantosa monotonía de su voz destruyó el encanto.
—Hoy es un día maravilloso, Cristel, la Naturaleza aboga por mí. Tu corazón recibe la luz del sol y se enternece ante este pobre sordo que te adora. Ah, querida, es inútil que te niegues. Tus crueles palabras son mi dolor tanto como mi felicidad. Vivo en el paraíso de los necios. No te puedo escuchar.
En ese momento, intentó abrazarla, mientras le decía:
—Acércate, ángel mío, déjame besarte.
Ella hizo un segundo intento de soltarse y esta vez separó su mano con tanta fuerza que él no se lo esperaba.
Cuando Cristel corrió a refugiarse al lado de su padre, estaba furiosa, y hasta pálida.
—Padre, me pidió que aguantara —dijo la hija del molinero— porque le paga una buena renta. Pero una cosa le digo, se me está acabando la paciencia. O se va él, o me voy yo. Así que tendrá que decidir usted entre el dinero o yo.
Entonces el viejo Toller hizo algo que me dejó atónito. Era como si se hubiera contagiado de la rabia de su hija. Teniendo que escoger entre Cristel y el dinero actuó como si realmente prefiriera a Cristel. Se acercó hasta su inquilino y agitó sus débiles puños al tiempo que gritaba con toda la fuerza de su voz vieja y rota:
—¡Deje en paz a mi hija o no consentiré que continúe viviendo aquí! ¡Déjela en paz, culebra sorda!
Los nervios sensibles del sordo se pusieron de punta perforados por esos tonos agudísimos.
—Si quiere decirme usted algo, escríbalo —respondió, con la ira y el sufrimiento reflejados en cada uno de los rasgos de su rostro.
Sacó de su bolsillo un pequeño cuaderno lleno de hojas en blanco, y lo lanzó contra la cabeza de Toller.
—¡Escriba! —repitió el Sordo—. Y si intenta matarme otra vez con sus chillidos, tenga cuidado con ese cuello escuálido, porque lo estrangularé.
Cristel recogió el cuaderno del suelo. Le estaba muy agradecida a su padre por la forma en que la había defendido, y dijo emocionada:
—Este hombre no se irá de aquí sin antes saber lo que le ha dicho usted, Padre. Yo misma lo escribiré.
Cogió el lápiz de la parte interior de la funda de piel del cuaderno. Dominándose, el enamorado que la muchacha odiaba avanzó hacia ella con una sonrisa cautivadora.
—¿Me ha perdonado? —preguntó—. ¿Ha hablado amablemente de mí? Creo que lo veo en su rostro. Hay sordos que saben leer los labios, pero yo no sé hacerlo, soy demasiado estúpido, o demasiado impaciente, o demasiado malvado para poder hacerlo. Querida, escríbame que sí, que me ha perdonado y hágame feliz para el resto del día.
Cristel, que no lo escuchaba, se dirigió a mí:
—Señor, espero que no piense usted que Padre y yo tenemos la culpa de lo que ha pasado aquí esta mañana.
El inquilino siguió la mirada de la muchacha… y advirtió, por primera vez, que yo estaba en la habitación. Hace un momento he aludido a su maldad; cuando se volvió hacia mí vi esa maldad reflejada en su rostro.
—¿Por qué no ha venido a verme usted a mi habitación? ¿A qué se debe su presencia aquí, caballero?
Cristel dejó el cuaderno sobre la mesa, y se acercó a mí corriendo; apenas podía respirar.
—¿De qué conoce usted a este hombre, señor? —dijo Cristel en un lamento—. ¿Qué significa todo esto?
—Simplemente lo conocí anoche —le expliqué—, después de separarme de usted.
—¿Lo conocía antes?
—No, era un perfecto desconocido para mí.
Mientras Cristel y yo estábamos hablando, el Inquilino recogió su cuaderno de la mesa, y luego se acercó a Cristel y le quitó el lápiz.
—Quiero mi respuesta —me dijo, dándome el cuaderno y el lápiz. Yo le dí su respuesta.
—Estoy aquí porque no deseo volver a entrar nunca en su habitación.
—¿Esta impresión —preguntó— ha sido producida por lo que le dejé leer?
Yo le contesté con un gesto afirmativo. A continuación quiso saber si había traído la carpeta. Se la devolví en el acto. Pero al parecer, y por razones que me son del todo desconocidas, había suscitado su desconfianza. Abrió la carpeta, y contó con cuidado las hojas sueltas. Mientras tanto, el viejo Toller dio nuevas muestras de su excéntrica personalidad. Con sus pequeños, incansables y negros ojos siguió el movimiento de los dedos de su inquilino, a medida que éste contaba las hojas. Yo no acababa de entender qué interés podía tener el viejo Toller en aquellos papeles. Al notar que había llamado mi atención, no mostró ninguna preocupación, sino que incluso se atrevió a preguntar:
—¿Este caballero le ha dejado leer todo eso, señor? —comenzó diciendo.
—Así es —respondí yo.
—¿Le pidió que lo leyera?
—Así es.
—¿Y de qué se trata, señor?
Como me pareció que el señor Toller estaba tomándose excesivas libertades conmigo, le recordé que la curiosidad tiene sus límites, y le hice saber que no respondería a ninguna otra pregunta relacionada con el asunto de la carpeta. El señor Toller no se dio por vencido, y siguió preguntando.
—¿Se da usted cuenta, señor, de que muestra una gran reserva respecto a su escrito? ¿Podría usted decirnos qué valor tiene?
Negué con la cabeza:
—¡No lo haré, señor Toller!
Él insistió y yo me negué en redondo, pero lo intentó de Llevo.
—Discúlpeme, señor. Yo no había visto antes esta carpeta. ¿Estoy en lo cierto pensando que usted sabe dónde la guarda?
—Ahorre su saliva, señor Toller. Le repito que no diré nada.
Cristel se nos acercó, perpleja por la obstinación de su padre.
—¿Padre, por qué está usted tan ansioso por saber lo que hay en esa carpeta? —preguntó.
El padre parecía tener sus propias razones para seguir mi ejemplo y no respondió. Más educado que yo, sin embargo, dejó que simplemente advirtiésemos su determinación. Contestó a su hija con unas cuantas observaciones generales, remarcando la ventaja que suponía tener un inquilino que había perdido uno de sus sentidos.
—Verás, querida. Hay alguna ventaja en el hecho de que este caballero tan bien parecido sea sordo. Podemos hablar de él delante suyo tan tranquilamente como si estuviera vuelto de espaldas. ¿Es así, verdad, señor Gerard? ¿Lo ves, Cristy? Ahora mismo voy a hacerte una demostración. Hay que ser muy tonto para andar manoseando unas cuartillas cuando uno las sabe ya casi de memoria; a menos, claro, que valgan un dinero, circunstancia que no creo que desconozca usted, señor Gerard. Discúlpeme, señor, ¿ha dicho usted algo? ¿No? De veras que le pido disculpas. Sí, sí, Cristy, lo estoy viendo. Ya ha guardado la carpeta. ¿Y si le ayudara a encontrar un sitio donde esconderla? Vaya, pone buena cara, parece que no le falta ninguna hoja. Viene hacia aquí. ¿Qué piensa hacer ahora?
Él se ganó mi gratitud, al librarme de Giles Toller.
—Tengo que decirle algo al señor Roylake —anunció con una mirada altiva al propietario—. ¡Y usted ándese con cuidado! No soporto que nadie me chille. Ya hablaremos de lo que ha pasado antes. ¡Y ahora, lárguese de aquí!
El viejo recibió la orden con una tímida reverencia y, antes de abandonar la estancia, miró al Inquilino de un modo que, o yo estaba muy equivocado, o era la mirada socarrona de un triunfador. ¿Qué significaba eso?
El sordo se dirigió a mí con un tono frío y distante.
—Tenemos que llegar a un acuerdo —me dijo—. ¿Sería usted tan amable de acompañarme a mi habitación?
Yo le hice un gesto con la cabeza diciendo que no.
—Pues muy bien —añadió él—, en ese caso, hablaremos aquí mismo. Anoche, cuando le dejé mi confesión, le pedí que cuando terminara de leerla decidiera usted si quería ser mi amigo o mi enemigo. ¿Lo recuerda?
Asentí con la cabeza.
—Pues bien, ahora le pregunto, señor Roylake: ¿quiere ser mi amigo o mi enemigo?
Cogí el lápiz, y escribí mi respuesta:
—Ni amigos ni enemigos. A partir de ahora, somos dos extraños.
Una lucha interior produjo una transformación en su rostro, visible apenas durante un momento.
—Creo que se arrepentirá de haber tomado esta decisión.
Dicho esto me saludó con su característica y elegante reverencia. Al volverse vio a Cristel al otro lado de la habitación y se acercó a ella con ansiedad.
—Los únicos momentos felices de mi vida son cuando estoy a su lado —le dijo—. No voy a molestarla más por hoy. Créame que cuando le he pedido permiso para besarla, no me había dado cuenta de que no estábamos solos. ¿Me perdona usted? ¿Me haría usted ese favor, para que yo pudiera regresar a mi solitario retiro con al menos una pequeña alegría?
El Inquilino le ofreció la mano a Cristel, pero ella no la aceptó. Él aguardó un instante, creyendo en vano que ella cedería: la muchacha se alejó de él.
Una contracción de dolor convulsionó el bello rostro del Inquilino. Abrió la puerta de su cuarto, se detuvo en el umbral, se dio la vuelta, y miró a Cristel. Ella no le prestó atención. Mientras se giraba de nuevo hacia la puerta y salía no pudo contener el estallido de su histérica pasión y rompió a llorar.
El perro salió de su escondite moviendo la cola de felicidad. Cristel volvía a respirar tranquila y se acercó a mí.
¿Debo reconocer nuevamente mi debilidad? Comencé a temer que todos (incluso el perro) hubiésemos sido demasiado duros con el pobre sordo, que se había sumido en tan amarga pena. Expresé mi parecer a Cristel, pero ella no compartía mi opinión.
El perro puso la cabeza sobre su falda para que lo acariciara. Ella lo hizo mientras me contestaba.
—Estoy de acuerdo con este fiel amigo, señor Gerard. Los dos tenemos miedo desde el primer día en que ese hombre del que usted se compadece vino a vivir con nosotros. Yo he tenido sobrados motivos para despreciarlo pero el perro no, y sin embargo siente que hay algo horrible en él. Cualquier día de estos tendremos que darle la razón al pobre Ponto. ¿Puedo preguntarle una cosa, señor?
—¡Por supuesto!
—No quiero abusar de su amabilidad.
—¡Vamos, me conoce lo suficiente como para no pensar eso!
—La verdad, señor, es que estoy un poco asustada. Me da miedo la cara que he visto en nuestro inquilino cuando le ha preguntado si quería ser usted amigo o enemigo suyo. Señor Gerard, ya sé que todos piensan que él es un hombre muy bien parecido, pero le digo que esos preciosos ojos nos engañan, y a veces he visto como su bello rostro mudaba de color hasta el punto de convertirse en un hombre feo. ¿Podría decirme qué le ha respondido usted?
Le confesé a Cristel cuál había sido mi contestación; ella no parecía estar muy satisfecha.
—Quizás usted haya herido su vanidad tratándolo como a un extraño después de que él le dejara leer su escrito y le invitara a su habitación —dijo—. Pero me ha parecido ver algo mucho peor que la mortificación en su rostro. ¿Me tomo demasiadas libertades si le pregunto cómo se conocieron anoche?
Cristel había adoptado una actitud muy seria. Pensé que no debía responderle sin reservas, pero al mismo tiempo temí parecer un vanidoso si le confesaba que mi impresión era que el Inquilino pudiera haberse sentido amenazado por mi presencia en el molino. Así que hice lo que un hombre joven hace habitualmente cuando hablar de cierto tema le causa pudor: hablar de un asunto serio como si se tratara de algo insignificante.
—Cristel, conocí a su inquilino sordo en unas circunstancias ciertamente ridículas. Anoche nos vio mientras hablábamos y me hizo el honor de sentir celos de mí.
Esperaba que Cristel se ruborizara. Pero en vez de eso, se puso pálida y protestó enérgicamente.
—¡No se ría usted de mí, señor! No me hace ni una pizca de gracia lo que acaba de decir. ¡No me diga que anoche entró usted en su habitación! ¡Por qué tuvo que hacer eso!
Le expliqué que me había convencido apelando a mi compasión. No me resultó fácil reconocerlo, porque yo sabía que eso me haría parecer un hombre inseguro. Poco a poco le fui contando el resto: lo mal que le había parecido que un hombre joven, especialmente de mi posición social, hablase con ella; que me había exigido que lo respetara y no la volviera a ver, y que cuando yo me negué él me dio a leer su confesión para que comprendiera que estaba desafiando a un hombre extraordinario, tratándolo (tal como Cristel acababa de oír) como a un perfecto desconocido.
—Esta es la historia completa —concluí—. Fue como una obra de teatro, ¿no le parece?
Cristel volvió a quejarse de la ligereza con que yo me empeñaba en tratar todo el asunto.
—Señor, una vez más tengo que decirle que éste no es asunto para tomarse a guasa. Si ese hombre está celoso por culpa de usted, créame que más le habría valido poner celosa a una bestia salvaje. Con todo lo que ahora sabe de él, ¿por qué se ha quedado usted aquí cuando ha venido? ¡Y yo, por qué le habré humillado delante de usted! Váyase, señor Gerard, le ruego que se marche y no vuelva hasta que mi padre haya echado de aquí a ese hombre.
¿Pensaba que me asustaría tan fácilmente? ¡Mi amor propio se resintió con sólo sospecharlo!
—Mi querida pequeña —le dije con grandilocuencia—, ¿de veras cree usted que ese miserable me asusta? ¿Cree que voy a renunciar al placer de venir a verla, porque ese chiflado es lo bastante necio como para creer que algún día se casará con usted? ¡Eso es absurdo, señorita Cristel!
La pobre Cristel se retorcía las manos con desesperación.
—¡Oh, señor, no me angustie hablándome de esta manera! No olvide quién es usted y quién soy yo. Si yo fuera tan miserable como para hacerle daño… ¡No quiero ni hablar de ello! Le ruego que no me tome por una descarada; no sé cómo expresarme. ¡Usted no debería haber venido nunca aquí; debe irse; váyase!
Presa de un fuerte impulso corrió a buscar mi sombrero, me lo trajo y me abrió la puerta con una expresión tan suplicante que era imposible resistirse. Habría sido una crueldad por mi parte no hacer lo que me estaba pidiendo.
—No quiero angustiarla por nada del mundo —le dije.
Y dejé que ella misma comprendiera que había interpretado sus súplicas correctamente. Intentó agradecérmelo, con lágrimas en los ojos: me hizo un gesto para que la dejara sola, como si se avergonzara de sí misma. Yo estaba conmovido, dolorido. Secretamente estaba más resuelto que nunca a volver a verla. Al despedirnos —me han dicho que hice mal, no era mi intención— la besé.
Cuando apenas había dejado atrás el pequeño claro que hay entre la cabaña y el bosque, vi que había olvidado mi bastón, y volví a buscarlo.
Cristel salía de la cocina; la vi ante la puerta que comunicaba con la parte de la cabaña habitada por el Inquilino. Estaba de espaldas a mí; la perplejidad me dejó mudo. Abrió la puerta, entró y volvió a cerrarla.
¡Después de haber rechazado sus proposiciones en mi presencia, iba a encontrarse con ese hombre! ¡Iba a ver al enemigo contra el que me había advertido, después de haberme pedido que la dejara sola! ¿Eran indignos de mi estos pensamientos furiosos? Tratándose de otro hombre habría dicho que estaba celoso. ¿Celoso de la hija del molinero, en mi posición? ¡Absurdo! ¡Inconcebible! Pero estaba tan enfurecido que decidí hacer saber a Cristel que la había descubierto. Cogí una de mis tarjetas de visita y anoté: «He vuelto a buscar mi bastón y la he visto ir a su encuentro». Después de clavar el rencoroso mensaje en la puerta para que ella lo viera al volver, sufrí una decepción. No estaba tan satisfecho conmigo mismo como había previsto.