CAPÍTULO II
El río nos presenta
Estaba solo a la orilla del río más feo de Inglaterra.
Ni siquiera la luz de la luna, derramándose desde un cielo sereno sobre aquel claro del bosque, lograba aportar una pizca de belleza a aquellas indolentes aguas. No había ni una sola roca en todo el curso del río que hiciera saltar bellamente el agua, y ésta bajaba irremediablemente lenta y silenciosa. Los descuidados árboles de la orilla donde yo me encontraba crecían los unos tan cerca de los otros que se robaban la vida y se envenenaban mutuamente. En la otra orilla, los gigantescos juncos ocultaban la tierra que se extendía a lo lejos, pero aun así podía entreverse la desértica desnudez de su superficie, manchada aquí y allá por matas de arbustos resecas.
Un río repelente en sí mismo, un río repelente en sus contornos, un río repelente incluso en su nombre. Se llamaba Loke. Ni la tradición popular ni los historiadores podían dar cuenta del significado o el origen de aquel nombre.
«Lo llamamos el Loke. Dicen que no hay pez que pueda sobrevivir en sus aguas, y que cuando llega a la desembocadura, ensucia el agua limpia y salada del mar.» Así describían al Loke las gentes que mejor lo conocían. Sin embargo, yo me sentía feliz de regresar a aquel río, que parecía esperarme con la expresión de un viejo amigo.
A mi derecha se alzaba el venerable maderamen del molino. A esas horas de la noche, la rueda permanecía inmóvil, y el molino entero me parecía más pequeño que antes, algo que ocurre a menudo con los objetos que volvemos a ver después de una larga temporada. Por lo demás, el molino estaba igual que siempre. Sin embargo, la cabaña de madera adosada a él había sufrido los efectos devastadores del paso del tiempo. Una parte de la decrépita construcción aún se tenía en pie en su calamitosa vejez, sostenida en parte por vigas que iban del techo de paja hasta el suelo, y en parte por la pared de una nueva cabaña añadida, que con sus ladrillos amarillos ofrecía un horrible contraste moderno con los restos de la vieja casa vecina.
¿Habría muerto el molinero que yo recordaba y serían estos cambios obra de su sucesor? Pensé que lo mejor sería preguntarlo. Intenté abrir la puerta de la cabaña: estaba cerrada. Todas las ventanas estaban a oscuras, salvo una situada en el rincón más alejado del piso de arriba de la nueva construcción. Fuera quien fuera, debía estar a punto de acostarse, así que pensé que lo mejor sería no molestar. Me volví hacia el Loke con la intención de alargar el paseo una milla o poco más hasta el pueblo que, según recordaba, estaba situado a la orilla del río.
No había avanzado mucho cuando la quietud que me envolvía fue alterada por el ruido intermitente de un chapoteo en el agua. Al detenerme a escuchar reconocí el sonido de unos remos. Al momento apareció una barca, girando hacia la orilla, conducida por una mujer que remaba sin parar a contracorriente.
A medida que la barca se me acercaba iluminada por la luna pude corregir mi primera impresión, al comprobar que la persona que la conducía era una muchacha joven. Me pareció una desconocida. ¿Quién debía ser aquella muchacha que iba sola por el río a aquellas horas de la noche? Impulsado por la curiosidad, en lugar de continuar hacia el pueblo, seguí la barca. Quería saber si la muchacha se detendría en el molino o por el contrario continuaría remando río arriba.
Se detuvo ante el molino, amarró la barca y saltó a tierra. Sacó una llave del bolsillo y, en el momento en que se disponía a abrir la puerta de la cabaña vieja, me acerqué a ella. En un primer instante no supe reconocerla, pero lo cierto es que me vino a la memoria aquella niña estrafalaria y desvergonzada que fue una de las alumnas preferidas de mi pobre madre en la escuela del pueblo. Aun a riesgo de ofenderla con el equívoco, le solté:
—¿No será usted Cristel Toller?
Al parecer, mi pregunta le pareció de lo más divertida.
—¿Y por qué no habría de ser yo Cristel Toller? —me respondió con una sonrisa.
—Es que la última vez que la vi —le expliqué—, sólo era una niña. La verdad es que la veo muy mejorada. De no haber sido porque la he visto abrir la puerta de la cabaña, no habría pensado nunca que fuera usted la hija de Giles Toller el del molino.
Ella acogió el halago con una reverencia que volvió a recordarme la escuela del pueblo.
—Gracias, joven —respondió con viveza—. Me pregunto quién es usted.
—Veamos si se acuerda de mí —sugerí.
—¿Me permite que le mire detenidamente?
—Tanto como lo desee.
Estudió mi rostro, su esfuerzo por recordarme la hizo juntar sus hermosas cejas frunciendo el ceño de una forma curiosa.
—Sus ojos. Tienen algo que… —murmuró Cristel para sí— diría que los he visto antes en alguna otra parte. Sin embargo, su voz no me resulta familiar, y no creo conocer a nadie con esa barba —permaneció pensativa por un momento y volvió a dirigirse a mí—. Ahora que lo veo bien, yo diría que es usted un caballero. ¿Estoy en lo cierto o no?
—Bueno, eso espero.
—¿Está usted burlándose de mí?
—No se ofenda, señorita, solamente pretendo saber si se acuerda usted de Gerard Roylake.
Mientras llevaba la barca, la hija del molinero había estado remando con los brazos desnudos; unos brazos bellos y morenos, a la vez firmes y delicados. Hasta entonces se había olvidado de cubrirlos. Tan pronto como dije mi nombre retrocedió asustada, se bajó las mangas rápidamente y ocultó el objeto de mi admiración en un gesto de respeto hacia mí. Luego me pidió disculpas.
—Es que de pequeño era usted un niño tan dulce y cariñoso —dijo—. ¡Cómo quería que le reconociese con esa voz tan varonil, y esa cara tan peluda! —de repente pareció darse cuenta de que había usado un tono demasiado familiar—. ¡Ay, Dios mío, pero si es el dueño de medio condado! —oí que decía para sí. Luego, volvió a intentar disculparse, esta vez usando las formas convencionales—. Le ruego que me disculpe, señor. Permítame que le dé la bienvenida a su propio condado, señor. Buenas noches, señor.
Cristel salió huyendo hacia la cabaña. Yo la seguí hasta el umbral de la puerta.
—Todavía es muy temprano para irse a dormir —me aventuré a decir. Ella aún se comportaba como una criada dirigiéndose a su amo.
—Lo que usted diga, señor —respondió.
Aquel reconocimiento de mi autoridad era irresistible. Estaba en deuda con Cristel por su buena influencia sobre mí y me sentí sinceramente agradecido: me había hecho reír por primera vez desde mi regreso a Inglaterra.
—No es necesario que nos digamos buenas noches todavía —le sugerí—. Quisiera saber más cosas sobre usted ¿Me permite que entre?
Se alejó de la puerta incluso con más rapidez que antes al acercarse. Quizás me equivocaba, pero me pareció que Cristel estaba realmente alarmada por mi propuesta. Paseamos arriba y abajo por la orilla del río. Cada vez que nos acercábamos a la cabaña, notaba que ella miraba de reojo la espantosa construcción moderna. Esta vez no me equivocaba: había duda y ansiedad en su rostro. ¿Qué estaba sucediendo en el molino? Hice algunas inquisiciones domésticas, empezando por su padre. ¿Vivía todavía el molinero?
—¡Oh, sí señor! Adelgaza con la edad, pero eso es todo.
—¿La ha hecho salir sola con la barca a estas horas de la noche?
—Tenía que ir a llevar un saco de harina —me dijo, señalando hacia el pueblo de la orilla—. Padre ya no puede trabajar tan rápido como antes. A veces se le acumula el trabajo.
¿No había nadie que diese a Gilles Taller la ayuda que necesitaba a su edad?
—¿Quiere decir que usted y su padre viven solos en este lugar tan apartado? —le pregunté.
Se produjo un cambio en la expresión de sus brillantes ojos castaños que despertó mi curiosidad. Observé también que evitaba dar una respuesta directa.
—Señor, ¿qué le hace pensar que Padre y yo no estamos solos? —me preguntó.
Señalé la nueva cabaña.
—Esa construcción tan fea —respondí— parece indicar que disponen de más espacio del que necesitan… a menos que haya alguien más viviendo en el molino.
No pretendía obligarla a decir lo que hasta entonces se reservaba, pero ella pareció interpretar lo contrario.
—Ya que quiere saberlo —respondió— hay, alguien más viviendo con nosotros.
—¿Un hombre que ayuda a su padre?
—No, un hombre que paga el alquiler a mi padre.
No esperaba esa respuesta: Cristel me sorprendió. Para empezar, yo sabía que su padre estaba lo que en Inglaterra llamamos «bien relacionado». Su hermano menor era comerciante, y había logrado reunir una gran fortuna. En más de una ocasión les había ofrecido los medios para retirarse del molino con una renta suficiente para vivir. Además se sabía que Gilles Toller tenía ahorros. Sus gastos domésticos no afectaban mucho su bolsillo; su esposa alemana (cuyo nombre había heredado su hija) había muerto hacía tiempo; sus hijos no eran una carga para él, nunca, que yo recuerde, habían vivido en el molino. A pesar de todas estas razones, que demostraban que no necesitaba meter a un extraño en casa, si había entendido bien a Cristel, el hombre había dejado sus habitaciones disponibles a un inquilino.
—El señor Toller no puede tener problemas de dinero —le dije a Cristel.
—Pues cuanto más tiene, más quiere. Por eso —añadió con amargura—, hizo construir una cabaña nueva y grande y tenemos un inquilino.
—¿Ese inquilino es un caballero?
—No lo sé. ¿Es un hombre un caballero si tiene criado? ¡No se moleste en considerarlo, señor! No vale la pena.
Por fin hablaba claro.
—No parece que le guste demasiado el inquilino —dije.
—¡Lo odio!
—¿Por qué?
Se volvió hacia mí con una mirada de sorpresa y rabia —debo reconocer que la merecía— que mostró todo el brillo y el poder de su enigmática belleza. En aquel momento su encanto me pareció irresistible. Me atrevería a decir que era ciego a las imperfecciones de su rostro. El bueno de mi tutor alemán solía lamentar que aún hubiese en mi carácter demasiados rasgos propios de un muchacho. Preso de una sincera admiración me expresé de una manera demasiado llana.
—¡Qué hermosa criatura es usted! —le solté.
Cristel se mostró más sensata que yo, pasando por alto mis halagos y mi estúpido comportamiento, y evitando hacer ningún comentario al respecto.
—Señorito Gerard —pareció que quería decirme algo, pero se detuvo—. Oh, le ruego que me disculpe, señor, por un momento me ha hecho recordar tiempos pasados. Quiero decir: no era tan preguntón aquel pequeño caballero de pantalones cortos. Por favor, compórtese como lo hacía entonces y no diga nada más sobre nuestro inquilino. Lo odio porque lo odio. ¡Eso es!
A pesar de mi ignorancia respecto al temperamento femenino por fin logré comprenderla. La opinión que Cristel tenía del inquilino era exactamente la contraria de la que el inquilino tenía de Cristel. Si añado que este descubrimiento contribuyó de manera decisiva a aligerar mi espíritu, la impresión que me produjo la hija del molinero ha sido expresada sin exageración y sin reserva.
—Buenas noches —repitió por última vez.
Le tendí la mano.
—¿Cree que es correcto, señor —preguntó humildemente— que una muchacha como yo estreche su mano?
Sin embargo lo hizo, y al soltar mi mano dedicó una mirada de despedida al misterioso objeto de su Interés: la cabaña nueva. Su inestable humor cambió repentinamente. No pudiendo contener la ira, dio una patada contra el suelo, exclamando para sí:
—¡Justo lo que quería que pasase!