CAPÍTULO V
Él se traiciona
La confesión se titulaba «Memorias de un Hombre Miserable». Comenzaba bruscamente, con estas palabras:
I
Para empezar, reconozco que la desgracia ha causado en mí un efecto que la mayor parte de la frágil humanidad se esfuerza por ocultar. Debido a mi propio sufrimiento, me he vuelto enormemente importante para mí mismo. Siendo éste mi estado de ánimo, es natural que disfrute haciéndome este autorretrato por escrito. Déjenme añadir que debo usar la palabra escrita, porque supone para mí un doloroso esfuerzo (puesto que he perdido el oído) mantener con alguien una conversación, por breve que ésta sea.
También debo confesar que mi cerebro no me obedece tanto como quisiera.
Por ejemplo, poseo una considerable habilidad (a pesar de que soy sólo un aficionado) para pintar con acuarelas. Pero sólo puedo realizar una obra de arte cuando me empuja un irresistible impulso de expresar mis pensamientos en formas y colores. Y eso mismo me ocurre cuando hago uso del lápiz. Sólo puedo escribir cuando soy presa de un arrebato; unas veces eso sucede de noche, cuando debería estar durmiendo; otras, a la hora del almuerzo o de la cena, y tengo que soltar inmediatamente el cuchillo y el tenedor; también me ocurre cuando salgo de casa y algún desconocido me mira inquisitivamente. Para escribir me sirve perfectamente el primer pedazo de papel que encuentro tirado en el suelo; pero si tardo mucho en hacerme con uno, se me escapan las ideas.
Ahora que ya les he explicado mi método, procederé a la deliberada traición de mí mismo, porque eso es precisamente lo que me propongo hacer en este autorretrato.
II
Mi vida se divide en dos Épocas, tituladas respectivamente: Antes de mi Sordera, y Después de mi Sordera. O supongamos que defino el triste cambio de mi suerte de una manera más tajante todavía contrastando cada uno de Mis Días de Prosperidad con Mis Días de Penalidades. De estas alternativas, me sería difícil saber cuál escoger. No importa; lo verdaderamente necesario es proseguir.
En cualquier caso, debo reconocer que pasé una infancia feliz gracias a mi madre. Nunca dejó de ser generosa, y eso que fueron muchas las adversidades que hubo de padecer, y de ninguna de ellas fue merecedora. Nacida de padres esclavos, fue vendida en subasta pública en los Estados sureños de América cuando todavía no había cumplido los dieciocho años. La persona que la compró (nunca quiso decirme quién había sido), la liberó en una memoria escrita que añadió a su testamento en el mismo lecho de su muerte. Mi padre la conoció unos años más tarde, en una asociación americana, y según tengo oído, se enamoró perdidamente de ella y se casó desafiando la voluntad de su propia familia. Y no se equivocó al hacerlo, porque no ha habido mejor esposa y madre que ella. El único vestigio de buenos sentimientos que todavía poseo revive en mi corazón cuando me detengo en el recuerdo de mi madre.
En la escuela, continuó acompañándome la buena suerte. El director era la persona más cercana a la perfección que he conocido. Incluso los muchachos con peor carácter acabaron teniéndole afecto. Animado por él, y, sobre todo por complacerle, gané todos y cada uno de aquellos concursos en los que se premiaban el trabajo, la inteligencia, y el buen comportamiento. Y me convertí, a una edad inusualmente temprana, en el primero de la clase. Cuando tuve edad suficiente para ir a la Universidad, y llegó el temible día de la despedida, no podía soportar la agonía de dejar al maestro, ¡no, no era sólo un maestro para mí!, era un amigo al que quería con devoción. En aquella época todavía había un poco de bondad en mi corazón. Me pregunto dónde habrá ido a parar.
Pasaron los años, y yo seguí siendo el niño mimado de la diosa Fortuna.
Pero la Universidad era un lugar lleno de peligros para un muchacho vulnerable como yo. Por suerte, mi padre, después de pedir consejo a un sabio amigo suyo, me envió a Cambridge. Entré en uno de los colegios menores. Tuve un buen comienzo, juntándome con el grupo adecuado de compañeros. Me daban todos muy buen ejemplo. Formamos un pequeño club de buenos estudiantes; nuestros placeres eran inocentes, y además éramos demasiado orgullosos y demasiado pobres para contraer deudas. Cuando recuerdo aquellos días de Cambridge y, más lejos, aquellos días de la escuela, me pregunto qué se ha hecho de mi lado bueno.
III
Durante mi último año en Cambridge falleció mi padre. A él le habría gustado que yo fuese abogado. Pero el Derecho requiere ciertas cualidades de las que yo sabía que no era poseedor. En eso, mi madre estuvo de acuerdo conmigo. Cuando salí de la Universidad, había elegido como profesión la del arte médico, particularmente la rama denominada cirugía. Después de estudiar tres años sin descanso en uno de los hospitales más importantes de Londres, comencé a ejercer por mi cuenta. La suerte, que siempre había sido mi fiel aliada, me sonrió una vez más en el comienzo de mi carrera.
El invierno de aquel año se caracterizó por la alternancia de extremas nevadas y deshielos. Fueron numerosos los casos de transeúntes que se accidentaron en las calles de la ciudad. Uno de esos percances sucedió frente a la puerta de mi casa. Un caballero resbaló en el suelo helado, y se partió una pierna. Cuando le comuniqué a su familia lo ocurrido, me enteré de que mi paciente circunstancial pertenecía a la nobleza.
Milord quedó tan satisfecho con mis servicios que rehusó ser atendido por ningún otro médico, a pesar de que en la ciudad no faltaban galenos más veteranos y mejores que yo. Poco podía imaginar yo entonces que aquel habría de ser el último favor que me concedía la diosa Fortuna. Disfruté de la confianza y el apoyo de un hombre que poseía una influencia social ilimitada, y fui recibido con una enorme cortesía por las damas de su familia. Pero, justo en la época en que podía esperar todo de mi futura vida profesional, sin temor a que mis anhelos fueran exagerados, la muerte me privó de la amistad más querida y más sincera que yo poseía. Sufrí la única y terrible pérdida que es imposible reemplazar, la pérdida de mi madre. La vi la noche anterior a su muerte. Parecía disfrutar de buena salud. A la mañana siguiente, la encontraron muerta en la cama.
IV
Los buenos observadores habrán advertido que en lo que llevo escrito no he dicho nada acerca de los hombres de mi familia, y que incluso he pasado por alto a mi padre haciendo apenas alusión a su muerte.
Esta extraña reticencia por mi parte debe ser atribuida únicamente a mi propia ignorancia. Hasta el día de la muerte de mi madre, momento en que mi vida se llenó de dolor, mi padre, mi tío y mi abuelo eran para mí unos perfectos desconocidos. No sabía de ellos más de lo que uno puede saber de alguien que pasa por la calle. Ahora revelaré cómo me las ingenié para conocer más íntimamente a mis antepasados.
Ante la falta de instrucciones sobre cómo proceder tras la muerte de mi madre, leí los documentos que ella había dejado a mi cuidado. Repasé sus cartas atentamente y antes de decidir qué merecía la pena conservar y qué destruir, encontré un paquete, cerrado con un sello y acompañado de un texto que se dirigía a mi madre en los siguientes términos:
«Querida, ante el temor de que pueda suceder algo, no mencionaré ningún nombre. Espero que cuando reconozcas mi letra te acuerdes de la devoción que siempre he sentido por ti, y te convenzas de que puedes confiar en mí y en la ayuda que ahora te ofrezco, amiga y hermana mía. En pocas palabras te diré que ha llegado a mis oídos la circunstancia en que ha tenido lugar tu matrimonio. Lamentablemente, la familia de tu marido se ha enterado de tus orígenes; su orgullo ha sido profundamente herido, y las mujeres especialmente han hecho crecer en torno tuyo un maligno sentimiento de odio. Tengo mis razones para temer que, con el fin de justificar el modo inhumano en que hablan de ti, hagan publica la calamidad de tu nacimiento como esclava. No quiero tú pensar en el resultado que podría tener esta revelación, sobre todo por lo que respecta a tu marido. Lo que quiero que sepas es que estoy en condiciones de ofrecerte un medio seguro de protegerte, a través de cierta información que he obtenido inesperadamente, y cuya procedencia debo guardar en secreto. Si alguna vez te ves amenazada por tus enemigos, abre este paquete que te envío cerrado y sellado, y serás dueña del silencio de cualquier hombre o mujer que se proponga injuriarte. Puedo decirte que todas y cada una de las aseveraciones que contiene el paquete van acompañadas de pruebas irrefutables. Guárdalo con cuidado mientras vivas, ¡y Dios quiera que nunca te veas obligada a romper el sello!»
Éste era el texto, copiado literalmente, palabra por palabra. No tengo la menor idea de quién podía ser la persona que tanta devoción mostraba hacia mi madre, de lo que sí estoy seguro es de que ella habría destruido el paquete de no ser por su muerte repentina.
Al principio tuve mis dudas, y no alcanzo a comprender el motivo de las mismas, pero finalmente decidí abrir el paquete. Nada diré acerca del horror que me causó la lectura de los documentos que contenía. ¿Quién comparte las penas y sufrimientos de un extraño? Déjenme decirles que aquel día conocí por fin a mis antepasados y que ahora estoy en condiciones de presentarlos como realmente eran, de la manera siguiente:
V
Mi abuelo fue juzgado por asesinato con premeditación, lo declararon culpable basándose en pruebas evidentes y murió en el patíbulo a manos del verdugo.
Sus dos hijos renunciaron a su apellido, y abandonaron el hogar. Eran, sin embargo, dignos representantes de su atroz padre, tal como ahora se verá.
A mi tío, capitán de la Armada, lo cogieron en la mesa de juego utilizando unos dados trucados. El muy granuja murió en un duelo con uno de los oficiales a quien había hecho trampas. Ni siquiera dio tiempo a que lo expulsaran del regimiento.
Mi padre, siendo poco más que un adolescente, abandonó a una pobre muchacha que había confiado en su promesa de matrimonio. Sin amigos y sin esperanza la joven se ahogó con el hijo que llevaba en el vientre. De la larga lista de crímenes cometidos por mi familia, el de mi padre fue sin duda el más infame. Sin embargo, ni tuvo que responder de sus actos ante un tribunal de justicia ni tuvo que enfrentarse tampoco ante un tribunal de honor.
En esta vida se puede pertenecer a diferentes clases sociales. Este es el linaje del que yo provengo ¿Qué piensan ahora de mí?
VI
Decidí revisar mi pasado, desde mis primeros recuerdos hasta el maldito día en que abrí el paquete sellado.
¿Qué influencias positivas me habían protegido hasta entonces de la sangre vil que corría por mis venas? Había dos posibles respuestas a esta pregunta que, en cierta medida, me tranquilizaban. En primer lugar, ya que tenía un gran parecido físico a la buena de mi madre, esperaba parecerme a ella también en lo moral. En segundo lugar, las felices circunstancias de mi carrera me habían evitado caer en la tentación, en más de un periodo crítico de mi vida. Y por otro lado, si la naturaleza seguía su curso ordinario, aún me quedaba más de media vida por vivir. Me pregunté entonces si mi lado bueno sería lo bastante poderoso para protegerme de las pruebas que me tuviera reservadas el futuro.
Mientras todavía me turbaban estas ideas la medida de mi desgracia se vio rebasada por una enfermedad que me llevó al borde de la muerte. Los médicos me salvaron la vida, pero no pudieron hacer nada para evitar que perdiera uno de mis sentidos.
Un día, al comienzo de la convalecencia, los doctores me preguntaron cómo había dormido y si me encontraba mejor. Me sorprendió que sus voces me sonaran apagadas y, lejanas, pero no le di importancia. Unas horas después, noté que cada vez que querían decirme algo importante se acercaban a mí más de lo normal. Esa misma tarde, mi enfermera de día y mi enfermera de noche coincidieron en mi habitación a la hora del cambio de turno. Me sorprendió mucho que sus movimientos fuesen tan maravillosamente silenciosos. Abrían la puerta, la cerraban, atizaban el fuego, y sin embargo no hacían el menor ruido. Iba a preguntarles qué significado podía tener aquella extraña circunstancia, cuando otro descubrimiento, esta vez relacionado conmigo mismo, vino a sobresaltarme. Yo tenía la certeza absoluta de haber dicho algo, ¡pero no había oído mi voz! A pesar de mi debilidad, llamé a las enfermeras en voz tan alta como pude.
—¿Le ha ocurrido algo a mi voz? —les pregunté.
Las dos mujeres se consultaron, y luego me dedicaron una mirada llena de compasión. Una de ellas pareció tomar la iniciativa. Vino hacia mí y acercó sus labios a mi oreja. Al escuchar sus horribles palabras, sentí una dolorosísima punzada en todo el cuerpo:
—Su enfermedad ha tenido una triste consecuencia, señor. Se ha quedado usted sordo.
VII
Tan pronto como me levanté de la cama, fueron innumerables las personas, de dentro y de fuera de la profesión médica, que, cargadas de buenas intenciones no hicieron más que atormentarme.
Los cirujanos más famosos del país entraban y salían de mi casa. Todos aseguraban tener la experiencia necesaria en estos casos y una larga lista de éxitos. Acepté la propuesta de la ciencia médica. Ésta hizo por mí todo lo que pudo, y fracasó. Mi sordera fue en aumento. Los cirujanos dijeron que mi caso era incurable. Las grandes autoridades de la medicina se rindieron.
Algunos amigos míos, los más juiciosos, habían estado esperando su oportunidad para intervenir.
Me aconsejaron que cultivara la alegría; que no dejara de asistir a los actos sociales; que no me preocupara, que la gente de buen corazón se haría cargo de explicarme lo que mis oídos no podían captar; que permaneciera en guardia contra los achaques de la mórbida depresión, que no permitiera que la sensación de aislamiento cayera horriblemente sobre mí y me impulsara a encerrarme en mi habitación, y por último y no por ello menos importante, que la vanidad no me hiciera rechazar la posibilidad de utilizar una trompetilla.
Yo intenté seguir sus consejos lo mejor que pude, de veras que así fue. No porque creyera en la sabiduría de mis amigos, sino porque tenía miedo del efecto que la soledad pudiera tener en mi naturaleza. Desde el maldito día en que abrí el paquete sellado, me puse en guardia para defenderme contra la maldad que, según todos los indicios, permanecía latente en el hijo de mi padre. No tuve más remedio que vivir a diario con ese horrible temor. Fue un martirio, y todavía hoy me asombra la valentía que demostré en esos días.
La crueldad con que un sordo puede llegar a torturarse a sí mismo, solamente la puede comprender otro sordo. Cuando estaba ante una conversación, y alguien decía algo inteligente o divertido, siempre había quienes, de buena fe, se esforzaban en hacerme comprender el comentario. Íntimamente los detestaba porque ponían en evidencia mi defecto y hacían que toda la atención se centrase en mí. Los amigos, confundidos por la expresión de mi rostro, pensaban que yo no les estaba agradecido, y se daban por vencidos. Así fue creciendo en mi interior la sospecha de que esos amigos hablaban de mí con desprecio y se divertían convirtiendo mi desgracia en objeto de bromas groseras.
Había ocasiones en que yo mismo me daba cuenta del mal comportamiento que había tenido y, creyéndome merecedor del perdón de mis amigos, trataba de rectificar mi actitud. Pero cometía errores torpes (los propios de un desvalido), y eso sólo contribuía a alimentar los prejuicios de la gente contra mí. A veces, me dirigía a alguna dama o a algún caballero, felices poseedores del sentido del oído, haciéndoles preguntas tan triviales que me tomaban por imbécil, además de sordo. También solía ocurrir que mis acompañantes estuvieran disfrutando con una historia interesante o un buen chiste, y yo, en mi ignorancia, le pidiera al más inepto de los presentes que me explicara lo que había sucedido, con el resultado de que él, o ella, perdía el hilo de la historia, y le echaba la culpa a mi desafortunada interrupción.
Soporté con paciencia estas mortificaciones, y otras, hasta que, poco a poco, mi capacidad de resistencia fue menguando, y sucumbí al fracaso. Mis amigos se dieron cuenta de que me había cambiado el carácter, y se alarmaron. Me convencieron para que me marchara de Londres y probara los efectos renovadores del aire puro de la montaña.
La tentativa no sólo no tuvo el menor efecto curativo sobre mi estado mental, sino que fue un rotundo fracaso.
Fue entonces cuando llegué a la conclusión de que mi sordera sólo estaba empeorando, y que mis amigos lo sabían y me lo estaban ocultando. Decidí comprobar si eran ciertas mis sospechas. Me dediqué a dar largos paseos por los alrededores de la casa en la que me alojaba intentando escuchar los nuevos sonidos que me rodeaban. Era sordo a todo… con la única excepción del canto de los pájaros.
No sé durante cuánto tiempo pude consolarme escuchando a los pájaros cantores; la memoria me falla.
Sólo sé que cierto día vi una alondra en el cielo, y no pude oír sus alegres notas. Al cabo de unas semanas, el ruiseñor, e incluso el tordo, pájaro escandaloso donde los haya, fueron puro silencio para mis inútiles oídos. Mi última batalla contra la sordera tuvo lugar en la ventana de mi dormitorio. Desde ahí, y durante algún tiempo seguí escuchando, cada vez más apagado, un penetrante gorjeo proveniente del alero de la casa. Cuando este último y pobre placer tocó su fin; cuando por más que intentaba escuchar con ansia, desesperado, no oía ya nada (piensen en ello, ¡nada!) cesé en mi lucha. Los ruegos, argumentos y amenazas no lograron influirme. Sin medir las consecuencias, me retiré al único lugar adecuado para mí: la soledad en la que me consumo desde entonces.
VIII
Me costó trabajo encontrar el solitario refugio que buscaba. Cuando por fin estuve solo, sentí un indescriptible placer celestial. La sordera, la muerte en vida: ahora podría disfrutarla lejos del mundo, de la gente que ya no era mi gente. Porque ellos podían oír.
Lejos también de esas víctimas de la histeria que me escribían cartas de amor, ofreciéndose incluso a casarse con el «pobre y hermoso sordo», creyendo que con sus palabras podían consolarme. El sufrimiento, poderosísimo distorsionador de la realidad, me hacía ver a esos hombres y a esas mujeres, incluso las jóvenes, como seres repelentes.
Yo me mostraba desagradecido e intolerante con la admiración que provocaba mi atractivo personal, y me irritaban las miradas tiernas y los halagos. Así que la única condición que puse para alquilar una habitación fue que en la casa no hubiera ninguna mujer joven. Sé que, al hacer esta confesión, habrá quien piense que soy un vanidoso. Solamente puedo decir que las apariencias engañan. Escribo sumido en una sobria tristeza, decidido a exponerles mi personalidad con precisión fotográfica, con verdadera exactitud.
¿Cuáles eran mis costumbres en la soledad? ¿Cómo pasaba las pesadas horas de vigilia?
Al vivir solo, me convertí (como ya he reconocido antes) en alguien muy importante para mi y, como consecuencia inevitable, disfrutaba registrando mi quehacer cotidiano. Permítanme que transcriba ciertos pasajes copiados de mi diario.
IX
EXTRACTOS DEL DIARIO DE UN HOMBRE SORDO
Lunes:
Hace ya seis semanas que llegué a mi actual refugio.
El casero y la casera son dos viejos detestables. Cada vez que nos encontramos me miran mal, y eso que nos vemos muy poco. Hacen lo posible por no cruzarse conmigo. Mejor, así no hablamos y no me acuerdo de que soy sordo. Esta mañana, después de desayunar, he cambiado de sitio los libros, y después he intentado, por cuarta vez en los últimos diez días, leer algunos de mis autores predilectos. Pero desde que me quedé sordo, parece que tengo otros gustos. Cierro un libro detrás de otro. No, ya no me atrae nada de lo que antes encontraba profundamente interesante.
Precipitadamente y enfurecido —con la cabeza ardiendo y el corazón helado— he salido a dar una vuelta. Tras dos horas caminando y pensando, me di cuenta de que había llegado a la capital del condado. Justo cuando pasaba frente a una librería, ha comenzado a llover a cántaros. Me ha costado decidirme a entrar, porque no soporto que los desconocidos se den cuenta de que soy sordo, pero finalmente pedí permiso para resguardarme de la lluvia, y me puse a mirar los libros.
Encontré una recopilación de juicios célebres y me acordé de mi abuelo. Al consultar el índice encontré su nombre y decidí comprar el libro. El dueño de la librería (como era de prever por su actitud y sus miradas), me ha preguntado si quería que me enviaran el libro a casa. Yo he insistido en que podía llevármelo yo mismo. El cielo ya estaba despejado, y yo estaba impaciente por conocer todos los detalles del crimen que cometió mi abuelo.
Martes:
Anoche me quedé leyendo hasta muy tarde. Los poetas, novelistas e historiadores que antes tanto me gustaban, han dejado de interesarme. He estado leyendo los juicios sin levantar la mirada del libro ni una sola vez, por supuesto he comenzado por el asesinato que me interesaba especialmente. Sabía ya que mi abuelo era un rufián. Lo que no sabía es que además era tonto. No es por quitar mérito a los oficiales de la justicia que le siguieron la pista y lo atraparon, pero realmente sólo un estúpido se lo habría puesto tan fácil. He leído dos veces las pruebas que había en su contra, me he puesto en la piel de mi abuelo y he visto enseguida qué podía haber hecho para evitar que lo cazaran.
En el prólogo de los juicios se hace una elogiosa referencia a una obra del mismo tema publicada en francés. He escrito inmediatamente una carta a Londres encargando el libro.
Miércoles:
¿Hay, alguna influencia misteriosa, en la silenciosa soledad de mi vida, que endurece mi carácter? ¿Existe algo perverso en la existencia de un hombre que nunca oye un sonido? ¿Existe un sentido moral que sufre cuando se pierde un sentido corporal?
Todas estas preguntas han sido sugeridas por un incidente ocurrido esta mañana.
Estaba mirando por la ventana cuando, de repente, en el camino que pasa por delante de mi casa, he visto que un carretero azotaba brutalmente a un caballo sobrecargado. Si eso mismo hubiese ocurrido hace un año, no habría dudado un instante en bajar a defender al caballo. Y si el dueño, el muy miserable, se hubiese puesto insolente, habría cogido la fusta y le habría dado a probar su propia medicina. Los jueces ya me han multado en varias ocasiones (aunque en privado me han confesado que ellos habrían hecho lo mismo) por haber agredido a dueños de animales que estaban siendo maltratados. Pero eso era antes. Esta mañana, solamente he lamentado que la desagradable escena viniera a perturbar mi tranquilidad. Me he alejado arrepentido de haberme asomado a la ventana.
No me ha gustado nada mi propia forma de pensar, y he querido hacer algo al respecto. Entonces he tenido el impulso de dibujar.
He afilado los lápices y he abierto la caja de colores, decidido a realizar una gran obra de arte. ¡Pero cuál ha sido mi sorpresa al ver que no podía quitarme de la cabeza la monstruosa figura del carretero! He tenido la sensación (sin saber por qué) de que la única posibilidad de deshacerme de la pesadilla de aquel bestia era dibujar sobre un papel su persistente figura. He comenzado a hacerlo y, a pesar de que mi trazo era un poco mecánico, el resultado ha sido tan bueno que me he animado a añadir otros elementos al dibujo. He puesto al pobre caballo golpeado (¡también me ha salido muy bien!), y luego me he puesto yo mismo dándole al hombre su merecida paliza. Aunque parezca extraño, la sola representación de aquella escena me ha tranquilizado igual que si la hubiera realizado en la vida real. He mirado mi propio retrato, y me he sentido en la gloria. He releído los juicios, y me han complacido más que nunca.
Jueves:
El librero ha encontrado un ejemplar de segunda mano de la edición de los juicios franceses, y se ha «tomado la libertad», como ha dicho él, de enviármelo.
Ha hecho bien. Es una recopilación de crímenes célebres, escrito con un enorme poder dramático. He sentido envidia de la inteligente forma de narrar que tienen los franceses, y se me ha ocurrido que podría imitarles con un tema prometedor: ponerme en el lugar de mi abuelo, y contar los recursos que podría haber ido utilizando para evitar en cada momento que descubrieran su crimen.
No recuerdo haber leído nunca ninguna novela que tuviese ni una décima parte del interés que me absorbía al construir esa imaginaria concatenación de circunstancias. Me impresionó tanto el realismo con que recreaba aquellas situaciones, que llegué a sentir que era yo mismo quien había cometido el crimen. Escondí el cadáver y borré las huellas de sangre. Cuando dieron por desaparecida a la víctima, y me preguntaron, como se preguntó a otras muchas personas respetables, si yo personalmente creía que estaba viva, o por el contrario muerta, supe dominarme tan bien que ni el más perspicaz de los observadores habría dudado de mi inocencia.
He pasado una semana muy ocupado con mi nueva afición literaria.
Mi imaginación es inagotable, e inventa tramas y conspiraciones en las que soy el héroe feliz. Siempre atrapo a mis enemigos con las mejores artimañas; soy más astuto que ellos. Me pongo a mí mismo en situaciones que me son completamente nuevas. Ayer, sin ir más lejos, en un momento de mi relato necesitaba describir el mejor método para secuestrar a una persona joven, y he narrado un crimen perfecto. He logrado distraer sin problemas a los amigos de la muchacha, a su padre, y a la policía. No han podido encontrar ni una sola pista. ¡Menudo criminal peligroso sería yo, si alguna vez tuviese ocasión de hacer en la realidad lo que ahora sólo hago en estos ejercicios de ingenio!
Esta mañana me he levantado con la idea de empezar una nueva narración, pero los sórdidos asuntos de la vida real han querido alterar el mundo ideal en el que vivo.
Hablando claro, he recibido un mensaje escrito de mi casero que me ha hecho enfurecer, y con razón. El muy fastidioso dice que, inesperadamente, se ve obligado a vender la casa. No vale la pena detallar las circunstancias. Lo importante es el resultado: no tengo más remedio que buscar otro alojamiento. ¿Dónde iré?
Lo he dejado al azar. Es decir, he mirado el horario de trenes y he comprado un billete para el primer lugar que he visto. Al llegar a mi destino, me he encontrado con una sucia villa industrial, atravesada por un río repugnante.
Después de pensarlo un poco, he dejado atrás la villa, y he empezado a caminar siguiendo el curso del río, con la idea de encontrar cobijo y soledad en algún lugar de su orilla. He andado más de una hora, hasta llegar a una extraña cabaña, mitad vieja, mitad nueva, adosada a un molino de agua. En una de sus ventanas había un aviso ofreciendo habitaciones de alquiler. He echado un vistazo a los alrededores. En un lado había un bosque frondoso, y en otro un terreno agreste de arena y matorrales. Todo parecía indicar que por fin había encontrado el lugar perfecto para mí.
He llamado a la puerta, y me ha abierto un hombre viejo, flaco y con cara de pícaro. Me ha mostrado las dos habitaciones: la mía, y la de mi criado. A pesar de su mal estado, el hecho de que la cabaña estuviera en un lugar tan solitario me ha convencido para quedármela. He aceptado pagar la renta que me ha pedido, sin poner ningún reparo. Pero para estar del todo tranquilo, quería asegurarme de que aparte del casero no vivía nadie más en la cabaña.
El viejo me ha dado la respuesta por escrito: «Nadie, sólo mi hija». Con gran temor he preguntado si su hija era joven. El hombre ha escrito dos cifras fatales: 18.
Ese descubrimiento desbarataba todos mis planes. De ninguna manera podía soportar la idea de que por la casa anduviera una muchacha de esa edad, que yo asociaba a mi última y desagradable experiencia con el sexo débil. Entonces he visto que el hombre iba hacia la ventana con la intención de retirar el anuncio. Eso me ha puesto furioso, me he acercado a él y, cuando me disponía a detenerle, ha entrado una persona en la habitación.
¿Estaba ante el pavoroso obstáculo que me había impedido quedarme finalmente las habitaciones? ¡Sí! La intuición me decía que aquella muchacha era la hija del molinero.
El delirio se ha apoderado de mí; mis ojos la devoraban; el corazón me latía como si quisiera escaparse de mi pecho. El viejo se me ha acercado, ha asentido con la cabeza, esbozado una sonrisa burlona, y señalado con el dedo a su hija. Me ha parecido que quería dejar claro que como padre no iba a permitir que nadie se acercara su hija. Que le pertenecía a él. ¡Pero no!, ahora me pertenecía a mí. Podía ser su hija, pero era mi destino.
No sé qué tiene esta muchacha, pero nada más verla me ha hecho enloquecer. No me parece que ella tenga ningún interés por mí; lo sé por su mirada, y su actitud. Mi famosa «belleza» que tantos estragos ha causado en el corazón de otras jóvenes, parecía pasarle inadvertida. Cuando su padre se ha llevado la mano al oído y le ha dicho (lo supongo) que yo era sordo, sus espléndidos ojos castaños no han dado ninguna muestra de compasión; sólo de una momentánea curiosidad, y nada más. ¿Tiene un corazón de piedra? ¿O bien le he resultado antipático a primera vista? Para mí no hay diferencia. ¿Estaba ante la criatura más bella que había visto jamás? No, ni siquiera ese hecho podía excusarme. He conocido a otras morenas sin duda más bellas que ella y no les he hecho ningún caso. Además, yo soy de esos hombres que se ofenden si la mujer no cuida hasta el último detalle de su vestimenta. La hija del molinero llevaba un vestido muy feo que estropeaba su magnífica figura. Le perdono esa profanación. A pesar de las protestas de mi buen gusto sólo diré que he alquilado las habitaciones de la cabaña, y eso demuestra crudamente el estado de mi mente, me he resignado a verla con aquel horrible vestido. ¡No sé cómo describir esta pasión que siento! ¿Cómo terminará todo esto?