15 de agosto de 1963

El jueves 15 de agosto la pared estaba cubierta por una intensa borrasca. El día encapotado congregó a los turistas en la cafetería del hotel Bellevue, por donde paseaba Alcalde con la mirada clavada en el suelo. Preocupado, esperaba noticias y buena climatología para comenzar un rescate.

Varios escaladores vascos que se encontraban en Chamonix, alertados por las noticias de la prensa, que hablaba del «ataque suicida» de los españoles, llegaron hasta Kleine Scheidegg para ayudar. Eran Juan y José María Régil y Ángel Landa, que alertados por la Federación Española unieron fuerzas con Julián Vicente, que en ese momento comenzaba su viaje a Suiza desde Zaragoza.

Las autoridades locales habían sido avisadas y los pasillos del hotel Bellevue se encontraban abarrotados de alpinistas, periodistas y curiosos. Al mediodía del 15 de agosto, Roberto Sorgato, Toni Hiebeler y los tres españoles venidos desde Chamonix comenzaron la ascensión de la arista oeste con idea de alcanzar la cumbre y organizar un descenso de salvamento. Desde la arista, en medio de fuertes vientos, los rescatadores gritaron a los españoles, sin que éstos pudieran escucharlos. Paralizados por el mal tiempo, esperaron una mejoría para continuar avanzando, cargados como iban con el pesado material con el que descender los trescientos metros que separan la cima del nevero de La Araña, donde se había visto por última vez a los aragoneses. La noche llegó fría y sin misericordia, descendiendo los termómetros a cinco grados bajo cero en Kleine Scheidegg. En la pared, la temperatura sería aún más fría y podría rondar los veinte bajo cero. Ernesto había progresado en cabeza de cordada durante los últimos largos.

Zarandeado por la ventisca, apenas podía conservar el rumbo por las últimas rampas heladas del nevero de La Araña. Extenuado, su cabeza viajaba hasta Fuencalderas, luego entraba en el taller de Zaragoza, donde su padre y su hermano en ese mismo momento trabajaban; viajaba, mientras sus movimientos se iban haciendo cada vez más lentos, como los de un mimo atenazado por el frío. Consiguió dar un par de pasos más, otro. De repente la cuerda no avanzaba, algo no le dejaba continuar. Ernesto bajó la cabeza y pudo ver entre la intensa nevada cómo Rabadá yacía acuclillado sobre su piolet respirando con dificultad. Ernesto gritó y tiró de la cuerda: «Venga, Edil, venga, un poco más». Alberto, desfallecido, deliraba. Balbuceaba unas palabras que Ernesto no podía entender. Se quitó los crampones colgando de la cuerda y los dejó cuidadosamente colocados en el hielo a la altura de su cabeza. Un gesto incomprensible para un alpinista al borde de la muerte, quizás Alberto sólo quiso acelerar el proceso.

Ernesto, más consciente, fue viendo cómo la vida abandonaba a su compañero. El cansancio y el delirio se habían apoderado de Alberto y su cuerpo se iba cubriendo lentamente por la nieve, como si ya hubiese pasado a formar parte de la pared maldita. Ernesto colocó un seguro de hielo y anudó la cuerda para dejarlo descansar, luego se arrodilló y se dejó llevar por un llanto desconsolado. Ernesto y Alberto tenían 29 y 30 años respectivamente.