31
Tres semanas después de la inundación, Rachel llamó para decirme que teníamos que hablar. No me dijo por qué, pero por su tono de voz supe que pasaba algo. Sonaba diferente. Distante.
Quedamos en una cafetería de Covent Garden. No había rastro de la comodidad que había sentido antes con ella. La vi atravesar la sala, el suéter gastado y los pantalones vaqueros reemplazados por un vestido ajustado, y su espeso cabello oscuro recogido. Estaba preciosa.
—Voy a volver a Australia —dijo con la mirada fija en su café—. Quería decírtelo en persona en lugar de hacerlo por teléfono. Pensé que te lo debía.
No podía decir que su noticia fuera una sorpresa. Un golpe, sí. Pero no una sorpresa.
Habíamos seguido viéndonos a menudo en los días posteriores a mi regreso a Londres. Para empezar, habíamos mantenido largas conversaciones por teléfono, seguidas de una cena en Chelmsford una noche. Luego vino a Londres para pasar un fin de semana. Creí que nos resultaría extraño a los dos pasar tiempo juntos en un entorno tan diferente, pero el nerviosismo desapareció en el preciso momento en que llegó. Estar con ella parecía natural, como si nos conociéramos desde mucho más tiempo que las pocas semanas que realmente habían sido.
Tras el horror de esos últimos días en las Backwaters, el fin de semana había parecido uno de esos paréntesis de plácido encantamiento que de vez en cuando se abren en nuestras vidas, aparentemente interminables pero que, sin embargo, terminan demasiado pronto. La primavera avanzaba apresuradamente hacia el verano, y el brillo del sol parecía traer consigo la promesa de un nuevo comienzo después de los duros meses de invierno. Cuando Rachel se fue, dimos por sentado que volvería pronto. Y que se quedaría más tiempo la próxima vez.
Y entonces, algo cambió entre nosotros. Era difícil precisar el qué, exactamente, y me dije a mí mismo que era lógico después de todo lo que había pasado. Que ella tenía muchas cosas en la cabeza.
Ahora ya sabía qué era. Me sentía como anestesiado, la clase de entumecimiento que precede al dolor de una lesión grave. «Es culpa tuya. Esperabas demasiado». Removí el café, dándome tiempo para asimilar la noticia.
—Ha sido una decisión muy repentina, ¿no?
—No del todo. He estado posponiéndola demasiado tiempo, necesito recuperar mi vida. Han pasado demasiadas cosas aquí. Y no dejo de pensar en Bob Lundy. No puedo… —Se le quebró la voz cuando sus ojos se humedecieron—. Mierda. Esto era justo lo que no quería que sucediera.
Negó con la cabeza cuando quise buscar un pañuelo de papel y cogió una servilleta para secarse los ojos con ira.
—No puedes seguir echándote la culpa —le dije sabiendo que no serviría de nada. Ya habíamos tenido aquella discusión antes, aunque no así.
—Sí, pero si no fuera por mí, nunca habría ido a ese maldito lugar. Si no hubiera sido tan cabezota, él aún estaría vivo.
—No tienes la culpa de lo que le pasó a Lundy. Era inspector de policía, hacía su trabajo.
Y yo sabía que el inspector hubiera vuelto a hacer lo mismo de haberse visto en la misma situación. La semana después de su asesinato, fui a ver a su esposa. Las flores de cerezo que antes flanqueaban la calle ya se habían caído en su mayor parte, y los delicados pétalos de color rosa se acumulaban formando un mantillo marrón en los bordillos de la acera. Sandra Lundy mantuvo una silenciosa dignidad cuando me preguntó cómo había muerto su marido. Le dije que nos había salvado la vida a Rachel y a mí, que, si no hubiera sido por él, nosotros también estaríamos muertos. Se tapó los ojos por un momento y luego sonrió.
—Eso está bien. Se hubiera alegrado de ello.
No le mencioné la llamada del hospital que tanto había preocupado a Lundy la mañana que le dispararon. Tal vez ella ni siquiera lo sabía, y no veía de qué iba a servir decírselo en ese momento.
Rachel se había tomado la muerte del inspector muy mal, pero pensaba que ya había llegado a aceptarla. Desde luego, no había dado señales de que quisiera volver a Australia.
—Hay algo más, ¿verdad? —dije mirando las líneas suaves de su rostro mientras hacía una bola con la servilleta.
Tardó unos segundos en responder, recolocando su taza y el platillo del café.
—Pete me ha llamado.
—¿Pete? —pregunté, aunque imaginaba quién podía ser.
—El biólogo marino del que te hablé. Del que me separé.
—El de la estudiante de posgrado de veintidós años en bikini.
Me arrepentí del comentario de inmediato. Una sonrisa le curvó la comisura de la boca, pero era triste en lugar de irónica.
—Sí. Se ha enterado de… lo que pasó. Ha salido en las noticias incluso en Australia. Estaba preocupado, quería ver si estaba bien. —Me miró—. Quiere que le dé otra oportunidad.
Miré por la ventana de la cafetería. Los turistas se agolpaban fuera, más de los que podía contar. Un músico callejero tocaba una alegre versión de «What a Wonderful World» con una guitarra.
—¿Y qué quieres tú?
—No lo sé. Pero estuvimos juntos siete años. No todo fue malo.
«Hasta que se largó con otra», pensé, pero esta vez conseguí contener mis palabras.
—¿Así que…?
Ella se encogió de hombros.
—Así que le he dicho que podemos hablar de eso cuando vuelva.
Me quedé muy quieto, notando como si el suelo acabara de moverse bajo mis pies.
—Entonces ¿estás decidida a marcharte?
—Tengo… Tengo que hacerlo. Han pasado demasiadas cosas, necesito tiempo para poner orden en mi vida. Y aquí ya no me necesita nadie.
«¿Ah, no?». Tenía las manos apoyadas en la mesa. Alargué los brazos y las tomé entre las mías.
—Rachel…
—No lo hagas. Por favor, no puedo… —Se interrumpió—. Esto ya es bastante difícil.
El entumecimiento había sido reemplazado por una decepción que me presionaba con un peso físico.
—Entonces ¿no hay nada que pueda decir?
Me miró durante largo rato, acariciando suavemente mi mano con el pulgar. Luego, apretándola delicadamente, me la soltó.
—Lo siento.
Yo también lo sentía. Me obligué a esbozar una sonrisa mientras desplazaba mi mano hacia la taza.
—¿Cuándo te vas?
Pareció liberarse de parte de la tensión.
—Tan pronto como todo se solucione. Andrew ha encontrado una casa para alquilar en Chelmsford hasta que se resuelvan las cosas. Es una zona agradable, y hay una buena escuela cerca para Fay. Andrew está decidido a poner Creek House a la venta tan pronto como pueda. No pueden quedarse allí, no después de todo lo que ha ocurrido. No va a ser fácil para ellos, pero tal vez comenzar de cero les ayude.
—Parece una buena idea.
En retrospectiva, había algo insano en la hermosa casa al borde de las marismas. A pesar de su estética moderna, de la planificación que Trask había invertido en su diseño, había sido un lugar desgraciado. Parecía un elemento forzado en el paisaje en vez de formar parte de él, y eso también podía aplicarse a los habitantes de la casa. Trask había sido un hombre cuidadoso, pero había estado tan ocupado salvando a su familia de las Backwaters que había olvidado que la tragedia también podía venir del interior.
Esperaba que los siguientes ocupantes de Creek House tuvieran mejor suerte.
El músico callejero estaba terminando la canción, y cosechó aplausos dispersos. La gente se alejó mientras él se agachaba a contar las monedas en la funda de su guitarra.
—¿Qué harás cuando vuelvas? —pregunté.
—Todavía no lo sé. Tal vez preguntar si mi antiguo puesto sigue vacante. —Vaciló antes de preguntar—: ¿Estarás bien?
Dejé de mirar por la ventana. Mi sonrisa me salió con más naturalidad esta vez, pero lo cierto es que tenía mucha práctica.
—Claro, estaré muy bien.
Rachel miró su reloj.
—Será mejor que me vaya. Solo quería verte en persona, para explicártelo. Y, además, nunca llegué a darte las gracias.
—¿Por qué? —pregunté confuso.
No entendía qué tenía que agradecerme.
Rachel me lanzó una mirada dudosa.
—Por encontrar a Emma.
La mañana después del disparo a Porter, al alba, las aguas habían desaparecido, dejando a su paso una extensión de barro y piedras de varios kilómetros de extensión. La subida de la marea no había sido tan catastrófica en comparación con las crecidas que habían inundado la costa este en el pasado, y desde luego, mucho menos grave que la tormenta de 1953. Varios centenares de casas habían sido evacuadas, las carreteras se habían vuelto intransitables y el agua se había llevado por delante los espigones. Pero todo el mundo estaba de acuerdo en que podría haber sido peor. No se habían lamentado muertes.
Al menos, no a causa de las inundaciones.
Con aún más ropa prestada de Trask y envuelto en una manta por segunda vez ese mismo día, fui examinado por los auxiliares sanitarios que llegaron a Creek House con la policía. Habían atendido primero a los demás, pues, de una forma u otra, necesitaban más atención que yo. Apenas había hablado con Rachel después del disparo. En cuanto llamé a la policía, los envié a todos abajo, lejos del cadáver del asesino de Lundy. Rachel se había llevado a Fay a su habitación para calmarla, ya que estaba histérica, mientras que yo me había quedado con Jamie. Más que para evitar que fuera a alguna parte, lo hice sobre todo para asegurarme de que estaba bien. No creí que intentara irse.
Ya llevaba demasiado tiempo escondiéndose.
Los auxiliares me sugirieron que fuera al hospital, pero me negué. Conocía bien los signos de la hipotermia o de un principio de infección, y no tenía ninguna de las dos cosas. Dos tazas de té caliente con azúcar y la ropa seca del armario de Trask habían acabado con la peor parte de los escalofríos. Estaba agotado, pero ya descansaría más tarde.
Quería llegar al final de aquello.
Clarke vino a verme después de mi declaración, una vez más, en la jefatura de la policía a primera hora de la mañana. Llegó a la sala de entrevistas con dos tazas de té de poliestireno, una de las cuales era para mí. No estaba seguro de si era una ofrenda de paz, pero la acepté.
—¿Cómo se encuentra? —me preguntó sentándose frente a mí.
Me encogí de hombros.
—Bien. ¿Cómo están los otros?
La inspectora parecía cansada, tenía la tez pálida y con signos de agotamiento después de una noche muy larga. Sabía que yo no tendría mucho mejor aspecto.
—Rachel Derby solo tiene algunos moretones. La niña está en estado de shock, pero hemos soltado a Andrew Trask, así que al menos está con ella. Puede que tengamos más preguntas para él más tarde, pero dadas las circunstancias…
Dadas las circunstancias, dejar que una niña pequeña estuviera con su padre era lo más humano que se podía hacer. Especialmente cuando su hermano acababa de matar a un hombre delante de ella.
—¿Y Jamie?
—Tiene la nariz rota y un par de dientes flojos, pero ese es el menor de sus problemas. ¿Cuánto le ha contado?
—Casi todo —admití.
Algunas piezas las había encajado yo mismo. Desde el momento en que vi al hijo de Trask sosteniendo la escopeta hecha por encargo, supe lo que eso significaba. Me preguntaba por qué Porter no había usado la Mowbry en el cobertizo, pero el motivo era muy sencillo: porque no la tenía. Nunca la había tenido. Había estado escondida en el fondo del armario de la habitación de Jamie Trask desde que el adolescente disparó accidentalmente a Anthony Russell.
Poco tiempo después del fallido intento de su padre de enfrentarse a Leo Villiers, Jamie había visto una luz en Willets Point. Volvía a casa después de haber salido con unos amigos, y aunque no estaba exactamente borracho, tampoco estaba sobrio del todo. Sin duda le preocupaba lo que su padre podría hacer ahora que Leo Villiers había regresado. Pero no fue solo el alcohol o la preocupación por su familia lo que empujó al adolescente a ir hasta la casa del promontorio.
—¿Le contó lo de él y Emma Derby? —preguntó Clarke.
—No explícitamente, pero lo adiviné —dije. No fue difícil: en cuanto Jamie había empezado a hablar, sus sentimientos hacia su madrastra se habían hecho obvios—. ¿Hasta dónde habían llegado?
La inspectora tomó un sorbo de té, esbozando una mueca mientras lo dejaba en la mesa.
—No parece que llegara a pasar algo entre ellos en realidad, pero ella lo había estado incitando durante un tiempo: había estado coqueteando, dejando la puerta abierta mientras se duchaba… ese tipo de cosas. Probablemente ella solo lo hacía para poner un poco de diversión en su vida, pero bastó para que se le metiera en la cabeza. Llegó a un punto en que él no quería estar solo en Creek House con ella cuando su padre estaba ausente; por eso se había ido a casa de unos amigos cuando Emma desapareció, porque no se fiaba de sí mismo.
No era de extrañar; las hormonas adolescentes por un lado y el sentimiento de culpa por otro, un cóctel muy explosivo.
Clarke negó con la cabeza, irradiando desaprobación.
—Sabe Dios en qué estaba pensando esa mujer. Debería haber tenido un poco más de cabeza.
Sí, debería haberla tenido. Rachel me había contado que Jamie había roto bruscamente con Stacey Coker antes incluso de saber que estaba embarazada, y ahora estaba claro por qué. No era ningún secreto que el singular matrimonio con Trask atravesaba serias dificultades, y para alguien como Emma Derby, una mujer frívola y aburrida que echaba de menos la vida en la ciudad, el enamoramiento del adolescente debió de haber sido una halagadora distracción. Se había ganado a su hijastra jugando a ser la hermana mayor. Con su hijastro, había adoptado un enfoque diferente.
—¿Trask lo sabía? —pregunté.
—No lo ha admitido, pero debía de tener sus sospechas. A los adolescentes no se les da demasiado bien disimular sus sentimientos, y no me imagino a Emma Derby esforzándose demasiado para ser sutil. Ahora ya carece de importancia, pero no me extrañaría en absoluto que Trask no quisiera saberlo. Probablemente le daba miedo lo que pudiese descubrir, sobre todo después de la desaparición de su esposa.
Dios, pensé, el ambiente emocional en casa de Trask debía de ser irrespirable. No era de extrañar que la relación entre padre e hijo fuera tan tensa, o que Rachel hubiera dicho que con ellos dos había que andar con pies de plomo. No se había ido a vivir con la familia hasta después de la desaparición de su hermana, así que se había perdido la interacción entre Jamie y su madrastra.
Pero era imposible ignorar las tensiones entre aquellas cuatro paredes. Y para Jamie, meses de celos, de culpa y dolor habían llegado a un punto de inflexión cuando vio la luz encendida en la casa de Leo Villiers y creyó que el amante y asesino de su madrastra había regresado a Willets Point.
La voz del adolescente había sido plana y nasal, amortiguada por los guisantes congelados que sostenía junto a su nariz rota, mientras me contaba lo sucedido aquella noche. Envalentonado por el alcohol y la adrenalina, aparcó frente a la casa de Villiers y estuvo a punto de golpear la puerta cuando oyó un cristal rompiéndose en la terraza. Había ido a la parte delantera de la casa y había visto a un hombre con un abrigo largo junto al borde del agua, con la solapa levantada para protegerse del frío. A su alrededor, el suelo de la terraza estaba lleno de vasos y botellas vacías, algunas de ellas rotas, como si las hubieran utilizado para la práctica de tiro. Había una escopeta apoyada contra un árbol cercano. Jamie la había cogido, más que con la intención de usarla él, para mantenerla fuera del alcance de Villiers.
El hombre lo oyó y se volvió. Aun en la oscuridad, Jamie se dio cuenta de que era un completo extraño. Presa del pánico, Jamie había apuntado con los cañones superpuestos de la escopeta hacia la cara del hombre, tartamudeando y exigiéndole que le dijera dónde estaba Leo Villiers.
Y en ese momento, la escopeta se había disparado.
—Anthony Russell cayó de espaldas al agua por el impacto —dijo Clarke con un suspiro—. Esa noche había marea de primavera, por lo que el cuerpo debió de desplazarse por los Barrows, en el estuario, en lugar de salir al mar. Probablemente terminó en las márgenes de las Backwaters y por eso no lo encontraron hasta al cabo de varias semanas.
Cuatro semanas, para ser exactos. Una vez en el laberinto de arroyos y canales, el cadáver se habría hundido hasta el fondo. Expuesto al aire y a las aves marinas dos veces al día durante la bajamar, y pasto de los carroñeros acuáticos, finalmente había reflotado y regresado de nuevo al estuario.
Y luego vino la llamada de Lundy.
—¿Qué le pasará a Jamie? —pregunté.
Clarke miró con aire reflexivo su taza de poliestireno. La visión me recordó a Lundy haciendo lo mismo solo unos días antes.
—Lo de Porter fue en defensa propia, nadie lo culpará por eso. Pero fuese intencionadamente o no, lo cierto es que disparó a Anthony Russell. Habría sido mejor que hubiese acudido a nosotros enseguida. Pero tal como han ido las cosas…
Encogió un hombro, indicando que aquello escapaba de su control. Lo cual no dejaba de ser razonable: Jamie había matado a un hombre inocente y luego lo había ocultado. Aunque no hubiese sido su intención hacerlo, había desencadenado una serie de acontecimientos que se habían cobrado aún más vidas. Incluso teniendo en cuenta las circunstancias atenuantes, se enfrentaría a una pena privativa de libertad. Con un poco de suerte y un tribunal comprensivo, aún sería lo bastante joven para seguir con su vida después, pero cualquier plan de ir a la universidad y llevar una vida normal quedaban ahora muy lejos.
Y pese a todo, de no haber sido por la escopeta que había escondido, muy probablemente Porter habría matado a Fay y a Rachel, y también al propio Jamie. Estaba demasiado cansado para decidir si eso era algo fortuito o irónico.
—¿Han encontrado la escopeta que Porter usó en el fuerte marino? —preguntó.
—Todavía no, pero aún estamos registrando su apartamento. Tenía sus propias dependencias en la casa principal de sir Stephen Villiers, así que ya se puede imaginar lo fácil que ha resultado eso —dijo Clarke secamente—. Pero había una caja de cartuchos vacía en su papelera. Perdigones de bismuto del número cinco, de la misma marca que utilizaba Villiers.
Y el mismo tipo de munición que mató a Lundy. Pero a Clarke no hacía falta que se lo recordara.
—La teoría que barajamos en estos momentos es que Porter cogió una escopeta y perdigones de la casa de Leo Villiers cuando sir Stephen le encargó que limpiara Willets Point —continuó—. Sabíamos que podía faltar una segunda escopeta en el armario, pero como Villiers lo había trasladado todo a la bodega cuando se renovó la casa, nadie podía asegurarlo. Todavía estamos tratando de localizar la escopeta, pero mi teoría es que Porter la habría arrojado al mar al volver del fuerte. —La inspectora me miró a través de la mesa, las ásperas lámparas del techo realzaban las sombras bajo sus ojos—. Por suerte para usted.
Había sido una suerte, sí, pero yo no me sentía afortunado. Pensándolo fríamente, me di cuenta de que, en veinticuatro horas, me había librado por los pelos de morir dos veces. Emocionalmente, sin embargo, habían pasado demasiadas cosas para poder asimilarlas todas.
Pensé que Clarke seguramente tenía razón con respecto a Porter y la segunda escopeta. El arma lo relacionaba con el asesinato de un inspector de policía, y llevaba la cara llena de cortes después de disparar a quemarropa contra una puerta de acero oxidado. Y aunque el retroceso no hubiera dañado el cañón, debió de decidir que era demasiado arriesgado conservar la escopeta.
Ahora, tras reflexionar sobre lo sucedido, vi cómo había perdido el control de la situación a partir del momento en que fue hasta el fuerte marino para enfrentarse a Emma Derby y Mark Chapel. Y cuando Leo Villiers, que debió de parecerle el perfecto chivo expiatorio, regresó de entre los muertos, la situación de Porter se había vuelto insostenible. Estaba convencido de que decía la verdad cuando dijo que las cosas se le habían ido de las manos. Pero eso era un triste consuelo para las personas cuyas vidas habían sido destruidas por su culpa.
—La caja de cartuchos vacía no fue lo único que encontramos en su casa —continuó Clarke—. Era un tipo acaparador: el lugar estaba lleno de objetos robados. Nada grande ni demasiado obvio, principalmente objetos como relojes y joyas. Seguimos cotejando con las denuncias, pero creemos que al menos algunos de ellos provienen de robos denunciados en la zona el año pasado.
—¿En torno a la misma época en que entraron a robar en Creek House? —pregunté.
Clarke asintió con la cabeza.
—Parece que tenía razón respecto a que eran una cortina de humo. Porter debió de suponer que habría copias de las fotografías en el ordenador de Emma Derby, pero no quería que nadie pensara que los Trask habían sido un objetivo específico. No tenía ordenadores robados en su piso, así que debió de deshacerse de ellos, pero encontramos un lápiz de memoria USB escondido detrás de un zócalo suelto. Todavía estamos revisando los archivos, pero las fotografías del chantaje están ahí. Fotos de Leo Villiers vistiéndose con ropa de mujer, tomadas desde lejos a través de las ventanas de su casa. Hay algunas grabaciones que creemos que fueron hechas con la cámara de vídeo que Mark Chapel se llevó del trabajo, pero son de mala calidad y no se ve gran cosa.
—¿No han encontrado la cámara?
—Aún no. Porter era demasiado listo para guardar cualquier cosa que pudiera llevar fácilmente hasta Emma Derby, pero es evidente que decidió quedarse con las fotografías. Da que pensar; tal vez planeaba usarlas él mismo algún día.
Porter se había indignado cuando le sugerí que era un chantajista, pero también negó ser un ladrón. Aunque puede que no se viera a sí mismo como ninguna de las dos cosas, era evidente que había dejado abiertas sus opciones por si cambiaba de opinión.
—Me dijo que no iba a permitir que «sacaran tajada» después de todo lo que él había hecho por los Villiers —le expliqué—. ¿A qué cree que se refería?
Clarke levantó la taza de poliestireno otra vez antes de pensarlo mejor. La volvió a dejar en la mesa con una expresión agria.
—No estoy segura, pero toda la concatenación de hechos causa extrañeza. No parece que Porter y Leo Villiers se llevaran demasiado bien, pero sir Stephen le encargó a él que limpiara Willets Point cuando supo que íbamos a registrar la casa. ¿Y por qué enviar a su chófer a entregar medio millón de libras por un chantaje en lugar de mandar a alguien de su equipo de seguridad?
—Porter llevaba trabajando para Villiers veintitantos años. Debía de confiar en él.
Clarke me miró con escepticismo.
—Exactamente, pero no considero a sir Stephen un hombre ingenuo, y Porter no era lo que podría llamarse alguien digno de confianza. Sabemos que se quedó con el dinero de su jefe, y que había varias piezas y objetos que creemos que sacó de la casa de Leo Villiers: cubiertos de plata, gemelos de oro, un par de prismáticos Zeiss de alta gama, cosas así. Entonces ¿cómo es que un hombre de negocios sin escrúpulos como sir Stephen depositó tanta confianza en su chófer de manos largas?
Me froté la cara, tratando de organizar mis pensamientos. Clarke tenía razón, algo fallaba. Solo que no veía qué podía ser.
—¿Qué dice sir Stephen?
—¿Sobre el hecho de que su chófer sea un asesino múltiple o que su hijo haya regresado al mundo de los vivos como mujer? —Apartó la taza de té como si esta tuviera la culpa—. No ha hecho ningún comentario sobre Leo, pero debía de saber que era transgénero o no nos habría impedido acceder a su historial médico. Tal vez creía de veras que Leo había asesinado a Emma Derby también. Eso explicaría por qué mostraba tanto interés en que creyéramos que su hijo estaba muerto. No quería que abriésemos la caja de Pandora.
—¿Y qué hay de Porter?
—Sir Stephen no tiene mucho que decir sobre él. Sus abogados nos han asegurado que estaba conmocionado por la noticia y que su cliente no es responsable de las acciones individuales de sus empleados. Ah, también señalaron que a sir Stephen le robaron el coche, de modo que él mismo es una víctima.
—No puede hablar en serio.
—Completamente. Les ofrecí el número de Apoyo a las Víctimas, pero curiosamente, lo rechazaron. —Soltó un bufido de disgusto—. En lo que respecta al chantaje, rechazan confirmarlo o negarlo. Tengo la sensación de que no quieren que la gente sepa que sir Stephen cedió al chantaje, por lo que esperan echar tierra sobre el asunto.
—¿Pueden hacer eso? —pregunté.
—Pueden intentarlo. No hay pruebas fehacientes de que Derby y Chapel chantajearan a sir Stephen, más allá de la versión de los hechos de Porter. E incluso eso es de segunda mano.
Dios, pensé, asqueado. Con chantaje o sin él, no podía sentir ninguna simpatía por el padre de Leo Villiers. Había una frialdad antinatural en él, y una prepotencia y arrogancia en la forma en que creía estar por encima de la ley. Aunque lo cierto era que, con su dinero y sus contactos, tal vez lo estaba.
—Hay una cosa más —dijo Clarke despacio—. La Protectora de Animales se llevó los pájaros y los animales de la casa de Holloway antes del incendio, pero cuando ayer por la tarde comenzamos a limpiar el jardín encontramos una bolsa de deporte entre la maleza. Al parecer se había usado para transportar a una gaviota enferma o algo así. Además de los excrementos de pájaro, estaba llena de billetes de cincuenta libras.
La miré fijamente.
—¿Holloway usó el dinero para fabricar un nido para un pájaro?
Una leve sonrisa tiró de la comisura de la boca de Clarke.
—Lo sé. Estaba cerca de uno de los árboles que se incendió, por lo que, si no hubieran estado tan mojados, probablemente los billetes se habrían convertido en cenizas. Estaban bastante chamuscados, pero parece que el dinero está casi todo ahí. Quinientas mil libras calentando el trasero de una gaviota.
Joder… Me recosté en el asiento, perplejo. Porter se equivocaba cuando dijo que Edgar no habría sabido qué hacer con el dinero. En otro momento, habría sido incluso divertido.
—¿Qué va a pasar con el dinero?
—Bueno, esa es una pregunta interesante. Obviamente, si el dinero pertenece a sir Stephen, habría que devolvérselo, con sus cagadas de pájaro y todo. Pero para que eso suceda, tendría que admitir que fue víctima de un chantaje, así que, a menos que lo haga, no tendremos más remedio que considerar que es propiedad de Holloway.
Compartimos una sonrisa al pensar en eso, conscientes ambos de la justicia poética del asunto. Y para mí había también un elemento de alivio. Aunque me había negado a reconocerlo, la acusación de Porter se había clavado como una espina en el fondo de mi mente: «Si no sabe dónde está, entonces solo queda la hermana de Derby». Me preguntaba qué decía de mí el hecho de que aún hubiese albergado dudas sobre ella, incluso en esos momentos.
Clarke se puso en pie, indicando con ello que la entrevista había llegado a su fin.
—Creo que hemos terminado aquí. ¿Se encuentra en condiciones para volver a Londres?
Asentí. Mi coche había sido declarado siniestro total, pero aún tenía mi billetera. Podría tomar un taxi hasta la estación de tren y regresar a mi apartamento en un par de horas. Ya no tenía sentido quedarme aquí, aunque hubiese tenido un lugar donde alojarme. Rachel ya tendría bastante con lo que lidiar en aquellos momentos, y yo necesitaba dormir. Solo de pensarlo sentí como si el cuerpo me pesara el doble de lo que debería.
Pero todavía había cosas que no entendía, cabos sueltos con preguntas que el cansancio y la cafeína solo parecían enmarañar aún más.
—¿Y cómo sabía Porter de la existencia de la casa de Edgar? —pregunté empujando la silla hacia atrás mientras me levantaba con movimientos rígidos—. ¿Ha dicho Leo…, quiero decir, Lena Merchant, algo al respecto? Debe de haber alguna razón por la que los Villiers le permitían vivir allí sin pagar alquiler…
—Lo siento, pero no puedo hablar de eso.
La súbita brusquedad me pilló por sorpresa. A Clarke no parecía haberle importado hablar de otros aspectos del caso. Pero yo no era el único que no había dormido, y la inspectora aún tenía que resolver todo aquel maldito embrollo. Quizá pensaba que ya se había mostrado suficientemente cortés conmigo por una noche.
O por un día, como se vio después. Había perdido la noción del tiempo en el cuarto sin ventanas, pero cuando salí de la jefatura de policía, el alba despuntaba con un delgado amanecer gris. Era demasiado temprano para llamar a Rachel, y mi teléfono no funcionaba. Clarke me dijo que por el momento tendrían que quedarse con mis bolsas y las pertenencias de mi coche, así que tomé un taxi directo a la estación.
Dormí a intervalos en el tren y cogí otro taxi hasta mi casa en lugar de soportar la hora punta de la mañana en el metro. Se me hacía extraño estar de vuelta en el bullicio y la contaminación de Londres después del aislamiento de los paisajes de juncos de las Backwaters. Experimenté una desconcertante sensación de desorientación mientras caminaba por el familiar sendero del jardín para abrir la puerta principal. El olor pegajoso de la pintura fresca me causó perplejidad hasta que recordé el intento de robo antes de irme. Era como si hubiese transcurrido una eternidad desde entonces.
Entre las cartas del correo basura del suelo había una factura del pintor, cortesía de mi vecina de arriba. La dejé sobre la mesa de la cocina, sintiéndome tenso y fuera de lugar. Tenía la cabeza embotada por la fatiga, pero había llegado al inquietante límite de cansancio que sabía que me impediría dormir. Encendí el televisor más por distracción que por el deseo de ver el informativo de la mañana, y llené el hervidor de agua para preparar café.
Cuando me volví para mirar, el fuerte marino estaba en la pantalla.
Verlo allí, en mi apartamento, me pareció una imagen completamente surrealista. Por un momento pensé que estaba sufriendo alucinaciones, cuando una imagen aérea desde un helicóptero mostró figuras diminutas vestidas de blanco moviéndose debajo de la torre. Por supuesto, el asesinato de un inspector de policía era sin duda una noticia de gran repercusión, sobre todo después de la muerte por un disparo de escopeta de su asesino.
Apagué el televisor. Era como si no hubiese oxígeno en la habitación. De pronto me vino la imagen de Lundy sangrando profusamente en los escalones metálicos, tan vívida que casi podía oler la sangre y la pólvora. Intenté concentrarme en preparar el café, pero aquella persistente desazón no me abandonaba. Conocía demasiado bien la forma en que trabajaba mi subconsciente para saber que las noticias de la televisión habían removido algo por dentro, algo que había permanecido latente. No era solo el impacto de ver el fuerte marino o el recuerdo de la muerte de Lundy. Estaba pasando por alto algo. Simplemente no sabía lo que era. «Vamos, ¿qué es? ¿Qué es lo que no has sabido ver?».
Me serví un café y volví a visualizar el fuerte. Vi la escalera que llegaba a la pasarela y recordé el eco del mar resonando bajo la torre; las olas rompiendo contra sus patas huecas, la húmeda cortina de algas mientras las gaviotas se alimentaban del banco de arena expuesto a la intemperie…
Entonces fue cuando me di cuenta. Dejé el café, maldiciendo mi estupidez. Como tantas otras cosas, lo había tenido delante de mis narices todo aquel tiempo.
Cangrejos.