26
Lundy me dejó con Rachel mientras llamaba al equipo de investigación para informarles de lo que estaba a punto de hacer. Volvió a subir los escalones con el pretexto de tener una mejor cobertura, aunque era más probable que quisiera dar las explicaciones pertinentes sin que nosotros lo escucháramos. En circunstancias normales, habría agradecido la oportunidad de hablar con Rachel. Ahora no sabía cómo comenzar.
Pero no tuve que hacerlo.
—Así que, ¿de eso iba lo de anoche? —dijo guardando algunas cosas dentro de una pequeña taquilla en la popa del bote—. ¿Me estabas vigilando, igual que a Andrew?
—No, no fue así.
—¿De verdad? Porque así es como lo siento yo.
—Mira, no supe con certeza que era Mark Chapel hasta que vi la fotografía. Y tampoco podría habértelo dicho.
—Al parecer, hay bastantes cosas que no puedes decirme.
—Así es, no puedo —le solté sacando a la luz mi propio temperamento—. ¿Qué habrías hecho si te lo hubiera contado? ¿Decirle a Trask que tu hermana se veía con su antiguo novio, además de con Leo Villiers?
Eso la hizo detenerse a pensar.
—No sé —admitió—. Pero no creo, ni por un momento, que Andrew pueda haber hecho algo malo.
Me reservé mi opinión al respecto: eso es lo que decían todos. Nadie quiere creer que alguien cercano a ellos pueda ser un asesino. Yo mismo había cometido ese error en el pasado.
El muelle experimentó una sacudida cuando Lundy regresó. El inspector parecía vagamente preocupado.
—¿Va todo bien? —pregunté.
—No he podido hablar con nadie, pero he dejado un mensaje para que sepan dónde estoy si necesitan localizarme. Suponiendo que puedan ponerse en contacto conmigo allí —añadió con amargura.
Lundy esperó a que Rachel respondiera, pero ahora parecía recelosa. Miro con preocupación el bote mientras sacaba otro chaleco salvavidas de la taquilla.
—¿Está segura de que esta barca es lo suficientemente grande para salir al estuario?
Rachel puso el chaleco salvavidas detrás de ella y cerró la taquilla.
—Resistirá bien. He salido con este bote en condiciones meteorológicas mucho peores.
Lundy se rascó el cuello con aire suspicaz.
—Bueno, si todavía está empeñada, necesitamos algunas reglas básicas. Si el tiempo empeora, o si el mar está muy picado en cuanto salgamos al estuario, volvemos. Lo mismo cuando salgamos al fuerte. Si hay algo que no me gusta, daremos la vuelta inmediatamente. Me juego el cuello con todo esto, así que no quiero ningún pero. ¿Está claro?
Rachel asintió dócilmente. Lundy soltó un suspiro, a todas luces esperando más resistencia.
—Muy bien, entonces. Solo para que quede constancia.
Sujeté la barca para que él pudiera subir torpemente a bordo. Los dos nos sentamos en el banco del medio, mientras que Rachel lo hizo en la popa, al lado del timón. Lundy trato de embutirse en el chaleco salvavidas que ella le dio, luchando por lograr que las tiras se cruzaran en su oronda barriga antes de cejar en el intento.
—Supongo que no tiene nada más grande.
—Lo siento, todos son del mismo tamaño, salvo el de Fay.
Miró el chaleco, que le colgaba a cada lado del estómago, y negó con la cabeza.
—Debo de estar loco.
Sin embargo, en cuanto nos pusimos en marcha, ya no pareció preocuparlo. Mientras el bote adquiría velocidad, se sentó con la cara hacia el viento, dando señales evidentes de estar disfrutando a pesar de las circunstancias. Lo vi meterse un par de pastillas antiácido en la boca y recordé sus palabras acerca de la llamada del hospital. Pensé que tal vez esa fuese la razón por la que no había opuesto una mayor resistencia cuando Rachel había insistido en ir al fuerte. Seguramente estaría preocupado por lo que querían comunicarle en el hospital: tal vez el viaje al fuerte fuera una distracción más que bienvenida.
Rachel iba sentada al timón, con el cabello oscuro flotando en el viento. Debajo del chaleco salvavidas, llevaba la chaqueta impermeable roja con la que la había visto la primera vez, y parecía más relajada mientras guiaba la barca entre las orillas del arroyo. Al advertir que la estaba mirando, me sonrió. Pero era una sonrisa incierta, y me pregunté si no estaría arrepintiéndose. El fuerte viento revolvía la superficie del agua, ahora inquieta y mate. No llovía aún, pero el cielo era de un gris plomizo, con una franja más oscura en el horizonte.
—¿Dijo que el pronóstico del tiempo era malo? —le pregunté a Lundy por encima del zumbido del motor.
Él asintió.
—Se supone que la cosa se va a poner fea dentro de un rato. Esta noche también hay marea de primavera, así que podría ser divertido. Tendremos que regresar mucho antes de eso.
Al cabo de unos minutos, el arroyo se fundió con el estuario. Allí fuera estábamos más expuestos, y la mar rizada dio paso a las primeras olas de marejada. La barca vibraba con golpes rítmicos cada vez que chocaban contra la proa. Cada impacto nos salpicaba de pequeñas gotas frías, dejándome un sabor a sal en los labios.
Teníamos las torres del fuerte marino delante, pero la visibilidad más allá de la desembocadura del estuario no era lo bastante buena como para verlas con claridad. Una ligera neblina, más semejante al smog que a una bruma marina, oscurecía las altas estructuras, reduciéndolas a vagas formas esqueléticas en la distancia.
La barca aminoró la velocidad y el ruido de su motor se redujo cuando entramos en los Barrows. A nuestro alrededor, las protuberancias bajas y lisas emergían de entre las olas. Rachel fue maniobrando para esquivarlas, escudriñando el agua en busca de zonas más alteradas o más lisas que pudieran indicar la presencia de un banco de arena escondido bajo la superficie. En cuanto atravesamos el estrecho, Rachel volvió a acelerar el motor, y tuvimos que prepararnos para cuando la barca recibiera el embate de las olas más grandes. A medida que nos acercábamos a la desembocadura del estuario, la casa de Leo Villiers apareció ante nuestra vista, a un lado. Estaba en lo alto del promontorio boscoso, el cristal curvado de los ventanales proyectaba el reflejo de la oscuridad mientras miraban hacia el mar abierto.
A continuación, la dejamos atrás y salimos del estuario. Un poco más adelante, los restos de las torres del antiguo fuerte del ejército surgieron de entre las olas. Parecían aún más extrañas vistas de cerca, reliquias imponentes, como de otro mundo, que habían dejado atrás sus días de gloria. Las torres se encontraban a escasa distancia unas de otras, y cada una de ellas consistía en una caja cuadrada de metal de dos pisos apoyada en cuatro patas inclinadas hacia dentro. Unos portones y unas pasarelas de aspecto endeble les salían de los costados, ahora retorcidos y oxidados.
La torre más cercana parecía la más intacta. Rachel se dirigió hacia allí, pero Lundy le indicó otro rumbo.
—Acérquese antes a las otras —le dijo subiendo el tono de voz para que lo oyera—. Vamos a descartar esas antes de echar un vistazo a esta.
Rachel obedeció e hizo girar la barca alrededor de las torres. Sin embargo, ya estaba claro que si su hermana había tomado las fotografías de la casa de Villiers desde el fuerte, no lo había hecho desde ninguna de las dos torres que se encontraban mar adentro. La primera era poco más que un caparazón vacío. El fuego había ennegrecido las paredes metálicas de la plataforma, aunque a juzgar por la capa ocre de óxido no era reciente. El techo ya no estaba, como también había desaparecido el marco externo de pasillos y escaleras que había visto en las fotografías del sitio web. Habían desmantelado por completo la estructura, y como para enfatizarlo aún más, una gaviota pasó volando a través de un enorme agujero en la base de la plataforma, atravesó ventanas sin cristales y reapareció por encima de la estructura sin techo al cabo de un momento.
La segunda torre estaba aún en peor estado: la estructura superior había desaparecido por completo, dejando que las cuatro patas delgadas se erigiesen del mar como las esquinas de una pirámide incompleta. Lundy se quitó las gafas y se limpió la salpicadura de agua salada de las gafas.
—Muy bien, echemos un vistazo a la otra.
Rachel dirigió la barca hacia la última torre. Incluso allí el mar estaba lleno de sedimentos y tenía poca profundidad. Vi el color claro del fondo marino donde se había formado un banco de arena alrededor de la tercera torre, llegando incluso a romper la superficie en algunos lugares. Las olas golpeaban contra las estructuras de las patas, creando un movimiento cruzado que nos sacudía a medida que nos acercábamos. El ruido de las olas se hizo más rotundo cuando Rachel nos metió debajo.
De cerca, la torre era más grande de lo que esperaba. Las patas eran tubulares y de hormigón armado, ahora mal espaciadas y cubiertas de algas por debajo de la línea de flotación. Las algas se arremolinaban a su alrededor como pelo verde, y de vez en cuando se oía un estruendo, cada vez que una ola más potente se estrellaba contra los tubos huecos.
Miré hacia arriba cuando pasamos por debajo de la sombra de la parte inferior de la torre, a casi dos metros por encima de mi cabeza. Las vigas que formaban su base estaban muy oxidadas, manchadas de blanco con excrementos de pájaros que añadían una nota a amoníaco al olor de las algas marinas. Rachel llevó la barca junto a una plataforma de amarre situada entre las patas extendidas del fuerte y rápidamente ató una cuerda alrededor de un poste de amarre. Cuando el oleaje empujó el bote, hizo ademán de agarrar la escalera oxidada que se extendía hacia el agua.
—Iré yo primero —le dijo Lundy—. Si alguien tiene que caer al mar, es mejor que sea yo.
Procurando sincronizarse con el oleaje, el inspector subió por la escalera hasta la plataforma de acero. Tras quitarse el óxido de las manos, caminó por la plataforma, y a su paso toda la estructura tembló y resonó.
—Parece suficientemente sólido. De acuerdo, subamos.
Rachel fue la siguiente, trepando con agilidad por los peldaños. La seguí con bastante menos elegancia, pero logré no caerme. La escalera estaba muy corroída y la plataforma en sí no estaba en mucho mejor estado, pero Lundy tenía razón: no parecía haber peligro inminente de derrumbe.
Siguiendo el ejemplo de Rachel y Lundy, me quité el chaleco salvavidas y miré a mi alrededor. Otra escalera, esta más nueva, conducía hacia una pequeña pasarela suspendida sobre nosotros. Desde allí, un tramo de escalones de metal llevaba a una puerta de aspecto pesado que daba acceso al propio fuerte. Aparentemente, no había ninguna otra forma de entrar.
—Mira —dijo Rachel señalando hacia la costa.
Al otro lado del mar abierto, la casa vacía de Leo Villiers se encontraba frente a nosotros, en su promontorio rocoso.
Rachel se sacó un par de prismáticos compactos del bolsillo de la chaqueta y observó la casa a través de ellos antes de dárselos a Lundy.
—Es la misma vista que en las fotografías.
—Ha venido preparada, por lo que veo —comentó mientras levantaba los prismáticos—. Pero no es exactamente la misma perspectiva. Está muy abajo.
—Entonces debió de tomarlas desde dentro. Vamos a ver —dijo Rachel, su impaciencia haciendo acto de presencia de nuevo.
Lundy examinó la escalera que subía hacia la parte inferior de la torre.
—Esto no debería estar aquí. No me hace ninguna gracia… —dijo, pero se calló al instante cuando sonó su teléfono.
El tono musical parecía fuera de lugar, pero al menos significaba que estábamos lo bastante cerca de la costa para que hubiese cobertura. Eso resolvía la cuestión de si Emma Derby habría podido llamar para pedir ayuda si hubiese tenido un accidente. Lundy buscó en el bolsillo su teléfono mientras seguía sonando.
—Necesito contestar esta llamada —dijo mirando la pantalla.
Se desplazó al otro lado de la plataforma para responder. Rachel lo vio alejarse, luego se volvió hacia la escalera y comenzó a trepar por ella.
—Rachel… —dije con exasperación.
—No tiene sentido que nos quedemos aquí abajo.
Ya había recorrido la mitad de la pequeña pasarela. Miré a Lundy, esperando que él protestara, pero el inspector no parecía haberse dado cuenta de nada. Se había apartado de nosotros y permanecía con la cabeza ladeada, escuchando lo que le decían al otro lado de la línea.
«Estupendo». Con un suspiro, comencé a trepar yo también. Era una escalera extensible, hecha de aluminio ligero en lugar de acero oxidado. Lundy había dicho que las escaleras de acceso originales habían sido retiradas hacía años, supuestamente para mantener a la gente alejada de las torres. Sin embargo, alguien no había permitido que eso sucediera.
Me preguntaba quién.
Me abrí paso a través de la pasarela. Era más pequeña que la plataforma de abajo y estaba cubierta de excrementos blancos. El viento era más fuerte allí, frío y mordaz. Al incorporarme, vi que Rachel ya había subido los escalones de metal hacia la puerta de la torre. Accionó el tirador de la puerta.
—Está cerrada con candado.
Por una parte, me sentí aliviado. Todavía tenía fresco en la mente el hallazgo del cadáver de Stacey Coker, y si la torre nos deparaba alguna sorpresa, era mejor dejársela a la policía en lugar de que fuera Rachel quien se la encontrara.
Pero, por otra parte, después de haber llegado hasta allí, sabía que me iba a sentir decepcionado si teníamos que dar marcha atrás. Rachel golpeó la puerta con evidente frustración.
—¿Crees que hay otra manera de entrar?
—Lo dudo. Construyeron el fuerte precisamente para la defensa costera: se suponía que tenía que ser inaccesible.
—¿Tenemos algo para romper el candado? —preguntó mientras yo subía los escalones.
Ya me imaginaba lo que iba a decir Lundy de aquello.
—No, y no creo que haya ninguna prisa por romperlo.
Tanto el candado como el cerrojo eran nuevos, hechos de acero inoxidable muy resistente. Parecían imposibles de abrir a menos que los destrozásemos a base de golpes.
Rachel lo sacudió con frustración.
—¡Esto es ridículo! ¿Cómo logró entrar Emma si está cerrada?
No lo sabía, pero empezaba a sentirme incómodo.
—Vamos.
Me volví, pero Rachel se quedó donde estaba. Agachada junto a la puerta, buscó en su bolsillo y sacó las gruesas llaves de su hermana. Las examinó, luego seleccionó una y la probó en el candado.
—¿Qué estás haciendo?
—Probando las llaves de repuesto de Emma. No tengo ni idea de para qué son algunas de ellas, y tuvo que entrar aquí de alguna manera.
—Deberíamos volver con Lundy —le dije con impaciencia mientras ella probaba otra.
—Solo un par más.
—Estás perdiendo el tiem…
La cerradura se abrió con un chasquido. Rachel me sonrió.
—Bingo.
Sentí que se me erizaba el vello en la nuca. Una cosa era que su hermana hubiera ido una vez hasta el fuerte para tomar fotografías, pero si Emma Derby había cerrado con candado la torre —y presuntamente también era la responsable de la escalera de sustitución—, eso indicaba que había estado allí en más de una ocasión. Nadie se tomaría tantas molestias con un fuerte marino abandonado sin tener una buena razón.
No, a menos que hubiera algo dentro que no quisieran que nadie encontrara.
Rachel se disponía a sacar el candado del cerrojo. Antes de que pudiera decir nada, oí un silbido penetrante que procedía de abajo. Al llegar al borde de la pasarela, me asomé a mirar y vi a Lundy, estirando el cuello con dos dedos en la boca. Los sacó cuando me vio.
—Tenemos que irnos —dijo.
—¡Tiene que subir a ver esto! —grité.
Oí el gemido de unas bisagras oxidadas a mi espalda. Al darme la vuelta, vi a Rachel intentando abrir la pesada puerta.
La voz de Lundy resonó de nuevo.
—Pues tendrá que esperar. Ha pasado algo, debo regresar de inmediato.
Fuera lo que fuese, debía de tratarse de algo grave: mirándolo desde arriba hacia la plataforma, donde estaba él, parecía conmocionado. Bueno, no exactamente: parecía perplejo.
—Está bien —respondí, y me volví hacia Rachel—. Vamos, será mejor que…
Pero la puerta estaba vacía.
«Mierda». Subí corriendo los escalones. La pesada puerta de acero estaba abierta, dejando al descubierto un corredor oscuro con paredes de metal descascarilladas. Desaparecía sumiéndose en las sombras, pero no había señales de Rachel.
—¿Qué está pasando?
La voz de Lundy parecía irritada cuando resonó en el techo de metal.
Volví la cabeza para gritar.
—Rachel ha entrado.
El «maldita sea su estampa» que profirió el inspector llegó retumbando hasta mí y luego oí sus pasos resonando en la escalera. Crucé la puerta, incapaz de ver más allá en el interior oscuro.
—¿Rachel? —grité—. ¡Rachel, tenemos que irnos!
Se oyó una respuesta enmudecida desde algún lugar en el fondo del corredor, pero llegó demasiado distorsionada para distinguir sus palabras. Solté una maldición, indeciso entre seguirla o esperar a Lundy. Sin embargo, por el ritmo trabajoso de los pasos de este en la escalera, el inspector tardaría más que nosotros en llegar. Seguí soltando maldiciones y entré.
Hacía frío en la torre. El aire era pegajoso, con un olor punzante a moho y óxido. Una vez en el corredor, descubrí que no estaba tan oscuro como parecía desde fuera. La luz sucia penetraba a través de pequeñas ventanas rectangulares, con el vidrio de color marrón por la mugre. Brillantes cuadrados de luz diurna se derramaban a través de los cristales rotos, iluminando un generador anticuado que se erguía como un centinela al pie de una escalera. Había más salas un poco más adelante, pero solo se insinuaban en la penumbra. Todas las superficies estaban recubiertas de barro y sal, mientras que la corrosión daba un tinte rojizo a las paredes de metal y al suelo. Era como una fotografía en sepia que hubiese cobrado vida.
Unos fragmentos de óxido y pintura vieja crujieron bajo mis pies cuando pasé al lado del generador hasta las escaleras.
—¿Rachel?
—Aquí arriba.
Su voz resonó por los escalones del piso superior. Empecé a subir, pero un ruido procedente del exterior anunció que Lundy había llegado a la pasarela. Al cabo de un momento, el inspector apareció en la puerta abierta, con el rostro congestionado y sin aliento.
—¿Dónde demonios está ella?
—En el piso superior. La puerta estaba cerrada con candado, pero su hermana tenía una llave.
—¡Joder! —Negó con la cabeza con la respiración agitada—. Lo hemos enfocado todo al revés. Todo. Desde el principio.
—¿Qué quiere decir con eso? —pregunté, pero no me contestó.
—Luego. Vayamos a buscarla.
Me detuve para fijar la pesada puerta de acero contra la pared, haciendo pruebas para asegurarme de que no iba a cerrarse, y luego corrí tras él. Nuestros pasos resonaron en los escalones de metal mientras subíamos al siguiente nivel. En la parte superior había otro corredor, que se bifurcaba hacia un lado y hacia delante. Las puertas abiertas dejaban entrever espacios en ruinas. Todas las habitaciones estaban vacías salvo por algunos estantes metálicos, también vacíos, unos armazones de camas del revés y varias sillas rotas. Pegado a la pared, aún había un póster descolorido de una joven sonriente guiñando un ojo a la cámara. Al levantar la vista vi que los escalones seguían hacia la cubierta, pero que la puerta que daba acceso a ella estaba cerrada.
—¿Rachel? ¿Dónde estás?
—Aquí dentro. —La voz provenía de una habitación al final del pasillo, donde había una puerta de acero entreabierta—. Tienes que ver esto.
La expresión generalmente plácida de Lundy había sido reemplazada por la ira y la rabia contenida mientras desfilaba delante de mí por el pasillo. Fuera lo que fuese lo que le habían dicho por teléfono, había causado un fuerte impacto en él y ahora estaba fuera de sus casillas.
—¡Eso ha sido una estupidez, joder! —exclamó empujando la puerta y entrando—. Le dije que no…
Se calló de golpe.
Tras la sordidez y el estado de abandono del resto de la torre, aquella habitación fue toda una sorpresa. La luz del día entraba a raudales por las ventanas, y aparte de las abrazaderas de metal vacías que todavía estaban fijadas al suelo, no quedaba ni rastro de sus orígenes militares. Habían construido una cabina de vidrio contra una pared, donde un cartel despegado anunciaba un concierto de The Kinks en una fecha muy remota. Dentro de la cabina, había dos platos giradiscos muy antiguos montados en un escritorio, junto con un soporte de micrófono vacío.
Sabía que el fuerte había sido una emisora de radio pirata durante la década de los sesenta, pero alguien lo había estado usando recientemente. La habitación había sido decorada como un estudio. Habían cubierto el frío suelo de metal con una alfombra turca, y una mesa y sillas plegables rodeaban una estufa de gas portátil. También había un hornillo de camping de acero inoxidable, y alguien había improvisado un futón colocando un colchón doble inflable sobre unos palés de madera. Había otros toques domésticos: habían cubierto unos faroles a pilas con coloridas piezas de tela, y unos manoseados libros de bolsillo y botellas de vino vacías ocupaban una estantería hecha de ladrillos y tablones de madera. Encima de la cama, un cartel impreso en ordenador con un texto de color carmesí que declaraba: «Si no estás viviendo tu vida, ya estás muerto».
Pero en la estancia seguía reinando una sensación de abandono. El húmedo aire salino había encorvado las cubiertas de los libros, y una erupción negra de moho salpicaba el edredón arrugado de la cama. El colchón se había desinflado en su mayor parte, por lo que se hundía desfallecido sobre los palés.
—Hogar, dulce hogar —dijo Rachel en voz baja.
Lundy miraba a su alrededor, asimilándolo todo.
—¿Ha tocado algo?
Ella negó con la cabeza con las manos metidas en los bolsillos.
—No. Eche un vistazo por la ventana.
La lluvia repiqueteaba con un sonido metálico en las paredes de metal, y me pareció percibir el balanceo de la torre, a merced del viento, cuando Lundy y yo nos acercamos a la ventana. El cristal estaba mucho más limpio que el resto, pero ya estaba cubierto por una nueva capa de sal. Aunque no bastaba para oscurecer la vista de la casa de Leo Villiers, justo delante de nosotros a través del mar abierto.
—Aquí es desde donde Emma sacó las fotografías —dijo Rachel.
Sin responder, Lundy se acercó al colchón desinflado lánguidamente sobre las plataformas de madera. Examinó el edredón enmohecido antes de olisquear los cigarrillos de liar aplastados en un platillo en la estantería improvisada.
—¿Su hermana fumaba porros?
—No, no fumaba. Odiaba el tabaco.
Lundy se enderezó.
—Bueno, pues a alguien le gustaba fumar porros.
—Ese debía de ser Mark Chapel. Emma me dijo que consumía marihuana. —Rachel negó con la cabeza, enfadada—. Todo este sitio es tan… típico de él. Ponerse a acampar en un lugar como este, en una antigua emisora de radio pirata. ¡Y ese estúpido letrero! ¡Dios, es como si le estuviera oyendo ahora mismo!
Señaló con furia al eslogan impreso y colgado sobre la cama. Pero la atención de Lundy se centró en otra cosa: le crujieron las rodillas cuando se inclinó para examinar un objeto en el suelo.
—¿Qué es? —pregunté.
—Parece la tapa de un objetivo —dijo sin tocarla—. Olympus.
—Es la misma marca que la cámara de Emma —señaló Rachel—. ¡Dios, le daría una bofetada! ¿En qué estaría pensando?
El inspector había empezado a levantarse, pero luego pareció fijarse en algo más. Seguí su mirada y vi unas salpicaduras secas en el suelo. No eran del todo obvias en el metal oxidado, y a primera vista podrían haber sido manchas de vino o de café.
Pero, por la expresión en el rostro de Lundy, vi que no lo eran.
—Oh, Dios…, ¿eso de ahí es sangre? —exclamó Rachel.
Lundy se puso en pie rígidamente mientras otra ráfaga de viento azotaba la torre.
—Aquí ya hemos terminado. Vayámonos antes de…
Un repentino estruendo resonó en toda la torre. Procedía de debajo de nosotros, de algún lugar en el nivel inferior. Nos quedamos paralizados mientras retumbaba en toda la estructura de acero hasta extinguirse por completo, lentamente.
Lundy se volvió hacia mí.
—¿Calzó usted la puerta?
No lo dijo en un susurro exactamente, pero sí en voz baja. Asentí. Recordé el peso sólido de la puerta de acero, lo rígidas y reacias que se habían mostrado las bisagras cuando la forcé contra la pared.
—Tal vez se ha soltado… —Rachel habló en voz baja también.
Ni Lundy ni yo respondimos. Era demasiado pesada para que se hubiera movido ella sola, y habría sido necesario un viento más fuerte para desplazarla. El silencio dentro del fuerte pareció ganar peso. El inspector tomó aliento, como reafirmándose en algo para sí.
—Esperen aquí.
Se dirigió a la puerta y yo lo seguí.
—Iré con usted.
—No, no lo hará. Cierre la puerta y manténgala cerrada hasta que yo regrese.
Salió antes de que pudiera hacer ninguna objeción. Moviéndose con delicadeza para ser un hombre tan voluminoso, tiró de la puerta detrás de él, cerrándola con un ruido sordo.
Fuera, sus pasos se extinguieron. En el silencio que siguió, Rachel se abrazó a sí misma.
—Todavía es posible que solo sea el viento. Si la puerta está abierta, podría haber entrado algo.
Era posible. Definitivamente, el viento era cada vez más fuerte, y sus gemidos graves acompañaban el estruendo de las olas que rompían contra las patas huecas de la torre. Tal vez no había calzado la puerta tan firmemente como yo creía. De repente, me parecía ridículo estar allí escondido mientras Lundy revisaba los pasillos vacíos él solo.
—¿Qué haces? —preguntó Rachel cuando me vio dirigirme hacia la puerta.
—Voy a ver dónde está Lundy.
—Dijo que esperásemos.
—Lo sé pero…
El estruendo de un estallido hizo añicos el silencio. El eco reverberó a través de las paredes de metal, mucho más fuerte que el ruido que lo había precedido. No había duda de que esta vez no era el viento, y era imposible no identificar su origen.
Era un disparo de escopeta.
Rachel me miraba con los ojos muy abiertos por la conmoción. A pesar de las instrucciones de Lundy, no habíamos echado el cerrojo de la puerta, y cuando el eco del disparo se extinguió, corrí a coger el tirador.
—¡No!
Se abalanzó delante de mí y echó el cerrojo superior antes de que pudiera detenerla.
—No vas a salir —dijo mirándome de espaldas a la puerta.
—Tengo que encontrar a Lundy…
—¿Y hacer qué? —Me miró asustada, pero decidida—. Eso era un arma, ¿qué crees que vas a hacer?
No tenía una respuesta. Evidentemente, yo también estaba asustado, pero no podía dejar a Lundy solo ahí. Extendí el brazo hacia ella.
—Ciérrala cuando salga.
—No, no seas…
De pronto, oímos la débil protesta del metal desengrasado a su espalda. Vimos como el tirador de la puerta se movía hacia abajo. La puerta se desplazó ligeramente, crujiendo mientras presionaba el pesado cerrojo que Rachel acababa de deslizar. Por puro acto reflejo, empecé a pronunciar el nombre de Lundy, pero murió en mis labios. Si hubiera sido el inspector quien estaba en el corredor, habría dicho algo.
Quienquiera que fuera, no era él.
Rachel retrocedió, acercándose a mí. Noté cómo se estremecía cuando algo golpeó contra la puerta. El cerrojo superior trastabilló, pero no se movió de su sitio, y cuando el tirador volvió a moverse, Rachel se abalanzó hacia delante y corrió también el cerrojo de abajo.
La puerta se estremeció al recibir un nuevo impacto, pero luego se quedó inmóvil. El silencio era insoportable. Rachel volvió la cabeza hacia mí para decir algo, y cuando lo hizo, la escopeta rugió de nuevo.
Toda la torre retumbó como una campana cuando la puerta se sacudió por la explosión. Apartándome, me incliné sobre Rachel cuando el ruido nos golpeó como un golpe físico a través de la estructura de metal. Convencido de que la puerta habría cedido, de que los viejos cerrojos no podían haber resistido el impacto, me arriesgué a mirar por encima de mi hombro.
La puerta de acero estaba intacta, con los cerrojos en su sitio.
Los oídos me zumbaban dolorosamente mientras el olor a azufre de la pólvora se colaba en la habitación. La cara de Rachel estaba pálida mientras mirábamos hacia la puerta, expectantes. No pasó nada. Todavía me zumbaban los oídos, pero ahora el martilleo sordo de mi corazón ahogaba los zumbidos.
—¿Se han ido? —susurró Rachel.
No respondí. Quienquiera que fuese, todavía podía estar esperando apostado allí fuera. Pero ahora el silencio parecía distinto, como si, al otro lado, el corredor estuviera vacío. Solo había una forma de averiguarlo.
Rachel trató de empujarme hacia atrás mientras descorría el cerrojo de arriba.
—¿Qué haces?
—No puedo dejar a Lundy.
Me dispuse a abrir el cerrojo de abajo. El borde de acero de la puerta estaba deformado hacia la mitad: habían dirigido el disparo hacia donde debería haber un solo cerrojo o una cerradura. Deslicé el último cerrojo hacia atrás, pero dejé un centímetro de la barra de metal aún en su sitio. Me detuve, aguzando el oído para detectar alguna señal de que todavía había alguien fuera, con la esperanza de que, si era así, mi acción lo hubiese engañado y lo empujara a delatar su presencia.
No pasó nada.
Me volví hacia Rachel.
—Prepárate para abrirlo, y luego ciérralo otra vez tan pronto como salga.
Ella negó con la cabeza con vehemencia.
—No, deberíamos…
—A la de tres —le dije.
Cerró los ojos y luego, de pronto, me abrazó.
—Ten cuidado.
Articulé las tres cifras con los labios y luego asentí. Cuando Rachel tiró del cerrojo, abrí la puerta de golpe y salí corriendo al pasillo.
Estaba vacío.
Una neblina azul llenaba el aire, y el hedor a pólvora era mucho más fuerte. Advertí que Rachel no había cerrado la puerta, sino que me había seguido, con los ojos muy abiertos mientras miraba hacia el pasillo.
Sacudió la cabeza.
—Voy contigo.
No había tiempo para discutir. Eché a andar hacia los escalones, tratando de avanzar con el máximo sigilo posible. A mitad del oscuro corredor, me detuve y me aseguré de que la puerta de acceso a la cubierta estuviera todavía con el cerrojo echado. Cuando lo hice, oí el sonido distante de un motor alejándose.
Una barca se alejaba de allí.
Sin embargo, cualquier posible sensación de alivio se vio reemplazada por un temor creciente.
—¿Lundy? —grité—. ¡Lundy!
El grito retumbó en el silencio, y luego oí algo: un sonido grave y ronco que provenía de los escalones. Eché a correr y lo vi.
Lundy estaba tendido en el suelo, a mitad de camino. Estaba tumbado de espaldas, con una pierna doblada en un ángulo antinatural debajo de él y los brazos a ambos lados del cuerpo. Toda la parte delantera estaba cubierta de sangre. Bajo la tenue luz, parecía como si tuviera algo en el estómago y el pecho; pero la visión pronto se materializó en forma de intestinos y costillas al descubierto.
Los escalones estaban resbaladizos por la sangre, que ya había empezado a coagularse en masas viscosas allí donde había caído goteando de un peldaño a otro. Percibí vagamente la presencia de Rachel a mi espalda mientras me arrodillaba junto al inspector en la estrecha escalera.
—¿Lundy? Bob, Bob, ¿puedes oírme?
Aún estaba vivo. Su pecho subía y bajaba lentamente, en un gran esfuerzo. El ruido que había oído antes era su respiración, asmática y trabajosa. Su expresión era de sorpresa y, de vez en cuando, los ojos azul aciano detrás de sus gafas manchadas de sangre pestañeaban al levantar la mirada entre las sombras.
—Oh, Dios —exclamó Rachel—. ¡Oh, Dios, míralo!
Me quité el abrigo y lo enrollé para comprimir con él la atroz herida.
—Sal —le dije mientras presionaba el abrigo con ambas manos—. Busca cobertura y telefonea para pedir ayuda.
—¿No debería…?
—Hazlo. Ahora.
Sin dejar de comprimir, me aparté a un lado para dejarla pasar. Rachel trató de sortear la sangre de los escalones, pero había demasiada. Mientras pasaba, reparé en una huella en la masa coagulada que había más abajo.
Pero no perdí un minuto en darle vueltas a eso. Cambiando mi posición para aliviar los brazos, continué presionando la herida. Mi abrigo hecho jirones ya estaba empapado, y tenía las manos pegajosas de sangre. Esta manaba ahora más despacio, pero sabía que no era debido a la compresión que ejercía.
—Está bien, Bob —le dije tratando de hablar con calma y en un tono de voz tranquilizador—. Rachel ha ido en busca de ayuda, así que lo único que tienes que hacer ahora es esperar hasta que llegue. Solo quiero que te mantengas despierto y te concentres en mi voz, ¿de acuerdo? ¿Puedes hacer eso, Bob?
Lundy no respondió. Permanecía con la mirada fija hacia arriba mientras su pecho subía y bajaba lentamente. Seguí hablando. Le hablé de su esposa, de su hija, de su nieta, la hablé de la fiesta de cumpleaños de la niña y de cualquier cosa que me viniera a la cabeza. No sabía si podía oírme, pero le hablé, porque sentía que debía hacerlo y porque no había nada más que pudiera hacer por él. Seguí hablando cuando Rachel regresó y se quedó en silencio al pie de la escalera, y seguí hablando todavía cuando el voluminoso pecho dejó de moverse y la respiración trabajosa enmudeció, aunque para entonces sabía que estaba hablando conmigo mismo.