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Aún estaba oscuro a la mañana siguiente, cuando salí de casa. Ya había tráfico incluso a esa hora, tan temprana, cuando los faros de los camiones y de los trabajadores más madrugadores serpenteaban por la carretera. Sin embargo, fueron escaseando cada vez más cuando salí de Londres y me dirigí al este. Muy pronto, las carreteras dejaron de estar iluminadas mientras las estrellas irradiaban una luz más intensa cuando los barrios de las afueras, densamente poblados, quedaron atrás. El débil resplandor del navegador daba una falsa sensación de calor, pero a esa hora de la mañana aún hacía falta encender la calefacción. Había sido un invierno largo y frío, y a pesar de la fecha que marcaba el calendario, la primavera prometida no era más que un simple tecnicismo.

Me había despertado con el cuerpo dolorido, sintiéndome un poco torpe. Lo habría achacado a una miserable resaca si hubiese tomado más de una cerveza la noche anterior, pero lo cierto es que me sentí mejor después de una ducha caliente y un desayuno rápido, demasiado absorto en el día que tenía por delante para preocuparme por cualquier otra cosa.

Las carreteras de primera hora de la mañana estaban muy tranquilas. Las marismas costeras de Essex no se encontraban demasiado lejos de Londres; ciudades y paisajes de campos planos y bajos que libraban una batalla perpetua con el mar, en la que a menudo salían derrotados. Sin embargo, yo no estaba familiarizado con aquel tramo de la costa sudeste del país y, en las instrucciones que me había enviado por correo electrónico, Lundy me había insistido en que saliera con mucha antelación. Pensé que exageraba hasta que busqué en internet mapas del estuario de Saltmere. El «laberinto de arroyos y marismas» que había mencionado el inspector era un área llamada las Backwaters, un dédalo de canales y zanjas a merced de las mareas que bordeaba uno de los lados del estuario. En las fotografías por satélite se asemejaba a los vasos capilares que nutren a una arteria, y la mayoría de ellos solo eran accesibles por barco, aunque tampoco durante la marea baja, cuando se secaba y se convertía en una árida llanura de humedales. La ruta que tenía planeado seguir solo bordeaba sus orillas, pero aun así las carreteras parecían pequeñas y tortuosas.

El brillo del navegador se atenuaba a medida que el cielo que tenía justo enfrente continuaba iluminándose. A un lado, la silueta de las refinerías de la isla de Canvey se recortaba contra ese mismo cielo, unas formas fractales negras con destellos de luces. Ya había más coches en la carretera, pero entonces tomé una vía secundaria y el tráfico menguó. No tardé en estar solo de nuevo mientras conducía en dirección a un amanecer nublado.

Apagué el GPS poco después, y decidí confiar únicamente en las instrucciones de Lundy. A mi alrededor, el paisaje era plano como una sábana, salpicado de espesuras de espino con alguna que otra casa o granero ocasionales. Las instrucciones del inspector me guiaron a través de un pueblo pequeño de aspecto deprimente llamado Cruckhaven, en las inmediaciones del cuello del estuario. Pasé junto a casas con la fachada de guijarros y también al lado de construcciones de piedra hasta llegar a un paseo marítimo y al puerto, donde algunos barcos arrastreros con el casco sucio y otros navíos de pesca yacían desplomados de costado sobre el barro, esperando que la marea regresara para devolverles su dignidad y su razón de ser.

El pueblo tenía un aire muy desangelado, así que no lamenté dejarlo atrás. La carretera proseguía bordeando el estuario, con el asfalto erosionado en los lugares donde la marea había desbordado las orillas. Y hacía poco de eso, además, según todos los indicios. Había sido otro invierno malo por culpa de las inundaciones, pero, absorto en mis propios problemas en Londres, no había prestado mucha atención a las noticias sobre las tormentas en la costa. A juzgar por la acumulación de algas en la calzada y los campos circundantes, allí sería más difícil ignorar esas noticias: el calentamiento global era algo más que un debate académico cuando se estaba tan expuesto a sus consecuencias.

Seguí la carretera hacia la desembocadura del estuario. Con la marea baja, lo único que quedaba era una llanura de fango salpicada de charcos y regueros de agua. Empecé a preguntarme si no me habría pasado algún desvío cuando, un poco más adelante, en la costa, vi una hilera de edificios bajos. Había varios vehículos de la policía aparcados fuera y, por si me quedaba alguna duda, un poco más allá, el letrero de madera lo confirmaba: SALTMERE OYSTER CO.

Había un agente de policía custodiando el recinto, y habló con alguien por radio antes de dejarme pasar. Detuve el coche en un trozo de asfalto agrietado, junto a los demás vehículos y a un furgón policial, aparcados detrás de los desvencijados cobertizos de los pescadores de ostras. Cuando me bajé del coche, con los músculos entumecidos por el trayecto y el calor de la calefacción, el frío de la mañana me resultó tan vivificante como una ducha. El aire arrastraba consigo el chillido agónico de las gaviotas, además del olor a algas podridas y el aroma salado y terroso del lecho marino expuesto a la intemperie. Respiré profundamente mientras contemplaba el paisaje de la marea. En el estuario drenado, parecía como si un gigante hubiera arrancado con una pala un enorme pedazo del suelo, dejando únicamente una llanura de fango jalonada de charcos estancados. La escena recordaba a la desolación de los paisajes lunares, pero la marea ya había emprendido su regreso: ya se veían los riachuelos de agua serpenteando por los canales cincelados en el fondo del estuario, inundándolos a ojos vistas, en ese preciso instante, mientras los miraba.

Un cambio en el viento trajo el rumor rítmico de un helicóptero de la policía o de los guardacostas y vi, a lo lejos, su figura en forma de mancha, rastreando la superficie del agua. Aprovecharía la luz del día y la marea baja para realizar un barrido visual del estuario. En el agua, un cadáver no emitiría el calor suficiente para ser detectado por los rayos infrarrojos y sería difícil detectarlo desde el aire, especialmente si el cuerpo se desplazaba bajo la superficie. No habría mucho tiempo para encontrar los restos antes de que volviera la marea y se los llevara de nuevo.

«Pues entonces no te quedes ahí parado como un pasmarote», pensé. Una de las agentes del furgón me dijo que el inspector Lundy estaba en el embarcadero. Rodeé los cobertizos cerrados y me dirigí a la parte delantera. El casco tubular de una lancha semirrígida policial estaba en un remolque en la parte superior de una rampa de cemento, y fue entonces cuando entendí por qué se estaban efectuando las labores de búsqueda desde allí. La rampa se hundía en dirección a un canal profundo en el barro que había delante del embarcadero. Cuando subiera la marea, el agua lo llenaría primero, lo que permitiría lanzar la lancha sin esperar a que el estuario se inundara por completo. El nivel del agua aún no estaba suficientemente alto, pero a juzgar por los remolinos y las turbulencias que encrespaban su superficie no tardaría mucho.

Había un grupo de hombres y mujeres junto a la lancha, hablando en voz baja mientras sujetaban vasos de plástico humeantes en la mano. Algunos iban vestidos con ropa de aspecto paramilitar, pantalones y camisas azul marino bajo unos voluminosos chalecos salvavidas que los identificaban como miembros de una unidad de la marina, pero los demás vestían de civiles.

—Busco al inspector Lundy —dije.

—Soy yo —respondió uno de los miembros del grupo, volviéndose hacia mí—. Es usted el doctor Hunter, ¿verdad?

Es difícil imaginar el aspecto de alguien por su voz, pero lo cierto es que Lundy coincidía a la perfección con la imagen que me había hecho de él. Debía de tener cincuenta y pocos años, y tenía el físico de un boxeador envejecido que había empezado a engordar: ya no estaba en forma, pero el cuerpo grande y robusto y los músculos seguían allí. Un bigote recio y abundante le confería el aspecto de una simpática morsa, mientras que detrás de las gafas con montura metálica la cara redonda le daba un aire afable y lúgubre al mismo tiempo.

—Ha llegado temprano. ¿Ha tenido problemas para encontrarnos? —preguntó a la vez que me estrechaba la mano.

—Me alegré de que me enviara las indicaciones —admití—. Tenía razón con lo del navegador…

—No llaman a este sitio las Backwaters porque sí… Verdaderamente, es un lugar dejado de la mano de Dios. Vamos, le daremos una taza de té.

Creí que iríamos al furgón, pero Lundy me llevó detrás de los cobertizos hasta su coche, un Vauxhall lleno de abolladuras que parecía tan resistente como su dueño. Abrió el maletero, sacó un termo grande y vertió un té humeante en dos vasos de plástico.

—Es mejor que lo que tienen ahí dentro en el furgón, créame —dijo mientras volvía a enroscar la tapa del termo—. A menos que no tome azúcar… Yo soy más bien de dulce.

Yo lo tomaba sin azúcar, pero agradecí el líquido caliente de todos modos. Además, estaba ansioso por saber más detalles sobre el caso.

—¿Ha habido suerte? —pregunté soplando para enfriar el té.

—Todavía no, pero el helicóptero lleva en el aire desde el amanecer. La oficial al frente de la investigación, la inspectora Pam Clarke, viene de camino con el patólogo, pero tenemos autorización para sacar el cuerpo en cuanto lo encontremos.

Me preguntaba dónde se habrían metido: el oficial superior a cargo de una investigación y el patólogo siempre estaban presentes en el momento de recuperar los restos y trasladarlos a tierra, ya que el lugar donde habían sido hallados podía ser una potencial escena del crimen y había que tratarla como tal. Sin embargo, eso no siempre resultaba práctico en los rescates de cadáveres en el mar, donde la operación quedaba a merced absoluta de las mareas y las corrientes. La prioridad en situaciones como aquella solía ser recuperar los restos lo antes posible.

—Dijo usted que tenían una idea bastante precisa de dónde podría estar localizado el cadáver, ¿verdad? —pregunté.

—Creemos que sí. Lo avistaron en el estuario alrededor de las cinco de la tarde de ayer. Seguramente la bajamar habría arrastrado el cuerpo a lo largo de bastantes metros. Si ha llegado al mar, lo único que hacemos es perder el tiempo, pero tenemos el convencimiento de que habrá embarrancado antes. ¿Ve aquello de allí?

Dirigió un dedo grueso hacia la desembocadura del estuario, a poco menos de dos kilómetros de distancia. Distinguí una serie de promontorios alargados que surgían del lecho de fango en forma de colinas bajas y de color pardo.

—Son los Barrows —continuó Lundy—. Son bancos de arena que se extienden a lo largo del estuario. Toda la zona se ha estado encenagando desde que instalaron las defensas marinas más arriba, en la costa. Han alterado tanto las corrientes que ahora toda la arena arrastrada se acumula ante nuestra puerta: solo pueden entrar y salir los barcos de poco calado, incluso con la marea alta, así que hay muchas posibilidades de que el cadáver tampoco haya podido superar los escollos de los bancos.

Escruté los bancos de arena, a lo lejos.

—¿Cuál es el plan para recuperarlo?

Supuse que era ahí donde entraba yo en escena, para aconsejar sobre cómo manipular los restos sin dañarlos si la descomposición estaba ya muy avanzada. Seguía sin entender que mis servicios fuesen a ser absolutamente necesarios, pero no se me ocurría a qué otra razón obedecía mi presencia allí. Lundy sopló con delicadeza su té humeante.

—Va a ser una tarea compleja, veremos qué pasa en cuanto sepamos dónde se halla el cuerpo. Si está en los Barrows, no podremos subirlo hasta el helicóptero, porque los bancos de arena son demasiado blandos para aterrizar y el riesgo de bajar a alguien y que se quede atrapado allí es demasiado alto. Por mar es la mejor opción, así que no tenemos más remedio que esperar que podamos salir a rescatarlo antes de que la marea se lo lleve. —Sonrió—. Espero que se haya traído las botas de agua.

Había hecho algo mejor que eso, me había llevado las botas altas de pesca, consciente, por experiencias previas, de cómo podían llegar a ser los rescates de cadáveres en el agua. Por lo que había visto de momento, aquella tenía todos los números para ser la peor de todas.

—¿Dijo que tenían una idea más o menos certera de quién podría ser?

Lundy bebió un sorbo de té y se secó el bigote.

—Así es. Hace un mes desapareció un hombre de treinta y un años llamado Leo Villiers. Su padre es sir Stephen Villiers, no sé si le suena…

El tono de la frase era interrogativo, pero aquel nombre no significaba nada para mí. Negué con la cabeza.

—No he oído hablar de él.

—Bueno, la familia es muy conocida por aquí. ¿Ve toda esa tierra de allí? —Señaló hacia el otro lado del estuario. El terreno parecía ligeramente más elevado que donde estábamos, y en lugar de marismas y canales había campos de cultivo claramente delimitados por líneas oscuras de setos—. Esa es la finca Villiers, o al menos una parte de ella. Poseen muchas tierras a este lado también. Se dedican a la agricultura, pero sir Stephen está metido en otros muchos sectores. Petróleo de esquisto, industrias… Estos cobertizos y las bateas de ostras también son de su propiedad. Compró la granja de ostras hace una década y luego la cerró, seis meses después. Despidió a todo el mundo.

—Pues no sé si eso sentaría demasiado bien por aquí…

Empezaba a entender de dónde provenía la presión que Lundy había mencionado por teléfono.

—No sentó tan mal como cabría esperar. El plan es convertirlo en un puerto deportivo. Se habla de dragar canales en el estuario, de construir un hotel y transformar toda esta zona. El proyecto significaría cientos de puestos de trabajo local, así que eso apaciguó los ánimos por el cierre de la granja de ostras. Pero hay una fuerte oposición por parte de los ecologistas, así que mientras siguen las discusiones sobre los planes de futuro, lo ha paralizado todo. Puede permitirse el lujo de esperar y pensar a largo plazo y, al final, lo cierto es que cuenta con suficiente poder político para ganar.

Esa clase de gente solía tenerlo. Miré el lecho de barro del estuario, donde la marea empezaba a subir.

—¿Y qué tiene que ver su hijo con todo esto?

—Nada. Al menos no directamente. Leo Villiers era lo que se dice la oveja negra de la familia. Hijo único, su madre murió cuando apenas era un niño. Lo expulsaron de la escuela militar privada y luego abandonó los estudios universitarios para ingresar en el cuerpo de entrenamiento de oficiales en el último curso. Su padre logró inscribirlo en la Real Academia Militar pero no llegó a graduarse. No hay ninguna razón oficial, por lo que, al parecer, debió de meterse en algún lío y su padre tuvo que tirar de algunos hilos para sacarlo. Después de eso, protagonizó un escándalo detrás de otro. Su madre le dejó un fondo fiduciario, por lo que no necesitaba trabajar, y parecía disfrutar con su vida disoluta. El típico donjuán guaperas, con las mujeres era como poner a un zorro a vigilar las gallinas, pero muy desagradable. Rompió un par de compromisos y se metió en todo tipo de problemas, desde conducir bajo los efectos del alcohol hasta agresión con agravantes. Para su padre siempre ha sido muy importante proteger el apellido Villiers, por lo que a los abogados de la familia se les acumulaba el trabajo. Pero ni siquiera sir Stephen podía encubrirlo todo. —Lundy me lanzó una mirada llena de inquietud—. Naturalmente, todo esto que le cuento es off the record.

Intenté no sonreír.

—No diré una sola palabra.

Él asintió satisfecho.

—Bueno, para abreviar, durante un tiempo pareció que se había calmado. Su padre al menos debió de creerlo así, porque intentó meterlo en política. Había rumores de que se iba a presentar como diputado del Parlamento por la circunscripción local, hizo entrevistas en prensa… Toda la parafernalia habitual. Entonces, de repente, todo se paró. El partido local encontró a otro candidato y Leo Villiers desapareció de la vida pública. Todavía no hemos podido averiguar por qué.

—¿Y fue entonces cuando desapareció?

Lundy negó con la cabeza.

—No, eso fue bastante antes. Pero desapareció otra persona. Una mujer de por aquí con la que había tenido una aventura.

Fue entonces cuando me di cuenta de que no había sabido interpretar lo que pasaba allí: no se trataba solo de localizar a un hombre desaparecido. Había dado por sentado que Leo Villiers era la víctima, pero estaba equivocado.

Él era el sospechoso.

—Esto es estrictamente confidencial —dijo Lundy bajando la voz a pesar de que no había nadie cerca que pudiera oírlo—. No tiene ninguna relación directa con lo de hoy, pero más vale que le ponga en antecedentes.

—¿Cree que Leo Villiers mató a la mujer?

El inspector se encogió de hombros.

—Nunca encontramos su cuerpo, así que no pudimos probar nada, pero él era el único sospechoso. Ella era fotógrafa, se vino a vivir aquí desde Londres hace dos o tres años, cuando se casó. Emma Derby: una mujer glamurosa, muy atractiva. No era la clase de mujer que uno esperaría encontrar en un sitio como este. Villiers la contrató para que hiciera sus fotografías publicitarias para la campaña cuando parecía que iba a meterse en política, y luego le encargó algún trabajo de diseño de interiores para su casa. Resulta que ese no fue el único «trabajo» que hizo, porque tanto la asistenta como el jardinero afirmaron haber visto a una mujer semidesnuda que encaja con la descripción de Derby en el dormitorio de Villiers.

Frunciendo la boca con una mueca de desaprobación, Lundy se palpó los bolsillos y sacó un paquete de antiácidos. Extrajo un par de pastillas del blíster.

—Pero al parecer se pelearon —dijo, masticando las tabletas—. Tenemos varios testigos que la oyeron gritar y llamarlo «capullo arrogante» en alguna gala política de alto copete poco antes de desaparecer.

—¿Lo interrogaron?

—No sirvió de nada. Negó haber tenido un lío con ella, alegó que ella se le había insinuado, pero que él la había rechazado. Algo difícil de creer dado su historial, sobre todo teniendo en cuenta que no tenía coartada para el día de la desaparición. Aseguró que ese día se había ido de viaje, pero no dijo adónde ni ofreció ninguna forma de corroborarlo. Era evidente que ocultaba algo, pero los abogados de la familia nos pusieron toda clase de obstáculos e impedimentos. Amenazaron con demandarnos por acoso solo por mirarlo con recelo, y sin cadáver ni pruebas de ningún tipo, no había mucho que pudiéramos hacer. Peinamos el área donde vivían Emma Derby y su esposo, pero es una zona fundamentalmente de marismas y humedales a la que no se puede acceder a pie. El lugar ideal para deshacerse de un cadáver. Las labores de búsqueda eran un infierno, por lo que encontrar algo allí suponía todo un reto. Y, entonces, Leo Villiers desapareció también, así que, básicamente, eso fue todo.

Pensé en lo que Lundy había dicho por teléfono la noche anterior.

—Dijo que su desaparición no era sospechosa, pero alguien como él debía de tener enemigos. ¿Qué hay del marido de Emma Derby?

—Lo investigamos a conciencia. Una pareja bastante extraña, la verdad sea dicha. Él es bastante mayor que ella, y no era ningún secreto que tenían problemas antes incluso de que ella se liase con Villiers. Sin embargo, él estaba fuera del país cuando su esposa desapareció y luego, cuando fue Leo quien desapareció, se encontraba en Escocia. Comprobamos sus coartadas en ambas ocasiones. —Las comisuras de la boca de Lundy se torcieron hacia abajo—. Tiene razón sobre el hecho de que Villiers tenía enemigos, y me atrevería a decir que no va a haber mucha gente derramando lágrimas por él, pero no hay nada que sugiera que alguno de ellos estuviera involucrado en su desaparición, ni tampoco nada sospechoso. En un informe se mencionaba que el jardinero echó a un intruso de las inmediaciones de la casa no mucho antes de la desaparición, pero lo más probable es que se tratara de adolescentes del lugar.

Miré más allá de los cobertizos, hacia donde el lecho de fango del estuario desaparecía bajo el agua, cuya marea empezaba a ascender.

—Entonces ¿cree que Villiers se suicidó?

La cautela al teléfono del inspector me hizo sospechar que no se trataba de un mero accidente. Lundy se encogió de hombros.

—Había estado bajo mucha presión y nos consta que hubo al menos un intento de suicidio fallido durante su adolescencia. Los abogados de sir Stephen nos han impedido acceder a su historial médico, pero según los testimonios verbales de personas que lo conocían, es obvio que hay antecedentes de depresión. Además, había una nota.

—¿Una nota de suicidio?

Hizo una mueca de dolor.

—No la llamamos así oficialmente. Sir Stephen no quiere oír a nadie sugerir siquiera que su hijo pueda haberse suicidado, así que tenemos que andarnos con cuidado. Y la nota fue encontrada en la papelera de Leo, por lo que o bien era simplemente un borrador o cambió de idea y luego decidió no dejarla. Pero era su letra, y en ella había escrito que no podía seguir adelante, que odiaba su vida… Esa clase de cosas. Además, la asistenta que encontró la nota nos dijo que su escopeta también había desaparecido. Una obra de artesanía, hecha a mano por la casa Mowbry & Sons. ¿Ha oído hablar de ellos?

Negué con la cabeza: estaba más familiarizado con los efectos de los disparos de las armas de fuego que con sus fabricantes.

—Son competencia directa con los Purdey en cuanto a escopetas de encargo. Una elaboración artesanal preciosa, para quien le gusten ese tipo de cosas, y exorbitantemente caras. El padre de Villiers se la compró cuando cumplió dieciocho años. Debió de haber costado casi tanto como mi casa.

Un arma más barata hubiera sido igual de letal, pero empezaba a comprender por qué Lundy se había mostrado tan prudente para no hablar más de la cuenta. El suicidio era un acto difícil de asimilar para cualquier familia, especialmente si se trataba de un hombre sospechoso de asesinato. Sería un golpe doblemente difícil de aceptar para cualquier padre, por lo que no era de extrañar que sir Stephen Villiers estuviese en plena fase de negación. Pero en su caso, lo que lo distinguía era que él disponía tanto del dinero como del poder necesarios para no tener que salir de ella… aunque sería más complicado si aquel resultaba ser el cadáver de su hijo.

La mancha lejana del helicóptero todavía era visible, si bien ahora el viento hacía que el ruido se alejase cada vez más de nosotros. Parecía haber dejado de moverse.

—¿Qué le hace pensar que se trata de Villiers y no de Emma Derby? —pregunté.

Dudaba de que los ocupantes del velero que habían visto el cuerpo a la deriva hubieran podido distinguir su género.

—Porque la mujer desapareció hace siete meses —contestó Lundy—. Simplemente, no concibo que su cuerpo aparezca ahora, después de todo este tiempo.

Tenía razón. Aunque inicialmente un cadáver se hunde en el agua, cuando el aire retenido en los pulmones escapa por completo vuelve a resurgir a la superficie debido a la acumulación de gases de la descomposición, que lo hacen flotar de nuevo. Cuando eso sucedía, el cadáver podía pasar semanas a la deriva, dependiendo de la temperatura y las condiciones climáticas, pero siete meses era demasiado tiempo, sobre todo en las aguas relativamente poco profundas de un estuario. La combinación de mareas, animales carroñeros y aves marinas hambrientas se habrían cobrado su pieza mucho antes.

Aun así, en todo aquello había algo que no me cuadraba. Repasé lo que Lundy había dicho, tratando de encajar las piezas.

—Entonces ¿Leo Villiers no desapareció hasta seis meses después de que lo hiciera Emma Derby?

—Más o menos, así es, aunque no estamos seguros exactamente de cuándo. Hay un intervalo de dos semanas entre la última vez que alguien tuvo contacto con él y la fecha de la denuncia de su desaparición, pero estamos bastante seguros de que…

El inspector interrumpió su frase cuando oímos un silbido procedente del embarcadero. Un miembro de las unidades de actividades subacuáticas había aparecido por detrás de los cobertizos. Levantó el pulgar antes de darse media vuelta y volver por donde había venido.

Lundy sacudió las últimas gotas de té de su taza.

—Espero que esté listo para mojarse los pies, doctor Hunter —dijo cerrando de nuevo la tapa del termo—. Parece que el helicóptero ha encontrado algo.