9

Había menos agua en el arroyo que cuando había caminado por su orilla el día anterior. Aunque no tenía forma de comprobarlo, por su apariencia, todavía faltaban un par de horas para que subiera la marea.

Esperaba tener tiempo suficiente.

Antes de salir de la casa, traté de pensar en lo que podría necesitar. Llevaba mi cámara en la bolsa de viaje, así que me sentí afortunado. Sin embargo, aunque encontrase lo que buscaba, era imposible saber si me resultaría fácil o no sacarlo del agua. Las botas altas de pesca aún seguían en mi coche, en casa de Trask, y después de lo del día anterior, no estaba en mis planes volver a mojarme. No había nada en el estudio que pudiera servirme, pero arranqué varias bolsas de basura de un rollo de debajo del fregadero y las puse en la nevera, ya limpia. Tras dejar las bolsas de hielo en el pequeño congelador del frigorífico de la casa, salí a ver qué podía encontrar.

Un tramo de escaleras conducía a un embarcadero en la parte delantera de la vivienda. En mitad de la pared había una línea que presumí debía de indicar la altura de la pleamar; por encima de la línea, la piedra estaba seca y era de una tonalidad clara, mientras que por debajo era más oscura y estaba húmeda. En ese momento, el nivel del agua estaba más bajo, incluso más que la parte superior del embarcadero. El acceso al muelle de la casa se hallaba en el otro extremo, una gran abertura cuadrada que daba directamente al arroyo. Estaba cerrada por una puerta de madera húmeda equipada con un candado oxidado, pero de aspecto sólido. No iba a poder acceder por allí, pero a mitad de los escalones había una pequeña plataforma al lado de una trampilla en la pared. La tosca tabla de madera que la tapaba se mantenía cerrada únicamente por una cuerda atada a un clavo herrumbroso, así que no creía que nadie se opusiese si me asomaba a mirar dentro.

Las bisagras protestaron cuando la abrí. Me llegó un olor a sótano húmedo y cerrado, a agua y a piedra mojada. La abertura estaba muy abajo y tuve que agacharme para pasar. El desnivel al otro lado me cogió por sorpresa: el suelo estaba aún más bajo. Hacía frío y estaba oscuro, y me detuve un momento para que los ojos se acostumbraran a la penumbra. Unos rayos de luz entraban por la puerta de la pared delantera, lo suficiente como para ver algo en cuanto abrí la trampilla.

Las reformas que habían transformado la planta superior de la casa en un estudio no habían llegado allí abajo. Estaba de pie en una estrecha pasarela, demasiado pequeña para considerarla un embarcadero, que recorría toda la pared. Con la pleamar, aquella parte quedaría inundada de agua, pero en ese momento podía ver el lecho fangoso del arroyo por debajo del muelle. Los tablones de madera de la pasarela estaban resbaladizos y podridos, y en ella había una gran variedad de objetos relacionados con las barcas y viejos desechos. Había una canoa con un enorme agujero en el fondo, tirada de lado y semienterrada entre boyas de corcho, chalecos salvavidas en estado ruinoso y fragmentos deshilachados de cestas de mimbre para pesca.

Tenía la esperanza de encontrar un bichero o algún otro objeto similar, pero lo más parecido que encontré fue un remo corto con la pértiga rota. No era lo más adecuado, pero sí mejor que nada. Me lo llevé fuera, até la cuerda alrededor del clavo para cerrar la trampilla y volví a subir los escalones hasta llegar a donde había dejado la nevera portátil.

Ese pequeño esfuerzo bastó para dejarme exhausto. Descansé unos minutos, recobrando el aliento mientras observaba el arroyo serpenteante entre la extensión de bancos de arena y marismas. Me pregunté si estaba en condiciones de hacer lo que me proponía. Hacía menos de veinticuatro horas me preocupaba la posibilidad de tener que ingresar en un hospital y ahora estaba a punto de emprender una excursión a pie a través de las marismas en lo que probablemente fuera una búsqueda inútil.

Pero la culpa era mía. Enfermo o no, debería haber reconocido lo que estaba justo delante de mis narices el día anterior. Puede que ya hubiese perdido para siempre mi oportunidad, y si lo dejaba por más tiempo, sin duda así sería.

Recogí la nevera y eché a andar por la orilla del arroyo. La tarde era más despejada que el día anterior, pero aún había una capa de nubes que teñía el cielo del color de la leche agria. Para empezar, ni siquiera había nada parecido a un camino, solo una estrecha franja de terreno cenagoso donde las hierbas y las plantas del pantano no eran tan espesas. Al cabo de unos pocos minutos, incluso eso había desaparecido. Traté de mantener la vista fija en el arroyo mientras caminaba por el borde del agua, pero no resultaba nada fácil teniendo en cuenta que debía concentrarme constantemente en ver dónde pisaba.

De hecho, la cosa iba de mal en peor. Las mareas habían tejido una intrincada red de canales a través del terreno blando y arenoso del pantano. El arroyo era como una raíz gigante de la que se ramificaban raíces más pequeñas, y luego otras aún más pequeñas. Me topé con algunos obstáculos, como charcos turbios y zanjas parcialmente inundadas. Algunos eran lo bastante pequeños para pasar por encima o salvarlos de un salto, pero con otros no tuve más remedio que dar un rodeo y esperar poder regresar al arroyo. Después de seguir uno de los canales durante lo que me pareció una eternidad sin encontrar ningún camino, me detuve para descansar y orientarme. El paisaje llano no tenía más señales distintivas que los montículos arenosos coronados de hierbas espinosas. Los juncales desdibujaban la frontera entre tierra y agua, y al mirar hacia atrás, solo veía el cobertizo a lo lejos.

Me senté junto a la nevera a sopesar qué hacer a continuación. Si seguía el riachuelo tierra adentro tenía la esperanza de llegar al mismo tramo que ayer, cuando lo había recorrido en dirección opuesta a la casa de Trask, pero no tenía ni idea de a qué distancia se encontraba, y como me había desviado tanto del curso del arroyo, era difícil distinguirlo de los numerosos canales y zanjas que se abrían paso por la zona. La marea ya se estaba extendiendo a través de la marisma y, a este ritmo, seguramente me acabaría perdiendo o rompiéndome un tobillo.

Aun a mi pesar, empezaba a pensar seriamente en la posibilidad de volver atrás cuando vi una figura a cierta distancia, al otro lado del pantano. Estaba demasiado lejos para distinguir con claridad, pero a medida que se fue acercando, vi que era una mujer. Sentí una extraña tensión al reconocerla.

Rachel Derby caminaba en mi dirección por la otra orilla del canal inundado que yo había tratado de rodear. Llevaba una bolsa de lona colgada de un hombro, parecía más una cartera que un bolso. Se había recogido la espesa melena oscura en una trenza informal, y conseguía que hasta las botas de goma, los vaqueros viejos y la chaqueta impermeable roja le sentaran bien.

Se detuvo delante a mí con expresión confusa.

—No esperaba verlo aquí.

—Estaba… Se me ha ocurrido dar un paseo. —Consciente del aspecto tan extraño que debía de ofrecer, levanté el remo roto en el aire—. He cogido prestado esto del cobertizo.

—Sí, ya veo. —Dirigió la mirada a la nevera portátil—. ¿Va a hacer un pícnic?

—Mmm…, no. Ya sé que parece un poco raro…

—Qué va, en absoluto. Estoy segura de que un remo roto le será muy útil. —No sonrió, lo que me hizo sentir aún más ridículo—. No voy a preguntarle por qué está aquí. No es asunto mío y me imagino que tiene un buen motivo, pero ¿está seguro de que se encuentra en condiciones de salir? La última vez que le vi tenía muy mal aspecto.

—Ya me encuentro mucho mejor —contesté.

Los ojos verdes parecían escépticos.

—Siempre que sepa lo que hace… Dentro de una hora más o menos subirá la marea, así que no le aconsejo que siga paseándose por aquí. Si ahora le parece un mal sitio, será mucho peor cuando se inunde.

Miré sus botas de agua y su bolsa, sin saber si la idea que se me acababa de ocurrir era buena o no.

—¿Conoce usted bien esta zona?

—Lo bastante como para saber qué partes conviene evitar. —Frunció el ceño—. ¿Por qué?

—Pretendo volver al tramo del arroyo al que llegué ayer. No estaba lejos de su casa, así que pensé que si seguía el arroyo volvería al mismo sitio. —Me encogí de hombros—. Pero no ha sido tan fácil.

—Bienvenido a las Backwaters —dijo. Me pareció ver el atisbo de una sonrisa, pero tal vez eran imaginaciones mías—. ¿Adónde quiere llegar exactamente?

—No sabría concretárselo… La orilla estaba deshecha y había una vieja barca hundida en el barro…

—¿Cerca de un sauce muerto? Conozco ese lugar. No está lejos, pero si no sabe cómo llegar es fácil perderse, y eso no es nada bueno cuando está subiendo la marea. Si se puede llegar desde Creek House, ¿no puede esperar hasta más tarde y luego volver a intentarlo desde allí?

—La verdad es que no. —Si esperaba, desaparecería cualquier posibilidad que tuviera de encontrar lo que buscaba—. ¿Podría indicarme cómo llegar?

—¿Desde aquí? —Su tono de voz dejaba claro lo que pensaba al respecto—. Esta no es la clase de lugar en el que se pueda salir a dar un paseo, sin más. Creí que después de lo de ayer ya habría aprendido la lección.

—Es importante.

Negó con la cabeza, resignada o asombrada por mi estupidez.

—¿Tiene algo que ver con mi hermana?

Era una buena pregunta. Tardé un par de segundos en responder.

—No, que yo sepa.

Era la verdad. Que yo supiese, aquello podía ser una enorme pérdida de tiempo. Pero tenía que saberlo, lo fuese o no.

Rachel miró hacia la marisma, apartándose un mechón de pelo que le caía sobre la cara.

—Está bien —dijo al cabo de un momento—. Le llevaré.


Caminamos en lados opuestos del canal inundado hasta que llegamos a un punto donde se estrechaba. Todavía era demasiado ancho para atravesarlo de un salto, pero alguien había tendido unos tablones gruesos y desgastados para hacer un puente rudimentario. Cuando me reuní con ella en el otro lado, Rachel echó a andar con paso seguro de nuevo hacia el arroyo. No había ningún camino obvio, pero ella no parecía tener ningún problema para abrirse paso a través de la compacta vegetación que cubría aquella parte del pantano como una alfombra verde.

Al principio caminamos en silencio. No era incómodo exactamente, sino más bien una búsqueda hacia un territorio seguro para entablar conversación. Rachel fue la primera en romperlo.

—Esto… ¿qué le ha parecido el cobertizo reformado?

—Muy bien. Me gusta, es muy acogedor.

—Gracias. No está terminado del todo. Aún tengo algunas cosas pendientes antes de ponerlo en alquiler para el verano.

—¿Se encarga usted misma de la reforma?

—Me mantiene ocupada. La mayor parte se hizo antes… de que yo viniera. —Siguió hablando después de la pausa—. Andrew es arquitecto, así que se encargó de toda la parte estructural y mi hermana se ocupó del diseño de interiores. Llamaron a contratistas para que hicieran el trabajo principal, así que ahora solo es solo cuestión de terminar. Algunos retoques de pintura, cuadros que hay que colgar… Ese tipo de cosas.

Trask había dicho que había construido Creek House para su esposa, pero no sabía que era arquitecto.

—He estado mirando las fotografías de su hermana. Espero que no le importe.

—Para eso están allí. O lo estarán, cuando las cuelgue. Salvo un par de las más antiguas, como la de la motocicleta y el autorretrato, hizo todas las fotos en esta zona. La idea era venderlas a los clientes que se alojasen en la casa, por lo que todas están en venta. Bueno, excepto el autorretrato. Tengo pensado guardarlo. —Una nota agria impregnó su tono de voz—. Aunque no es que eso pueda ya importarle a Emma.

El tono de desaprobación parecía inconsciente, pero la mención de su hermana me dio pie para sacar el tema.

—Oiga, sobre lo de ayer… Lo siento, debería haberme dado cuenta.

—No se preocupe por eso. Además, soy yo la que debería disculparse por haberle tratado así. Pensé que había sido muy borde cuando descubrí que no estaba usted… ya sabe.

—¿Simulando estar enfermo?

Su vergüenza era fingida solo en parte.

—Sí, algo así. Pero en cualquier caso, ¿está seguro de que se encuentra bien? Podemos hacer una pausa si necesita descansar.

—No, estoy bien.

Traté de decirlo con más convicción de la que en realidad sentía. La caminata por el pantano empezaba a pasarme factura. Sentía que comenzaban a dolerme los músculos de las piernas y me habría gustado soltar la nevera portátil unos minutos, pero no lo habría admitido ni aunque hubiésemos tenido tiempo para descansar. Demasiada mala impresión le había causado ya ayer.

—¿Así que era médico de atención primaria? ¿Y qué le hizo cambiar de especialidad? —me preguntó.

No era un tema en el que quisiese entrar.

—Es una larga historia. Digamos que, simplemente, me di cuenta de que esto se me daba mejor.

—Muy bien, sé captar una indirecta. ¿Puedo preguntarle al menos cómo perdió el bazo? ¿Fue en un accidente de tráfico o algo parecido?

Prefería evitar tener que hablar de eso también, pero si seguía eludiendo sus preguntas parecería que la estaba despreciando. Y no era esa mi intención. Traté de pensar en una forma menos dramática de explicárselo antes de decidir que lo mejor era, simplemente, contarle la verdad.

—Me apuñalaron.

—Sí, ya. —La expresión irónica de Rachel cambió cuando me vio la cara—. Dios, no bromea, ¿verdad?

Parecía realmente conmocionada. No tenía ninguna intención de entrar en detalles, pero me sorprendí hablándole de Grace Strachan, de cómo me había involucrado en el caso cuando dejó un reguero de muertes en una pequeña isla de las Hébridas Exteriores, y casi me convertí en una de sus víctimas cuando me atacó en la puerta de mi propia casa, en Londres. Rachel frunció el ceño mientras escuchaba.

—¿Apareció en su casa y le apuñaló, sin más? —exclamó cuando terminé mi relato—. ¡Menuda hija de puta!

Quise decirle que Grace tenía problemas mentales, que había sido víctima de malos tratos, pero al final no me pareció que el esfuerzo mereciese la pena.

—Podría decirlo así, sí.

—¿Y qué le ocurrió a ella? ¿Sigue todavía en la cárcel?

—No, no llegaron a detenerla.

—¿Quiere decir que todavía anda suelta por ahí?

—La policía cree que probablemente está muerta. —No era un tema en el que me gustara extenderme—. ¿Y qué me dice de usted? Por su acento, no parece de por aquí.

—Soy de Bristol, pero estuve viviendo en Australia antes de instalarme aquí.

—¿Y qué hacía allí? —pregunté intrigado.

Se encogió de hombros con aire desdeñoso.

—Soy bióloga marina. Me dedicaba a investigar cómo afectan los contaminantes plásticos a la Gran Barrera de Coral, pero ahora estoy en una especie de año sabático indefinido.

Me detuve para sacar la bota de una enfangada maraña de hierba de pantano.

—Debe de haber sido todo un cambio venir a vivir aquí.

—Imagino que bastante parecido a pasar de ser médico de familia a antropólogo forense —respondió ella—. Las Backwaters no es un sitio tan malo. Me gusta la paz y la tranquilidad, y desde el punto de vista de la biología marina, la verdad es que es genial. No es tan exótico como la Gran Barrera, obviamente, y mentiría si dijera que no echo de menos el sol, pero este lugar tiene algo especial. Los ecosistemas son tan complejos como cualquiera de los que hay en el arrecife, solo están un poco más…

—¿Llenos de barro? —ofrecí.

Rachel sonrió. Era la primera sonrisa auténtica que había visto en sus labios, y le iluminó todo el rostro.

—Desde luego. Pero la superposición entre la ecología de agua dulce y salada es realmente fascinante. Y no todo son cangrejos y moluscos: muchas veces nos llegan focas procedentes del estuario, a veces hasta Creek House. ¿Las oyó anoche?

No recordaba haber oído nada una vez que me acosté.

—No, me parece que no.

—Lo sabría si las hubiese oído. Son infernalmente ruidosas, imposible no oírlas. Suenan como una jauría de labradores borrachos. Y además están las anguilas.

—Las anguilas…

Me miró con una expresión divertida.

—Sí, ya lo sé, tienen mala prensa, pero son animales verdaderamente únicos, y todavía desconocemos muchas cosas sobre ellos. ¿Sabe que vuelven al mar de los Sargazos para reproducirse?

La miré tratando de averiguar si hablaba en serio o no.

—¡Es verdad! —protestó—. Todas las anguilas que encuentre aquí nacieron en el mar de los Sargazos, en el Atlántico Norte. Una vez que se produce el desove, las crías migran por todo el planeta. Viven en las desembocaduras de los ríos o estuarios de agua dulce hasta alcanzar la madurez sexual, momento en que regresan nadando todo el camino de vuelta hasta el mar de los Sargazos para reproducirse y que el ciclo pueda comenzar de nuevo. Son unos seres muy curiosos, pero por culpa de la sobrepesca son una especie en peligro de extinción. Su población se ha reducido en un noventa y cinco por ciento, pero nadie…

Se interrumpió y se encogió de hombros con timidez.

—¿Ve lo que pasa cuando me tira de la lengua? Anguilas y bricolaje… Qué temas más fascinantes.

—Entonces ¿ha salido a observar a las anguilas hoy? —pregunté ahuyentando el recuerdo repentino de la anguila deslizándose por la cara destrozada de Leo Villiers.

—No. Quería salir a airearme un poco, así que se me ha ocurrido ir a recoger hierbas. —Abrió la bolsa para enseñarme algunos brotes de plantas húmedas y relucientes—. Es un poco pronto para la salicornia, pero a veces se encuentra si se sabe dónde buscar. Aquí abundan todo tipo de plantas marinas, además de mejillones, almejas, cangrejos… Esa es otra ventaja de las Backwaters: nunca te mueres de hambre.

Rachel se detuvo y miró alrededor.

—Bueno, será mejor que deje de aburrirle. Ya hemos llegado.

Estaba tan absorto en la conversación que no había prestado atención al entorno. Unos pasos más adelante, el casco podrido de la vieja barca emergía de las aguas del arroyo como una gigantesca caja torácica. Más allá estaba el nudoso tronco del sauce, con sus ramas muertas arrastrándose con desolación en el agua.

—¿Es este el lugar al que se refería? —preguntó Rachel.

Asentí.

—Gracias por la ayuda. Ahora ya puede seguir con su paseo.

No parecía esperarse aquello.

—¿Y cómo va a encontrar el camino de vuelta?

—Lo encontraré, no se preocupe.

No debía de ser muy difícil dar con el camino a la casa de Trask desde allí, y luego podría seguir hasta el cobertizo. O incluso coger mi coche si Jamie había conseguido repararlo. Empezaba a sentirme débil otra vez, pero para hacer lo que tenía proyectado llevar a cabo era mejor estar solo. Y si encontraba lo que buscaba, no creía que Rachel quisiera estar presente.

Pero ella no pensaba lo mismo.

—Sabe que el hecho de que ayer hubiera algo aquí no significa que todavía siga aquí hoy, ¿no? Sea lo que sea lo que busca, si puede flotar, seguramente se lo habrá llevado la marea y sabe Dios dónde estará ahora.

No necesitaba que nadie me lo recordase.

—Lo sé.

Rachel me miraba con gesto de exasperación.

—Esto es ridículo. Si me dice lo que busca, podría ayudarle a encontrarlo. No soy idiota; sé que tiene que ser algo horrendo, pero he visto ataques de tiburones, así que no tiene que preocuparse por si vomito o me desmayo. Y supongo que si está aquí usted solo en lugar de acompañado por la policía es porque todavía no está seguro de si se trata de algo relevante o no.

—No, pero…

—Mire, estos últimos meses he estado a punto de volverme loca por no poder hacer nada. Ya me ha dicho que esto no tiene nada que ver con Emma, así que lo más probable es que esté relacionado con Leo Villiers. Y si cree que me va a afectar de alguna manera encontrar una de las partes del cuerpo de ese cabrón, eso es porque usted no me conoce.

Unas marcas de rubor le teñían las mejillas, al igual que el día anterior, cuando estaba enfadada. Por lo visto, ejercía ese efecto sobre ella.

—Es una zapatilla de deporte —le dije.

Me miró unos segundos.

—Vaya, a eso lo llamo yo un anticlímax.

Esperaba que fuese únicamente eso. Solo de pensarlo, me enfadé conmigo mismo por mi propia estupidez. Había estado ahí de pie, en la orilla del río, justo al lado de la zapatilla la tarde anterior, viéndola balancearse junto con otros restos arrastrados por la marea. En aquel momento estaba demasiado preocupado en no perderme la autopsia para darme cuenta de lo que podría tener delante de las narices.

Según mi intuición, tal vez no fuese nada más siniestro que una simple zapatilla vieja, pero a menos que la encontrase, nunca lo sabría a ciencia cierta. Rachel tenía razón: no conocía las Backwaters tan bien como ella, y si la zapatilla flotaba a la deriva, necesitaría su ayuda para volver a encontrarla.

—Entonces ¿qué tiene de especial? —preguntó mientras nos dirigíamos a la zona de la orilla en la que había estado el día anterior—. ¿O es que simplemente se dedica a recoger zapatillas de deporte viejas?

—No por gusto. Hace un tiempo hubo un caso en el oeste de Canadá, en la Columbia Británica —le expliqué—. Aparecían zapatillas de deporte arrastradas por la corriente a lo largo de un tramo determinado de costa. Muchos pares, alrededor de una docena en un período de unos cinco años. También había botas y otro tipo de calzado, pero eran principalmente zapatillas de deporte. Y en todas, todavía había pies dentro.

Rachel hizo una mueca, pero no pareció sorprendida.

—Ah, qué delicia. ¿Y qué era? ¿Un asesino en serie?

—Eso es lo que la policía creyó en un principio. O víctimas del tsunami que asoló el sureste asiático. Pero resultó que la mayoría de las zapatillas pertenecían a personas que se habían tirado o caído de un puente concreto de Vancouver. Sus cadáveres fueron arrastrados hasta el mar y…

—Y los pies se desprendieron. —Rachel asintió con un leve movimiento de cabeza. Como bióloga marina, debía de conocer los efectos del agua mejor que la mayoría de las personas—. ¿Cómo es que no se hundieron?

—Porque llevaban una suela con cámara de aire. —Hice una pausa para enjugarme la frente. Mi cuerpo intentaba hacerme saber que estaba abusando de mis fuerzas, pero ya casi estábamos—. Las suelas los mantuvieron a flote, y la zapatilla en sí evitaba que los carroñeros tuviesen acceso a ellos. Se desplazaron durante cientos de kilómetros antes de que las corrientes marinas los arrojaran al mismo tramo de costa.

—¿Y cree que la zapatilla que busca todavía podría tener el pie de Leo Villiers dentro?

Había ido con cuidado de no mencionar a Villiers o a su hermana, pero Rachel no era tonta.

—No lo sé —admití—. También podría ser simplemente una zapatilla de deporte vieja que alguien ha tirado. Pero parecía un número de hombre.

Por lo general, no habría llegado a ese tipo de conclusión: los pies de las mujeres podían ser tan grandes como los de los hombres, pero lo cierto es que eso era raro, y aunque en ese momento no me había llamado la atención, recordaba que la zapatilla era bastante grande. A menos que Emma Derby tuviera los pies anormalmente grandes, la zapatilla no sería suya, y quería tranquilizar a Rachel sin que fuese demasiado evidente.

Sin embargo, ella supo entrever el significado de mi comentario en clave.

—No se preocupe, mi hermana no solía salir a correr. A Emma le gustaba nadar, pero si hubiera salido a correr probablemente lo habría hecho con tacones.

Percibí un nuevo dejo de desaprobación en su voz, pero no tuve tiempo de reflexionar sobre las tensiones entre ella y su hermana. Habíamos llegado a nuestro destino, junto al arroyo. El nivel del agua estaba más bajo que la última vez, pero el mordisco en forma de media luna de la orilla arenosa era el mismo. En el agua flotaban unos trozos de madera, botellas de plástico y otros desechos, y vi la misma cabeza de muñeca que el día anterior.

No había rastro de la zapatilla de deporte.

—¿Está seguro de que estaba aquí? —preguntó Rachel dudosa.

—Seguro.

Miré hacia arriba y abajo por la orilla del agua cenagosa. A pesar de que sabía que había pocas posibilidades de que la zapatilla aún siguiera allí, que a esas alturas la marea seguramente ya la habría arrastrado, fue una amarga decepción de todos modos. Una oleada de fatiga me recorrió el cuerpo y, si Rachel no hubiera estado allí, me habría desplomado sobre la nevera para descansar.

—La marea probablemente la llevó hacia el estuario en lugar de hacia el interior —señaló frunciendo el ceño—. Hay una parte donde la orilla se ha derrumbado, por allí. Podría haber quedado atrapada.

No hablamos mientras caminábamos a lo largo del arroyo. Ahora empezaba a sentir temblores. Lo más sensato sería dar la búsqueda por zanjada, pero no tenía intención de hacerlo. Después de unos diez minutos llegamos a una parte de la orilla que se había derrumbado y formado una especie de presa. Rachel redujo el paso.

—Es aquí —anunció—. Si no está aquí, podría estar en cualquier parte.

Mi optimismo estaba flaqueando junto con mis fuerzas. Ya estaba reprendiéndome por haber perdido la que podría haber sido mi única oportunidad de examinar la zapatilla cuando Rachel señaló hacia delante.

—¿Qué es aquello?

Un pequeño arbusto había caído en el arroyo cuando la orilla se hundió. La maraña de ramas muertas estaba cubierta de hierbas y maleza, y en ese momento vi un objeto claro enganchado.

Flotando junto a él había una zapatilla de deporte.

—¿Es esa? —preguntó Rachel emocionada.

—Creo que sí.

A menos que hubiera dos, lo cual era posible pero no probable. Cuando nos acercamos vi que se trataba del pie derecho. Estaba a solo unos pocos palmos de distancia de la orilla, atrapada en las ramas maltrechas, con la suela hacia nosotros. Si hubiese llevado las botas altas de pescador, podría haberla recuperado fácilmente, pero no pensaba adentrarme en el agua con el calzado que llevaba puesto. Dejé la nevera y pisé con cuidado la orilla de tierra desmenuzada. Mis botas se hundieron en el barro arenoso al intentar atrapar la zapatilla con la pala del remo, que cayó chapoteando en el agua a escasos centímetros de mi objetivo.

Estiré aún más el cuerpo.

—Tenga, agárrese fuerte.

Rachel me ofreció su mano. Estaba caliente y seca cuando la sujeté, y ella me agarró con firmeza cuando se retiró hacia atrás para hacer de contrapeso. Alargué el remo y volví a fallar de nuevo, pero ahora solo por los pelos. La siguiente vez la pala alcanzó la zapatilla, la apartó de las ramas y la acercó más a la orilla.

Empujé la zapatilla más cerca y luego usé el remo para dirigirla a través del agua hacia mí. Rachel me soltó la mano e intenté no acusar la repentina ausencia de calor en mi piel.

—Detesto aguarle la fiesta, pero eso no parece algo con lo que Leo Villiers se hubiese dejado ver ni muerto —comentó con sorna.

Yo también había pensado lo mismo. Debajo de la capa de barro, la zapatilla de deporte parecía un calzado barato y robusto, diseñado para salir a la calle en lugar de para practicar deporte. No se ajustaba a mi imagen de Villiers, un hombre que compraba ropa a medida en los sastres de Saint James y tenía una escopeta personalizada que valía una pequeña fortuna.

—¿Es eso un calcetín morado? —preguntó Rachel inclinándose sobre mi hombro para ver mejor—. Definitivamente, no pertenece a Leo Villiers.

Tenía razón. Aunque había sabido desde el primer momento que seguramente aquello no era nada importante, noté que la sensación de anticlímax me arrancaba las pocas fuerzas que me quedaban. Estaba a punto de soltar de nuevo la zapatilla cuando me di cuenta de un detalle: alguien que tiraba un zapato no dejaría dentro un calcetín. Acto seguido, advertí algo más.

Los cordones empapados todavía estaban atados.

—Tal vez sea mejor que se aparte —advertí a Rachel, pero ya era demasiado tarde.

La zapatilla había girado en el agua mientras la empujaba para acercarla y nos mostraba la parte superior, de cara hacia nosotros.

Incrustados dentro de la zapatilla y semiocultos por el espeluznante calcetín, se distinguían el hueso y el cartílago de un tobillo.