29

Apagué el motor y dejé que la poderosa corriente me arrastrase los últimos metros. Aun así, la barca golpeó el muelle demasiado rápido, y el casco de fibra de vidrio chocó contra él con suficiente impulso como para hacerme rechinar los dientes. Lancé la cuerda alrededor de un poste antes de que el agua arrastrase la barca corriente arriba, asegurándome de dejarla lo bastante holgada para tener en cuenta la marea, que seguía creciendo, antes de bajarme de un salto.

El agua que cubría el embarcadero casi me llegaba a las rodillas. Con cuidado de mirar dónde pisaba, caminé por él chapoteando hacia el cobertizo, que parecía haberse reducido a casi la mitad de su altura a la par que las olas lamían las paredes de piedra. Mientras me dirigía a los escalones, vi que la cubierta de madera de la trampilla se había desprendido. Daba golpes contra la pared, y la cuerda que la había sujetado hasta entonces se balanceaba en el viento. No me molesté en detenerme para cerrarla; volvería a soltarse de nuevo, y tenía prisa por pisar tierra firme.

Quería averiguar qué hacía allí sir Stephen.

El agua me chorreaba por las piernas mientras subía apresuradamente los escalones y me preguntaba qué podía ser tan urgente como para sacar al padre de Leo Villiers de su casa con aquel tiempo. Al llegar a la parte superior de los escalones, vi a su chófer, Porter, alejándose del cobertizo en dirección al enorme vehículo negro. Llevaba un abrigo grueso, pero iba sin sombrero, aparentemente indiferente al clima. El viento y la lluvia debían de haber ocultado mi llegada, porque no me vio hasta que le hablé.

—¿Me buscaba?

Porter se dio la vuelta. Me miró fijamente y luego esbozó una sonrisa de cortesía.

—¿Por dónde ha venido? Me ha dado un susto de muerte. —Tiró una colilla que llevaba en la mano. El cigarrillo hizo un siseo al aterrizar en la tierra húmeda mientras señalaba en dirección al Daimler—. Sir Stephen quiere hablar con usted.

No tenía ni idea de qué podía querer el padre de Leo Villiers, y no me apetecía en absoluto hablar con él, pero no podía negarme. Con la esperanza de que no se alargara demasiado, eché a andar hacia el Daimler mientras Porter abría la puerta trasera.

—Está aquí, sir Stephen.

Se detuvo cortésmente junto al coche negro, con las manos enguantadas enlazadas delante de él. Mis botas rechinaban al caminar, y era consciente de lo mojado que estaba y de mi aspecto desaliñado, pero la inquietud que sentía no tenía nada que ver con eso. Aminoré el paso, mientras me preguntaba cómo sabía sir Stephen que me alojaba en el cobertizo. O por qué no me había llamado por teléfono si quería hablar conmigo. Me sorprendí dirigiendo intuitivamente mi mirada a la colilla de cigarrillo que Porter acababa de tirar al suelo.

Me detuve.

El chófer aguardaba pacientemente junto a la puerta abierta del coche, con el agua goteándole sobre la cabeza descubierta. La cara llena de marcas de acné también lucía otras señales oscuras, como cortes por el afeitado. Me fijé en los guantes de cuero negro, en los elegantes zapatos negros ahora embarrados y manchados. Eran zapatos de ciudad, de los que tendrían suelas de cuero lisas.

Como la huella en la sangre de Lundy que había visto en el fuerte marino.

—¿Doctor Hunter? —dijo Porter, todavía de pie junto a la puerta abierta del coche.

Logré hablar.

—Creía que a sir Stephen no le gustaba que fumara.

Su sonrisa educada se mantuvo inalterable.

—Y estoy seguro de que me reconvendrá por ello. Ahora, si no le importa…

No veía la parte de atrás del coche. La puerta estaba abierta en mi dirección y los cristales tintados teñían de negro el interior. Miré hacia el cobertizo.

La puerta estaba entreabierta con el marco astillado a la altura de la cerradura.

La lluvia caía mientras Porter y yo nos mirábamos de frente. Cerró la puerta del coche con un fuerte golpe.

—Valía la pena intentarlo.

El corazón me latía desbocado. No sabía por qué Porter estaba allí, pero sí sabía lo que significaba. Y al tiempo que mi cansancio disminuía, también supe que no dejaría que me fuera ahora que lo había visto. Lo mismo que le sucedió a Stacey Coker.

O a Lundy.

Porter soltó un bufido cuando me vio mirar mi coche.

—Sí, adelante. Esperaré aquí mientras lo abre.

Deseché esa idea: era imposible pasar por delante de él. Tratando de aparentar la misma tranquilidad que él, señalé con un movimiento de cabeza las pequeñas manchas de sangre de sus mejillas.

—No es muy inteligente disparar a una puerta de acero. Tiene suerte de no haber perdido un ojo.

—Sí, tengo mucha suerte. Ese soy yo, un tipo con suerte.

Miró hacia los escalones que conducían al embarcadero para comprobar que no había nadie más a quien no hubiese visto. Casi como en un gesto distraído, flexionó las manos entrelazadas, apretando los dedos de los guantes de cuero con más fuerza.

—Y bien, ¿dónde está?

—¿Dónde está el qué?

—He tenido un día de mierda y le aseguro que no estoy de humor. Dígame dónde está.

Me sentí como en una pesadilla surrealista.

—No tengo ni idea de a qué se refiere.

Ahora no había ni rastro de la sonrisa en su cara.

—No me joda. ¿Dónde está el dinero?

—¿Qué dinero? Yo no…

—Escuche, maldito cabrón estúpido, le estoy dando una oportunidad —escupió—. Las quinientas mil de Villiers estaban escondidas en el armario de la casa de Holloway. ¿Dónde están?

Nada de aquello tenía ningún sentido. Quinientas mil libras era la cantidad que Emma Derby y Mark Chapel habían exigido a cambio de las fotografías. Pero según Clarke, Leo Villiers no había pagado a sus chantajistas.

«Ya tendrás tiempo de preocuparte por eso».

—La casa se quemó…

—Ya sé que se quemó, pero el dinero ya había desaparecido antes del incendio. Alguien se lo llevó, y Holloway no habría sabido qué hacer con él, aunque hubiera sabido lo que era. Las únicas personas que fueron allí antes que la policía fueron usted y la hermana de Derby, así que se lo preguntaré de nuevo: ¡¿Dónde está el puto dinero?!

—La policía registró la casa, debían de…

—La policía fue allí después que yo —dijo con exagerada paciencia—. Si lo hubieran encontrado, el viejo se habría enterado, y yo también. Inténtelo de nuevo.

Ya estaba empezando a salir de mi estado de shock, y comenzaba a armar las piezas de aquel rompecabezas. «El viejo» debía de ser sir Stephen. No sabía de dónde había salido aquel dinero, pero era evidente que Porter había estado ocultándolo en la casa de Edgar. Y aunque no tenía idea de quién lo había cogido, sabía lo que Porter había encontrado en aquella casa.

—¿Merecía la pena matar a Stacey Coker por él? —pregunté.

Si me quedaba alguna duda, su reacción acabó de disiparla. Una expresión que podría haber sido de vergüenza cruzó su rostro, pero solo duró unos instantes.

—Le he hecho una pregunta —me repitió.

—¿De verdad le vio o simplemente la estranguló?

—Última oportunidad. ¿Va a decírmelo?

No había ninguna señal de remordimiento. Quise repetirle que no tenía ni idea, que no sabía nada de aquel dinero, pero, aunque me creyera, Porter no dejaría que yo saliera de allí con vida; no querría que pudiera contárselo a nadie. Había visto de primera mano lo que le había hecho a Mark Chapel, un entusiasta de las artes marciales más joven y más fuerte que yo. No me hacía ilusiones sobre mis posibilidades en una pelea. Eso solo me dejaba una opción.

Porter se encogió de hombros y comenzó a caminar en mi dirección.

—Está bien, si es eso lo que quiere…

—Está en el maletero del coche.

Se detuvo, expectante, mientras yo rebuscaba en mis bolsillos para sacar las llaves del coche. Las saqué y las sostuve en el aire para que las viera.

—Tenga.

Se las lancé con todas mis fuerzas, con la esperanza de que no pudiera cogerlas, pero su mano salió disparada y las atrapó en el aire. Me miró.

—Está todo ahí —le dije.

—Eso espero.

Sentí que me temblaba todo el cuerpo por la adrenalina cuando Porter se dirigió hacia mi automóvil. Sin apartar la mirada de mí, presionó el botón de apertura con el pulgar. Me obligué a sostenerle la mirada cuando se abrió el cierre centralizado. Sin dejar de mirarme, alargó la mano hacia el maletero. Me quedé inmóvil mientras la puerta se abría de golpe. Él la levantó y miró en el interior.

Entonces me volví y eché a correr.

Lo oí maldecir y correr tras de mí mientras bajaba aparatosamente los escalones hacia el embarcadero. La barca me parecía la mejor opción, pero al mirar al lugar donde la había dejado, me percaté de mi error: contaba con tener suficiente ventaja para saltar y soltar amarras antes de que Porter pudiera darme alcance. A pesar de que no tendría tiempo para encender el motor, la corriente alejaría la barca tan pronto como la desatara.

Pero me había olvidado de que había dejado el cabo flojo para que la barca no se inundara con la crecida del agua. La marea la había arrastrado en su máxima extensión, tirando de ella, y ahora estaba dando vueltas en el extremo de la cuerda como un animal sujeto con correa, a unos dos metros del borde del embarcadero inundado.

Imposible desatarla a tiempo.

Los pasos de Porter resonaron en la orilla cuando salté al pequeño descansillo en los escalones. La cresta de las olas estaba a punto de alcanzarlo, y el muelle en sí era casi invisible debajo de ellas. Me di cuenta de que estaba acorralado. Lo único que podía hacer era saltar al arroyo inundado y arriesgarme, pero cuando estaba a punto de arrojarme por los últimos escalones y meterme en el agua, percibí un movimiento a un lado. La compuerta suelta de la trampilla daba golpes por la acción del viento, dejando al descubierto parte del oscuro interior del muelle. Cuando las pisadas de Porter retumbaron en los escalones de madera a mi espalda, tomé una decisión y me metí.

Me zambullí en la oscuridad y el agua fría y revuelta. Entre jadeos, agarré la compuerta de la trampilla y traté de cerrarla. La tapa dio una sacudida cuando Porter se arrojó contra ella, tratando de introducir una mano a través del espacio. El agua me chapoteaba en la cara mientras luchaba por impedir que entrara, mientras la plataforma sumergida crujía y daba chasquidos bajo mis pies como protesta. Algo cabeceó a mi lado y bajo la tenue luz que se filtraba por la trampilla, reconocí el remo roto que me había llevado a las Backwaters. Tras presionar el peso de mi cuerpo contra la cubierta de madera, agarré el remo y acerqué el extremo dentado a la mano enguantada de Porter. Le apuñalé la mano una y otra vez, hasta que, con un gruñido, retiró el brazo hacia atrás.

La compuerta se cerró de golpe. Al cabo de un momento, dio una sacudida hacia dentro, en mi dirección, cuando Porter la pateó, pero ahora yo jugaba con ventaja. Mantuve el hombro presionado contra los toscos tablones de madera, soportando todas las patadas hasta que desistió.

Se oía el sonido del movimiento del agua en el silencio repentino. También pude oír a Porter respirando agitadamente.

—Muy listo, sí, señor. ¿Qué cojones va a hacer ahora?

No tenía ni idea. La compuerta se abría hacia dentro, por lo que, siempre y cuando no me moviera de donde estaba, Porter no podría entrar. Pero yo tampoco podía salir. Temblando, miré alrededor. El agua me llegaba a la altura de la cintura y seguía subiendo. Unos haces verticales de penumbra gris se filtraban a través de las tablillas de la puerta. Distinguí un surtido de objetos náuticos flotando alrededor, pero nada que me pareciera útil. Aparté a un lado la canoa agujereada que me empujaba como el hocico de un animal persistente y saqué el teléfono del bolsillo. Estaba mojado, pero aun así lo intenté. La pantalla no dio señales de vida.

No iba a recibir ninguna ayuda del exterior. Traté de mantener la calma y pensar. El nivel del agua dentro del cobertizo ya parecía más alto, pero eso también sería igual para el exterior. La temperatura del arroyo era fría, pero no era un frío mortal, y Porter tendría prisa por escapar. Había asesinado a un oficial de policía, no podía permitirse el lujo de perder el tiempo allí conmigo, o esperar hasta que la crecida del agua me obligara a salir.

Entonces recordé que tenía una escopeta y sentí que se disipaba cualquier sensación de alivio.

—¿Sigue ahí dentro o ya se ha ahogado? —exclamó.

Presioné las manos contra la compuerta de la trampilla, palpando la madera áspera. A pesar de que era maciza, no servía de protección contra un disparo de escopeta. Hablé a través de la compuerta.

—No haga que empeoren aún más las cosas.

Tenía la voz destrozada por el frío y el esfuerzo. Se oyó una risa agria fuera.

—No tengo ninguna intención de hacerlo. En cuanto me diga dónde está el dinero, me iré.

Otra vez con eso.

—Ya le he dicho que yo no sé nada de ningún dinero.

—Acaba de decirme que estaba en su coche, así que ¿por qué habría de creerle?

—Porque esto no nos está ayudando a ninguno de los dos. Mató a un inspector de policía. ¿De verdad cree que va a llegar muy lejos?

—Preocúpese por usted. El agua tiene que estar subiendo a pasos agigantados ahí dentro. Seguro que nota frío alrededor de los cojones.

Para intentar no pensar en el frío, me concentré en la escopeta. La Mowbry debía de estar en el Daimler, pero si Porter iba a buscarla, tal vez yo podría intentar escapar con la barca. Evidentemente, eso también se le había ocurrido a él, o ya lo habría hecho.

—¿Sabía que Leo Villiers sigue vivo?

—No me diga.

Por supuesto que lo sabía, me reprendí a mí mismo. Por eso quería huir. Con Villiers no solo vivo sino capaz de demostrar su inocencia, solo sería cuestión de tiempo antes de que la policía comenzara a buscar a otros sospechosos. Incluyéndolo a él.

—¿Se lo dijo su padre? —le pregunté, consciente de que cuanto más tiempo estuviese allí, lejos de la escopeta, más posibilidades había a mi favor.

—¿Acaso cree que el viejo admitiría que su hijo había reaparecido como mujer? Como si fuera a anunciarlo a los cuatro vientos.

El suave chapoteo del agua me indicó que Porter se estaba moviendo fuera. Agucé el oído para captar cualquier señal de que estuviese volviendo a subir los escalones, listo para correr hacia la barca si lo hacía.

—Entonces ¿cómo se enteró? —insistí.

—Estaba con él en el coche cuando la policía llamó para darle la noticia. Tienen que tener contento a sir Stephen, ¿verdad?

—¿Habló con ellos delante de usted?

—Como le dije, le sorprendería de lo que llega uno a enterarse cuando nadie repara en tu presencia.

Percibí una nota de amargura en su voz. Me guardé ese detalle para luego, más preocupado por lo que hacía fuera. Lo oía moverse en el agua, intentando hacerlo con sigilo.

—¿Fue así como descubrió que estábamos en el fuerte marino?

—Sí, no me lo esperaba. Tengo que reconocer que me acojoné un poco cuando lo oí. Estaba impaciente por dejar al viejo para poder averiguar qué hacían allí.

Su voz me llegaba desde más lejos, de la dirección del embarcadero en lugar de los escalones. Traté de deducir qué hacía, rezando por que no soltara la amarra de la barca.

—No debería haber matado a Lundy.

—Dígame algo que no sepa.

—Entonces ¿por qué lo hizo? —casi grité incapaz de reprimir la crudeza de mi voz.

—No tuve elección. Ni siquiera sabía que estaba con ustedes hasta que lo vi. Por lo que había oído, creía que solo habían ido usted y la hermana.

—Entonces ¿solo planeaba matarnos a los dos? Y después ¿qué? ¿Intentar que pareciera otro accidente de barco?

—No planeaba matar a nadie, ¿de acuerdo? ¡Yo solo quería recuperar el puto dinero! Joder, ¿cree que yo quería esto? —El ruido del chapoteo era cada vez más fuerte: volvía de donde había estado—. Mire, todo este asunto se me ha ido de las manos. Si me entrego, ¿hablará de mí en términos favorables?

Era lo último que esperaba oír. Su voz sonaba más cerca: estaba al otro lado de la puerta otra vez. Dudé, temblando en el agua fría. No confiaba en él, pero no entendía que pretendía con aquello.

—Está bien —dije con cuidado—. Pero tiene que…

Casi me caí cuando la compuerta de la trampilla se sacudió bajo un nuevo asalto. El agua entraba a raudales cuando me abalancé sobre ella. Oía a Porter jadeando al otro lado. Casi lo había logrado, pero ahora que el intento de palanca había fallado no tenía más posibilidades de abrir la compuerta. Esta dio una nueva sacudida tras un último golpe desganado antes de que Porter acabara por rendirse.

—Vamos, ¡esto es absurdo, joder! —exclamó sin resuello—. Dígame dónde está el dinero y dejaré que se vaya.

—¡Por el amor de Dios, no sé nada de ningún dinero! —Frustrado, mantuve el hombro pegado a la trampilla mientras buscaba el remo roto. Sujetándolo, lo clavé en ángulo entre los tablones del suelo y la compuerta de la trampilla. No impediría la entrada a Porter por mucho tiempo, pero podría ganar unos valiosos segundos si este intentaba algo de nuevo—. ¿A quién se lo robó? ¿O también estaba chantajeando a Leo Villiers?

—¡No soy un maldito ladrón! Y si hubiera querido chantajear a los Villiers, lo habría hecho hace años. —Parecía genuinamente ofendido—. Estaba intentando salvarles el culo, como siempre. Esa zorra de Derby y su novio tenían fotos de Leo travestido, y querían medio millón para no hacerlas públicas. Medio millón… Joder. El pequeño Leo se cagó y se largó a toda leche en cuanto se enteró, así que entonces fueron al viejo. Le dije que no pagara, pero, ah, no… No podía permitir que todos supieran que a su hijo le gustaba jugar a ser Barbie, ¿verdad?

La misma amargura de antes. Oí a Porter alejarse de la trampilla de nuevo. «¿Ahora qué?», pensé. Miré hacia la puerta que obstruía la entrada al arroyo. Las olas llegaban por encima de la mitad de la altura de los listones de madera.

Al recordar el candado oxidado, esperé que resistiera.

—Entonces ¿qué? ¿Los mató y se llevó el dinero?

«Vamos, ¿qué haces ahí fuera?».

—No iba a permitir que unos oportunistas sacaran tajada de aquel asunto, no después de todo lo que he hecho por los Villiers. —Lo oía merodear por fuera, tratando de no hacer ruido mientras vadeaba el agua—. Cualquier idiota podía ver que las fotos habían sido tomadas desde el fuerte marino. Querían que la entrega del dinero se hiciera en la granja de ostras, así que después de dejar la bolsa, me fui a Willets Point y monté un puesto de vigilancia. Esperé hasta que vi una barca ir al fuerte y luego me llevé la barca de Leo. Pensé que podría recuperar el dinero y quizá meterles un poco de miedo, eso era todo.

Su voz todavía se desplazaba, pero ahora se oía más amortiguada. Era difícil saber dónde estaba exactamente.

—Entonces ¿qué salió mal?

Dios, hacía frío… Me abracé el cuerpo, aguzando el oído para percibir los movimientos de Porter.

—El puto novio. —Porter parecía indignado—. Tenía que presumir, hacerse el maldito héroe. Se puso en plan «no sabes con quién te estás metiendo, soy cinturón negro». Como si aquello fuera un maldito dojo japonés. Así que le pegué.

—Un bloqueo con la palma de la mano —dije.

Me habían empezado a castañetear los dientes.

Hubo una pausa.

—Eso es. Pensé que una nariz rota le bajaría esos humos. No tenía intención de matarlo, pero el muy idiota se lo ganó a pulso.

—¿Emma Derby también se lo ganó a pulso?

No hubo respuesta. Seguí aguzando el oído, desesperado por conseguir alguna pista de sus movimientos. El agua ya me llegaba a la altura del pecho, disolviendo el calor que me quedaba en el cuerpo. No sabía cuánto tiempo más podría permanecer allí.

—¿Qué hizo con su cuerpo? —pregunté, tratando de evitar que me temblara la voz—. ¿La llevó a las Backwaters a ella también después de dejarla caer desde la torre?

—Tiene razón, a medias.

Parecía distraído. No tenía ni idea de lo que había querido decir, pero tenía demasiado frío para preocuparme por eso ahora.

—¿Qué hay de sir Stephen? ¿Lo sabe él?

A continuación, se hizo el silencio. «Por supuesto que no», pensé con apatía. Porter no habría podido quedarse con el dinero si su jefe supiese lo que había hecho. El frío me estaba ralentizando, dificultando mis pensamientos, pero necesitaba que siguiera hablando, para hacerme una idea de dónde estaba exactamente.

Empecé a formular otra pregunta cuando algo bloqueó de repente la tenue luz que entraba por las rendijas de las tablillas de madera. Me volví y vi una sombra pasar por detrás de ellas, y luego la cadena que aseguraba el candado resonó cuando Porter se abalanzó sobre ella. Abandoné la trampilla cuando la puerta empezó a dar sacudidas, vadeando frenéticamente hacia él, pero con el pánico olvidé que estaba encima de la plataforma elevada. Solo había dado unos pocos pasos cuando mi pie resbaló por el borde y de pronto me hundí en las aguas más profundas.

Eso fue lo que me salvó. Cuando volví a pisar el suelo de madera, la puerta enmudeció de golpe. La sombra desapareció cuando Porter empezó a avanzar chapoteando por el embarcadero. Ya no se esforzaba por no hacer ruido mientras corría hacia la trampilla de cuyo lado me había hecho apartarme. Si hubiese llegado a la puerta de acceso al arroyo, no habría logrado regresar a tiempo, y, aun así, no tenía nada claro si lo conseguiría ahora. La pesada chaqueta de plástico actuaba como un lastre mientras trataba de avanzar a duras penas a través del agua, que me llegaba hasta el pecho. Era como correr en una pesadilla a cámara lenta. Oí que Porter avanzaba por el costado del cobertizo, corriendo para llegar antes que yo a la trampilla, ahora sin vigilancia.

Él llegó primero. Vi la compuerta de madera zarandearse mientras él trataba por todos los medios de entrar, pero se lo impedía el remo que yo había colocado atravesado. Se oyó un chasquido cuando la caña del remo se partió, y entonces me arrojé con todas mis fuerzas contra la hoja de madera y la cerré de golpe. Me preparé para resistir, escupiendo agua salada mientras encajaba los furiosos golpes de Porter, al otro lado de la compuerta.

—¡Cabrón!

La compuerta de la trampilla dejó de sacudirse. Oí a Porter jadeando fuera, maldiciendo con frustración. Apoyé la cabeza en los ásperos tablones húmedos de la compuerta, sin aliento y tiritando de frío. Estaba empapado, y el nivel del agua seguía subiendo. Pero aquella era la tercera vez que Porter había estado a punto de engañarme. No volvería a alejarme de la trampilla otra vez hasta que estuviera seguro de que se había ido.

—Escuche, todo esto es jodidamente absurdo —dijo con la voz ronca de frustración—. Yo solo quiero el dinero. En cuanto me diga dónde está, me iré.

Ni siquiera me quedaban fuerzas ya para gritar.

—Le repito que no sé nada del dinero. No importa cuántas veces me lo pregunte, la respuesta siempre será la misma. ¡No lo sé!

Se hizo un silencio al otro lado, pero el sonido de su respiración me decía que aún seguía allí. Al final, habló de nuevo.

—Muy bien, usted lo ha querido. No diga que no se lo advertí.

Lo oí avanzar chapoteando por el agua, y luego el ruido de sus pies al subir los escalones. Me puse en tensión, pensando en la escopeta, sin saber si se trataba de otro truco o no.

—¿Qué se supone que significa eso?

Su voz llegaba de más arriba, desde lo alto de la orilla.

—Solo hay dos personas que podrían haber cogido el dinero de la casa de Holloway antes de que llegara la policía. Si usted no sabe dónde está, entonces solo queda la hermana de Derby.

—¡No! ¡Espere! —grité—. Ella no sabe nada. ¡Espere!

Pero sus pasos ya se habían alejado. Sentí que el pánico se apoderaba de mí ante la idea de que Porter fuera tras Rachel. Se me pasó por la cabeza que no fuera más que otra treta para atraerme afuera, pero no me importaba. Sujetando el remo roto, abrí la compuerta de la trampilla. No pasó nada. Me asomé fuera. El arroyo estaba muy crecido y avanzaba con rapidez, pero en la penumbra del crepúsculo oscuro no vi a nadie esperando. Entonces oí el motor de un coche arrancando.

Porter estaba marchándose.

No sentí ningún alivio, solo una terrible sensación de urgencia. Mi cerebro trabajaba a toda velocidad mientras empezaba a trepar por la trampilla. No tenía forma de advertir a Rachel o de llamar a la policía con el teléfono inutilizado, y Porter tenía las llaves de mi coche. Mi única esperanza era la barca. Si todavía estaba allí, entonces aún tenía una posibilidad.

Ya estaba medio fuera de la trampilla cuando me di cuenta de que el ruido del motor se oía cada vez más fuerte. No era un ruido lo bastante grave ni potente para ser el Daimler, y de repente entendí por qué: mientras los neumáticos crujían sobre la superficie en lo alto de la orilla, di media vuelta y me lancé de nuevo al interior del cobertizo.

En ese momento, mi coche atravesó las barandillas de madera por encima de mi cabeza.