—Ahora vamos a explorar por nuestra cuenta —declaró Stephanie, frotándose las manos—. ¡Todo esto es tan emocionante!

Eché una mirada por el largo corredor. Yo no sentía ninguna emoción; en todo caso, miedo.

Oí un largo gemido procedente de una de las habitaciones situadas al otro lado del vestíbulo. El techo crujía sobre nuestras cabezas. El viento azotaba las ventanas del cuarto que acabábamos de dejar atrás.

—Steph… ¿estás segura? —empecé a decir.

Pero Stephanie ya se estaba apresurando por el pasillo, andando de puntillas para evitar que el suelo crujiera.

—Venga, Duane. Vamos a buscar la cabeza del fantasma —me susurró, con su oscuro cabello flotando detrás de ella—. ¿Quién sabe? Tal vez la encontremos.

—Sí, seguro. —Puse los ojos en blanco.

No creía que fuéramos a tener mucha suerte.

¿Cómo te pones a buscar una cabeza que tiene cien años? ¿Y qué haces si al final la encuentras? ¡Uf! ¡Qué asco!

¿Qué aspecto tendría? ¿Sería como una calavera?

Seguí a Stephanie por el pasillo, aunque, en el fondo, yo no quería estar ahí. Prefería merodear por el vecindario para asustar a otros niños.

Pero ¡no le veía la gracia a asustarme a mí mismo!

Stephanie se dirigió a una de las habitaciones que habíamos visto en nuestras anteriores visitas. Se llamaba la Alcoba Verde, porque el papel de la pared estaba decorado con parras de color verde. Volutas y más volutas de parras verdes que se extendían por todas las paredes y hasta por el techo.

«¿Cómo es posible que alguien pudiera dormir aquí?», me pregunté. Era como estar atrapado en una espesa selva.

Cruzamos la puerta y nos quedamos atónitos ante la maraña de parras que nos rodeaban por todas partes. Stephanie y yo le hemos puesto otro nombre a la Alcoba Verde. La llamamos la Alcoba del Picor.

En cierta ocasión, Otto nos contó algo terrible que había sucedido en esa habitación hacía más de sesenta años. Un día, los dos huéspedes que se alojaban en ella amanecieron con un repugnante sarpullido: unas enormes manchas rojas y moradas que les producían un picor insoportable.

Primero les apareció en las manos y los brazos. Después, les cubrió toda la cara y, finalmente, el cuerpo entero.

Llegaron médicos de todo el mundo para estudiar ese extraño sarpullido, pero ninguno de ellos acertó a determinar qué era, ni cómo curarlo.

Sabían que ese picor lo provocaba algo que había en la Alcoba Verde, pero nadie llegó a explicarse qué era.

Ésta es la historia que cuentan Otto y los otros guías. Tal vez sea cierta. Puede que todas las extrañas y espeluznantes historias que cuenta Otto sean ciertas. ¡Quién sabe!

—¡Venga, Duane! —insistió Stephanie—. Vamos a buscar la cabeza. No nos queda mucho tiempo antes de que Otto descubra que nos hemos esfumado.

Mi amiga atravesó la alcoba al trote y echó un vistazo debajo de la cama.

—¡Steph… por favor! —comencé a decir. Me dirigí cautelosamente hacia el pequeño tocador de madera que había en un rincón—. Aquí no vamos a encontrar ninguna cabeza de fantasma. Vámonos, por favor —le supliqué.

Pero Stephanie no me oía. Se había metido debajo de la cama.

—¿Steph…?

Al cabo de unos segundos vi que asomaba la cabeza y que salía arrastrándose por el suelo, de espaldas a mí. Cuando mi amiga se giró, vi que tenía la cara más roja que un tomate.

—¡Duane! —gritó ella—. ¡Yo… yo…!

Sus oscuros ojos estaban desorbitados. Tenía la boca muy abierta, con expresión de terror. Se llevó las manos a las mejillas.

—¿Qué pasa? ¿Qué te ocurre? —grité al tiempo que cruzaba la alcoba para ir en su ayuda.

—¡Ay! ¡Pica! ¡Pica muchísimo! —exclamó con un lamento.

Yo quise gritar, pero la voz se me atascó en la garganta.

Stephanie empezó a frotarse frenéticamente la cara. Primero las mejillas; después la frente y la barbilla.

—¡Aaay! ¡Cómo pica! ¡Es horroroso! —Se rascó la cabeza con las dos manos.

La cogí del brazo y traté de levantarla del suelo.

—¡El sarpullido! ¡Vamos a tu casa! —grité—. ¡Venga! ¡Tus padres llamarán al médico! Y… y…

Me detuve cuando vi que se estaba riendo.

Le solté el brazo y retrocedí un paso.

Ella se puso en pie, arreglándose el pelo.

—Duane, eres un idiota —murmuró Stephanie—. ¿Vas a caer en todas mis estúpidas trampas esta noche?

—¡Claro que no! —repliqué enfurecido—. Sólo pensé que…

—Te asustas enseguida —añadió, dándome un empujón—. ¿Cómo has podido caer en una trampa tan tonta?

Le devolví el empujón.

—Mira, tú, deja de hacer bromas estúpidas esta noche, ¿de acuerdo? —protesté enfadado—. Lo digo en serio, Stephanie. No tiene ninguna gracia. Y no voy a caer otra vez en ninguna de tus estúpidas trampas, así que ni lo intentes.

Mi amiga no me escuchaba. Miraba con atención por encima de mi hombro, boquiabierta, sobrecogida de terror.

—¡Dios mío! ¡No-no me lo puedo creer! —balbuceó—. ¡Ahí está! ¡La cabeza del fantasma!