Seth dio un empujón a la puerta y ésta se abrió con un crujido.

Entramos sigilosamente. La oscuridad era absoluta y resultaba imposible saber dónde estábamos.

Di unos pasos al frente y de pronto choqué contra Seth.

—Chisss —advirtió él—. Manny, el vigilante nocturno, está en la sala principal. Lo más seguro es que ya esté dormido, pero será mejor que nos quedemos en la parte de atrás.

—¿Dónde estamos? —susurré.

—En uno de los cuartos traseros —me contestó Seth—. Esperad unos segundos a que vuestros ojos se adapten a la oscuridad.

—¿No podemos encender ninguna linterna? —pregunté.

—Los fantasmas no saldrán si ven que hay luz —repuso él.

Habíamos cerrado la puerta detrás de nosotros pero, aun así, notaba una corriente de aire que me daba en la espalda.

Empecé a temblar.

Un suave castañeteo me cortó la respiración.

«¿Serán imaginaciones mías?»

Me bajé la capucha del abrigo para oír mejor.

Nada. Un silencio sepulcral.

—Creo que sé dónde hay unas velas —susurró Seth—. Vosotros esperadme aquí. No os mováis.

—No-no te preocupes —balbuceé. ¡No pensaba ir a ninguna parte hasta que pudiera ver algo!

Oí que Seth se alejaba procurando hacer el menor ruido posible, pero cada vez que daba un paso se oía un leve crujido. Finalmente sus pisadas se perdieron en el silencio.

Entonces noté otra fuerte ráfaga de viento en la nuca.

—¡Ah! —grité al oír de nuevo el castañeteo.

Era un sonido muy débil, como el repiqueteo de unos huesos que chocaran entre sí.

Sentí otra ráfaga de viento frío.

«Es la respiración de un fantasma», pensé. Un escalofrío me recorrió la espalda y empecé a temblar de pies a cabeza.

Oí de nuevo el ruido de los huesos. Esta vez más fuerte, como un repiqueteo que sonaba muy cerca de mí.

Extendí los brazos en medio de la intensa oscuridad. Intenté agarrarme a una pared, a una mesa, a lo que fuera, pero mis manos sólo encontraron aire.

Tragué saliva.

«Tranquilo, Duane —me obligué a pensar—. Seth regresará dentro de unos instantes, y entonces verás que no pasa nada».

Pero otro ruido metálico y un castañeteo de huesos me heló la sangre.

—Steph, ¿has oído eso? —susurré.

No hubo respuesta.

Una ráfaga de aire frío me rozó la nuca.

Los huesos castañetearon de nuevo.

—¿Steph? ¿Tú también oyes ese ruido? ¿Steph?

Nada. Ninguna respuesta.

—¿Stephanie? ¿Steph? —grité.

Mi amiga había desaparecido.