Dije que sí.

Dije que me moría de ganas de ver un fantasma de veras.

Dije que si estaba temblando era porque soplaba un viento helado, no porque fuera un miedica.

Acordamos encontrarnos al día siguiente, al filo de la medianoche, en la parte de atrás de la Casa de la Colina. Después Seth se alejó corriendo y Stephanie y yo nos marchamos a casa andando.

La calle estaba oscura y desierta. En la mayoría de las casas ya habían apagado las luces. A lo lejos se oían los aullidos de un perro.

Stephanie y yo caminábamos deprisa, de cara al viento. Por lo general a estas horas no andábamos por ahí fuera.

Pero al día siguiente nos acostaríamos incluso más tarde.

—No me fío para nada de ese chico —le dije a Stephanie al llegar al jardín delantero de su casa—. Es muy raro.

Yo esperaba que ella estuviera de acuerdo conmigo, pero sólo dijo:

—Lo que pasa es que estás celoso, Duane.

—¿Quién? ¿Yo? —No podía creer que Stephanie hubiera dicho eso—. ¿Y por qué iba a estar celoso?

—Porque Seth es muy valiente. Porque él ha visto un fantasma y nosotros no.

Me apresuré a negar con la cabeza.

—¿Tú te has tragado esa estúpida historia del fantasma bajando por la barandilla de la escalera? A mí me parece que se la ha inventado.

—Tal vez —replicó Stephanie pensativa—. En todo caso, mañana por la noche lo sabremos, ¿no?

La medianoche del día siguiente llegó demasiado deprisa.

Por la tarde había tenido un examen de matemáticas. Creo que no me fue muy bien. No podía dejar de pensar en Seth, en la Casa de la Colina y en todos los fantasmas que íbamos a ver.

Después de la cena, mi madre me cogió por su cuenta en la sala de estar. Me echó el pelo hacia atrás y observó mi cara con detenimiento.

—Pareces muy cansado. ¿Qué son estas ojeras? —me preguntó.

—Tal vez me esté convirtiendo en un mapache —contesté yo. Es lo que siempre le digo cuando me pregunta por qué tengo ojeras.

—Creo que esta noche deberías acostarte temprano —intervino mi padre. Mi padre siempre cree que todo el mundo debería acostarse temprano.

De modo que a las nueve y media me fui a mi habitación. Pero, claro, no me acosté.

Estuve leyendo un rato y escuchando música con los auriculares. Y esperé a que mis padres se fueran a la cama. No dejé de mirar el reloj un solo instante.

Mis padres siempre duermen profundamente. Puedes pasarte horas y horas aporreando la puerta de su dormitorio, y ellos ni se enteran. Una vez ni tan siquiera un huracán los despertó. Es verdad. No oyeron cómo un árbol se nos caía encima de la casa.

Los padres de Stephanie también tienen un sueño profundo. Por eso a Stephanie y a mí nos resulta tan fácil escabullimos por la ventana de nuestros respectivos dormitorios. Por eso nos resulta tan fácil salir de noche para asustar al vecindario.

Cuando ya eran casi las doce, casi deseé que esa noche fuera como todas las demás noches, y que Stephanie y yo sólo fuéramos a asustar al vecindario. Hubiera preferido que nuestro objetivo fuera sólo esconderse bajo la ventana de Chrissy Jacob para aullar como un par de lobos y después ir a lanzar arañas de goma a la cama de Ben Fuller.

Pero a Stephanie se le había metido en la cabeza que eso era un rollo.

Necesitábamos algo emocionante. Necesitábamos ir en busca de fantasmas y, por si eso fuera poco, con un muchacho que no conocíamos de nada.

A las doce menos diez me puse el anorak y me escabullí por la ventana de mi dormitorio. Otra fría y ventosa noche. Sentí gotas de lluvia helada en la frente, así que decidí subirme la capucha.

Stephanie me estaba esperando al pie del camino de entrada de su casa. Se había recogido el pelo en una cola de caballo. Iba con la chaqueta desabrochada y debajo se había puesto un grueso jersey de esquiar que llevaba por fuera de los tejanos.

Mi amiga levantó la cabeza y soltó un aullido de fantasma:

—¡Ouuuuuuuu!

Me apresuré a taparle la boca con la mano.

—¡Vas a despertar a todo el vecindario!

Ella soltó una carcajada y se apartó de mi lado.

—Estoy un poco nerviosa. ¿Tú no? —Y acto seguido abrió la boca para soltar otro de sus espeluznantes aullidos.

La lluvia helada repiqueteaba con fuerza sobre el suelo. Nos dirigimos a toda prisa a la Casa de la Colina. Las fuertes ráfagas de viento formaban remolinos que iban esparciendo ramitas y hojas secas mientras caminábamos. En la mayoría de las casas ya habían apagado las luces.

Al doblar la esquina de la calle de la Colina vimos que se acercaba un coche a poca velocidad. Stephanie y yo corrimos a agazaparnos detrás de un seto. El conductor podría preguntarse qué hacían dos niños a medianoche rondando por Wheeler Falls.

Yo me pregunté lo mismo.

Esperamos a que el coche desapareciera y seguimos nuestro camino.

Nuestras zapatillas deportivas crujían al pisar el duro suelo de la colina en lo alto de la cual se alzaba la vieja mansión encantada. La Casa de la Colina se erguía sobre nosotros como un monstruo silencioso dispuesto a engullirnos.

Los últimos turistas ya se habían marchado. Todas las luces estaban apagadas. Lo más probable es que Otto, Edna y los otros guías ya estuvieran en sus casas.

—Venga, Duane. Date prisa —apremió Stephanie. Empezó a correr a lo largo de un lado de la casa—. Lo más probable es que Seth esté esperando.

—¡Espérame! —grité yo. Enfilamos un estrecho sendero de tierra que conducía a la parte trasera de la casa.

Entrecerré los ojos y traté de distinguir a Seth en la oscuridad, pero no había ni rastro de él.

El patio de atrás estaba lleno de trastos de todo tipo.

Una fila de oxidados cubos de basura formaban una valla junto a una de las paredes. Una larga escalera de mano yacía en medio de los altos hierbajos. Por todas partes se veían barriles y embalajes de madera y cajas de cartón. Un cortacésped de mano reposaba contra una de las paredes de la casa.

—Aquí-aquí atrás está mucho más oscuro —balbuceó Stephanie—. ¿Ves a Seth por algún lado, Duane?

—No veo nada —contesté con un susurro—. Tal vez ha cambiado de idea. A lo mejor no viene.

Stephanie iba a responder, pero un grito sofocado procedente de un lado de la casa nos sobresaltó a los dos.

Me di la vuelta y vi a Seth acercarse dando traspiés.

Venía todo despeinado. El viento le empujaba sus rubios cabellos hacia la cara. Tenía los ojos desorbitados y se agarraba con fuerza la garganta.

—¡El fantasma! —gritó Seth tambaleándose torpemente—. El fantasma me… ¡me ha cogido!

Entonces Seth se desplomó a medio metro de nuestros pies y quedó inmóvil.