Seth se nos quedó observando sin pestañear, como desafiándonos con la mirada.
—¿Queréis ver fantasmas de verdad?
—¡Sí! ¡Claro! —contestó Stephanie mirándole a los ojos.
—¿A qué te refieres, Seth? —inquirí yo—. ¿Tú has visto un fantasma alguna vez?
Seth asintió con la cabeza.
—Sí. Ahí dentro —dijo, al tiempo que señalaba con la cabeza la enorme mansión de piedra.
—¿Qué? —grité yo—. ¿De verdad que has visto un fantasma en la Casa de la Colina? ¿Cuándo?
—Duane y yo hemos visitado esa casa cientos de veces —le dijo Stephanie—, y nunca hemos visto ningún fantasma ahí dentro.
Seth se rió disimuladamente.
—Claro que no. ¿Acaso pensáis que los fantasmas salen a rondar por ahí cuando la casa está llena de turistas? Esperan hasta la hora de cerrar, cuando toda la gente se marcha a casa.
—¿Y tú cómo lo sabes? —pregunté yo.
—Entré una vez a escondidas —replicó Seth—, cuando ya había caído la noche.
—¿Que hiciste qué? —grité yo—. ¿Cómo?
—Encontré una puerta abierta en la parte de atrás. Supongo que nadie se acordó de echarle la llave —explicó Seth—. Entré a hurtadillas cuando ya habían cerrado la casa. Y entonces…
Seth se calló de repente. Tenía los ojos puestos en la gran mansión.
Me giré y vi que la puerta principal estaba abierta. La última visita había terminado. La gente salía abrochándose el abrigo para regresar a sus casas.
—¡Venid conmigo! —susurró Seth.
Le seguimos en dirección a los arbustos y nos agazapamos detrás de ellos. Los turistas pasaron por delante de nosotros, riéndose y charlando sobre la casa y todas las historias de fantasmas que les habían contado.
Cuando llegaron al pie de la colina, nosotros nos apresuramos a salir de nuestro escondite. Seth se apartó con la mano el largo cabello que le caía sobre la frente, pero el viento volvió a despeinarlo de nuevo.
—Una noche decidí entrar en la casa. Era muy tarde y ya habían apagado todas las luces —repitió Seth.
—Pero ¿tus padres te dejan salir de noche? —le pregunté yo.
Seth esbozó una extraña sonrisa.
—No se enteraron —dijo con voz queda. La sonrisa se borró de sus labios y entonces preguntó—: ¿Y vuestros padres, qué?
—Nuestros padres tampoco se enteran —afirmó Stephanie riéndose.
—Estupendo —repuso Seth.
—¿Y de verdad viste un fantasma? —le pregunté yo.
El muchacho asintió con la cabeza al tiempo que volvía a apartarse el cabello de la cara.
—Pasé silenciosamente por delante de Manny, el vigilante nocturno, que roncaba y dormía profundamente. Me dirigí hacia la parte delantera de la casa. Al llegar al pie de la escalera principal oí una carcajada.
—¿Una carcajada? —pregunté yo después de tragar saliva.
—Una carcajada que provenía de lo alto de la escalera. Me arrimé a la pared y entonces fue cuando vi al fantasma. Se trataba de una mujer muy anciana, con un vestido largo y una toca negra. Un tupido velo negro le cubría el rostro. Pero alcancé a ver sus ojos detrás del velo. Se los vi porque eran de color rojo y brillaban como el fuego.
—¡Guau! —exclamó Stephanie—. ¿Y entonces qué hizo el fantasma?
Seth volvió la mirada hacia la casa. La puerta principal estaba cerrada y habían apagado la vela del farol que iluminaba la entrada. En la casa reinaba la más profunda oscuridad.
—El viejo fantasma empezó a deslizarse por la barandilla de la escalera —explicó Seth—. Echó la cabeza hacia atrás y no dejó de chillar hasta llegar abajo. Y mientras bajaba, sus ojos rojos dejaban tras de sí una brillante estela de luz, como la cola de un cometa.
—¿Y tú no estabas asustado? —le pregunté yo—. ¿No trataste de escapar?
—No me dio tiempo —contestó él—. El fantasma bajaba por la barandilla directo hacia mí, con los ojos encendidos y chillando como una bestia salvaje. Yo estaba pegado a la pared y no podía moverme. Cuando el fantasma llegó abajo, pensé que me apresaría con sus garras, pero no fue así. Se esfumó. Desapareció en la oscuridad. Y el único rastro que dejó fue el resplandor de sus ojos: una tenue estela de luz roja flotando en el aire.
—¡Qué guay! —exclamó Stephanie.
—¡Qué alucinante! —recalqué yo.
—Me gustaría volver a entrar en la casa una noche de éstas —declaró Seth, contemplando la mansión—. Seguro que hay más fantasmas y yo quiero verlos.
—¡Y yo! —gritó Stephanie con entusiasmo.
Seth le dirigió una sonrisa.
—¿Entonces vendrás conmigo? ¿Qué tal mañana por la noche? No me apetece ir solo y será mucho más divertido si tú también vienes.
El viento empezó a soplar formando violentos remolinos. Las oscuras nubes se deslizaron por delante de la luna, ocultándola por completo y tapando su luz. La vieja mansión, encaramada en la cumbre de la colina, daba la impresión de fundirse en las tinieblas.
—Entonces, ¿vendrás conmigo mañana por la noche? —preguntó Seth de nuevo.
—¡Sí! ¡Será fantástico! —le respondió Stephanie—. ¡Qué emoción! ¿Y tú, Duane? —preguntó Stephanie volviéndose hacia mí—. Tú también vendrás, ¿no? ¡Venga! ¡Di que sí!