De modo que no me quedó más remedio que hacer de héroe.
En realidad, los dos tendríamos que demostrar nuestra valentía. Los Mellizos del Terror estaban a punto de subir por la tenebrosa y crujiente escalera de madera que les conduciría hasta el tercer piso.
Un letrero situado al pie de la escalera decía: «PROHIBIDO EL PASO».
No hicimos ningún caso y comenzamos a subir por la estrecha escalera sin despegarnos el uno del otro.
Ya no oía la voz de Otto, sólo los crujidos de los peldaños" bajo nuestras zapatillas de deporte y el rápido ¡bum, bum, bum!, de mi corazón.
En el piso de arriba el aire era más cálido y húmedo. Entrecerré los ojos y distinguí un largo y oscuro corredor, en el que no brillaba ninguna vela ni farol.
La única iluminación procedía de la ventana situada al fondo del pasillo, una luz pálida que se filtraba desde el exterior y que lo envolvía todo en una misteriosa penumbra fantasmal.
—Empecemos por la primera habitación —sugirió Stephanie con un susurro, apartándose el oscuro cabello de la cara.
Ahí arriba hacía tanto calor, que el sudor me resbalaba por la frente. Me lo sequé con la manga de la chaqueta y seguí a Stephanie hacia el primer cuarto a la derecha.
La pesada puerta de madera estaba entreabierta, de modo que nos colamos por la abertura. Por los polvorientos cristales de la ventana se filtraba una pálida claridad azulada.
Esperé a que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad y entonces escudriñé la inmensa habitación.
Estaba totalmente vacía. No había ni un solo mueble, ninguna señal de vida… ni de fantasmas.
—Steph… mira. —Indiqué con la mano una estrecha puerta situada en la pared opuesta—. Vamos a ver qué es.
Avanzamos sigilosamente por el suelo desnudo. Ahora, al otro lado de la polvorienta ventana, la luna llena brillaba alzándose por encima de los árboles sin hojas.
La puerta comunicaba con otra habitación, que resultó ser más pequeña e incluso más calurosa. Un radiador arrimado a una pared emitía un chasquido metálico. El centro de la habitación estaba ocupado por dos sofás de aspecto anticuado, dispuestos uno enfrente del otro. Eran los únicos muebles.
—Sigamos avanzando —susurró Stephanie.
Una segunda puerta estrecha conducía a otro cuarto oscuro.
—Todas las habitaciones de aquí arriba están comunicadas entre sí —murmuré, y acto seguido estornudé dos veces.
—¡Chisss! No hagas ruido, Duane —me regañó mi amiga—. Los fantasmas nos van a oír.
—No he podido evitarlo —protesté—. ¡Hay tanto polvo aquí arriba!
Nos encontrábamos en una especie de sala de costura. Enfrente de la ventana había una vieja máquina de coser que descansaba sobre una mesa. Junto a mis pies observé una caja de cartón llena de ovillos de hilo negro.
Me incliné y rebusqué apresuradamente entre los hilos, pero no encontré ninguna cabeza.
Entramos en la siguiente habitación antes de que pudiéramos advertir que estaba totalmente a oscuras.
A través de las persianas medio cerradas, sólo un cuadradito de luz grisácea se filtraba desde el exterior.
—No… no veo nada —declaró Stephanie. Sentí cómo se agarraba a mi brazo—. Está demasiado oscuro. Salgamos de aquí, Duane.
Iba a responder, pero un sonoro ¡bum!, me dejó con la palabra en la boca.
Stephanie me estrechó la mano.
—Duane, ¿has hecho tú ese ruido?
Se oyó otro ¡bum!, esta vez mucho más cerca.
—No. Yo no-no he si-do —conseguí balbucear. Otro ¡bum!, en el suelo.
—Aquí hay alguien más —susurró Stephanie. Respiré profundamente.
—¿Quién es? —grité—. ¿Quién está ahí?