—¿Quién está ahí? —grité de nuevo.

Stephanie me apretó el brazo tan fuerte que casi chillé de dolor, pero seguí pegado a ella como una lapa.

Oí tenues pisadas, pisadas fantasmales.

Un escalofrío me heló la nuca. Apreté con fuerza la mandíbula para evitar que me castañetearan los dientes.

Entonces, en medio de la profunda oscuridad, aparecieron unos ojos amarillos que se acercaron flotando hacia nosotros.

¡Cuatro!

¡Cuatro ojos amarillos!

¡Esa criatura tenía nada menos que cuatro ojos!

¡Glup! No podía respirar.

Me quedé paralizado.

Seguí mirando fijamente al frente, escuchando, observando con atención.

Los ojos se acercaban flotando de dos en dos. Un par de ellos se desplazó hacia la derecha, el otro hacia la izquierda.

—¡Nooo! —grité yo al descubrir más ojos amarillos en las cuatro esquinas de la habitación. Eran unos ojos perversos, que centelleaban y nos observaban desde la pared de enfrente, desde el suelo, desde todas partes.

Unos ojos amarillos como de gato, que nos miraban con furia y en silencio mientras Stephanie y yo permanecíamos muy juntos en el centro de la habitación.

Unos ojos como de gato… ¡Claro! ¡Eran ojos de gato! ¡La habitación estaba llena de gatos!

Un agudo maullido los delató. Un prolongado ¡miauuuu!, procedente del alféizar de la ventana hizo que Stephanie y yo soltáramos un suspiro de alivio.

Un gato pasó junto a mí, rozándome la pierna. Sorprendido, salté hacia un lado y choqué contra Stephanie.

Mi amiga me devolvió el empujón.

Oímos más maullidos. Noté que otro gato pasaba junto a mí y se frotaba en la pernera de mis tejanos.

—Estos animalitos deben de sentirse muy solos —balbuceó Stephanie—. ¿Crees que alguien subirá aquí alguna vez?

—Me importa un pito —contesté yo con brusquedad—. Todos estos ojos amarillos flotando a nuestro alrededor… Pensaba que… pensaba que… bueno, ¡no sé qué pensaba! Es escalofriante. Larguémonos de aquí.

Stephanie, por primera vez en su vida, accedió sin rechistar.

Se dirigió hacia la puerta situada al final de la habitación, mientras cientos de bichos chillaban y maullaban a nuestro alrededor.

Otro gato me pasó rozando la pierna.

Stephanie tropezó con uno de ellos. Aunque estaba oscuro, la vi caerse. Aterrizó de rodillas con un fuerte golpe.

Todos los gatos se pusieron a maullar.

—¿Estás bien? —grité yo al tiempo que corría para ayudarla a levantarse.

Pero los gatos maullaban tan fuerte que no alcancé a oír su respuesta.

Corrimos hasta la puerta, la abrimos de par en par y escapamos de allí.

Cerré la puerta a mis espaldas. Ahora reinaba un silencio sepulcral.

—¿Dónde estamos? —susurré.

—N-no lo sé —balbuceó Stephanie sin apartarse de la pared.

Me dirigí hacia una ventana alta y estrecha, y miré por el polvoriento cristal. La ventana daba a un pequeño balcón que sobresalía del tejado de tablillas grises.

La luz de la luna, pálida y blanquecina, entraba por la ventana.

Me volví hacia Stephanie.

—Creo que estamos en una especie de galería trasera —comenté. El largo y estrecho corredor parecía no acabarse jamás. Después añadí—: Puede que éstas sean las habitaciones que utiliza el personal. Ya sabes, Manny, el vigilante nocturno, y las señoras de la limpieza, además de los guías.

Stephanie suspiró.

—Vayamos abajo a reunimos con Otto y el resto del grupo —sugirió tras contemplar el largo pasillo—. Creo que por esta noche ya hemos explorado bastante.

Me pareció una idea genial.

—Seguro que encontraremos unas escaleras al final del corredor. Vamos.

Avancé cuatro o cinco pasos y entonces noté unas manos de fantasma.

Unas manos pegajosas, secas e invisibles, que me rozaban la cara, el cuello y todo el cuerpo.

Las manos me iban empujando hacia atrás al tiempo que se adherían a mi piel.

—¡Aaay! ¡Socorro! —gimió ella.

Los fantasmas también habían agarrado a Stephanie.