¡Horror!
Empecé a respirar de forma entrecortada. Los latidos de mi corazón hacían más estrépito que los huesos del esqueleto chocando entre sí. Todo mi cuerpo temblaba.
—¿Stephanie? ¿Steph? ¿Dónde te has metido? —pregunté con voz débil.
Entonces vi dos ojos amarillos que avanzaban en dirección a mí. Dos ojos brillantes que flotaban en silencio y destellaban perversamente, y que cada vez se acercaban más.
Me quedé petrificado.
Era incapaz de moverme y lo único que veía era ese par de ojos amarillos y brillantes.
—¡Ohhh! —exclamé a modo de lamento cuando ya casi estaban flotando junto a mí. Ahora podía verlos con mayor claridad. Eran las llamas de dos velas, que avanzaban una al lado de la otra.
Envueltos en el tenue resplandor amarillento vi los rostros de Seth y de Stephanie. Cada uno de ellos se aproximaba con una vela encendida en la mano.
—¡Stephanie! ¿Dónde estabas? —grité con un susurro sofocado—. Pensaba… pensaba que…
—Estaba con Seth —contestó ella tranquilamente.
El resplandor anaranjado de su vela también me envolvía a mí. Supongo que Stephanie advirtió lo muy asustado que estaba, porque añadió suavemente:
—Lo siento, Duane. Te dije que me iba con Seth. Pensé que me habías oído.
—He-he oído un ruido muy extraño —balbuceé—, como los huesos de un esqueleto chocando entre sí. Y hay una fría corriente de aire. Y no paro de oír…
Seth me entregó una vela.
—Enciéndela —me ordenó él—. Echaremos un vistazo. A ver si descubrimos qué es ese ruido.
Cogí la vela y la acerqué a la de él, pero la mano me temblaba tanto, que no acertaba a dar con su llama. Sólo al quinto intento conseguí que la mecha de mi vela prendiera y brillara con una hermosa llama.
Eché un vistazo a mi alrededor con la ayuda de la parpadeante luz anaranjada.
—¡Vaya! ¡Pero si estamos en la cocina! —susurró Stephanie.
Me rozó una ráfaga de aire frío.
—¿Habéis notado eso? —grité yo.
Seth apuntó con su vela en dirección a la ventana de la cocina.
—Mira, Duane. A esa ventana le falta un cristal, y el aire entra por ese agujero.
—Ah, claro.
Otra ráfaga de aire frío, y después el castañeteo.
—¿Habéis oído eso? —insistí yo.
Stephanie soltó una risita tonta, al tiempo que señalaba con el dedo la pared de la cocina. Bajo la mortecina luz de las velas descubrí un montón de ollas y sartenes que pendían de la pared.
—El viento las hace repiquetear —explicó Stephanie.
—Ja, ja. —Solté una risita débil—. Ya lo sabía. Sólo quería asustaros un poco —mentí—, para dar más emoción a la cosa.
Me sentí como un perfecto idiota. ¿Pero cómo iba a reconocer que un puñado de sartenes colgadas de la pared me habían dado un susto de muerte?
—Bueno. Ya basta de bromas —insistió Stephanie volviéndose hacia Seth—. Queremos ver un fantasma de verdad.
—Seguidme. Os enseñaré algo que me ha contado Otto —replicó Seth con un susurro.
Sujetando la vela delante de él, Seth atravesó la cocina hasta llegar a la pared que había junto al horno. Bajó la mano para que la vela iluminara un armario. Acto seguido, abrió la puerta del armario y aproximó la vela para que pudiéramos ver lo que había en su interior.
—¿Por qué nos enseñas un armario de cocina? —quiso saber Stephanie—. ¿Por qué tendríamos que asustarnos de un armario?
—No es un armario —replicó Seth—. Es un montaplatos. Mirad. —Metió la mano en su interior y tiró de una cuerda que había junto a la repisa del armario. La repisa empezó a deslizarse hacia arriba.
Primero la hizo subir, luego bajar.
—¿Veis? Este montaplatos es como un ascensor. Lo utilizaban para enviar comida desde la cocina hasta el dormitorio principal del piso de arriba —explicó.
—Ya. Para los tentempiés de medianoche, ¿no? —dije bromeando.
Seth asintió con la cabeza, y luego añadió:
—El cocinero colocaba los platos de comida en la repisa. Después, tiraba de la cuerda y la repisa subía hasta el piso de arriba.
—¡Oh! ¡Qué miedo! —dije yo en tono sarcástico.
—Sí. ¿Por qué nos enseñas esto? —inquirió Stephanie.
Seth se acercó la vela a la cara.
—Otto me dijo que este montaplatos está encantado. Un día, hace ciento veinte años, empezaron a ocurrir cosas muy extrañas.
Stephanie y yo nos aproximamos un poco más. Yo acerqué la vela al armario para examinarlo.
—¿Qué tipo de cosas? —pregunté.
—Bueno —empezó a decir Seth con voz queda—, el cocinero ponía la comida en la repisa y la enviaba al piso de arriba, pero cuando el montaplatos llegaba al dormitorio, la comida había desaparecido.
Stephanie miró a Seth con los ojos entrecerrados.
—¿Te refieres a que la comida desaparecía entre el primer y segundo piso?
Seth asintió con la cabeza con aire solemne. Sus ojos grises brillaban a la tenue luz de la vela.
—Esto sucedió varias veces. La repisa siempre llegaba al segundo piso vacía. La comida había desaparecido.
—Caramba —murmuré yo.
—El cocinero estaba muerto de miedo —prosiguió Seth—. Temía que el montaplatos estuviera encantado, de modo que dejó de usarlo. Y ordenó que ninguno de los criados volviera a utilizarlo jamás.
—¿Y éste es el final de la historia? —pregunté.
Seth negó con la cabeza.
—Entonces ocurrió algo terrible.
—¿Qué? ¿Qué pasó? —preguntó Stephanie boquiabierta.
—Un día vinieron unos niños a visitar la casa. Uno de ellos se llamaba Jeremy. El tal Jeremy siempre se las daba de listo y, además, era un buen atleta. Al ver el montaplatos, Jeremy pensó que sería divertido subir en él hasta el segundo piso.
—¡Qué guay! —murmuró Stephanie.
Yo me estremecí. Era fácil adivinar lo que vendría a continuación.
—De modo que Jeremy se acurrucó en el montaplatos, y uno de sus compañeros tiró de la cuerda. De repente, el muchacho notó que la cuerda no quería subir ni bajar. Se había quedado atascada y Jeremy estaba atrapado entre los dos pisos.
»Los otros chicos se apresuraron a preguntarle si estaba bien, pero Jeremy no contestó. Se quedaron muy preocupados y siguieron tirando de la cuerda con todas sus fuerzas, pero era imposible moverla.
»De repente, el estante apareció de nuevo en el piso de abajo y se detuvo con un gran estrépito.
—¿Y Jeremy estaba ahí? —quise saber yo rápidamente.
Seth negó con la cabeza.
—En el estante hallaron tres platos tapados. Los muchachos destaparon el primero de ellos y encontraron el corazón de Jeremy, todavía palpitando.
»Destaparon el segundo plato. Éste contenía los ojos de Jeremy, que seguían mirando despavoridos.
Y llegaron al tercer plato. Al levantar la tapa vieron los dientes de Jeremy, todavía castañeteando.
Los tres contemplamos el montaplatos al anaranjado resplandor de la vela, sin atrevernos a decir nada.
Yo empecé a temblar. Las ollas y sartenes repiqueteaban al chocar contra la pared, pero ya no me daban miedo.
—¿Tú crees que esta historia es cierta? —pregunté mirando a Seth.
Stephanie emitió una risa nerviosa.
—No puede ser cierta —dijo ella.
Seth seguía muy serio.
—¿Tú crees que algunas de las historias que cuenta Otto son ciertas? —me preguntó él con voz queda.
—Bueno… Sí. No. Quizá. —No estaba seguro.
—Otto jura que esta historia es cierta —insistió Seth—. Pero, claro, es posible que sólo esté haciendo su trabajo, que consiste en hacer de esta casa una verdadera pesadilla.
—Otto es fantástico contando historias —murmuró Stephanie—. Bueno, basta ya de cuentos. Yo quiero ver a un fantasma de veras.
—Seguidme —replicó Seth, y se volvió con tal ímpetu que su vela estuvo a punto de apagarse.
Seth atravesó la cocina y nos condujo a un cuarto largo y estrecho que había al fondo de la misma.
—Ésta es la vieja despensa del mayordomo —explicó Seth—. Toda la comida de la casa se almacenaba aquí.
Stephanie y yo pasamos delante de Seth y levantamos las velas para ver la despensa con mayor claridad. Al darme la vuelta, vi que Seth cerraba la puerta de la despensa detrás de nosotros, y que acto seguido le echaba la llave.
—¡Oye! ¿Qué estás haciendo? —grité yo.
—¿Por qué nos has encerrado aquí? —inquirió Stephanie.