Otto apareció al otro lado de la puerta. Nuestro amigo siempre me recuerda a un enorme delfín. Es porque tiene la cabeza grande, pelona y suave, y porque su cuerpo también se parece al de este animal. ¡Seguro que Otto pesa más de ciento cincuenta kilos!

Nuestro amigo iba todo vestido de negro, como siempre. Camisa negra, pantalones negros, calcetines negros, zapatos negros. Y los guantes… Claro, negros también. Es el uniforme que llevan todos los guías.

—¡Mirad quién ha venido! —exclamó él—. ¡Stephanie y Duane! —Una amplia sonrisa le iluminó el rostro. Sus redondos ojillos destellaron bajo la luz de la vela.

—Nuestro guía preferido —dijo Stephanie a modo de saludo—. ¿Llegamos a tiempo para la siguiente visita?

Empujamos el torniquete que había junto a la puerta y entramos sin pagar. Como visitamos la Casa de la Colina tan a menudo, ahora ni siquiera nos cobran entrada.

—Empezará dentro de cinco minutos, chicos —aclaró Otto—. Pero ¿no es muy tarde para que andéis rondando por ahí?

—Sí… bueno —le respondió Stephanie—. Es que de noche la Casa de la Colina es más divertida, ¿verdad, Duane? —añadió dándome con el codo.

—¡Dímelo a mí! —musité yo.

Avanzamos hasta el vestíbulo principal, donde nos unimos a un grupo de visitantes que estaba esperando a que empezara el recorrido. Casi todos eran jóvenes que habían salido de paseo con sus novias.

El vestíbulo principal es más grande que la sala de estar y el comedor de mi casa juntos. Excepto por la escalera de caracol que arranca del centro, en esa sala no hay nada, ni un solo mueble.

En el suelo se proyectaban sombras en continuo movimiento. Recorrí la sala con la mirada. No había ninguna lámpara eléctrica, tan sólo pequeñas antorchas que pendían de las agrietadas y desconchadas paredes. La anaranjada luz de las antorchas parpadeó y estuvo a punto de apagarse.

En medio de ese baile de luces y sombras, conté nueve personas a mi alrededor. Stephanie y yo éramos los únicos niños.

Otto encendió un farol de mano y, después de dirigirse a la parte delantera del vestíbulo, lo sujetó en alto y carraspeó.

Stephanie y yo intercambiamos una sonrisa. Otto siempre empieza el recorrido de la misma forma. Dice que el farol crea más ambiente.

—Damas y caballeros —dijo con su vozarrón—, bienvenidos a la Casa de la Colina. Esperamos que sobrevivan a esta espeluznante aventura. —Entonces soltó una carcajada ronca y muy perversa.

Nosotros dos pronunciamos las siguientes palabras al mismo tiempo que él:

—En 1795, un próspero capitán de navío, William P. Bell, construyó una vivienda en la colina más alta de Wheeler Falls. Era la mansión más lujosa que se hubiera visto jamás por estos parajes. El edificio tiene tres plantas, con nueve chimeneas y más de treinta habitaciones.

»El capitán Bell no reparó en gastos. ¿Por qué? Porque algún día esperaba retirarse a esta mansión y pasar los últimos años de su vida rodeado de esplendor en compañía de su joven y bella esposa. Pero el destino le jugó una mala pasada.

Otto soltó una risa aguda, y lo mismo hicimos mi amiga y yo. Conocíamos al dedillo todas sus artimañas.

—El capitán Bell desapareció en alta mar, en un terrible naufragio —prosiguió Otto—. Nunca llegó a vivir en la preciosa mansión. Su joven esposa, Annabel, huyó de la casa presa del pánico y afligida por el dolor.

Ahora Otto bajó el tono de voz.

—Pero al poco tiempo de su huida, empezaron a suceder cosas muy extrañas en la Casa de la Colina.

Éste era el momento en que Otto se dirigía a la estrecha y crujiente escalera de caracol. Está hecha con tablones de madera, y cuando Otto sube por ella, los peldaños gimen y protestan bajo su peso, como si sintieran dolor.

Guardando un silencio sepulcral, Otto nos condujo por la escalera que sube hasta el primer piso. A Stephanie y a mí nos encanta esta parte del recorrido, porque nuestro amigo no pronuncia ni una palabra. Tan sólo se le oye subiendo y resoplando en la oscuridad mientras los demás procuran no perderse.

Sólo empieza a hablar de nuevo al llegar al dormitorio del capitán Bell. Se trata de una gran alcoba, con las paredes recubiertas de paneles de madera, una chimenea y una ventana que da al río.

—Tan pronto como la viuda del capitán Bell huyó —informó Otto—, los habitantes de Wheeler Falls empezaron a decir que se veían todo tipo de cosas extrañas en la casa, como la silueta de un hombre que se parecía al capitán Bell. Siempre lo veían aquí, junto a esta ventana, sujetando un farol en alto.

Otto se aproximó a la ventana y alzó su farol.

—Decían que, a veces, en las noches sin viento, si uno escuchaba con atención podía oír al capitán llamando a su esposa con voz queda y triste.

Nuestro amigo respiró profundamente y después profirió con voz grave:

—Annabel. Annabel. Annabel…

Otto movió el farol adelante y atrás para conseguir un mayor efecto. Ahora ya había captado la atención de todo el mundo.

—Pero, claro, todavía hay más —susurró él.