Las manos transparentes del fantasma me rozaron de nuevo. Sentí cómo sus blandos dedos, secos y suaves como el aire, se pegaban con más y más fuerza a mi piel.
Stephanie, arrimada a mí y envuelta en la oscuridad del pasillo, braceó enérgicamente tratando de liberarse.
—Es… es como una red —gritó ella.
Me froté violentamente la cara y el cabello para desprenderme de esas manos que se aferraban a mí.
Empecé a dar vueltas, pero los secos dedos seguían agarrándome, apretando cada vez con más fuerza.
Entonces advertí que no era un fantasma lo que nos había atrapado.
Al tirar frenéticamente con ambas manos de lo que se había pegado a mí, descubrí que habíamos dado con una espesa cortina de telarañas.
La pegajosa capa de hilos había caído sobre nosotros como una tupida red de pescar. Cuanto más luchábamos por liberarnos de ella, más estrechamente nos envolvía.
—¡Stephanie! ¡Son telarañas! —grité al tiempo que me quitaba de la cara un revoltijo de esa espesa masa filamentosa.
—¡Claro que son telarañas! —respondió ella cortante, sin dejar de retorcerse ni de agitar los brazos y las piernas—. ¿Qué pensabas que era?
—Mmm… un fantasma —mascullé.
—Duane, ya sé que tienes mucha imaginación —se burló mi amiga—, pero si no dejas de ver fantasmas por todas partes nunca saldremos de aquí.
—Es que… yo… bueno… —No sabía qué decir.
A Stephanie le había ocurrido lo mismo que a mí. Había creído que un fantasma la había atrapado entre su garras, sólo que ahora fingía no haber caído en esa tonta trampa.
Ahí estábamos, en la más profunda oscuridad, limpiándonos las pegajosas telarañas de la cara, de los brazos y del cuerpo. Solté un resoplido de rabia. No había manera de quitarme aquellos antipáticos hilos del pelo.
—Creo que no pararé nunca de rascarme —protesté.
—Todavía no has pensado en lo peor —murmuró Stephanie.
Conseguí quitarme una densa hebra que no quería despegarse de mi oreja.
—¿Qué quieres decir?
—¿Quién crees que ha fabricado estas telarañas?
Supe la respuesta al instante.
—¿Las arañas?
Empecé a sentir un hormigueo en los brazos y las piernas. La espalda empezó a picarme. Noté un ligero cosquilleo en la nuca.
Tuve la sensación de que cientos y cientos de arañas me estaban subiendo y bajando por el cuerpo.
Me olvidé de la red de delgados y pegajosos hilos y eché a correr. Stephanie tuvo la misma idea que yo. Ambos nos precipitamos por el largo pasillo, rascándonos y dándonos cachetes por todo el cuerpo para ahuyentar a esos bichejos.
—Steph, la próxima vez que tengas una idea genial no cuentes conmigo —le advertí.
—Salgamos de aquí de una vez por todas —refunfuñó ella.
Seguimos corriendo sin dejar de rascarnos hasta que llegamos al final del pasillo.
Allí no había ninguna escalera.
¿Por dónde se bajaba?
Descubrimos otro corredor que torcía hacia la izquierda. Sobre cada una de las puertas que se alineaban a ambos lados del pasillo había una vela, cuya débil llama no paraba de parpadear y de danzar. Las sombras se precipitaban por la desgastada moqueta como animales que estuvieran corriendo por ella.
—Vamos. —Tiré a Stephanie del brazo. No había más remedio que meterse por ese pasillo.
Empezamos a correr lado a lado. Todas las habitaciones estaban a oscuras y silenciosas.
Las llamas de las velas parecían apagarse a nuestro paso. Las alargadas sombras que proyectaban nuestros cuerpos corrían delante de nosotros, como si estuvieran ansiosas por ser las primeras en llegar abajo.
Me detuve al oír unas risas.
—¡Ay! —murmuró Stephanie, respirando agitadamente.
Mi amiga abrió sus oscuros ojos de par en par.
Ambos escuchamos con atención.
A mis oídos llegaban voces procedentes del cuarto situado al final del pasillo.
La puerta estaba cerrada. No conseguía entender ninguna palabra. Oí la voz de un hombre y luego a una mujer riéndose. Después, más gente se echó a reír también.
—Hemos dado con el grupo —susurré.
Stephanie puso cara de duda.
—Pero los turistas nunca suben al tercer piso —objetó mi amiga.
Nos aproximamos un poco más a la puerta y escuchamos de nuevo.
A nuestros oídos llegaron más risas y la charla alegre de muchas personas hablando a la vez. Parecía que estaban celebrando una fiesta.
Arrimé la oreja a la puerta.
—Creo que el recorrido por la casa ya se ha terminado y que ahora los turistas están charlando —susurré.
Stephanie se rascó la nuca y se quitó una telaraña que se le había quedado enredada en el pelo.
—Bueno, venga, Duane. Abre la puerta. Reunámonos con ellos —dijo en un tono apremiante.
—Yo espero que Otto no nos pregunte dónde hemos estado —repuse yo.
Agarré la manecilla y abrí la puerta de par en par.
Stephanie y yo dimos un paso hacia delante y nos quedamos petrificados ante lo que vieron nuestros ojos.