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Abandonado a su suerte, León caminó durante varias horas en la profundidad de un bosque parecía no tener fin. Conocía la zona, no era la primera vez que se encontraba allí.

Muchas de las tardes de bebida y embriaguez en las que Wiktoria lo dejaba solo, se habría dedicado a huir de sí mismo cuando los fantasmas venían a por él. Pasear por el bosque le traía buenos recuerdos y eso le hacía sentir bien. Fue aquel bosque fronterizo con Lituania en el que conoció a Wiktoria por primera vez, perdidos tras un asalto en un tren. De aquello había pasado una década, él se encontraba más viejo y a ella parecían no afectarle los años. Sin embargo, para él, los recuerdos permanecían intactos.

Se abrió paso por el bosque hasta que encontró una carretera secundaria de doble sentido que conectaba con uno de los pueblos colindantes. Desconocía su nombre, pero había pasado por allí muchas veces como para olvidarlo.

Lo primero que le vino a la mente fue el asalto. No obstante, era muy probable que las autoridades se hicieran eco de lo que había sucedido. Debía deshacerse de su aspecto, eso era lo prioritario.

La noche cerrada, el canto de las lechuzas sobre los árboles y un frío gélido capaz de petrificar los huesos del cuerpo. Se dijo a sí mismo que debía seguir caminando hasta alcanzar la mayor distancia posible. Descansar no era una opción.

Siguiendo la carretera asfaltada desde el interior del bosque, dio con la estación de servicio que había pasado horas antes.

Salió de la maleza, caminó hasta la entrada y golpeó la puerta con los nudillos. Al parecer, el dependiente había cerrado la tienda por dentro para evitar a los alcohólicos. No era una zona muy transitada durante la noche. Las visitas nocturnas siempre traían problemas.

—Está cerrado —dijo un joven delgado de ojos azules y pecas en la nariz. Tenía el cráneo semi afeitado, como la mayoría de chicos de los pueblos—: ¿No ves el cartel o qué?

León volvió a golpear con los nudillos. Detectó en su mirada la duda, aunque también la confianza de un joven al sentirse superior físicamente. Sabía que pronto le abriría, aunque no quería hacerle daño.

—Quiero comprar algo de comer… —dijo León—. Después, me marcho.

Desconfiado, le dio un repaso con la vista.

El español le pareció inofensivo.

El joven abrió la puerta y le dejó entrar. Después caminó hacia el mostrador.

—Espero que no vengas a buscar problemas, porque…

Pero antes de terminar la frase, León empuñaba una botella de cerveza de medio litro que no tardó en romper contra la nuca del trabajador.

Se escuchó un fuerte golpe de cristales. La botella se hizo añicos y el líquido se desparramó por el sueño. El joven, desprevenido, cayó al suelo dándose de bruces contra la baldosa. El golpe no lo había abatido, pero el español le asestó varias patadas en la cabeza contra el suelo.

Una vez hubo perdido el sentido, León comprobó que todavía tenía pulso.

Sobrevivirás.

Cerró la puerta de nuevo y buscó un cordón con el que maniatar al chico. Desde fuera, nadie podría encontrarlo. Un estante ocultaba la parte en la que se encontraba tirado.

León miró el reloj, era media noche, no disponía de mucho tiempo para dormir.

El tráfico se activaría a primera hora de la mañana. Para entonces, ya habría desaparecido de allí.

Miró por el cristal y descubrió un viejo Fiat Punto aparcado junto a la estación.

Era el coche del chico.

Agarró un bote de espuma de afeitar, una cuchilla y un juego de tijeras para cortarse el cabello. Después se encerró en el baño y comenzó el cambio de imagen.

Una hora más tarde, la melena que le llegaba a los hombros, se había transformado en un peinado desproporcionado, imitando la apariencia de un James Dean acabado. León conocía la forma del pompadour, aunque su corte quedaba muy lejos de ser algo tendencioso.

También se había deshecho del bigote y la barba, dejando su rostro liso y como la piel de un tambor.

El joven, confundido y herido, permanecía amordazado y maniatado en el suelo.

—Voy a necesitar tu coche —dijo León.

El chico se agitó con la cabeza. León entendió que deseaba sacarle los ojos.

—¿Dónde están las llaves?

Se escuchó un gruñido.

—Entiendo —dijo y metió la mano en su bolsillo—. Lo siento, la vida es un juego de azar, como la lotería. Hoy te roban el coche, mañana matan a tu familia… No lo tomes como algo personal.

La mirada del joven ardía maldiciendo cada respiración del español.

León tomó prestadas algunas provisiones alimenticias y caminó hasta la puerta:

—Por cierto, si le dices a alguien que he estado aquí, te encontraré y te sacaré los ojos.

Todavía a oscuras, abrió la puerta de un Fiat Punto a punto de desmontarse, encendió la calefacción y después el radio casete. Sonaba una cinta de Van Halen.

Arrancó el motor, encendió las luces y salió en dirección a Varsovia.