13

La lluvia había cesado cuando caminaba calle abajo por Portobello Road en busca de un Chicken Palace en el que resguardarse y comer su hamburguesa de pollo frito favorita. Con veinte años, marcharse de casa no tenía emoción alguna para él. Lo había hecho tantas veces, que se había convertido en un simple paseo. Al no encontrar ningún restaurante de comida basura, metió la mano en el bolsillo de sus pantalones vaqueros y sacó un billete de cinco libras esterlinas.

Después, caminó hasta una tienda de ultramarinos, cogió una edición de The Guardian y leyó las primeras páginas. Encontró un artículo sobre las elecciones en Polonia y pasó la página para leer el horóscopo. Al terminar, dio una vuelta por los estantes y sin éxito, compró una botella de cerveza de medio litro.

Todavía le sobraban tres libras, pensó, era un tipo afortunado. A escasos metros de la tienda, sentado en el escalón de la entrada de un adosado, vio a lo lejos a un grupo de tres jóvenes con ganas de problemas. No era la primera vez que veía a uno de esos. Sabía lo que hacer, o mejor dicho, lo que no hacer. Charles siempre le dijo que era mejor evitar los problemas en la calle. Londres era una ciudad enorme con grandes diferencias sociales. Pese a todo, era posible vivir en armonía y evitar las situaciones peligrosas, aunque eso no le libraba de cruzarse con algún desalmado que hubiera empezado el día con mal pie. John dio un vistazo sin establecer contacto visual. Tenían la cabeza afeitada al dos, el ceño fruncido y llevaban cazadoras negras con interiores forrados de cuadros escoceses. Él pensó que serían aficionados perdidos de algún equipo de fútbol, aunque lo cierto era que, en Londres, la mayoría de chicos malos tenían el mismo aspecto.

—¿Eh, tienes un cigarro? —Dijo un retaco con pecas en la nariz y un diente partido.

—No, no fumo.

—¿Cómo te llamas? —Preguntó el otro. Los tres se cerraron en media circunferencia.

—John —dijo dando un trago a la cerveza—. Si quieres un trago, lo pides.

El segundo, más alto que el primer joven, le miró desafiante desde la lejanía.

—Claro, dame eso —dijo, le quitó la cerveza de las manos y le dio un trago—. Con que John… Joder, ¿cuántos putos John hay en el jodido Reino Unido?

Los tres se rieron.

A lo lejos, un par de jóvenes se acercaban hablando otro idioma. Al entender lo que decían, desvió su mirada intentando advertirles del peligro.

—¿Qué pasa, John? ¿Qué miras? —Dijo el más pequeño.

—Nada.

—Mira a esos que vienen por ahí… —dijo el tercero metiéndose las manos en los bolsillos de la chaqueta—. Seguro que tienen un cigarro, o algo.

—Vaya, si son polacos —dijo el más bajo—. Vamos a pegarles un susto, ¿no? ¿John?

John tomó de vuelta su cerveza, dio un trago y guardó silencio.

Parecía un joven tranquilo, no demasiado alto, pero tampoco delgado.

El más bajo se adelantó cuando los otros dos se acercaron al grupo.

—¡Qué cojones habláis! ¡Aquí se habla el jodido inglés! —Gritó el enano llamando la atención de los dos jóvenes. Los polacos guardaron silencio y agacharon la cabeza. No parecían peligrosos, sino dos universitarios más después de las clases—: ¿No me habéis oído?

Sin razón alguna, el más alto del grupo le asestó un puñetazo en el pómulo a uno de los chicos.

—¡Qué habléis el jodido idioma!

De pronto, la botella de cerveza se abrió en mil pedazos en la nuca del más alto. El chico cayó al suelo inconsciente.

—Corred —ordenó John sin levantar la voz. Agarró el cuello de la botella y, cuando el más bajo intentó atacarle, le resquebrajó el rostro con un golpe seco. Un chorro de sangre manchó la acera. John se acercó al larguirucho y le asestó dos patadas en la cabeza. Regresó a por el más pequeño, que intentaba huir y le propinó varios puñetazos en la nariz hasta partirle el tabique.

—¡Hijo de perra! —Gritó tapándose la cara.

¿Qué estaba haciendo?, se preguntó el joven. El último corrió acobardado.

Temblando, John tiró el cuello de la botella y salió disparado calle abajo antes de que llamaran a la policía, dejando a los otros dos heridos en el suelo.

En cuanto pudo, entró en una boca de metro y tomó la línea que lo llevaba a Chelsea.

El corazón le ardía.

¿Qué ha sido eso? No puedes volver a hacerlo… No puedes ir por la calle defendiendo a los tuyos… Los tuyos son estos. Tú eres John, nadie más.

Recuérdalo, nadie más.

—¡Cállate! —Se dijo a sí mismo en voz alta.

El grito y las manchas de sangre en su ropa llamaron la atención de los viajeros del vagón.

Abandonó el metro bajo la mirada atenta de curiosos que no parecían acostumbrarse a lidiar con la presencia de los desconocidos o tal vez, habían perdido las habilidades sociales necesarias para ofrecer ayuda a otro ser humano.

En el barrio se encontraba seguro. Llegó a su edificio, un apartamento clásico de fachada de piedra y con tres plantas. Subió las escaleras y empujó la puerta.

Allí encontró a Charles y a otros dos hombres vestidos de traje. El trío conversaba en el salón junto a la ventana. Charles parecía escuchar con atención lo que los otros dos habían venido a contarle.

—¿Qué sucede? —Dijo John.

—Eso mismo podría preguntarte yo, John —dijo el hombre—. ¿En qué lío te has metido?

Los hombres miraron al joven y después se dirigieron a su protector.

—Deberías hablarle como a un adulto —comentó uno de los desconocidos. Tenía el cabello rubio y engominado hacia atrás, con gafas redondas de vista e iba enfundado en un abrigo de color crema—. Tiene ya veinte años.

—Deberías llamarle por su nombre —dijo el segundo, de aspecto similar y pero con el cabello oscuro y el rostro alargado.

—¿Quiénes son ustedes? —Dijo John.

—John, ¿recuerdas la caja que enterramos en la casa de la montaña?

—Sí… —dijo el chico.

—Estos hombres han venido a llevársela —indicó.

El joven miró a sus invitados y asintió con la cabeza. Los cuatro sabían de lo que hablaban: no existía tal caja. La frase que Charles, su protector, había pronunciado, confirmaba que los planes de su abuelo Roman Komarnicki se habían puesto en marcha. El miedo al espionaje, a la vigilancia de un país que no les daba asilo político legal; la necesidad de vivir bajo las trincheras del anonimato, los obligó a crear una serie de procedimientos secretos que sólo los afines al antiguo dictador conocían.

John, o mejor, Marcin, jamás pensó que alguien les encontraría y pronunciaría aquellas palabras, tal y como su abuelo le había indicado en el vídeo póstumo que dejó para su nieto.

Habían pasado diez años, una década preparándose física, mental y emocionalmente para volver a casa y terminar el trabajo que su abuelo no había logrado.

—Os esperaremos fuera —dijo el hombre de pelo oscuro—. Hay un coche aparcado frente al edificio. No tardéis.

Los hombres abandonaron el apartamento. Witold, el protector bajo la identidad de Charles, cogió unos documentos de su escritorio y el disco que Komarnicki había dejado.

—Ya me contarás con quién te has pegado para ponerte así… —dijo el hombre con voz severa—. Ahora, no tenemos tiempo. Coge lo indispensable.

—¿A dónde vamos?

—Vamos a casa, muchacho, de una maldita vez.

—Un momento —dijo el chico—. Tengo que despedirme de Martha.

—No —dijo el hombre—. Envíale un mensaje de despedida a tu amiga. No tenemos tiempo para estas cosas.

—¡Pero Witold! —Dijo agarrándolo del brazo.

—¡No hay peros que valgan! —contestó ofendido.

Que Marcin dijera su nombre en voz alta supuso todo un desafío para la seguridad de ambos. Se habían prometido desde el primer día no volver a usar sus nombres de pila originales.

Marcin asintió y caminó junto a su protector hacia el exterior de la casa. El cese de la lluvia había terminado y una nube gris manchaba el cielo de la capital inglesa.

Subieron a un Jaguar de fabricación británica de color negro y arrancaron en dirección al aeropuerto.

—Witold… —susurró—. No estoy seguro de que quiera hacer esto. No, todavía.

—Marcin… ¿Qué estás diciendo?

—¿Ocurre algo? —Dijo el segundo hombre a bordo conduciendo el coche.

—Nada grave.

Entonces, algo golpeó el capó del coche.

—¿Qué ha sido eso? —Preguntó el hombre mayor.

—Algún gracioso —dijo el hombre engominado—. Mierda, tal vez haya dañado la carrocería. Mejor detente cuando puedas, quiero echarle un vistazo…

El conductor aparcó junto a unos setos, en una calle poco transitada. Marcin levantó la vista y comprobó cómo el conductor le observaba por el espejo retrovisor. La situación no le produjo buen augurio. Algo sucedía o estaba a punto de suceder.

El hombre salió del coche y comprobó el capó del coche. Todo parecía en orden.

—Esto no me gusta, Witold.

—Tranquilo, muchacho —dijo el hombre—. Son cosas del directo…

El hombre terminó de esbozar una sonrisa cuando Marcin vio por encima de su hombro, la silueta del hombre que había salido. Aquel tipo rubio y engominado con aspecto de agente infiltrado abrió la puerta del lado en el que se encontraba Witold, apuntó con su arma reglamentaria y le atravesó el pecho con una bala. El cuerpo del viejo rebotó en el asiento trasero, dejando un rastro de sangre en su camisa. Cuando se dispuso a disparar de nuevo, Marcin corría, ya fuera del coche, por una calle estrecha de contenedores de basura.

—¡Maldita sea! —Gritó el hombre a su compañero—. ¿Qué coño estabas haciendo?

La presencia de algunos viandantes le obligó a correr tras el joven en lugar de abrir fuego. El chico no sabía a dónde iba, sus piernas parecían estar a punto de romperse. Corría y corría, lo más rápido que podía, salteando los obstáculos con el fin de salvar su vida. Miró a los alrededores, no debía de encontrase fuera del barrio. Necesitaba cruzar los bloques por los jardines interiores para evitar el paso de los coches.

Confundido, miró hacia atrás y no vio a nadie.

Respiró, estaba a punto de vomitar.

Sin preverlo, alguien le agarró de la sudadera y lo arrastró hacia el interior de una ventana.

Después recibió un golpe en la cabeza.