26

La estación de Reedham era pequeña y estaba descuidada. Cruzaron unas escaleras subterráneas y llegaron a un área residencial situada en lo alto de una colina. Calles inclinadas, vehículos circulando en sendas direcciones, transeúntes cargados de bolsas de la compra que se enfrentaban a las cuestas del vecindario. Un lugar tranquilo, alejado de la capital. Se podía sentir el ambiente distendido que las zonas residenciales transmitían con la llegada del fin de semana. Irina siguió el caminar del chico que parecía saber dónde se encontraba. Mientras lo hacía, sopesó las últimas palabras del joven. Más experimentada que él, se dio cuenta de que ambos exprimían cada palabra en cada conversación. El odio acumulado por los años anteriores se convertía en la gasolina que hacía circular sus frases. Ella había sufrido mucho, tal vez demasiado, pero siempre hubo un halo de misterio que el español no quiso desvelar. Durante años buscó información sobre él, el León que existió antes de Pastavy. Fue difícil para ella encajar los hechos que él le había contado con lo que internet le mostraba: registros borrados, fechas falsas, situaciones que nunca llegaron a producirse. La mujer no se había atrevido a preguntarle al chico si era verdad que el español había rehecho su vida con otra mujer.

El nombre de Wiktoria retumbaba con dolor en el corazón de la mujer.

Cruzaron una tienda de ultramarinos en la que un grupo de simpáticos jamaicanos reía y hablaba en la puerta; un local de comida rápida regentada por dos hombres asiáticos y varios bloques de viviendas. En lo alto de la colina, al final de la calle, se encontraba un café abierto con una terraza. Irina miró al final de la calzada, en lo más bajo, y divisó un supermercado. De pronto, el chico giró una bocacalle y siguió caminando hasta una casa de color rojizo. La vivienda se encontraba entre otras dos casas de misma forma y color.

Una estampa de tranquilidad y silencio que dejaba en el horizonte los rascacielos de la ciudad de Londres.

—Ahí está la City —dijo el chico señalando con el dedo—. Nos encontramos a una distancia prudencial.

La mujer observó la belleza monstruosa de una metrópolis avanzada, infestada de torres altas y edificios gigantescos. Londres, vista desde lejos, como nunca lo había hecho antes, parecía una tela de araña arquitectónica, ahogada, llena de vida a la vez que carente de oxígeno.

Marcin pulsó el timbre y la puerta se abrió. Un chico con chaqueta de cuero y camiseta de Iron Maiden saludó. Subieron las escaleras hasta el primer piso, la puerta se encontraba abierta. El olor a madera vieja y cebolla frita les dio la bienvenida.

Cruzaron el umbral y vieron un complejo de paredes estrechas, pintura desconchada por la humedad y arañazos de algún animal doméstico. Un gato naranja maulló y se acercó a las piernas de Irina.

—Hola guapo —contestó la mujer.

Entonces apareció una chica. Vestía una camiseta a rayas venecianas y unos vaqueros rotos por las rodillas.

La joven se lanzó al cuello de Marcin.

Sus rostros se encontraron fundiéndose en un beso.

—¡Marcin! —gritó la chica abrazándolo con fuerza—. Pensé que te había pasado algo…

Irina agarró al gato y se abrió paso hasta la cocina.

—Estoy bien, estoy bien… —contestó el chico—. No podía contactar contigo, era lo más seguro.

Martha se despegó de él y giró el rostro.

—¿Quién es esa mujer? —preguntó confundida y con recelo—. ¿Qué hace ella aquí?

—Es una larga historia —susurró mirando a la cocina, por encima del hombro de la chica—. Se quedará con nosotros de momento.

Martha frunció el ceño y le contestó con una mirada desconfiada.

—¿Espagueti? —preguntó Irina al otro lado, junto al fogón, mientras probaba la salsa de tomate que se freía en una sartén—. Ya era hora de comer algo caliente.

Caminaron hasta la cocina. El gato se encontraba sentado en una silla.

—¿No nos vas a presentar? —dijo la chica inglesa—. Yo soy Martha.

—Sé quién eres, chica —contestó Irina—. Espero no incomodarte demasiado.

Martha no supo qué contestar.

—¿Podemos hablar en privado, Marcin? —dijo la chica.

—Hablad, hablad… Me haré cargo de esto —respondió Irina señalando a la comida.

La pareja caminó hasta el dormitorio, una habitación formada por una cama, una vieja cómoda y una ventana repleta de astillas.

La chica cerró la puerta.

—Tengo derecho a una explicación.

—Ha llegado la hora, el momento de que regrese a Polonia —contestó él.

El rostro de la chica se congeló empalidecido.

—Marcin…

Él le puso una mano en el hombro.

—Eres la única persona en la que puedo confiar —explicó—. Tú me has escuchado, tú sabes tanto como yo que esto ocurriría tarde o temprano.

—¿Qué la hace a ella tan especial? —contestó la muchacha separándose de la mano.

—Fue la esposa de mi padre en Bielorrusia.

—Vaya, con tu padre…

—Witold está muerto. Han intentado hacer lo mismo conmigo.

—Aquí hay muchos polacos, ya sabes cómo están las cosas en tu país…

—Me temo que ese es el problema, Martha. Han venido a buscarme para terminar con el problema. Me pregunto cuál es mi función en todo esto.

—Witold no te lo dijo.

—No…

—¿Qué piensas hacer?

—Necesito regresar —dijo él—. Me están buscando por toda la ciudad. Este lugar tampoco es seguro… No quiero involucrarte, pero no sabía a dónde ir.

—No te preocupes —contestó con una sonrisa—. ¿Y ella? ¿Irá contigo?

—No lo sé… —dijo Marcin—. No te dejes engañar por su apariencia. Es una mujer peligrosa y desconozco sus límites. Tan pronto como pueda, me desharé de ella.

—Marcin, ¿has pensado en ir a la comisaría?

El chico la miró decepcionado.

—No me crees.

—Por supuesto que lo hago —dijo ella—. Simplemente, no sé… Ellos podrían ayudarte, llevarte a un lugar seguro y encontrar protección en la embajada de tu país.

—Mi abuelo me dijo que no confiara en nadie.

—Marcin, tu abuelo está muerto.

—Escucha… —interrumpió el chico poniendo fin a las plegarias de la joven—. Están pasando demasiadas cosas como para hablar de nuevo sobre el tema… Sólo te pido que, si confías en mí y me quieres, no hagas preguntas. Algunas cosas, por el momento, son difíciles de entender y más aún de explicar. Necesito tu apoyo, es todo lo que pido. Encontraré una forma de solucionar esto y espero que apruebes las decisiones que tome.

La chica miró al suelo, perdida por segundos. Lo que su pareja le pedía era demasiado. Sintió la presión de la ansiedad recorrer sus pulmones hasta que se apagó en un suspiro.

—Está bien, así lo haré —contestó vencida—, pero debes prometerme una cosa.

—No sé si podré hacerlo…

—Iré contigo a Varsovia.


Sonó un golpe de nudillos contra la puerta. La pareja se dio la vuelta.

—Siento interrumpir el momento tan dulce —dijo Irina asomándose con gesto amigable—. Voy a salir a la calle, a comprar algo para esa pasta. Cuando vuelva, nos sentaremos en la mesa y disfrutaremos de la comida, como en las familias bien educadas… Sería una pena desperdiciar tal manjar.

—¿A dónde crees que vas? —preguntó el chico con recelo.

—Ya te lo he dicho —contestó la mujer irritada—, a la tienda. No creas que puedo ir muy lejos… Nos lo hemos gastado casi todo en el tren.

Marcin le cruzó la mirada como la espada de un guerrero que degüella a su enemigo. Una mirada punzante, amenazadora, con la que intentó advertirla de que no hiciera ninguna estupidez.

—No tardes —contestó él—. Tengo hambre.

Irina agarró el abrigo del chico y salió a la calle dejando a los dos jóvenes en la casa. El chico con el pelo largo seguía en la escalera. Vislumbró los alrededores de un vistazo y trató de orientarse mirando el nombre de las calles. Si el chico no se había dado cuenta, ella sí que lo había hecho. El barrio estaba repleto de inmigrantes, por lo que habrían tenido mucha suerte al no cruzarse con ningún polaco. Tenía sentido: un pueblo periférico absorbido por la gran ciudad, rentas baratas, gente obrera, un tren directo a la Estación de Victoria. Tal vez, ella no hubiese viajado tanto ni hubiese tenido una vida acomodada como la del joven, pero sabía lo que era carecer de fondos, vivir bajo mínimos y trabajar para salir a flote. Decenas de hombres partían de la estación de tren de Pastavy cada día en busca de algo, ya fuese un futuro próspero, una nueva vida o simple venganza como había hecho su marido. Las clases más humildes siempre existirían en las grandes ciudades, en su mayor parte, formadas por inmigrantes de otras ciudades, de otros países. Se respiraba un halo de tranquilidad y respeto que en los aledaños de Londres parecían extintos. Irina sabía que era una mujer y que todavía guardaba algunas armas de seducción tanto fuera como dentro de su abrigo. Podía comprender la mirada de deseo que muchos hombres, vacíos y frustrados, clavaban en ella al verla caminar por la calle. León siempre la trató como lo que era, una compañera. Desde el primer momento, encontró en él una mirada protectora sin resultar posesiva; un trato delicado sin caer en el engaño. El español era diferente, no por ello mejor que el resto, tan sólo diferente.

Descendiendo por una de las calles llegó a la tienda de ultramarinos. El grupo de jamaicanos seguía allí, hablando en la puerta. Eran tres, entrados en años, con el pelo oscuro y mezclado por las canas. Uno de ellos llevaba un sombrero con los colores de la bandera de su país. La mujer se acercó a los hombres sin miedo alguno.

—Disculpen… —dijo con dulzura en inglés y una sonrisa celestial. La conversación se detuvo. Los tenía comiendo de su mano—: ¿Son ustedes de aquí?

—Ya lo creo señorita… —contestó un hombre calvo, el más bajito de todos. Llevaba un bigote corto negro y una gorra de cazador—. Por muy negro que sea, podría ser el viejo con más años vividos en este barrio. Usted sí que no es de aquí, ¿verdad?

La mujer sonrió con la respuesta.

—Quedan pocos hombres así de educados —dijo ella—. En realidad, soy polaca. Estoy buscando a unos amigos, me dieron la dirección, pero la perdí…

—Polacos… —dijo otro, más delgado, alto y con barba de algunos días—. Hay una tienda de productos polacos no muy lejos de aquí… Esa mujer, ¿cómo se llamaba?

—Agnes —dijo el tercero.

—No… —contestó el hombre delgado—. Tiene ese nombre imposible, Agnia…

—¿Agnieszka? —dijo la mujer.

—¡Eso es! —contestó el hombre complacido—. Esa mujer es la propietaria. Posiblemente conozca a sus amigos.

Los hombres le indicaron cómo llegar hasta la tienda. El local se encontraba junto al supermercado que moría al final de la calle. Agradecida, Irina caminó con sigilo preguntándose cuál sería el siguiente paso. Esos hombres jamás diferenciarían entre una mujer bielorrusa y una polaca, pero en la tienda, todo resultaría más difícil, así que caviló la posibilidad de hacerse pasar por lo que era, una vecina bielorrusa con antojo vecinal.

A medida que se acercaba al establecimiento, vio a un grupo de jóvenes vestidos con ropa de deporte y zapatillas, aguantando botellas de cerveza.

El pulso le tembló, pero no vaciló y cruzó la entrada sin establecer contacto visual. Los hombres hicieron un comentario que ella no logró entender.

La tienda era un lugar minúsculo con dos pasillos y diversos estantes repletos de comestibles polacos. Irina agarró un tarro de pepinos en conserva y un paquete de cervezas Tyskie. Miró a una de las esquinas y encontró una cámara de seguridad. Después, regresó al cristal que daba al exterior y el grupo de jóvenes seguía allí, protegiendo el local y bebiendo cerveza. De pronto, un hombre con abrigo de cuero y vaqueros, se acercó a ellos con gesto serio. Irina se fijó en su rostro. Tenía las cejas pobladas, la cara ancha y un bigote alargado que llegaba a las comisuras. Aquel hombre parecía más viejo de lo que realmente era.

Caminó hasta el final del pasillo y puso atención a lo que decían al otro lado del cristal.

—No hemos visto a ese chaval —dijo el más fuerte de ellos en polaco—. ¿Y qué si lo hubiésemos visto? ¿Trabajas para la policía?

—Otro puto soplón con la lengua larga —dijo otro, dando un trago a la botella—. Te equivocas de gente, viejo.

El hombre guardó el teléfono por el que mostraba una fotografía de Marcin. Por un instante, miró al interior de la tienda y la mirada de Irina y la suya se cruzaron. La mujer regresó a las conservas enlatadas.

—Hay una buena remuneración económica por quien sepa algo —dijo el hombre sin mostrar temor alguno por el grupo de jóvenes—. Lo han visto con una mujer eslava.

—¿Cómo de buena, viejo? —preguntó de nuevo el cabecilla del grupo.

—Cinco mil libras esterlinas para quien sepa algo —dijo—. Diez mil para quien lo entregue.

—Que me jodan… —dijeron al unísono. El líder se adelantó—: Joder, viejo, eso ya es otra cosa…

El hombre lo miró a los ojos decepcionado por el limitado vocabulario de sus compatriotas. En cierto modo, se alegró de que estuvieran allí.

—Este es mi número —dijo entregándoles una tarjeta—. Si sabéis algo, llamadme.

Irina siguió con la mirada al hombre, que se marchó enfundado en su abrigo. Pensó en quién sería y cómo habría dado con ellos.

Al girar el rostro, se encontró con la encargada de la tienda.

—¿Puedo ayudarla, señora? —preguntó en polaco una mujer gruesa de aspecto deteriorado y con el cabello rubio artificial. Irina se fijó en su peinado, no muy diferente a los que las mujeres llevaban en los años cincuenta. Para algunas, el tiempo no era más que una palabra. Tímida, expresó su negativa en polaco, sosteniendo el tarro de pepinillos.

—Sólo esto —dijo con una sonrisa torcida. Caminaron hasta la entrada y dejó los productos sobre el mostrador, junto a la caja registradora—: ¿Cuánto es todo?

La mujer la miró y marcó los números en el teclado.

—Cinco libras y treinta peniques —contestó en ruso—. Hágase un favor… Yo que usted, no volvería por aquí.

Irina pagó, agarró su bolsa de plástico y procedió a marcharse sin decir adiós cuando el grupo de jóvenes se disponía a entrar. El hedor a cerveza le dio de lleno en la trompa. Los chicos, con las cabezas cubiertas por las caperuzas de sus chaquetas, observaron de nuevo a la mujer. Irina abandonó el lugar y aligeró el paso, más y más rápido. Minutos más tarde, se encontraba bajo la puerta de la vivienda. Los latidos crecían en el interior de su pecho. Ese hombre con bigote la reconocería en cuanto tuviera una foto de ella. Irina sabía que podía tratarse de la policía, Interpol o los propios polacos. Sin dudarlo, una vez hubo dado esquinazo a los cabezas rapadas, regresó a la tienda de ultramarinos donde se encontraban los jamaicanos. Un ligero viento azotaba en lo alto de la calle, por lo que los hombres se encontraban el interior del establecimiento. Al cruzar la puerta, sonó una campanilla que despertó la atención de todos.

—Vaya, usted de nuevo, señorita —dijo el hombre calvo desde el mostrador—, y parece que le pudo la nostalgia.

—En mi barrio no hay productos de casa —contestó Irina sonrojada.

—¿Encontró a sus amigos? —preguntó el hombre larguirucho.

—Precisamente por eso, querría preguntarles a ustedes —dijo acercándose con paso seductor a la par que inocente—. ¿Tienen tarjetas de teléfono?

—Ya lo creo —dijo el hombre quitándose la gorra para rascarse la cabeza—. Serán cinco libras.

—Gracias —contestó y entristeció—. Vaya… Ahora que caigo, tampoco tengo teléfono. Me lo han robado esta mañana a la salida de Liverpool Street. Tal vez puedan ayudarme, estoy desesperada.

El hombre bajito parecía ser el encargado del local. Afligido por la falsa desesperación de la mujer, abrió un cajón de madera que tenía bajo el mostrador y sacó un viejo teléfono Nokia.

—Este le puede servir —dijo montando la batería.

—¿Cuánto cuesta? —preguntó Irina, esperando que la respuesta fuese la esperada.

—Una sonrisa, señorita —contestó el hombre amablemente—. Parece un poco perdida, puede que así sus amigos la encuentren.

Conocía la jugada, la había hecho antes. Irina metió la mano en el abrigo simulando sacar un monedero.

—Puedo pagarle, de verdad —dijo ella marcándose un farol—. Tengo dinero.

—Guárdeselo —dijo el hombre poniendo la mano delante—. Usted lo usará antes de que se lo coman las chinches.

—Gracias, muchas gracias, de verdad.

La mujer se despidió de los hombres, activó el teléfono y regresó a la vivienda de Martha. Debía regresar, pero antes, necesitaba hacer una llamada. Se aseguró de que no hubiese nadie en la calle, sacó el cuaderno de notas que habían tomado de la casa del joven y marcó el segundo de los números de teléfono.

El segundo siempre era el de las emergencias.

—¿Halo? —dijo una voz.

—Tengo al chico —respondió con voz firme la mujer en inglés.

Se guardó un silencio. Irina pudo escuchar al hombre respirar al otro lado.

—¿Quién eres? —preguntó confundido y agitado—. Quiero hablar con él inmediatamente antes de que…

—Cierra la boca —dijo en un tono tranquilo y constante—. Vas a escuchar lo que tengo que decir, ¿entendido? Si me interrumpes una sola vez, colgaré la llamada y no volveréis a saber de él.

—Escucho.

—Marcin se encuentra conmigo. Puedo llevarlo hasta Polonia, pero tendréis que pagar el rescate y darme ciertas seguridades.

—Dime dónde está y nos haremos cargo del resto.

—No —repitió—. Yo misma lo entregaré, si es que llegamos a un acuerdo.

—¿Cómo sé que está vivo? ¿Quién te ha dado este número?

—Te haré llegar una fotografía suya más tarde —dijo ella—. Para empezar, quiero un millón de euros en efectivo en una cuenta abierta en una entidad suiza, y a nombre de una empresa registrada en Hong Kong. Ese es el precio. También necesitaré un pasaporte europeo y un todoterreno al oeste de Colonia, cerca de la frontera germana.

—¿Estás loca? —preguntó el hombre desquiciado. Su voz parecía alterada por los nervios—: ¡Eso que pides es imposible!

—Haz lo que debas —contestó sin alarmarse la mujer.

—Has visto demasiadas películas —respondió la voz al otro lado del aparato—. Esto no es un juego.

—¡Escúchame pedazo de mierda! —gritó Irina—. Si queréis volver a Marcin con vida, haced lo que os pido. Sé que podéis pagar eso y más.

El silencio volvió a tensar la comunicación.

—¿Cómo sé que puedo confiar en ti? —preguntó el hombre más relajado.

—Muy sencillo —respondió y miró a su reloj de pulsera. Le quedaban diez segundos. Estaba segura de que tratarían de localizarla—: Volveré a llamar.

—¡Espera!

Irina cortó la llamada, extrajo la batería, guardó el teléfono y entró en el edificio. Las tripas le rugían.

Había llegado el momento de enfrentarse a la verdad.