30

A la mañana siguiente, León, Bartek, Konrad y Zuzanna, decían el último adiós a Bosko en el cementerio de Powązki. La versión oficial que los medios habían infundido declaraba que Bosko habría sido encontrado sin vida en el apartamento que compartía junto a Jadwiga Borkowska, su pareja. Ella lo encontraría sin vida en el suelo de la cocina, una vez entrada la tarde. La causa: un paro cardíaco. No obstante, las causas reales habrían sido otras, aunque jamás verían la luz. La crispación entre miembros de la propia organización estaba causando estragos en las filas del partido. Bosko se había convertido en un líder que, con los años, se habría vuelto más radical en sus ideas, obsesionado con crear un estado federal propio de la izquierda más primitiva. Esto no sentaba bien en una organización política que, en principio, tenía todas las papeletas para hacerse con el poder en las elecciones venideras. Un partido político formado por gente joven, familiares de militantes caídos durante el conflicto civil y gente que abogaba por la justicia y la libertad. Los medios, los familiares y los camaradas del líder revolucionario polaco, se agolpaban alrededor de la tumba. Powązki era un enorme cementerio de carácter histórico, decorado por esculturas de gran tamaño y rodeado de naturaleza. Los nichos, ocupados por artistas, políticos, militares y personalidades célebres, se convertían en un atractivo turístico para los extranjeros. El sepulcro negro de Bosko se encontraba acompañado de velas, fotografías y flores que daban calor a su despedida. Como revolucionario agnóstico convencido, el funeral no requirió de ceremonia aunque sí contó la presencia con algunos obispos amigos del líder.

Una vez sepultado, los presentes comenzaron a dispersarse. Konrad y el resto esperaron al final. Si Bosko guardaba a una persona de confianza, no tardaría en aprovechar la ocasión para entregar el mensaje.

Minutos después de que todos se hubiesen marchado, una mujer rubia, delgada y madura, con el cabello recogido en un moño y los ojos pintados de rojo, se acercó hasta la tumba. León miró a la señora de negro. Estaba entusiasmado por su presencia y la finura de las largas piernas, protegidas por unas medias del mismo color de la ropa.

—Este funeral ha sido un error —dijo Konrad—. No hará más que generar tensiones y disconformidad.

—Ahí está Jadwiga —dijo Bartek—. No parece muy abatida… Quizá debamos hablar con ella.

—Yo lo haré —contestó León—. Dudo que me reconozca.

—Ten cuidado —dijo Bartek—. Esa mujer es una víbora…

Konrad dio un paso al frente y agarró al español del brazo.

—Es tu momento —susurró. La mujer lanzó una mirada indirecta al grupo—: Confiamos el uno en el otro, ¿verdad, León?

El español esbozó una mueca.

—Así es, Konrad —dijo.

León caminó algunos metros hasta la tumba de Bosko. El grupo abandonó el cementerio por la misma ruta que había tomado el resto de amigos del difunto.

El español miró la lápida.

—Es una gran pérdida —dijo León. Bosko no llegaría a cumplir los 45—: Quién sabe cómo habría cambiado el rumbo de la historia por una vida.

—Así es —contestó la mujer rígida en su abrigo de piel—. Nunca lo sabremos… En ocasiones, la vida carece de significado para muchas personas… Sin embargo, otras veces, la pérdida de una vida puede significar demasiado para un país.

—¿Y para ti? —preguntó el español. La mujer miró ultrajada por el modo en el que León se había dirigido a ella—: ¿Significó algo la suya?

—Será mejor que se marche y me deje guardar el luto merecido… —contestó la mujer.

—Si estamos juntos, no es una coincidencia. Puedo ayudarte.

—Vaya… —respondió ella y cambió el tono—. ¿Sabe cuántas veces he escuchado esas palabras? No les tengo ningún miedo. Ni a usted tampoco.

León se acercó a la mujer, que permanecía congelada junto a la lápida del difunto, y le acarició el codo con sutileza.

—Ambos sabemos que Bosko no se murió de un infarto —susurró echándole el aliento al oído—. No conocía a tu marido, pero estoy aquí para echarte una mano.

—¿Quién es usted? —preguntó girando el rostro ligeramente—. ¿Para quién trabaja?

—No trabajo para nadie —contestó—. Sólo soy el mal sueño de algunos.

—Pretende que confíe en usted con esa explicación…

—Quizá hayas oído hablar de un profesor de escuela que se cruzó en la vida de Roman Komarnicki.

—Es una leyenda —dijo la mujer—. Bosko decía que no era más que un cobarde y un borracho con ganas de bronca.

—Muy acertado tu marido… —contestó el español con sarcasmo—. Resulta gracioso escuchar eso desde esta posición, sobre todo viendo dónde se encuentra él y dónde se encuentra el borracho.

La mujer se giró irritada y le asestó un bofetón.

León le apretó el brazo con fuerza.

—Vuelve a hacer eso —contestó furioso—, y te romperé el brazo aquí mismo.

—Maldito desgraciado… —respondió la mujer apretando la mandíbula y el mentón—. Suéltame ahora mismo o gritaré a pulmón abierto.

—Antes te habré estrangulado con la otra mano.

La mujer no contestó y claudicó con la mirada. León la soltó al ver que se había rendido.

—Te lo repetiré de nuevo —dijo el español—. Quiero ayudarte, pero no podré hacerlo si no colaboras.

—¿Estás loco? ¡No pienso escuchar a un insolente!

—¡Déjate de juegos de mierda! ¿Quieres? —exclamó el español. Su voz se perdió entre las sombras del cementerio—: Tú y yo vamos a hablar, ahora. Me vas a contar lo que sabes y después te dejaré tranquila. No me volverás a ver nunca más, te lo prometo. Soy un hombre de palabra.

—Olvídalo. Déjame en paz. Tengo que regresar a mi apartamento.

—No irás a ninguna parte. Te estarán esperando para que cantes y no dudarán en torturarte hasta que lo hagas —explicó el español—. Mañana serás noticia en los diarios como hoy lo ha sido él.

—Mierda… —protestó y buscó un teléfono en el bolso. León se lo quitó de las manos, extrajo la batería y lo lanzó contra el suelo—: ¿Cómo te atreves?

—Estarán rastreando tu localización —contestó—. Déjame llevarte a un lugar seguro, por favor. Te invitaré a un café caliente.

—Eres muy seguro de ti mismo, como Bosko —dijo ella—. En esta vida, no siempre se consigue lo que quieres. No voy a ser tu excepción, no pienso ir contigo, ya te lo he dicho.

—Eso te lo diría tu marido… —contestó. Las palabras explotaron como una bomba en la cabeza de la mujer. Antes de que ella lo golpeara, León agarró su muñeca en el aire y sacó el arma de su bolso, apuntándola al pecho—: En esta vida, siempre he conseguido lo que he querido y tú no vas a ser mi excepción. No te pases de lista, ¿está claro?

León observó en los músculos de la mujer que se había relajado.

—Suéltame —dijo bajando el tono de voz—. Por favor, te lo pido, me haces daño.

El español dejó su brazo libre.

—Ahórrate la valentía —sugirió León—. He apretado el gatillo más veces de lo que hubiese querido en esta vida. No dudaré en hacerlo de nuevo. Dame lo que quiero y te dejaré en paz.

—Si eres quién dices ser —dijo la mujer reajustándose la chaqueta—. ¿Por qué sigues aquí después de tanto tiempo? ¿Es por dinero? No somos tu gente, esta no es tu guerra.

León suspiró. Sabía que la conversación sería larga, pero la mujer entraría en razón de un modo u otro.

—Le prometí a Dios que iba a destruir a los Komarnicki con mis propias manos hasta asegurarme de que estuvieran muertos —contestó y guardó silencio—. Y como ves, ya te he dicho que soy un hombre de palabra.