27

El gato aguardaba sobre el sofá, junto a la puerta de la entrada.

La mujer dio varios pasos en silencio para no alertar a nadie.

Los chicos no hablaban.

El felino maulló y ella vio las llaves de un vehículo encima de la televisión.

Al cruzar el umbral de la cocina, Irina encontró a los dos jóvenes sentados en una mesa vieja de madera con un mantel de cuadros rojos y blancos.

—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó Marcin con indignación.

La mujer sacó de su bolsa el bote de pepinillos en conserva y lo colocó en el centro de la mesa. El chico miró el tarro y leyó la etiqueta escrita en polaco. Después, Irina sacó un paquete de cuatro cervezas Tyskie.

El joven captó el mensaje.

—He traído algo —dijo Irina—, para acompañar la comida. No es fácil encontrar con una tienda decente en tu barrio, ¿eh, chica?

Un silencio monstruoso inundó la habitación. La chica escurrió la pasta y la repartió en tres platos. Después echó la salsa de tomate y carne sobre los platos, y finalmente sirvió el queso que Marcin se había molestado en rallar previamente. Sin contestar a la mujer, la chica observó lo que había puesto sobre la mesa y agradeció el gesto. No estaba dispuesta a ganarse su amistad.

—Buen provecho —respondió finalmente Martha.

Se sentaron en silencio y comenzaron a comer. Marcin agarró uno de los botes de cerveza. Irina le estaba enviando una señal: los estaban vigilando.

Durante su ausencia, Martha y él habían discutido sobre ella. Martha tenía un mal presentimiento sobre la mujer. Él pensó en un primer momento que se trataría de un asunto de celos. Sin embargo, cabía la posibilidad de que tuviera algo de razón.

¿Qué la ataba a esa mesa?, se preguntaba el chico. Dinero, una vida mejor, un intercambio. Ella no quería protegerle, sino encontrar a su padre. Era cuestión de tiempo. Tarde o temprano, en algún momento concreto, lo traicionaría sin pensárselo mucho.

Así debía hacer él, mirando por su interés. La pregunta que rondaba por su cabeza no era otra que un hasta cuándo.

—No seré yo quien amargue esta comida —comentó la mujer—, pero tenemos que hablar seriamente.

—La pasta está deliciosa —dijo Marcin apaciguando la tensión—. Eres una gran cocinera, Martha.

Irina dio un trago a su cerveza y miró a la chica.

—Sí —dijo Irina a regañadientes—, con el tiempo lo serás, chica.

—¿Qué es eso tan importante de lo que hablar? —preguntó la británica.

—Por vuestro bien —respondió—, y por el mío, debemos largarnos esta misma noche del país.

—¿Largarnos? —preguntó la chica.

—Breslavia —intervino Marcin—. Tenemos que llegar a Breslavia.

Irina levantó una ceja.

Él sabía más de lo que ella creía.

—Salir del Reino Unido, llegar a Alemania… —dijo la mujer—. Te están buscando, chico. No sólo a ti, a mí también…

—Entonces, no iremos muy lejos —dijo Martha—. La ciudad es un invernadero de cámaras de seguridad.

—Iremos en tu coche —contestó implacable.

La chica se sonrojó.

—¿Y qué se supone que haremos? —preguntó Martha angustiada—. Huir por huir, no tiene ningún sentido.

Irina se echó una bola de carne a la boca, la masticó y tragó con fuerza. Después dio un trago de la lata de cerveza.

—Mientras hablabais de cómo deshaceros de mí —dijo—, me he tomado la molestia de establecer contacto con uno de los números.

—Eres un cajón lleno de sorpresas —contestó el chico.

—Hicimos un trato —respondió la mujer—. Yo te entregaré, ellos me darán lo que pido.

—¿Y qué pides?

—Un millón de euros, el precio de mi libertad.

Al escuchar las palabras, el chico enfureció dando un golpe en la mesa.

—¡Quién coño te crees!

La mujer se levantó de la silla, agarró la lata vacía y la estrujó como si fuera una bola de papel.

—¡Te recuerdo que estás vivo gracias a mí! ¡Niñato de mierda! —esputó en un polaco imperfecto, mezclado con vocablos rusos. Martha no lograba entender lo que decían—: Además, ¿desde cuándo sabes que debemos ir hasta Breslavia? ¡Ellos no mencionaron nada sobre el maldito asunto!

—¿Pensabas que te lo iba a contar todo, maldita engreída? —gritó el chico.

En un movimiento rápido, la mujer apretó la lata y se la lanzó a la cara. El chico reaccionó tarde y el bote de aluminio impactó contra el pómulo derecho. Se oyó un golpe metálico seguido de un lamento. Marcin se echó las manos a la cara. Martha se levantó para tirarse sobre el cuello de la mujer pero Irina reaccionó y la lanzó contra el suelo.

Él tenía una herida en la ceja. Un hilo de sangre caía lentamente.

La mujer agarró un cuchillo de gran tamaño que había sobre la cocina, colocándolo hacia abajo, como en un combate cuerpo a cuerpo.

—¡No juguéis conmigo! —gritó en inglés—. ¡Otro intento más y os rebanaré el cuello!

Después se acercó a Marcin, lo agarró del suéter y lo levantó con un brazo.

—Tú yo vamos a hablar ahora, ¿entendido? —ordenó—. Me vas a contar qué pasa en Breslavia.

El joven todavía se lamentaba por el dolor.

—Si te lo cuento —contestó—, tendrás que matarme.

—Lo haré si no me lo dices.

Marcin se levantó, se limpió la sangre con una servilleta y caminó hasta la nevera. Abrió el congelador y cogió una bolsa de guisantes. Después caminó hasta el cuarto.

—Martha, tengo que hablar con Irina en privado —dijo con voz seria y relajada—. Prepara tu bolsa de equipaje, no salgas a la calle, no hagas llamadas y no olvides llevar algunas provisiones. Esta noche abandonaremos el país, una vez entrada la madrugada. Todavía estás a tiempo de no hacerlo, sólo tienes que salir por esa puerta antes de que terminemos de hablar.

La chica, todavía en el suelo, miró a su novio. Hablaba seriamente. Ella se limitó a asentir con la cabeza.

No podía dejarlo solo, sus sentimientos estaban por encima y se lo había prometido.

Esa mujer quería hacer daño a Marcin y ella debía encargarse de que desapareciera del mapa.

Irina clavó el cuchillo sobre el mantel y siguió al chico a la habitación.

La puerta se cerró de un golpe.