25

Cuarenta y cinco minutos después de su llegada, el apartamento se encontraba destartalado como si un huracán hubiese pasado por allí. La policía no tardaría en darse cuenta de que la muerte de Witold se trataba de algo más que un ajuste de cuentas. Tras una ardua búsqueda, Marcin dio con una cajonera con cerradura.

—Mira esto —dijo el chico—. He encontrado algo.

La cajonera estaba oculta en el interior del mueble bar del salón de la vivienda. Desconociendo su existencia, resultaba difícil dar con ella. Marcin apartó las viejas botellas de vodka y acarició el cerrojo.

—Tu amigo guardaba algo ahí dentro —dijo Irina por encima de Marcin—. Veamos de qué se trata.

—Necesitamos una llave.

—Al cuerno —contestó la mujer, sacó el arma que había robado a uno de los matones y apuntó a la caja—. Apártate.

Se produjo un estruendo. Los cascos de la bala golpearon en la moqueta al caer. La caja metálica voló unos centímetros por los aires. La onda del sonido rebotó en las paredes. Un pitido ensordecedor dio de lleno en los tímpanos del chico, que se tapaba los oídos con dolor. El olor a pólvora inundó la habitación.

La mujer se acercó a la caja, todavía humeante y la golpeó con el pie.

—¡Harás que llamen a la policía!

La mujer, impasible, ignoró las palabras del joven y cogió lo que se encontraba en el interior de la caja: una libreta.

—¿Para qué guardaba una libreta con tanta precaución? —preguntó observando el cuadernillo. Se trataba de un viejo cuaderno Moleskine de tapa dura y tamaño agenda. Marcin lo reconoció. La casa de su abuelo se encontraba plagada de ellos. Notas, notas y más notas. Roman Komarnicki plasmaba todos sus pensamientos en manuscritos debido a la paranoia constante en la que vivía. Marcin sabía que su abuelo tomaba precauciones para proteger a su familia, pero sobre todo a sí mismo.

—Dominar el arte de ser invisible es todo un sacrificio, muchacho… —Decía a su nieto una mañana de primavera en la casa de campo junto al lago—. Primero, deberás escribir tus pensamientos, tal y como deseas transmitirlos… Después, cambiarás cada una de las palabras usadas por otras semejantes… Finalmente, imitar otra caligrafía ajena, desconocida, para así reescribirlos de nuevo sin dejar rastro.

—Pero, abuelo —dijo el niño—. Si cambio las palabras de mis pensamientos y escribo como alguien que no pretendo no ser… ¿Cómo reconocerán mis notas? ¿Cómo seré capaz de hacerlo yo mismo?

—Marcin —contestó con una sonrisa—. Sólo aquel que es capaz de ver más allá de lo que tiene delante, será capaz de encontrarle sentido a estas palabras.


Marcin le arrebató la libreta de las manos a la mujer que, confundida, intentó resistirse.

Pasó las páginas, todas en blanco, y encontró dos números de teléfono al final del cuaderno.

Nada más.

—Llamemos —dijo la mujer—. Necesitamos respuestas.

—Puede que Witold llamase a uno de estos números antes de ser asaltados —contestó el chico.

Algunas voces comenzaron a amplificarse al otro lado de las paredes. Eran los aullidos de los curiosos, los vecinos asustadizos que vivían en un mundo de tranquilidad, rutina y comodidades.

—No tenemos tiempo para jugar a los detectives, chico. Necesitamos escondernos en algún sitio. Mi imprudencia parece haber hecho efecto —dijo la mujer y agarró el cuaderno—. Por el momento, yo lo guardaré.

—Conozco un lugar donde escondernos —dijo él.

—A estas alturas habrán seguido el rastro de tu teléfono y habrán visitado mi antiguo escondite.

—Esta persona es de fiar —insistió Marcin.

—¿Estás seguro de que la quieres meter en esto?

El timbre de la puerta sonó.

—No tengo opción —contestó el chico con frialdad.


Abandonaron el apartamento por la ventana de la cocina bajo la atenta mirada de los ancianos que miraban atónitos desde sus casas. Primero fue él, después ayudó a la mujer a salir de la casa. Caminaron hasta la estación de metro que se encontraba a escasos metros.

—No mires a tu alrededor —dijo ella ofreciéndole un gorro de lana—. Póntelo, recógete el cabello y camina a paso ligero.

—Tenemos que alcanzar la Estación de Victoria —explicó el chico—. La mejor opción para llegar hasta allí es el metro. Después tendremos que tomar riesgos y subir a un tren…

—Pensé que tu amiguita vivía en este barrio de ricachones…

—No —interrumpió él.

—Ya veo… Otra niñita rebelde con dinero.

Marcin no contestó a la impertinencia de la mujer.

—¿Cómo conociste a mi padre? —preguntó cambiando de tema.

Bajaron las escaleras, usaron la tarjeta de transporte para no llamar la atención y no se quitaron el gorro hasta llegar al andén. El subterráneo no tardó en llegar y como había previsto el chico, se encontraba atestado de gente. Todavía le podían sacar ventaja a quien los estuviera buscando.

—Tenemos que hablar de algo, ¿es eso? —contestó ingrata.

—Debemos hablar de ello —dijo firme—. Tarde o temprano, nos acabaremos encontrando todos.

Irina miró al chico. Sus ojos desprendían fuego.

—¿Sabes? Tu padre es un buen hombre… Mejor dicho, lo fue, hasta que conoció a tu madre… Eso quiero pensar. Después, llegaste tú, pero no se trataba de ti… sino de tu abuelo. Tu padre fue quien empezó todo esto por ti, por él, por justicia… Más tarde, obsesionado, paranoico y sin miedo alguno, decidió vengarse y le quitó a tu abuelo lo que más quería…

—¿Qué era?

—Su patria —contestó—. En el fondo tu padre y tu abuelo no eran tan diferentes.

—Sólo conoces una versión de los hechos.

—Como tú, ¿no es así?

Las preguntas de Irina le incomodaban.

—Sea como fuere —contestó—. No me has dicho cómo os conocisteis…

El vagón abrió las compuertas. Habían llegado a la Estación de Victoria.

—Cómprame un refresco, anda —dijo la mujer—. El viaje va a ser largo.

El tren con salida de la Estación de Victoria llegaría a Reedham con una aproximación de treinta y cinco minutos. Reedham, una localidad absorbida por la constante expansión de la capital británica. Debido a los altos costes de la ciudad, mucha gente prefería vivir en los suburbios o en los pueblos próximos a Londres. El vagón parecía tranquilo, con asientos libres y gente que regresaba a sus casas tras una dura jornada de trabajo. Para Marcin, no importaba que fuese Londres, Varsovia o Madrid. Todos los pasajeros tenían una expresión similar: la expresión del agotamiento. La rutina de perder cada día varias horas de su vida en el transporte público, consumiéndose lentamente, dejándose engañar por una subida de salario que jamás llega.

Se acomodaron juntos en una fila de asientos. Marcin fue cortés y sugirió la ventana a la mujer que, sorprendida, le regaló una sonrisa.

—Gracias por el café —dijo la mujer sujetando su vaso de papel y un emparedado de jamón y queso fundido—. Deberías descansar un poco…

—No.

—Está bien —contestó ella al contemplar la mirada del joven—. Hace décadas que no pronuncio su nombre, el auténtico…

—León —añadió Marcin.

—Sí… —contestó con voz desgarrada—. León… Era su nombre, aunque temo que muriera junto a él en esa estación parisina.

—¿De qué estás hablando?

—Me crié en un pueblo de Bielorrusia —explicó la mujer—, un lugar pobre, nauseabundo y sin futuro. Por suerte, mi padre tenía negocios, contactos y dinero. Por eso, nos respetaban. Pudimos vivir cómodamente hasta que crecí… Sin embargo, mi padre tenía miedo de que toda la responsabilidad cayese en mis manos… Una mujer, su hija, la única hija que tenía, pero una mujer… Te explicarás qué importaba que fuese hombre o mujer, ¿no? Después de todo, recibiría su herencia una vez que él hubiese muerto… Pero él no era así. Los hombres de Bielorrusia no confían en sus mujeres, sin importar qué parte del árbol genealógico ocupen… Así que tenía que encontrar a alguien, un hombre, un ser que me cuidara como lo que era y no como un harapo que sólo sirve para limpiar, cocinar y cuidar de las borracheras ajenas…

—Entonces, apareció él.

—Sí —contestó ella con el rostro iluminado—. Se presentó como Lev, estaba malherido. La familia de rusos para la que trabajaba le había asestado una gran paliza. Aquel día, él se había rebelado contra todos los miembros y no podía regresar si quería mantener la cabeza unida al cuello. Era un hombre apuesto, moreno, muy moreno… con el cabello largo y descuidado pero con una mirada oscura y cautivadora. Supe desde el primer momento que no era de Pastavy, ni siquiera del país. Nunca antes había viajado a otro país extranjero, pero él se parecía a esos hombres que actuaban en las películas extranjeras. Después de tantos años, las oraciones dieron su fruto y como le prometí a Dios, decidí cuidar de él.

—No comprendo por qué se fue a allí, después de abandonar a mi madre embarazada.

—Ese no fue su deseo —dijo la mujer—. Tu padre no estaba allí por voluntad propia… Fue tu abuelo quien lo secuestró y lo vendió a esa familia de criminales.

—Mi madre se quedó embarazada y él la abandonó en cuanto lo supo. Si mi abuelo hubiese querido, tan sólo hubiese tenido que mover un dedo…

—Debe ser muy doloroso estar en tu piel, chico —contestó tocándole el rostro con el dedo índice—. Tú has preguntado por la verdad y aquí la tienes.

—¿Qué más sabes?

Irina continuó la historia explicando cómo León hiló su pasado para llegar de nuevo a Varsovia. Ella le ayudó en todo lo que necesitó. Aprendió a hablar ruso hasta pasar desapercibido, entabló contacto con los diferentes hombres del pueblo y fiel a su carácter, se cobró varias deudas con algunos de los comerciantes de la ciudad. Fueron felices un largo tiempo y tuvieron una niña. Con el tiempo, su caparazón se abrió y comenzó a revelar cómo había llegado hasta ella. Irina no podía creerlo y un odio hacia la familia Komarnicki creció imparable en ella. Por otro lado, aunque sabía que el español no amaba a Zofia, le costó aceptar que la familia Popov nunca sería más importante que su venganza personal. León estaba obsesionado, no sólo con matar, sino con destruir todo lo que estuviese relacionado con el apellido Komarnicki, incluyendo a su hijo Marcin. Por las noches, podía oír lo que susurraba en sueños, sudoroso y agotado. Podía oír cómo gritaba el nombre de Zofia, de Roman e incluso de Marcin. Irina, desesperada, lloraba por los rincones de la casa, ocultándose de su familia, rogando a Dios por su vida. Desde el primer momento, supo que si Dios se lo había dado, tarde o temprano se lo quitaría de nuevo. Lo que nunca llegó a pensar fue que el Todopoderoso descargaría toda su furia sobre ella.

Tras escuchar la historia, Marcin, pensativo, jugaba con el vaso de papel. Una voz grabada anunciaba la llegada a Reedham. El chico tiró el vaso a una papelera y se levantó. El ferrocarril inició el descenso de velocidad.

—Siento todo lo que te ha ocurrido —dijo dirigiéndose a la puerta de salida—. Noto en tu forma de hablar que sigues enamorado de él, por eso me hace dudar de tus palabras.

—Algo en él ha cambiado —reprochó la mujer—. Si no… ¿Por qué te habría dejado con vida?

El chico detuvo su caminar y se giró de nuevo.

—Es algo que me pregunto cada día —contestó—. Si tan bueno dices que es… ¿Jamás te has preguntado por qué nos abandonó?