10

No pasaron doce horas cuando León salía de una peluquería del barrio de Praga, uno de los distritos más peligrosos y clandestinos de la ciudad. Abandonó el viejo Fiat sin cerrar y con las llaves en el contacto, en una calle poco transitada. En unos minutos, el coche habría desaparecido.

Tomó un autobús que lo llevó hasta la parada de metro Wileński y allí se dirigió al centro comercial que conectaba con la estación.

Necesitaba un cambio de imagen, reinventarse, ser otra persona. Extrajo los tres mil zloty polacos que le quedaban en la cuenta y tiró la tarjeta de plástico a una papelera. Una hora más tarde, León se había deshecho de su ropa, estaba aseado y parecía otra persona, vestido con camisa, jersey y pantalones de pinza. Sin el vello facial que le había cubierto el rostro durante más de dos décadas, el español se encontró rejuvenecido al encontrarse en el espejo.

No tienes mal aspecto.

Una vez hubo terminado sus asuntos propios, llegó el momento de ajustar las cuentas pendientes. ¿Por dónde comenzar? El teléfono de Wiktoria se lo diría. Sacó el aparato y miró en el registro de llamadas. Aparecía el número de León, el de su amiga Anna, trabajo, el servicio al cliente de la compañía telefónica y un número desconocido.

Llamó.

—¿Sí? —Dijo un hombre al otro lado del aparato.

—Verá… —contestó León—. Tenía una llamada perdida de este número y me preguntaba quién era.

El hombre parecía angustiado.

—Yo no le he llamado, creo que se ha equivocado.

—Conoces a Wiktoria, ¿verdad? —Dijo sin rodeos—. Está muerta, ¿lo sabías?

—No sé de qué me está hablando —insistió dubitativo—. Lo siento, se ha confundido…

—Espera, no cuelgues —contestó desesperado—. Necesito tu ayuda, soy León.

—¿León?

—El español.

—Yo no puedo ayudarte, León —dijo el hombre—. Te van a encontrar.

—Ayúdame, por favor —suplicó.

—¿Dónde te encuentras?

—Estoy en la Estación de Wileński, nadie me reconocerá.

—Quédate dónde estás… No te muevas… ¿Quieres? La línea puede estar pinchada —dijo el hombre nervioso—. Tenemos que terminar esta conversación.

—Un momento, ¿por qué? —Dijo—. ¡No cuelgues!

La llamada se cortó.

No supo de quién se trataba, pero era obvio que sabía algo y que podría ayudarle.

Caminando por los túneles de la estación de metro, decidió parar en una tienda de bocadillos para tomar algo caliente. Compró un café y un bocadillo de jamón con queso fundido y se sentó en una de las mesas que había frente a la cristalera. León no tenía amigos, conocidos, hogar y tampoco contactos. La pérdida de Wiktoria y Kalina había sido la pérdida de todo lo alcanzable. Un duro golpe que pronto se manifestaría en ataques de ansiedad, tristeza, odio y borrachera. Se lo merecía. No había sido capaz de cuidar de sus dos mujeres en todos esos años. Una estúpida depresión, acrecentada por el vicio y las ganas de desaparecer. Wiktoria había sido demasiado permisiva con él, aunque León jamás le llegó a contar que en Pastavy tenía una tercera familia, tal vez, esperándolo cada viernes en la estación de trenes, o tal vez, no. Irina. Pensar en ella le producía ardor. Cuando un hombre es incapaz de cerrar los capítulos de su vida, las heridas nunca llegan a cicatrizar. El español era incapaz de perdonar a nadie, sin mencionarse a sí mismo.

Jugando con el vaso de cartón en el que bebía el café ya frío, avistó la presencia de una chica de pelo oscuro hasta los hombros que se acercó a él. León levantó la vista, ella le regaló una sonrisa.

Después pidió un café para llevar y se sentó junto a él.

—¿Está ocupado? —Preguntó.

—Todo tuyo.

—Darek se reunirá contigo más tarde —susurró—. ¿Qué te has hecho en la cara? Casi te reconozco.

León se había cortado con la cuchilla de afeitar.

—¿Quién te envía? —Preguntó—. Te advierto que voy…

—Tranquilo —dijo ella con un tono pausado—. Tú no me conoces, pero nosotros sí a ti. Buscas respuestas, venganza… Esta vez, la vas a tener, pero ahora debemos de salir de aquí.

—Un momento —dijo él agarrándola del brazo—. ¿Cómo sé que no es un truco?

—Si lo prefieres —contestó—, puedo comenzar a gritar, aquí mismo, ahora. No seas estúpido.

El español soltó a la chica y se levantó.

—¿A dónde vamos?

—Te lo explicaré más tarde —dijo ella—. Dame tu teléfono.

Él se lo entregó y ella lo metió en el vaso de café. Después, lo lanzó a una papelera.