24
Cuarenta minutos más tarde habían cruzado la ciudad de sur a norte, dejando las grandes avenidas de tráfico para meterse de lleno en un laberinto de bloques funcionalistas, idénticos, altos y con ventanas cuadriculadas. León conocía la zona, no regresaba a ella desde que corriera tras aquel impostor. Su barrio, la zona que lo había protegido durante más de una década, habría dejado de ser un jardín de rosas para convertirse en un cementerio de inocentes. La ciudad no era un lugar seguro para el español, ni esa ni ninguna. Por la radio Guns & Roses cantaban Live and Let Die y el silencio sepulcral de los otros dos acompañantes avecinaba la tragedia. Tras un amplio semáforo, Kamil giró a la derecha y condujo hasta la estación de metro Wawrzyszew. A cientos de metros de la residencia del español, el terreno parecía todavía incompleto. Un bosque oscuro cubría una gran extensión junto a la estación subterránea. Al otro lado de la salida, se encontraban las casetas ambulantes en las que León había visto morir al mensajero. Las imágenes regresaron con fuerza, vívidas y presentes, como si estuviera ocurriendo de nuevo.
Agitó a ambos lados la cabeza y bajó la ventanilla del coche para tomar un respiro. Los otros dos sintieron la tensión que invadía al español y no pareció agradarles.
—Es aquí —dijo León señalando a escasos metros del mercadillo, entonces en plena actividad. Estacionaron en fila, dejaron las llaves en el contacto y se bajaron del coche. Al mirar atrás, desde lo lejos, León pudo ver el bar del viejo Jan. Parecía cerrado. El rótulo de neón había cesado en su parpadeo. Se preguntó si él sería el siguiente. El pensamiento se evaporó cuando Bartek se acercó a él y el otro se abría paso buscando el número del bloque.
El polaco le puso una mano en el brazo.
—De ahora en adelante —susurró—, pase lo que pase, es nuestra responsabilidad.
Estiró una sonrisa fría, artificial, marcada por los nervios y el miedo e hizo el gesto de agarrar su arma. León palpó su pistola, fría y todavía en el interior del abrigo.
Siguieron al tercero, que esperaba en la puerta de un bloque de apartamentos de color gris y con diez plantas de altura.
—Aquí no figura ninguna floristería —murmuró mirando a los alrededores.
—Ya os dije que no existía tal cosa —contestó el español haciendo salir vaho de su boca al hablar—. Subiremos por las escaleras, es un quinto piso. Podremos cubrirnos las espaldas.
Al dar la orden, algo chasqueó en su cerebro. Paso a paso, retomaba el liderazgo perdido.
—¿Sabes el código de la puerta? —preguntó Bartek.
—Sí —contestó el español—, pero aunque lo supiese, no te lo diría. Si alguien nos espera en el interior del apartamento, le daremos una sorpresa. Si abrimos la puerta, quienquiera que esté se pondrá en guardia, así que esperaremos a que algún vecino salga.
—Muy agudo —contestó el polaco.
Esperaron en el rellano fumando un cigarrillo hasta que un cincuentón con bigote y pantalones de pana salió del bloque apestando a alcohol. La mirada del tipo, brava y valiente, se apagó al cruzarse con la del trío que aguardaba. El hombre caminó torpemente hasta la salida, parecía intranquilo. A pesar de su embriaguez, podía reconocer el rostro de los que buscaban problemas. León se dio cuenta de cómo Kamil lo observaba con odio, como si deseara derrumbarlo y descargar su ira allí mismo. La supremacía del poder, la superioridad numérica, eso era todo lo que convertía al ser humano en algo indeseable.
León se acercó y lo agarró de la chaqueta.
—Déjalo —comentó—, sólo llamarás la atención del resto.
Kamil suspiró y entró en el rellano.
Las escaleras olían a humedad como muchos de los edificios que caían en el descuido y el abandono.
Paredes pintarrajeadas con rotuladores y rastros de vómito reseco entre el primer y el segundo piso. Los tres subieron a paso ligero con el arma empuñada preparada para ser utilizada. Al llegar al número 52, León se colocó frente al ojo de buey.
Sin emitir sonido, asintió con la cabeza. La cerradura parecía lo suficientemente débil como para ser abatida por una patada o un balazo. Bartek regresó a las escaleras y agarró un extintor anti-incendios que había en un alféizar de mármol. Después lo empotró contra la cerradura.
Sonó un golpe seco y metálico.
Debían pasar al segundo plan.
Acaban de llamar la atención de los vecinos.
—¡Date prisa, joder! —insistió Bartek.
El primer golpe sólo había movido algunos tornillos, así que el segundo impacto fue más fuerte y la manivela cayó al suelo. Empujaron la puerta de una patada y tanto Kamil como Bartek entraron empuñando sus armas. El apartamento, escueto, clásico y vacío, se encontraba como León recordaba.
Bartek cerró la puerta.
—¿Dónde está? —preguntó.
—En el baño —señaló el español—. Junto al espejo.
Kamil entró como un ariete pesado y atravesó el falso tabique con el extintor.
—¡Un momento! —gritó el español.
—Aquí está —dijo el polaco al meter la mano en el butrón.
—¡No! ¡Es una trampa! ¡Yo no tapié el muro!
De pronto, Bartek empujó al español contra el suelo y acto seguido, una descarga eléctrica frió al polaco, terminando en una explosión. La luz del piso se fue, el cuerpo de Kamil yacía humeante en el suelo.
¿Cómo lo sabías?
Los cristales de las ventanas se hicieron añicos.
Una ráfaga de metralla despedazó el mueble del salón. Los disparos procedían desde el otro lado del edificio.
—¡Salgamos de aquí! —gritó Bartek.
—¿Y los planos? —preguntó el español reincorporándose.
—¡Al carajo los planos! ¡No hay tiempo!
Bartek abrió fuego desde la ventana y dejó al español salir primero. Los vecinos salieron para ver qué sucedía. Alguien se horrorizaba clamando ayuda. Abandonaron el bloque quitándose a los curiosos que se interponían en su camino. Al salir a la calle, el hombre regresaba a su hogar con una botella de Krupnik en la mano, posiblemente, la más barata que habría encontrado en la tienda.
Subieron al sedán, Bartek arrancó como si ya hubiese hecho aquella maniobra con anterioridad. Uno de los inconvenientes de jugar a ser héroes era el escaso valor que tenía la vida. Un lema fuerte y desgarrador.
León había conocido a muchos rebeldes como él y muchos de ellos no vieron el final de sus días. Sin embargo, casi todos temblaron al empuñar un arma, abrir fuego al enemigo y pensar con lucidez en los momentos más difíciles. No eran soldados, no estaban preparados para una guerra. Eran jóvenes universitarios convertidos en héroes de la patria. Sin embargo, Bartek no era así.
León entendió que ocultaba algo y pronto lo descubriría.
El polaco arrancó el coche y salió disparado en dirección contraria al bosque. La policía no tardaría en llegar aunque, para entonces, ellos se encontrarían emborrachándose en algún lugar remoto.