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Regresar a Varsovia no fue un camino de rosas.

Tras la rehabilitación de la pierna, caviló la posibilidad de regresar a España y empezar de cero. León ya no era el veinteañero que había abandonado el país en busca de un poco de diversión al otro lado de la frontera. Su rostro no era el mismo, tampoco su cabello. El acento castellano seguía en él, siendo carcomido por los sonidos del alfabeto polaco y las expresiones locales. El cerebro, una máquina de aprendizaje, así como de supresión. El desuso de la lengua, sólo en sus entrañas, se manifestó en traducciones literarias y sin sentido en ambos idiomas. Lo mismo le ocurría con el ruso. El español se sorprendía de que todavía pudiese articular una frase, fuese en el idioma que fuese.

La paranoia de un Estado vigía ante la sombra de Komarnicki le echaba hacia atrás cuando pensaba en abandonar la caseta del bosque. París había sido el destino más lejos de su escapada.

Los años pasaban, aunque su memoria seguía intacta: la estación del norte, esa cabina de teléfono, Zofia y el tren. El rostro de la joven había sido reemplazado por uno más borroso.

La psique decidía qué guardar con precisión y qué no.

León se martirizaba sin descanso, pensando en cómo podría haber cambiado el rumbo de su vida, y la del resto, si no hubiese llegado a pisar esa ciudad.

Oportunidades para regresar a casa no le faltaron.

Otra de las cosas que le sorprendieron fue su capacidad para conducir. Lo hacía como siempre, incluso llevando una pierna artificial. La mayoría de los vehículos manuales habían sido reemplazados con el tiempo.

Junto a la caseta, un Land Rover Discovery bloqueaba la entrada. Wiktoria le dijo que lo usara en caso de emergencia, pero el español conducía hasta el pueblo, compraba cerveza y regresaba. Esa era su única emergencia. Entre las horas etílicas y un mapa de carreteras europeo, trazó en su imaginación la forma de llegar a casa, su verdadera casa en España. Se lo prometió tantas veces que jamás llegó a hacerlo.

A menudo, el alcoholismo lo agarraba por los pies hasta dejarlo seco sobre la mesa de la entrada. En varias ocasiones, Wiktoria lo había encontrado dormido y borracho con temperaturas heladas.

La única solución al problema era devolverlo a la ciudad. Empezarían de nuevo, ella tendría cerca a sus amistades y León encontraría la forma de mantenerse ocupado.

Antes de que llegara diciembre, Wiktoria hizo los petates, metió a León en el Discovery y condujo hasta Varsovia. Sabía que no iba a ser fácil, pero no le quedó otra opción.

Las calles se congelaron, dando paso a una ola de frío procedente del norte que dejó las baldosas blancas, intransitables, repletas de nieve. La pareja se instaló en un viejo apartamento de Bielany que un contacto de Wiktoria les dejaría a buen precio.

—¡Basta ya! —Gritó Wiktoria lanzándole una lata de cerveza vacía a la cara—. ¡No lo aguanto más! ¡Necesitas ayuda! ¿Es que no lo ves?

—Lo que necesito es desaparecer, Wika… —dijo ronco un León casi dormido.

—Estoy embarazada.

—¿Cómo? —Dijo él—. ¿De quién?

—¡De ti! —Gritó—. ¡Imbécil! ¡Eres un jodido imbécil!

Aquellas palabras resonaron en las paredes.

La mirada de León se aclaró y sus pupilas volvieron a su estado normal. Como un cubo de agua fría sobre la cabeza, recuperó el sentido con lentitud hasta levantarse por su propio pie.

Dio una patada a la lata de cerveza, pasó junto a su pareja sin esputar palabra y caminó hasta el baño.

La vida le había dado otra oportunidad para ser padre.

El último día que se emborracharía delante de Wiktoria.