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EL CONFÍN DE EUROPA CENTRAL
De súbito, y sin previo aviso, un ornado e incongruente balneario llamado los Baños de Hércules emergió de las profundidades del valle silvestre. El estuco fin de siècle parecía sacado directamente de una manga de pastelero. Tenía balaustradas de terracota, palmitos, pitas en urnas con cintura, cúpulas aovadas y plúmbeas escalinatas rematadas en caballetes espinosos. Al echar un vistazo por los ventanales de vidrio de doble hoja, guarnecidos con hortensias, podía uno ver pomposas escaleras que se perdían en el interior de kursaales donde grifos y fontanas vertían sin cesar aguas curativas. Poderosas contra la criminal panoplia de dolencias externas e internas, estas aguas habían hecho famoso el lugar en los tiempos de Roma. Legados, centuriones y tribunos militares se habían zambullido en ellas y las habían bebido a sorbos mientras Hércules y media docena de dioses menores presidían su solaz. La estatua victoriana del musculoso grandullón ataviado con pellejo de león, que dominaba el centro de la ciudad, indicaba que la gloria de tiempos pasados había regresado. Los burgueses enfermos de Europa oriental, con sus miriñaques y sus chisteras, fundas de sable y czapkas, o mangas con forma de chuleta de cordero y canotiers, llevaban más de un siglo rondando por el resucitado balneario.
A su modo provinciano, el sitio contenía todo lo que evocan las palabras balneario, casino y villeggiatura. Cañas y begonias, dispuestas en lechos circulares y con forma de corazón, surgían de la gravilla como una alfombra industrial: flores de color amarillo, escarlata, naranja, púrpura, azul pálido y rojo ladrillo formaban yuxtaposiciones tan deslumbrantes que parecían artificiales, y el césped un draguete verdiazulado. Un viajero más astuto hubiera percibido el tufillo a Offenbach y Meyerbeer, un indicio de Schnitzler, un eco del Imperio Austrohúngaro en su rincón más apartado, aderezados recientemente con gruesas columnas de escayola blanca con espirales alternas, arcos recargados de molduras y anchos aleros, un estilo rumano bizantino derivado de los monasterios de Moldavia y de los palacios del siglo XVII del reinado de Constantin Brancovan de Valaquia.
Era la hora del paseo posterior a la siesta. Una banda tocaba en un belvedere de ribetes calados, y una multitud de paseantes procedentes de Bucarest y Craiova deambulaba por la calle principal, atravesaba los jardines, cruzaba el puente del Cerna y regresaba lentamente. Chismorreando en susurros o lanzando exclamaciones al reconocer y saludar a otros veraneantes, los paseantes iban de punta en blanco: tacones de vértigo, perfumes embriagadores y maquillajes deslumbrantes llevaban por escolta cabellos de hombre color cuero peinados a la moda posterior al estilo patentado por Rodolfo Valentino, y calzado a juego. Un despliegue de oficiales con botas de caña alta y espuelas tintineantes (llegados, creo, de Turnu Severin) añadía sus brillantes cintas de gorras y vueltas de blusones a la colorida escena.
Polvoriento, sucio del viaje y probablemente apestando a redil, muy bien me podrían haber metido a la fuerza en Babilonia, Lámpsaco o el Corinto del siglo V, y mientras me abría paso entre los elegantes paseantes, una oleada de ansiedad pueblerina agravaba aún más el desconcierto general. ¡Gracias a Dios llevaba la cornamenta disimulada en el gabán enrollado encima del macuto!
Apretando los dientes, entré a la carga por la puerta giratoria de un hotel y pregunté al conserje si podía telefonear. Heinz Schramm, un compañero de colegio de István que vivía a pocos kilómetros de allí, se puso al otro lado de la línea. Antes de mi partida había quedado todo organizado por teléfono desde Lapuşnic. El conserje me dijo que aguardara en el vestíbulo, y al cabo de un cuarto de hora el alegre y rubicundo amigo de István saltaba de su reluciente Mercedes. En seguida estábamos saliendo de la ciudad y bajando por el valle que, nada más perder de vista aquella, recuperó la intacta belleza de bosques y rocas color albaricoque, con sus sombras de resplandeciente magnesio. En medio del creciente crepúsculo atisbé un acueducto turco, y al poco entrábamos en una casa grande y confortable, iluminada ya por las lámparas. En un periquete me vi sumido en un ambiente sibarita. ¡Qué incongruentes parecían mis bártulos repartidos por el inmaculado cuarto de baño, medio ocultos tras las nubes de vaho! Botas polvorientas, papeles ajados, un revoltijo de libros, lápices partidos y mudas sucias, un batiburrillo de polainas, migajas, cuerda liada, una cantimplora vacía, una cornamenta de ciervo y una manzana olvidada que se había ido pudriendo en el fondo de la mochila. Pero en una silla me esperaban una chaqueta y unos pantalones que no se habían arrugado demasiado, una camisa limpia y calzado deportivo, por fin, en lugar de las botas con clavos. Con ayuda del dedo gordo del pie, aumenté el caudal de agua caliente y me dejé transportar por todo aquel lujo.
Heinz Schramm había heredado el negocio maderero de la familia y saltaba a la vista que las cosas le habían ido bien. (Pensé que quizá la explotación forestal de Sztmár tenía algo que ver con él, pero se me olvidó preguntarle.) Cargamentos de leña cortada en los bosques y enormes troncos de árbol llegaban sin cesar a cobertizos y aserraderos de todo el valle. Allí, con el chirrido metálico de las sierras circulares y la rítmica caída de los tablones, eran rebanados por espectros que bregaban envueltos en nubes de serrín. Como la familia de Heinz descendía de los colonos suevos del Banato del siglo XVIII, la conversación se hizo en alemán, excepto con el padre de Heinz, un almirante jubilado de la vieja marina K.u.K., cuyo fluido y maravillosamente anticuado inglés pertenecía a una cosecha aún más antigua que la del conde Jenö. Viudo, enjuto y de ojos expresivos, era de los tiempos en que el inglés constituía una especie de lingua franca de la marina de todo el mundo. Al mencionar al almirante Horthy, exclamó: «¡Hacíamos mil diabluras juntos! Un tipo decente pero, permita que le diga, nunca pensé que tuviera mucho en la azotea». Rememoró bailes celebrados en Fiume («en los que aprendí a bailar el abrazo del conejito y el paso del pastel con los pollos visitantes») y felices escalas en Tokio y Saigón. «Teníamos una ballena y cuando hubo que poner pies en polvorosa, nos dio mucha lástima.» Felices reminiscencias que volvieron a brotar por la noche, en una terraza con vistas al valle. Gran admirador de la Royal Navy, estuvo trabajando temporalmente a su servicio en una especie de misión semidiplomática. Le gustaban por igual el estilo general y la náutica, y nunca podría olvidar el aspecto de la flota, ataviada con sus mejores galas para el cumpleaños de Eduardo VII, en las calles de Pola o Trieste. Guardaba un recuerdo especial de lord Charles Beresford cuando era comandante en jefe de la flota del Mediterráneo: «¡El perfil de su foque era reconocible a un kilómetro!». (Siempre surgía el nombre de este pendenciero cuando un triestino rememoraba los tiempos anteriores a la guerra. Berta, mi anfitriona en Budapest, me había contado que de niña la había montado a caballito en sus rodillas, cuando vivían en Fiume y su padre era el gobernador.)
Heinz tenía mil anécdotas sobre István y el colegio. A pesar o precisamente a causa de sus incontables travesuras (como colarse en sitios, pintar Viena de rojo y cosas por el estilo), había sido el héroe de todos y el favorito. Para referirse a él, Heinz usaba un mote de la infancia, inspirado en su apellido. «¡“Globus” era un chaval maravilloso! Solo tenía una pega: se vanagloriaba demasiado de su corona de cinco puntas.» («Er war ein bischen zu stolz auf seine fünfzackige Krone.») Me eché a reír y dije: «¡Me lo puedo imaginar!» y de repente sentí que le echaba muchísimo de menos. «Tú ríete —prosiguió Heinz—, pero ¿sabes cuántos de mi promoción en el Theresianum no eran nobles? ¡Dos!» En magiar, el equivalente de la partícula alemana «von» se expresaba lingüísticamente de una manera que nunca logré entender del todo. Pero cuando un noble húngaro cruzaba el Leitha en su avance hacia el oeste, entraba en Austria y recolocaba su nombre de pila y su apellido en el orden contrario al magiar, que es al revés, inmediatamente interponía el prefijo teutón, que luego sería reemplazado por el «de» al cruzar el Rin y entrar en Francia. En todo caso, la nobleza significaba mucho más que unas chucherías heráldicas y unas fórmulas de tratamiento: significaba pertenecer a un orden legalmente aparte, con todo un abanico de privilegios. Estas diferencias habían desaparecido hacía mucho tiempo, pero seguía habiendo un abismo que los separaba del resto, y gran parte de la superioridad y del temor reverencial de antaño acompañaba aún a los descendientes de las dinastías del país. Era raro no encontrar alguno de sus emblemas heráldicos en cualquier lugar. Los nobles sin título, como István, tenían diademas con cinco perlas, los barones tenían siete y los condes nueve, excepto los Károlys, que por alguna razón tenían once. Los príncipes tenían coronas cerradas, muy bonitas, con vueltas de armiño. Se podían ver por todas partes, en los frontones de las casas, en carruajes, libreas, arneses y, con profusión desinhibida, en las cajas de puros. No era muy probable que los desastres de la guerra, el declive de las fortunas, el cambio de soberanía y la pérdida de las propiedades hubieran dejado intacta su ascendencia, lo que en unos casos se vivió con resentimiento y en otros con afecto. Mis cursillos de piloto de globos y hombre rana, impartidos entre la cama con dosel y los establos, me habían dado una idea del antiguo statu quo, sobre todo en el campo y no solo en Austria, Hungría y Transilvania. Creo que había sido casi igual en Bohemia, Moravia, Prusia, Polonia y Rusia, así como, por descontado, en la Rumanía anterior y posterior a la guerra.
Agosto era una excusa para hacer picnics. Nos dábamos banquetes en las ruinas, en las vegas y en las cuevas repletas de estalactitas de los montes del Banato, así como junto a los bosques que lindaban con el Cerna y su afluente el Bela (el río negro y el río blanco), y una noche fuimos en coche a los Baños de Hércules para asistir a una velada de fiesta en el casino.[71]
La pequeña ciudad parecía completamente cambiada, envuelta en el cómico y arrobador encanto de una opereta: color y vivacidad marcaban a sus moradores, y las mesas abarrotadas, la banda de músicos y los danzantes llenaban el comedor del Casino de brío y Schwung. Con ayuda de la tzuica, el vino y el baile, la noche fue sumiéndose en una bruma dorada. De una gran mesa contigua a la nuestra irradiaba un aura flamante y levemente teatral, y en seguida entendí por qué. Durante una pausa del baile, los gitanos habían empezado a pasar de mesa en mesa, deteniéndose en atento tropel para tocar «al oído de los comensales», como se decía. Lo hacían con bastante discreción y tocando bajito, pero cuando llegaron a nuestros vecinos de mesa, iniciaron de súbito un crescendo provocador que ascendió hasta el techo e hizo estremecerse las lámparas de araña. Un hombre apuesto y rubicundo de unos treinta años había soltado el tenedor y el cuchillo y se había lanzado a cantar con una impresionante voz de barítono. Todo el mundo se quedó callado. Los otros ocupantes de la mesa le respondieron al pie con un estilo muy profesional, y todo el salón retumbaba con sus voces. Heinz me dijo que eran de la compañía de la ópera de Budapest, de gira estival, pero que el arranque había sido espontáneo. De puro achispamiento cantaron arias y coros de El barbero de Sevilla, y el tutti final fue aclamado por aplausos y vivas como «¡bravo!» y «¡otra, otra!». Una vez atendidas todas las peticiones, se reanudó el baile y hubo intercambio de asientos entre nuestra mesa y la de los cantores.
Salí a bailar (al son de Couchés dans le foin, seguida de Vous qui passez sans me voir) con una muchacha que estudiaba inglés en Bucarest, aunque no es que pudiera oírse una palabra en medio de la algarabía del baile. Cuando nos sentamos, me dijo: «Me encantan los libros ingleses. Wells, Galsworthy, Morgan, Warwick Deeping, Dickens. Y la poesía de Byron, si…». Hizo una pausa, sonriendo pensativa. Esperé, preguntándome qué reservas iba a hacer, y después de unos segundos de silencio, me aventuré a preguntar: «¿Si qué?». «Si eres capaz de mantener la calma mientras a tu alrededor están perdiendo los estribos y te echan la culpa a ti.»
Al día siguiente salí a correr un poco con mis zapatillas de deporte, y uno de mis pies aterrizó en un clavo que sobresalía en un tablón de una leñera abandonada, atravesándolo limpiamente. Noté un leve pinchazo y no sangré mucho, pero me dolía al caminar, así que me eché a leer debajo de un árbol, en una tumbona. Me pasé tres días cojeando con ayuda de un bastón, hasta que se curó. Al cuarto día partí de nuevo.
El Maros había dominado el paisaje durante los últimos meses. Ahora lo sustituía el Cerna y unos días antes había subido a caballo río arriba para echarle un último vistazo, justo antes del alba. El vellón de hojas ascendía hacia la cuenca, y debajo el valle yacía melancólico y quieto en la penumbra. Era un paraje virgen lleno de musgo verde y enredaderas grises, con molinos de agua cubiertos de yedra pudriéndose a lo largo de las riberas, y arroyos discurriendo entre las sombras. Haces de luz color limón se colaron entonces por entre los troncos, atravesando las volutas de vapor que se extendían por todo el lecho del río y rozando las ramas de los árboles. Parecía que estuviera recorriendo un mundo surgido del caos primigenio.
Pero ahora iba siguiendo un tramo más bajo. El río dejaba atrás la sima, ponía rumbo al sur y se unía a una ancha depresión que se perdía hacia el norte entre dos macizos inmensos e iba estrechándose poco a poco a medida que la carretera se aproximaba al paso. Después, a muchas leguas de distancia, caía por el otro lado hacia el valle del Timiş y aún más allá estaba el punto desde el que dos semanas antes había iniciado yo mi particular batalla con los Cárpatos.
Marchando hacia el sur, seguí un camino de cabras al socaire del bosque, mientras me preguntaba cuánto habría cambiado el valle desde los tiempos de Roma. Alcé la vista a las águilas y a la apabullante floresta, y pensé: «Casi nada».
La serpenteante mimbrera compartía el valle con una carretera y unas vías de ferrocarril, y aquí y allá esta trenza suelta se deshacía y volvía a ensamblarse como quien no quiere la cosa. Los búfalos retozaban en el carrizal, una ráfaga de viento tumbó las lenguas de las fogatas de los gitanos, mientras sus caballos, deambulando entre los rebaños, pastaban hasta las lindes del bosque. Había campos de rastrojo, y girasoles luciendo a centenares su brillante corona amarilla alrededor del corazón oscuro. Las vainas verde pálido del maíz se habían secado hacía tiempo y ahora eran de un gris apergaminado. Filas de carromatos regresaban vacíos río arriba o bajaban trabajosamente hacia el sur cargados de troncos que luego, amarrados unos a otros, descenderían por las aguas al encuentro con el Danubio. Cuando se cruzaban dos carretas, sus estelas de polvo se alargaban en ambas direcciones y envolvían pasajeros y carretera en una nube. Esta se estancaba encima de los árboles frutales que flanqueaban la ruta a trechos de muchos estadios, colmados de ciruelas azules que nadie cogía y que salpicaban la vereda de redondeles atestados de avispas.
Bajando hasta el río, el sendero lo cruzaba una y otra vez con puentes de madera. El sol se escindía por un colador de hojas, y de vez en cuando caracoleaban pequeños rápidos entre las rocas rojas y verdes mientras la corriente hacía ondular algas como sirenas. (Sin saberlo, debí de almacenar en mi mente un recuerdo casi fotográfico de este hermoso valle, porque cuando volví a recorrerlo veinte años después, esta vez en el trenecito, no dejaban de asaltarme imágenes de parajes olvidados. Un par de minutos antes de que reaparecieran de verdad ante mis ojos, me venían a la mente tal lecho de lirios, tal isleta con su grupo de sauces, tal bosquecillo, tal roble hendido por un rayo o tal ermita solitaria. Tras algún amable recoveco del río, allí estaban de nuevo estas imágenes, escondidas en la profundidad de veinte años pero surgiendo a la superficie una por una en una cadena de visiones rescatadas, como bienes perdidos ahora recuperados.)
Un viejo a la sombra de una morera me preguntó adónde me dirigía. Cuando le contesté «Constantinopol», asintió suavemente y ya no me preguntó más, como si le hubiera dicho que iba al pueblo de al lado. Un ave espectacular que no había visto nunca, del tamaño de un cuervo y un plumaje azul claro brillante mientras permanecía en el aire, voló a posarse en una rama cercana. Dumbrăveancă lo llamó el viejo, es decir, «al que le encantan los robledos». (Se trataba de un carlanco.) Con la esperanza de ver otra vez sus maravillosos colores, di una palmada y el pájaro alzó el vuelo desde su nueva percha como una criatura maeterlinckiana.
El viejo recogió de la hierba una mora caída y, sin mediar palabra, curvó el dedo índice como si se tratara de un garfio incrustado y simuló echar sedal en el río. ¿Pretendía decirme que se usaban moras como cebo de pesca? ¿No para truchas? «No, no.» Sacudió la cabeza y dijo otro nombre de pez, indicando por señas uno mucho más grande. Al final separó tanto las manos como si estuviera tocando una concertina estirada al máximo. Tal vez se refería a un esturión del Danubio, que no estaba lejos.
Estaba mucho más cerca de lo que creía, pues de repente los flancos del valle se abrieron para dejar sitio a las torres y los árboles de Orsova y después a las turbulentas aguas amarillas y gris azuladas del Danubio, con la empalizada de los montes serbios a lo lejos. Una visión dramática y repentina. El amplio trazado del río hizo su aparición en escena, por así decir, a través de una escarpadura de vértigo que se alzaba al oeste. Entonces, después de dividirse con estremecimiento alrededor de un plumoso islote y unirse de nuevo tras él, se lanzaba en pos de una salida casi igual de impresionante, río abajo.
Entré en la ciudad a toda prisa para recoger un puñado de cartas de la lista de correos (¡por los pelos!). Me senté con ellas en una mesa de un café del embarcadero. Una, repleta de consejos geológicos, era de mi padre, sellada dos meses antes en Simla: «Todo el mundo se ha venido aquí por el calor —decía—. Desde mi ventana puedo ver la parte occidental del macizo central del Himalaya y muchas cumbres nevadas del Tíbet. Una maravilla en comparación con Calcuta…».
La de mi madre era la respuesta a lo que yo había esperado fuese una descripción divertida de mi verano de parásito. Cada semana o así le ponía al corriente de mis progresos, como entretenimiento pero también para después reforzar mi diario.[72] «… Entiendo lo que quieres decir sobre La deportiva gira de don Esponja —decía en su carta—. ¿Vas a seguir el curso del Danubio? Llegarás a un sitio que se llama Rustchuk (acabo de mirarlo en el atlas). ¡A que no adivinas quién nació allí!» Se trataba de Michael Arlen. (También era el pueblo natal de Elias Canetti, aunque aún no había oído hablar de él.) Me contaba toda clase de cosas de este tipo, informaciones a menudo imprecisas pero siempre interesantes. Le chiflaba recortar noticias de los periódicos. En un periquete la mesa quedó tapada por un mar de recortes de prensa sobre curiosidades de Londres.
Había unas cuantas cartas más y un sobre de lona con una diagonal de tiza azul, que contenía los cuatro billetes de una libra del último mes. ¡Justo a tiempo, para no variar! Pero la carta que abrí antes que las demás y con máxima excitación fue la que me había escrito Angéla en francés, con su letra imposible, franqueada la mañana siguiente a su llegada a Budapest. ¡Todos nuestros planes y subterfugios habían funcionado! Lo que me contaba en aquellos folios gruesos era cariñoso, divertido y estaba impregnado de la dicha de nuestra fuga a tres. Aparté las cartas, los recortes y los libros, y me puse a contestarle sin pérdida de tiempo. Después respondí a Londres y Simla y, cuando hube terminado, el sol se había puesto ya, dejando el río de un color zinc pálido. Una luna nueva mostró su rostro tenue durante una hora y a continuación se sumergió tras las montañas del otro lado.
Leí y releí la carta de Angéla. Nuestros sentimientos (o los míos al menos) habían sido más hondos de lo que habíamos reconocido y la entrega fue total mientras duró, un derroche de pasión y mimos a manos llenas. No me extraña que hubiéramos rebosado alegría, pues el entusiasmo y la sensación de estar viviendo una aventura con toques de comedia lo había impregnado todo de una melodía animada. Estaba convencido de que Angéla, con auténtica maestría, había mantenido las cosas así para impedir que nos embargara la tristeza que sobreviniera después. Nada empañó nuestro gozo durante el poco tiempo que estuvimos juntos. La separación no había sido culpa de ninguno de los dos y solo teníamos motivos para sentirnos agradecidos. Tal vez incluso habíamos sido más afortunados de lo que creíamos. Pero al regocijo que me producía recibir noticias de Angéla le siguió un hondo pesar.
A ello se unía otra fuente, menor, de tristeza: al otro lado del Danubio ya no había más castillos. Esporádicamente, estos refugios habían salpicado mi marcha ya desde la frontera austríaca. Ahora veía a sus moradores como un tesoro aún más preciado, y sentí nostalgia de los banquetes, de las bibliotecas, de los establos y de las conversaciones interminables a la luz de las candelas. Y todo esto me llevó de nuevo a sentirme como cuando hubimos dado aquel breve paseo a toda prisa bajo los soportales y los gabletes de Hermannstadt.[73] Había sido el último bastión de la arquitectura de Occidente. Pensé en la sucesión de estilos, en el románico que, después de ramificarse en arcos ojivales, agujas y arbotantes, había dado paso durante la Reforma a estos fornidos bastiones de los Cárpatos y, finalmente, al esplendor y la hipérbole de la Contrarreforma. También sería el último reducto de los jesuitas y de todas sus obras, en las que se turnaban héroes, villanos y santos. Habían estado en el meollo de todos los conflictos y triunfos sobre los que había ido leyendo, habían sido los demonios de la Contrarreforma en Europa central, y los instigadores de la Guerra de los Treinta Años. No había conocido a ninguno directamente, pero aún hoy perdura algo de su tenebroso encanto. Estos eran los hombres, pensé para mis adentros, que habían llenado el aire de santos en sinuosa levitación hasta no dejar ni un resquicio, los que habían retorcido columnas, partido frontones, colocado cúpulas sobre pechinas y ladeado miles de cabezas vueltas hacia atrás, bajo los desfiles en trampantojo de un centenar de techos barrocos.
¡Menudo sello habían dejado! (O eso pensé.) «Sint ut sunt aut non sint!» Incluso en esta pequeña ciudad ribereña, la nota de la campana dando la hora, las volutas y los cansados muros ocre no habrían sido exactamente los mismos si nunca hubiera existido la Compañía.[74]
Por alguna razón que ya no recuerdo, en lugar de adentrarme sin más por los montes yugoslavos del otro lado, había planeado tomar el vapor que recorría dos pequeños recodos del Danubio y llevaba a la ciudad búlgara de Vidin.
No había conocido a nadie que hubiese estado en Bulgaria, cosa bastante sorprendente. Si los húngaros eran ya reacios a cruzar los Cárpatos para ir a la vieja Rumanía, menos aún pensarían en viajar a Bulgaria. Y los rumanos, a pesar de su antiguo vínculo con Constantinopla, sentían el mismo rechazo. Ambos países miraban más al oeste, a Viena, Berlín, Londres y París, y las ignotas regiones de los Balcanes seguían siendo terra incognita. Lo único que sabían era que Bulgaria había sido una provincia más del Imperio Otomano hasta hacía sesenta años, y que hasta 1911 no se había liberado formal y definitivamente de su yugo. Como sabemos, Hungría había estado sometida a una prolongada ocupación turca, pero aquello pasó casi tres siglos antes y no había dejado otro rastro que las humeantes pipas de cañón largo. Transilvania y los principados rumanos habían rendido vasallaje a los turcos, pero nunca fueron ocupados por ellos. Su continuidad histórica había permanecido intacta, y eso era lo que contaba. Sin embargo, Bulgaria había tenido un pasado bien diferente, un pasado balcánico. Fue el primer Estado que esclavizaron los turcos y casi el último que se liberó de ellos, tras una ocupación que duró cinco centurias, y para todo el que viviera al norte del río era el país más tenebroso, más atrasado y menos atractivo de Europa, a excepción de Albania (injustamente, como iba a descubrir poco tiempo después). Así pues, el país llevaba entonces medio milenio siendo una provincia septentrional de un imperio que se extendió hasta el corazón de Asia. Constantinopla había sido su faro y su estrella polar. Los búlgaros seguían llamándola Tzarigrad, la «Ciudad de los Emperadores», si bien eran los emperadores ortodoxos grecorromanos, y no los sultanes turcos que los sustituyeron en 1453, los soberanos que conmemoraba el topónimo. El nombre hacía pensar también, por asociación, en el antiguo esplendor búlgaro, cuando estos invasores salvajes llegados de las estepas pónticas habían desvalijado los Balcanes y habían establecido su dominio desde el mar Negro hasta el Adriático. La provincia tuvo sus propios zares, soberanos que en algunas épocas actuaron casi como rivales de los del Imperio Romano Oriental. Desde mi partida, el aura que envolvía este país había sido como un imán para mí, pero la depresión que sentí al decir adiós a Europa central había debilitado por un instante esta atracción.
Estaba consultando con desánimo mi viejo mapa austríaco de la región, cuando oí una voz que decía: «Können wir Ihnen helfen? Est-ce qu’on peut vous aider?». Quien hablaba era un amable topógrafo de Bucarest. Le expliqué que tenía la intención de cruzar al otro lado al día siguiente, después de echar un vistazo a las Puertas de Hierro. Y él comentó: «No se preocupe por las Puertas de Hierro, el Kazán es mucho más importante. Pero no conseguirá verlo con tan poco tiempo». Se le unieron dos amigos y entre los tres me aconsejaron que pospusiera mi partida y cogiera el vapor austríaco al día siguiente. Eran miembros de un equipo topográfico que se dirigía río arriba para hacer algo en un lugar llamado Moldova Veche, más allá del desfiladero del Kazán, y si de verdad quería ver esta extraordinaria región, podrían dejarme en algún punto conveniente y después podría regresar por mi cuenta. Se pusieron a organizarlo todo, cada cual aportando sugerencias, hasta que el que había hablado primero dijo algo que provocó la risa de los demás, un proverbio rumano equivalente a «Demasiadas cocineras estropean el caldo»: «Un bebé con demasiadas comadronas se queda con el cordón umbilical sin cortar». («Copilul cu mai multe moaşe rămână cu buricul netaiat.»)
Dormí en un sofá de la casa donde se alojaban. Nos levantamos aún de noche y, acomodándome en la camioneta entre sus cuerdas, cadenas, trípodes, teodolitos y postes bicolores de tres metros de largo, partí con ellos. A la luz vacilante de los faros, la carretera tortuosa que pasaba por encima del río parecía una senda maravillosa y al mismo tiempo misteriosa. Se había trazado ganándole terreno al flanco perpendicular de las montañas con ayuda de pico y pala. A trechos, altos muros o arcos ligeros la izaban por encima de la corriente, y otras veces atravesaba salientes altísimos por cuevas excavadas en la roca. Fueron kilómetros y kilómetros de grutas y galerías abriéndose a los lados en medio de la oscuridad, como en un sueño obsesivo en el que uno fuera atravesando en coche una calle sin final. Las montañas se cernían sobre el espejo de las aguas como masas en penumbra, dejando apenas una angosta franja de luz estelar en lo alto, como si los dos precipicios fueran a ensamblarse de un momento a otro. Entonces, detrás de algún recodo, la otra orilla se abría de súbito en una curva amplia, y el manto de estrellas se desplegaba cual mapa fugaz del firmamento, que volvía a reducirse cuando parecía que las dos paredes verticales iban a colisionar de nuevo. Esta carretera fabulosa había sido construida entre 1830 y 1840. Era uno de los recordatorios tangibles más importantes del gran István Széchenyi.[75] Montañas invisibles se alzaban en medio de la oscuridad, para caer en picado acto seguido. Los villorrios se apelotonaban a la luz de las farolas, presidiendo su borrosa congregación de canoas, y desaparecían un instante después, engullidos por el bosque o las grietas. Hacia el oeste el cielo empezó a ensancharse por fin en una formación definitiva de estrellas, cada vez más tenues. Un pueblo se desperezaba y un pequeño trasbordador apenas iluminado, con la popa mirando río abajo, recogía su pasarela. «Mama Dracului!», gritó nuestro conductor, y tocó la bocina, provocando una barahúnda de ecos. La pasarela se detuvo a media altura, vaciló, empezó a bajar hasta posarse en el embarcadero y, antes de que pudiera cambiar de opinión otra vez, ya la había cruzado y decía adiós con la mano a mis casi invisibles amigos mientras la barcaza viraba hacia la corriente.
Aprovechando que el barco endereza el rumbo, hay que revisar nuestros puntos de referencia.
Un viajero que se hubiera ceñido a la ruta habitual hubiera seguido el curso del Danubio hacia el sur, atravesado así Hungría de punta a punta, entrado en Yugoslavia, virado a continuación hacia Belgrado y seguido la ribera norte del río por el extremo más meridional de la Gran Llanura. Se hubiera detenido ahí y, mirando hacia el este por encima del carrizal desmochado y de los espejismos, hubiera visto emerger de la línea plana del horizonte unas empinadísimas montañas como un banco de ballenas.
La mitad septentrional de estas montañas, que cae hacia la ribera izquierda del Danubio, es el extremo de los Cárpatos. Y la mitad meridional, que se yergue a la derecha del río, señala el arranque de los Balcanes, aun siendo considerablemente más baja que la cordillera norte.[76] Trascendental yuxtaposición. Estas dos regiones montañosas, que parecen ir ganando altura y volumen a cada paso, dan la impresión de ser un macizo compacto. Pero en realidad una profunda fisura invisible las parte de arriba abajo, excavando un desfiladero para que el río más grande de Europa pueda atravesarlas. Había llegado a este punto desde el otro extremo. Me encontraba ahora en las fauces occidentales de la fisura y reanudé la marcha hacia el este mientras despuntaba el alba por detrás de los recodos umbríos del cañón, con el disco solar derramando sus rayos como en la bandera de Japón.
A estribor la isla mazmorra de Babakai, donde un pachá había encadenado a su esposa fugada y la había dejado morir de hambre, estaba aún sumida en las sombras. Entonces el sol se abrió paso entre las espigas y la maleza y fue elevándose, bañando a su paso la mampostería del castillo serbio de Golubac (también prisión, pero en su caso de una anónima emperatriz romana), cuyos muros almenados abrazaban una ristra de cilindros y polígonos partidos hasta lo alto de un promontorio. Y ahí, con los precipicios y su inclinación de vértigo, se repitió la misma escena del ocaso. Espaciadas entre la fronda, aldeas rumanas y serbias de pescadores se sucedían unas a otras a medida que las laderas se hacían más enhiestas e iban cerniéndose sobre las aguas, hasta obligar al río a reptar por el fondo de un pasillo.
El único pasajero de la barca, aparte de mí, era un médico rumano muy instruido que había estudiado en Viena. Se dirigía a Turnu-Severin. Al acercarnos a las cataratas sumergidas, me advirtió de que el Danubio, libre de la opresión de las montañas a partir del meandro de Visegrado, experimenta cambios bruscos en este tramo. El lecho fangoso se endurece hasta convertirse en un canal estrecho surcado por vetas enterradas de cuarzo, granito y esquisto, y entre ellas se abren hondas simas.
Entretanto las laderas iban arrimándose cada vez más. Un contrafuerte de roca, de más de doscientos metros de altura, salía hasta la mitad de la corriente: el agua, barriendo su flanco, viraba abruptamente hacia el sur y se topaba con la réplica vertical de un muro serbio de casi quinientos metros de alto, mientras del río se encogía hasta poco más de un metro de ancho. Enclaustrado entre estos dos despeñaderos y entre los arrecifes y simas del fondo, el frustrado líquido, forzado a chocar incesantemente, volvía a enviar olas agua arriba que se estremecían hasta más allá de Belgrado. Enfurecido, el río horadaba pozas a lo largo de la estrechura y el piloto las superaba estilosamente a golpe de timón. Salimos del desfiladero. El umbral de roca se ensanchó, las corrientes se desenmarañaron y de súbito nos vimos rodeados por un sereno corro de montañas, que transformaba el río en una amplia vaguada de agua clara. Era «la Caldera» del Kazán. Igual que una estampa inspirada en un aguafuerte de Julio Verne, y acompañados por las gaviotas, atravesamos lentamente el plácido corro de montañas, bajo una alta columna de humo inmóvil.
Cuando la barcaza llegó al otro extremo, volvió a deslizarse entre las montañas, y el pasadizo fue llevándonos de una cámara a otra. El río viraba constantemente hacia nuevos paisajes de claroscuros sesgados. Aquí y allá los precipicios formaban leves hondonadas, lo justo para permitir que se arracimaran en la grieta alguna casa, árbol o iglesia amarilla o azul, detrás de las cuales las vegas trepaban entre riscos y torrenteras al encuentro de la espiral oscura del bosque. En la ribera izquierda, la luz del sol puso al descubierto la carretera de Széchenyi en toda su complejidad. Lo que resultaba aún más impresionante: se había excavado una calzada intermitente junto al filo de la cara perpendicular de la ribera derecha, no más ancha de lo necesario para que se cruzaran dos caminantes. A veces solo podía discernirse por las ranuras abiertas en la roca, en las que vigas ya desaparecidas habían soportado el peso de una plataforma continua de madera, suspendida en el vacío. Esta vía, terminada de construir por Trajano y que había sido iniciada por Tiberio (continuada por Vespasiano y después por Domiciano), se elevaba sobre el río para transportar hasta la cabeza de puente a las legiones invasoras que se dirigían a Dacia, casi veinte kilómetros río abajo. Por encima de ella había una gran placa rectangular incrustada en la cara rocosa: delfines tallados, genios alados y águilas imperiales rodeaban una inscripción que celebraba al mismo tiempo la terminación de la calzada y la campaña que la siguió en 103 d. C. El tiempo la había borrado hasta dejarla prácticamente ilegible.[77]
Al cabo de unos cuantos virajes más, la garganta se abrió a las carreteras de Orşova.
El riesgo que entrañaba permitir que los topógrafos me llevaran más allá del punto de no retorno (a pie, al menos, en un solo día) se había visto compensado con el hallazgo del pequeño trasbordador en Moldova Veche. Y a media mañana ya estaba otra vez en Orşova, mi punto de partida. ¡Alabados fueran aquellos topógrafos! Me había dejado llevar por el emocionante nombre de las Puertas de Hierro, y a punto había estado de perderme la maravilla de Kazán. Era mi último día en Europa central. Así que decidí jugármela un poco más, y en lugar de tomar tierra cuando pasamos por el embarcadero de Orşova, esperé hasta la siguiente parada en compañía del médico. Ya volvería allí como buenamente pudiera.
En este tramo del río pasaban casi demasiadas cosas. Poco después de levar el ancla, el médico señaló una capilla poligonal al final de una hilera de árboles, detrás de la ribera norte. Cuando los austríacos empujaron al este al ejército revolucionario húngaro durante la sublevación de 1848, Kossuth cogió la corona de san Esteban de la iglesia de la Coronación de Buda, con la idea de impedir que el joven Francisco José fuera proclamado rey, y se la llevó a Transilvania junto con todos los atributos de la coronación. Tras su derrota, los cabecillas la enterraron en secreto en algún campo y escaparon cruzando el Danubio hacia los dominios turcos. Toda Hungría lloró tamaña pérdida. Pero, pasado el tiempo, se encontró el tesoro y se desenterró. Al final, el emperador fue coronado rey, y se erigió esta capilla octogonal para señalar el lugar del escondrijo.[78] Un pueblo de la misma ribera había sido el punto rumano más al sudoeste de la frontera con Hungría antes del Tratado del Trianon. Dejamos la frondosa isla a babor y, mientras el médico me explicaba su historia, en mi mente empezó a cobrar forma un nuevo plan.
Entretanto, las montañas de ambos lados habían vuelto a acercarse unas a otras, ciñendo el río como en Kazán pero con menos ímpetu, y el repentino alboroto alrededor del navío significaba que habíamos entrado ya en las Puertas de Hierro. Sin embargo, aquí todo el dramatismo se desencadenaba bajo la superficie de las aguas, pues las elevaciones del lecho fluvial generaban feroces y complicadas corrientes. Durante cientos de años, rocas como dientes de dragón habían convertido este tramo en un paso mortalmente peligroso que solo podía navegarse cuando el caudal aumentaba. Al final del siglo pasado los ingenieros volaron, cavaron y dragaron un canal seguro de más de un kilómetro y medio de largo, muy cerca de la costa serbia, y lo represaron con un muro subfluvial. Tal como comprobamos, sortear estos peligros hacía lenta y fatigosa la travesía, todo lo contrario de la bajada rauda y boyante. Al poco, vino un tramo más tranquilo y las montañas empezaron a remitir. Desembarcamos en Turnu-Severin. Pisaba por primera vez el Regat, es decir, la Rumanía anterior al Trianon.
Lo que habíamos venido a ver eran los restos del asombroso puente de Trajano, el más grande de todo el Imperio Romano. Su constructor, Apolodoro de Damasco, fue un griego de Siria, y dos inmensos raigones de su mampostería de conglomerado seguían cortando el paso de las aguas en el lado rumano. (Un tercero se erigía fuera del río, en una vega de la ribera serbia.) Pasaban vencejos rozando el agua, mientras unos halcones patirrojos se cernían alrededor de estos solitarios supervivientes de los veinte inmensos estribos que en su día se habían elevado como husos altísimos, soportando el peso de una estructura de arcos de madera de casi dos kilómetros de longitud. Por encima de aquellas vigas habían pasado la trápala de la caballería y las ruedas renqueantes de las carretas de bueyes, cuando la XXIII se encaminó al norte para sitiar a Decébalo en Sarmizegethusa. Allí solo quedaban en pie estos raigones, pero la escena de su ofrenda está esculpida con todo lujo de detalles en la columna de Trajano, en Roma. Ascendiendo en espiral, los gorriones del Foro pueden contemplar estos mismos estribos en el altorrelieve, en el que el puente balaustrado se yergue intacto y el general, ataviado con capa, aguarda junto al toro del sacrificio y las llamas del altar ante sus huestes de legionarios, casco en ristre y águilas ondeando en los estandartes.
Aquí terminaba la gran hendidura. Hacia el este se despliega la cordillera de los Cárpatos en dirección noreste, y el río pone rumbo al sur y después al este, delimitando a un mismo tiempo la llanura valaca, la frontera norte de Bulgaria y el filo de los Balcanes. Finalmente llega al mar Negro formando un delta en el que susurran mil seiscientos kilómetros cuadrados de carrizal y se oye la algarabía de varios millones de aves. Al mirar río abajo empezó a arraigar en mí la determinación de explorar el este de Rumanía. Suspiraba por hacerme siquiera una idea de cómo había sido el entorno de aquellos príncipes de nombres míticos, como Esteban el Grande, Miguel el Valiente o Mircea el Viejo. Como sabemos, también se contaba entre ellos Vlad el Empalador y la antigua estirpe de los Basarabs, la princesa Chiajna, Pedro Zarcillo y un sinfín de gobernantes con nombres extraños: Basilio el Lobo, Juan el Cruel, Alejandro el Bueno, Mihnea del Malo, Radu el Hermoso… Excepto en casos contados, como Sherban Cantacuzène, Dimitri Cantemir y Constantin Brancovan, no sabía nada de ellos aparte de sus apodos. En mi imaginación empezaron a surgir valles, arboledas y estepas, llanuras con diablos del polvo girando como remolinos a ochocientos metros de altura, bosques, cañones y abadías cromadas, marismas pobladas por adeptos de sectas extrañas, rebaños interminables, boyeros, pastores con instrumentos musicales con formas curiosas y, desperdigadas entre los bosques y los trigales, casonas que albergaban entre sus muros boyardos supracivilizados, cargados de Proust y Mallarmé hasta las cejas.
Llevaba desde la madrugada explorando una sima casi increíble y, mientras regresaba sobre mis pasos, sentí que me estaba familiarizando finalmente con ella. Era el tramo más salvaje de todo el río, y los pilotos que navegaban por él y los moradores de las riberas debían soportar muchas calamidades. La peor de todas eran los vientos kosovares, llamados así por la trágica región de Kosovo donde confluyen la vieja Serbia, Macedonia y Albania. En un abrir y cerrar de ojos se forman en el sudeste unas tormentas terroríficas, hijas del monzón y de la rotación de la Tierra, que descargan toda su furia sobre el curso medio y bajo del Danubio. Durante el equinoccio de primavera alcanzan velocidades de entre ochenta y cien kilómetros por hora, transforman el río en una convulsión infernal, parten los mástiles de los barcos, rompen vidrios y mandan al fondo ristras enteras de gabarras. En otoño, cuando baja el caudal y los campos como estepas se quedan secos cual hornos, el vendaval se convierte en una tormenta de arena que ciega a los navegantes envolviéndolos en torbellinos de aire caliente, y que deshacen la orilla hasta dejarla al mismo nivel del agua, a veces erosionándola hasta el punto de provocar desbordamientos y riadas, mientras a una velocidad vertiginosa surgen dunas instantáneas en la orilla opuesta, formando bancos de arena, bloqueando canales y taponando el lecho horadado del río; desastres estacionales cuyos estragos solo pueden enmendarse dragando y levantando diques durante meses. Al prestar atención comprendí mejor las características del río: los centenares de corrientes subterráneas que alimentan el caudal como donantes anónimos; la gravilla rodada cuya cantinela puede oírse en algunos tramos de la atronadora corriente; los millones de toneladas de depósitos aluviales en constante movimiento; los cantos rodados resbalando por las grietas subacuáticas que succionan la corriente hacia las profundidades y la propulsan hacia la superficie convertida en remolinos; el avance peristáltico del cieno y la caída invisible de restos de naufragios desmoronándose por la larga escalinata que es el fondo del río; el peso y la fuerza de este en los desfiladeros de las montañas, horadando sin cesar pasadizos cada vez más hondos, desgarrando inmensos fragmentos de roca, llevándoselos por delante en mitad de la noche y moliéndolos hasta dejarlos convertidos en guijarros, grava y al final arena fina. En el extremo oriental del desfiladero, en la región llana del sur de Valaquia, hay un viento espantoso de invierno procedente de Rusia, al que llaman el buran. En Rumanía se torna en el crivatz y, cuando sopla, la temperatura se desploma a muchos grados bajo cero y el río se congela en cuestión de cuarenta y ocho horas y queda cubierto por una lámina de hielo duro que va haciéndose cada vez más gruesa a medida que avanza el invierno. En pleno calor estival había que hacer esfuerzos para imaginarse todo eso: el rastro que dejan los trineos en la superficie gris o refulgente, y las extensiones de placas de hielo como si fueran millones de icebergs ensamblados apelotonándose en la distancia. ¡Pobre del barco incauto que quede atrapado en él! Cuando el agua se expande al transformarse en hielo, los cascos se resquebrajan como si fueran nueces. «Dejamos un cubo de agua en el puente para mojarnos las manos cuando empieza a bajar la temperatura —había dicho el timonel del nuestro—, y buscamos cualquier lugar seguro en cuanto atisbamos la primera hebra de hielo.»
Después de ver el puente de Turnu-Severin, el médico prosiguió su viaje a Craiova y yo subí a un autobús para regresar a Orşova, recogí mis bártulos, compré un pasaje para el trasbordador del día siguiente y fui a dar una caminata de un par de kilómetros río abajo otra vez. Un pescador me cruzó en su barca de espadilla a la isleta cubierta de bosque en la que había puesto los ojos desde mi reencuentro con el Danubio.
En las últimas semanas había oído hablar mucho de Ada Kaleh y había leído todo lo que había encontrado sobre la islita. Su nombre turco significa «isla fortaleza». Ocupaba una extensión de casi dos kilómetros de largo y tenía forma de lanzadera, ligeramente arqueada en armonía con la curva de la corriente, algo más próxima a la orilla carpatiana que a la balcánica. Ha recibido también el nombre de Erythia, después Rushafa y finalmente Continusa, y según Apolonio de Rodas, los argonautas anclaron aquí durante su travesía de regreso de Cólquide. ¿Cómo logró Jasón maniobrar con el Argos por las Puertas de Hierro? ¿Y después por el Kazán? Probablemente Medea levantó la nave por arte de magia para que no tocara el fondo dentado. Hay quien dice que el Argos llegó al Adriático transportado por encima de la tierra, otros sostienen que lo cruzó y prosiguió por el río Po, finalizando misteriosamente su trayecto en el norte de África. Algunos escritores han planteado la tentadora hipótesis de que el primer olivo silvestre que se plantó en el Ática podría haber venido de aquí. Pero el islote se había hecho famoso por unos acontecimientos históricos sucedidos mucho después.
Sus moradores eran turcos, probablemente descendientes de los soldados de uno de los primeros sultanes invasores de los Balcanes, Murad I o tal vez Bayaceto I. Abandonada por los ejércitos en retirada, la isla había seguido siendo un fragmento exterior del Imperio Otomano hasta el Tratado de Berlín de 1878. Los austríacos ejercían sobre la islita un vago protectorado, pero parece que nadie se acordó de ella hasta el Tratado de Versalles, que la otorgó a Rumanía. Y los rumanos tampoco molestaron a sus habitantes. Lo primero que vi nada más desembarcar fue un café rústico montado debajo de un emparrado y en él unos ancianos sentados en el suelo con las piernas cruzadas, formando un círculo, con las hoces, azuelas y podaderas desperdigadas a su alrededor. Me invitaron a sentarme con ellos, y me entusiasmé tanto como si de repente me hubieran hecho sitio en una alfombra mágica. Abultadas fajas color escarlata, de treinta centímetros de ancho, recogían los múltiples pliegues de sus pantalones plisados azul oscuro. Algunos llevaban chaquetas corrientes, otros vestían boleros azul marino con ricos bordados negros. Todos lucían descoloridos feces color ciruela con gastados turbantes enrollados sin apretar, excepto en el caso del hodja, que envolvía en pliegues níveos y perfectamente organizados un fez más bajo y no tan ahusado, con rabito en el centro. Había algo en el arco de las cejas, en el puente de la nariz y en la forma de las orejas que los hacía indefiniblemente diferentes de cualquiera de los pueblos que había visto en mi viaje hasta entonces. Los cuatro o cinco centenares de isleños pertenecían a unas pocas familias emparentadas por matrimonios consanguíneos desde hacía siglos, y uno o dos tenían el aspecto vago y ausente, la mirada perdida y la errática frivolidad que a veces acompañan a los descendientes de antiguos grupos endogámicos. A pesar de la indumentaria ajada y llena de parches, se comportaban con un estilo y unos modales de gran dignidad. Saludaban a los desconocidos tocándose corazón, labios y frente con la mano derecha, inclinaban a continuación la cabeza con la mano en el pecho y murmuraban una frase de bienvenida. Era un gesto de extremada gracia, como la etiqueta de unos nobles andrajosos. Flotaba en el ambiente una sensación de supervivencia prehistórica, como si aquella isla fuera el refugio de una especie que, de no haber sido por su amparo, se habría extinguido mucho tiempo atrás.
Varios de mis compañeros sujetaban unas ristras de cuentas, pero no porque estuvieran rezando. Las extendían entre los dedos a intervalos irregulares, como para medir aquella ociosidad ilimitada. Envuelto en su nube particular, un anciano fumaba un narguile. La estampa me maravilló. Tenía dos metros de tubo rojo diestramente enrollados y cuando aspiraba por la boquilla de ámbar, brillaba la carbonilla de un taco de hojas húmedas de tabaco de Ispahán, y las burbujas, luchando por salir del agua con el sonido de una rana toro en pleno apareamiento, llenaban de humo el recipiente de cristal. Un mozalbete colocó más carbón con ayuda de unas tenacillas. Mientras lo hacía, el anciano me señaló con un dedo y susurró algo. El niño regresó al cabo de unos minutos con una bandeja encima de una mesa circular de no más de quince centímetros de alto. Viendo mi expresión de extrañeza, un vecino de asiento me explicó por dónde empezar: primero beber el vasito de raki, a continuación comer la deliciosa mermelada de pétalos de rosa de un platillo de cristal, cargada ya en su cuchara para mí, seguir con medio vaso de agua y terminar sorbiendo un dedal de café denso y abrasador de un recipiente cerrado adornado con filigrana. El ritual debía completarse vaciando el vaso de agua y aceptando tabaco, en este caso un cigarrillo aromático hecho a mano en la isla. Los ancianos me miraban sonriendo en silencio, suspirando ocasionalmente, pronunciando alguna palabra amistosa de vez en cuando en un idioma que sonaba mucho a una especie de rumano poco fluido. (El médico me había contado que en la ribera la gente se reía de su acento y sus maneras.) Entre ellos hablaban en turco. Era la primera vez que lo oía: asombrosas series de sílabas aglutinadas, con un acompañamiento similar de vocales, que recordaba vagamente al magiar. Aun teniendo léxicos diferentes, los dos idiomas son primos lejanos del grupo uroaltaico. Según me dijo el médico, o había evolucionado de la lengua vernácula metropolitana de Constantinopla, distanciándose mucho de ella, o se había quedado inmutablemente anclada a su antiguo molde, como le pasaría a una comunidad inglesa aislada durante centurias y que siguiera hablando la lengua de Chaucer.
Cuando quise marcharme, no supe muy bien qué hacer. Hice amago de pagar, pero me detuvieron con una sonrisa y un enigmático gesto de la cabeza hacia atrás. Como todo lo demás, era la primera vez que me encontraba con la forma universal de negar en el Levante. Y de nuevo hicieron la encantadora inclinación hacia delante con la mano en el pecho.
¡Así que estos eran los últimos descendientes de aquellos nómadas victoriosos llegados de los confines de China! Habían conquistado casi toda Asia y el norte de África hasta las Columnas de Hércules, sometido a esclavitud a media cristiandad y cañoneado las puertas de Viena. (Victorias eclipsadas hacía mucho tiempo, pero conmemoradas gracias a algún que otro minarete dejado en sus dominios perdidos cual una lanza clavada en la tierra.)
Casas con balcones se apiñaban alrededor de la mezquita y de los tallercitos de delicias turcas y cigarrillos y, rodeándolo todo, se desmoronaban las ruinas de una fortaleza inmensa. Las callejas adoquinadas recibían la sombra de emparrados o de algún toldo. Había malvas locas, rosales trepadores y claveles metidos en latas de gasolina encaladas, y las mujeres que se dejaban ver unos segundos entre las macetas llevaban cabeza y hombros tapados con un feredjé negro (un velo prendido con horquillas en línea recta en la frente y sujeto por debajo de la nariz). Usaban unos pantalones blancos ahusados, indumentaria que les daba el aspecto de bolos en blanco y negro. Los críos eran réplicas en miniatura de los adultos y, salvo por los rostros sin velo, las niñas podrían haber pasado cada una por la más pequeña de un juego de muñecas rusas. Había hojas de tabaco puestas a secar al sol cual filas de pequeños arenques ahumados. Las mujeres transportaban bultos de leña fina encima de la cabeza, daban de comer a las gallinas y volvían de la ribera con sus hoces y brazadas de juncos. Conejos de orejas desmochadas disfrutaban del sol o brincaban perezosamente por los jardincillos y mordisqueaban las hojas de los melones a punto ya de madurar. Flotillas de patos nadaban a toda velocidad entre las redes y las canoas, y todas las cigüeñas bajaban de los tejados atraídas por multitudes de ranas.
Hunyadi había erigido las primeras murallas defensivas, pero las almenas correspondían al interregno que había tenido lugar desde la toma de Belgrado por el príncipe Eugenio, que había obligado a los turcos a retirarse río abajo, y ahora el extremo oriental de la isla parecía a punto de hundirse bajo el peso de sus fortificaciones. Las bóvedas de las galerías que albergaban los cañones y los impresionantes polvorines húmedos y oscuros habían cedido y se habían derrumbado. Las grietas recorrían las almenas, yacían desmoronados grandes bloques de mampostería con penachos de hierba, y entre los escombros las cabras arrancaban hojas. Un sendero flanqueado por perales y moreras conducía a un pequeño camposanto con enturbantadas lápidas torcidas, y en una esquina se veía la tumba de un príncipe derviche de Bokhara que había terminado aquí sus días después de recorrer el mundo, «tan pobre como un ratón», en busca del lugar más hermoso de la Tierra y el más resguardado del dolor y del infortunio.
Se hacía tarde. El sol se despidió del minarete dándole el pie a la luna nueva que, un ápice menos fantasmal que la noche anterior, hizo su aparición en un firmamento color turquesa acompañada por una estrella que tal vez había dejado prendida junto a ella un heraldo otomano. Con igual prontitud, el torso del hodja emergió en el balcón debajo del cono del minarete. Asomándose al anochecer, elevó las manos y flotó por todo el aire la llamada aguda y prolongada del izan, con cada frase tremolando y extendiéndose como anillos sonoros de guijarros lanzados a intervalos en un estanque aéreo. Varios minutos después de que terminara el mensaje, y cuando el hodja debía de ir ya por la mitad de la oscura escalerilla de caracol, me di cuenta de que seguía escuchando y conteniendo la respiración.
Rodeados de gorriones, unos hombres se afanaban parsimoniosamente junto a la fontana lustral, al lado de la mezquita, y la hilera de babuchas junto a la puerta aumentó al instante con mis zapatillas de deporte. Una vez en el interior, los turcos se repartieron en fila encima de una alfombra vasta, con la mirada gacha. No había más decoración que el mirhab, el mimbar y la caligrafía negra de un verso del Corán escrito en el muro. Ejecutaron al unísono los gestos rituales de preparación, despacio y con delicadeza, hasta que, tomando impulso, la fila de devotos descendió como una ola. A continuación se inclinaron hasta tocar el pelo de la alfombra con la frente, y todas las plantas de los pies quedaron súbita y enternecedoramente al descubierto. Irguiendo el torso, se sentaron con las manos abiertas reposando en el regazo, todo ello en el más absoluto silencio. Cada pocos minutos, el hodja, sentado enfrente de ellos, murmuraba con voz queda «¡Ala akbar!» y después se produjo otro largo silencio. En aquella concavidad desnuda y silenciosa, las cuatro sílabas aisladas sonaban indescriptiblemente dignificadas y austeras.[79]
La primera vez que había intentado dormir a la vera del Danubio había sido durante la luna llena de Semana Santa, antes de cruzar el puente en Esztergom. Y aquí estaba ahora, en medio de la corriente otra vez, pero en este caso entre las riberas carpatiana y balcánica. La luna nueva se había escondido ya, dejando sobre las aguas una luz perlada. Acomodado en una chopera cerca del cabo occidental de la isla, me eché a escuchar las ranas. De vez en cuando cruzaba un meteoro entre las demás estrellas. Hacía semanas que ya no se escuchaba el canto del ruiseñor, pero la isla estaba repleta de búhos. El ladrido de unos perros recibió respuesta de la ribera serbia, y algunos carros pasaron traqueteando por la vereda de la orilla. Una ristra de gabarras había amarrado en el muelle de Orşova, a tres kilómetros río arriba, esperando la llegada del alba antes de vérselas con las Puertas de Hierro. El pequeño puerto derramaba en el agua espirales de luz y me llegaba tan claramente el sonido de instrumentos y cánticos que podía diferenciar las melodías. Las zambullidas ocasionales servían de recordatorio de que había gran cantidad de bancos de peces en movimiento, y de las setenta clases diferentes de peces que nadan en el Danubio. Algunos pertenecían a las poblaciones de peces del Dniéper y del Don, familia directa de los del Caspio y Volga. Podían remontar casi dos mil kilómetros de río hacia el corazón de Europa sin un solo dique que se interpusiera en su camino… Tenía la cabeza demasiado llena de visiones y sonidos como para poder dormir. Mejor tumbarme a contemplar el paisaje y a escuchar los sonidos de la noche y prender otro de aquellos cigarrillos aromáticos que lucían el exótico sello de una media luna dorada. Una pena desperdiciar la corta noche durmiendo, o rumiando acerca de la eternidad de los ríos y de ese inagotable caudal en incesante movimiento:
Rusticus exspectat dum defluat amnis, at ille
Labitur et labetur in omne volubilis aevum.
Sí. Exactamente… Había mucho en que pensar.
En el inicio del capítulo anterior, cuando meditaba sobre los vínculos entre mito e historia en estas regiones, de repente pasó por la página una procesión de reyes, prelados y caballeros en dirección a la desembocadura del río. En realidad era una superposición de dos campañas diferentes, ambas terminadas en desastre. Una había tenido lugar cuando Segismundo de Hungría y sus aliados sufrieron una derrota aplastante en la batalla de Nicópolis en 1396. La otra ocurrió medio siglo después, en 1444, cuando el joven rey Vladislav de Polonia, que tenía entonces veinte años, avanzó hacia el mar Negro junto a János Hunyadi[80] y el cardenal Cesarini: el sultán Murad II destruyó completamente su ejército en la batalla de Varna. Hunyadi sobrevivió y pudo volver a luchar, pero el cardenal sucumbió en la mêlée y la cabeza del joven rey acabó ensartada en una lanza en las puertas de Brusa. Fue el último intento de la cristiandad por expulsar a los turcos antes de que acometieran el definitivo asedio fatal de Constantinopla. Tomaron la ciudad nueve años después.
Pero era la primera campaña la que me tenía meditabundo. Había leído todo lo que había encontrado al respecto en la biblioteca de los Teleki y, si lo recordaba en esos momentos, era porque fue aquí mismo, en Orşova, donde las huestes de los cruzados habían sorteado el río para penetrar en los dominios del sultán. Es más, había ocurrido exactamente ese día.
La travesía se había iniciado a principios de agosto, tal vez el día 5, y había durado unos ocho días. Así pues, el último piquero o chamarilero había puesto pie en la orilla sur probablemente tal noche como aquella, hacía quinientos treinta y ocho años. Había contingentes llegados de toda Europa occidental, a las órdenes de una deslumbrante colección de capitanes: Segismundo con su ejército húngaro, y sus feudatarios valacos bajo el mando de Mircea el Viejo; el condestable de Eu; Juan Sin Miedo, hijo de Felipe el Valiente de Borgoña; el mariscal Boucicault, «espoleado por el éxtasis del combate»; Guy de la Trémoille, Juan de Vienne, Jacobo de la Marche, Felipe de Bar, Ruperto conde palatino del Rin; y, destacando con luz propia, Enguerrand VII de Coucy, el valiente yerno de Eduardo III de Inglaterra.[81] Algunas crónicas mencionan un millar de soldados ingleses bajo el mando del hijastro del Príncipe Negro (el hermanastro de Ricardo II), el conde de Huntingdon.[82] En su avance aguas abajo, sitiaron la fortaleza turca de Nicópolis.
Pero en cuanto el sultán Bayaceto el Rayo se enteró de la invasión y del asedio, atravesó los Balcanes como una centella, haciendo honor a su apodo. Cuando se desencadenó la batalla, los vanagloriosos franceses provocaron una catástrofe absoluta con la valentía temeraria y prematura de su ataque. Salvado por la flota de los hospitalarios, Segismundo pudo sobrevivir y, pasado el tiempo, convertirse en emperador. Juan de Borgoña cayó prisionero, fue liberado tras el pago de un rescate y terminó hecho pedazos unos años después en el puente de Montereau a manos de sus rivales de Orléans. Boucicault también fue liberado mediante el pago de un rescate, pero fue apresado en Agincourt y murió durante su encierro en Yorkshire. Coucy murió en Brusa antes de poder regresar, una vez liberado también gracias al pago de su rescate. Algunos de los que escaparon murieron a manos de los lugareños. Otros se ahogaron en las aguas del Danubio por el peso de la armadura. El conde palatino regresó a casa cubierto de harapos y falleció debido a las calamidades que había padecido. Y, como represalia por haber masacrado las guarniciones turcas durante su avance agua abajo, los demás excelsos capitanes murieron junto a todos sus seguidores en una espantosa matanza en la que fueron decapitándolos a todos desde el alba y hasta las vísperas. Tres años después, el victorioso sultán fue derrotado en Ankara y hecho prisionero por Tamerlán: enjaulado en una litera, murió de pena y vergüenza entre sus captores mongoles. Huntingdon, si es que realmente estuvo allí, volvió a casa sano y salvo. Pero a los cuatro años, tras el destronamiento y asesinato de su hermanastro Ricardo, fue condenado por haber organizado un alzamiento contra Bolingbroke: le arrancaron la cabeza y la expusieron en una plaza de mercado de Essex. Muy pocos de sus supuestos soldados, si es que estuvieron allí, han podido perfeccionar de nuevo su técnica de tiro al blanco en Hereford, o de pescar en el Wye.
Estaba pensando distraídamente en esta cruzada desastrosa (no con tanto detalle, pues esta descripción es fruto de un asalto a la estantería) y en el séquito de Juan de Borgoña con sus libreas nuevas de color verde y los veinticuatro carromatos cargados de tiendas de satén verde… Todos los contingentes rivalizaban en esplendor, con pendones, armaduras, talabarterías y blindajes a cada cual más hermoso. Me puse a imaginar cómo sería la línea de avance de los cruzados desde el punto de reunión general en Buda. Todos los cronistas estaban de acuerdo en la senda que habían seguido. Y yo estaba llegando a las lindes de ese estado de sopor que los caricaturistas ilustran como un enjambre de zetas sobrevolando como abejas la cabeza de los atorrantes dormidos: «Bajaron por la ribera izquierda del Danubio hasta Orşova…».
Las zetas se esfumaron de repente y me senté, totalmente despierto. ¡Imposible! ¿Por dónde habían pasado? «Pensad que, cuando hablamos de caballos, los veis / hollando con sus gloriosos cascos—», ¿el qué? La vía de Trajano había sido intransitable desde hacía más de mil años y, hasta que se construyó la de Széchenyi cinco siglos después, la mayor parte de la ribera izquierda, igual que la derecha, caía a plomo en el agua como un fiordo, y así a lo largo de kilómetros y kilómetros. Además, aunque yo no lo sabía entonces, las enciclopedias eran unánimes en esta cuestión: hasta las obras de la carretera de Széchenyi en la década de 1830, fue imposible cruzar por ninguno de los dos lados todo este tramo del río. Aquellos miles de caballos, las carretas cargadas de coloridas tiendas de campaña, los millares de sacos de harina y los carros de heno, las fanegas de Beaune y los heraldos con sus tabardos nuevos y la chabacana cola de chamarileros que los cronistas mencionan con tanto desagrado, hubieran tenido que dar un rodeo de más de trescientos kilómetros por el norte, casi hasta llegar al Maros, y atravesar después Lugoş y Caransebeş, seguir por el valle del Timiş y bajar por el Mehadia hasta alcanzar el último trecho de mi propia ruta hasta la desembocadura del Cerna. Ninguna crónica hubiera pasado por alto semejante desvío… Sin embargo, no hay ni una sola mención de tal cosa, y menos aún de las cimas de los acantilados de la orilla derecha, ligeramente más practicables. Parecía que nadie se había percatado de este conflicto insoluble entre historia y geografía.
Entonces, ¿cómo lo hicieron? No había una Medea que los elevara por los aires, como a Jasón con los argonautas… Al caer de nuevo en el sueño, empezó a cobrar forma una visión. La larga procesión serpenteante de los cruzados, abanderada con las cruces y barras de Hungría, el cuervo negro de Valaquia y detrás un sinfín de águilas unicéfalas y bicéfalas y leones rampantes de diversas tonalidades; los losanges del Palatinado y, por encima de todo, las flores de lis de Francia y Borgoña; y tal vez (¡vaya, solo tal vez!) las mismas lilas acuartelando los leopardos de la dinastía Plantagenet, todos avanzando por el filo del precipicio y levitando justo por encima de las turbulentas corrientes por arte de brujería. No pudo ser de otra manera.
La algarabía de los pájaros y los gallos isleños me despertó justo a tiempo para no perderme la llamada del almuédano. Las hojas de los chopos temblaron un instante y el sol naciente desplazó río arriba la sombra de la isla. La tentación del agua era irresistible. Me zambullí desde una mata de hierba, pero al cabo de unas brazadas me di cuenta de que la corriente era demasiado fuerte, así que salí a gatas antes de que me llevaran los remolinos.
De nuevo en el café, los viejos estaban colocados ya en sus puestos, y en un periquete me encontré dando sorbitos de una diminuta taza y comiendo queso blanco de oveja envuelto en una lámina de pan. El anciano adicto al narguile, engatusando al agua para que liberara las primeras burbujas, soltó bocanadas en staccato como si se tratara de las señales de humo de un indio hurón. Un crujido, una sombra y un frufrú pasaron por encima de nuestras cabezas: una cigüeña había abandonado su postura a la pata coja en el tejado y planeó hacia los juncos. Plegando una sobre otra sus alas blancas, adornadas con la senatorial lista negra, se unió a tres compañeras que, vigilantes, se paseaban con sus zancos escarlata. Ya no podía distinguirse a los padres de su prole. Uno de los viejos hizo el gesto de volar y, señalando en dirección sureste aproximadamente, dijo: «Afrik! Afrik!». Pronto emigrarían. ¿Cuándo? En una o dos semanas, no mucho más… Las había visto llegar aquel anochecer cuando crucé el río para entrar en Hungría, y ahora estaban aquí con sus cortejos, fabricando nidos por doquier, poniendo huevos, empollándolos y haciéndose mayores, y listas ya para echar a volar.
Las gabarras checoslovacas, con sus cargamentos de tejas y madera, se deslizaban a lo lejos, río abajo, cuando llegué al muelle de Orşova. Me acerqué a un práctico austríaco al que había conocido el día anterior. Él también advirtió signos de inquietud entre las cigüeñas. ¿Partirían por su cuenta? No, no, me dijo; se unirían a uno de los grandes grupos migratorios que llegarían del noroeste, probablemente de Polonia. Pasaron unas niñas del pueblo, ordenando rosas, zinnias, claveles, tigridias y maravillas, no para un casamiento, sino para engalanar altares. Los ortodoxos celebraban la Dormición de la Virgen al día siguiente, me explicó el piloto, y los católicos su Ascensión: dos aspectos del mismo acontecimiento. Y para evidenciar cuál era su doctrina, el dedo índice del práctico, girando en espiral hacia arriba, dibujó la trayectoria de la imagen coronada de estrellas que al día siguiente se perdería en el empíreo. Mi pasaporte, en el que pronto quedaría estampado el sello que atestiguaría su séptimo cruce de fronteras («Orşova, 13 de agosto de 1934»), aguardaba encima de la mesa, con mi bastón y la mochila en una silla junto a él. No caía en qué podía ser, pero allí faltaba algo. ¡La cornamenta del ciervo! Debí de dejármela olvidada entre la hierba y las zarzas de la isla cuando enrollé el gabán. A la desilusión pronto le siguió el alivio: el trofeo hubiera sido un poco una molestia. De todos modos, no había tiempo para volver a por él. Tal vez algún paleontólogo del futuro se figurará que en una época la isla estuvo repleta de venados.
En muchos aspectos, el momento traía a la mente la misma sensación de final y principio que había percibido en el puente sobre aquel mismo río novecientos sesenta y cinco kilómetros aguas arriba: las inquietas cigüeñas, las niñas cargadas de flores para una gran festividad, la gente agrupándose en el muelle, incluso una garza real volando tan bajo que la punta de sus velas remeras dejaba anillos momentáneos en la superficie del agua. Río abajo, el reflejo de la isla y de los juncos y de las copas de los árboles y del esbelto minarete tremolaba en la corriente. Uno de los isleños, un Simbad barbudo con fez aplastado y turbante con manchas, sostenía en alto una ristra de peces para venderlos. Otro que llevaba una cesta de huevos discutía con un melonero metido hasta las pantorrillas en una carreta repleta de gigantescas sandías verdes, y este, mientras le replicaba, iba lanzando rítmicamente su mercancía a un compañero, como dos hombres haciendo pases de fútbol, mientras un tercero las iba colocando de forma atractiva entre las losas. Un gitano, encorvado bajo el peso de una tinaja plateada de poco más de un metro de largo, difícil de manejar pero no imposible del todo, sujeta en bandolera y con la forma de un Taj Mahal alargado, entrechocaba tazas de metal para llamar la atención de la clientela. De tanto en tanto abría la espita y las llenaba de un refresco oriental llamado braga, consumido principalmente por las sedientas gentes del campo. Sentadas entre las balizas, unas mujeres ataviadas al estilo del valle del Cerna, con corralitos de gallinas y pollos detrás de ellas, cuchicheaban y balanceaban los pies enmocasinados sobre el agua. Justo cuando sonaron las diez en los campanarios, el eco de una sirena llegó desde la entrada del cañón, río arriba. «Bastante puntuales —dijo el práctico—. Echan el ancla a las diez y veinte.»
Emergiendo de la sima, el barco viró y su perfil se encogió al formar mástil, chimenea, bauprés y proa una sola línea. Entonces, expandiéndose a gran velocidad y encajonado en el confeti de gaviotas que le habían hecho compañía todo el camino desde el muelle del Donaudampfschiffahrtsgesellschaft de Viena, se vino encima de nuestro alegremente concurrido desembarcadero y sus palas rizaron el agua con una flecha que se ensanchaba de forma simétrica. «Es el Saturnus», dijo el práctico. Las notas de un disco de gramófono llegaron a nuestros oídos: era Leyendas de los bosques de Viena. El piloto se echó a reír: «¡Ya verá! Cuando levan el ancla, ponen El Danubio azul». Todo el mundo recogía sus bártulos, un barquero se colocó en posición junto a la baliza, los funcionarios se pusieron sus gorras de pasamanería dorada, y el barco, acostándose, reculó hasta colocarse de perfil otra vez en medio de un tumulto de espuma. Un marinero se asomó a la barandilla y en un abrir y cerrar de ojos su calabrote pasó rozando las gaviotas como un lazo.