7
LAS TIERRAS ALTAS DE LOS CÁRPATOS
¡Lapuşnic! Por fin he dado con este nombre olvidado, escrito a lápiz a toda prisa en una de las últimas páginas de mi diario. Y aquí lo tengo de nuevo, diminuto, medio borrado y casi ilegible, perdido entre curvas de nivel y sombreados con rayas, como una arañita en un nido de milpiés, y aún más gastado por hallarse en uno de los pliegues de mi ajado mapa de Transilvania de 1902: a treinta y pocos kilómetros de Deva, junto a un pequeño afluente que discurre entre riscos boscosos a su encuentro con la ribera sur del Maros. Un reciente intercambio epistolar con István (que ahora vive en Budapest) lo ha confirmado por triplicado. Fue allí donde devolvimos el auto a su dueño, y este redescubrimiento del topónimo me sirve como hito y nuevo punto de partida. Durante aquellas semanas de pura indolencia tuve prácticamente abandonado mi diario, y, cuando partí, me costó varios días retomarlo, unos días cruciales. Afortunadamente, algunos topónimos, garabateados o recordados, cuentan con el respaldo de una colección de visiones nítidas, y con estas y el mapa encajan en su sitio las siguientes etapas del viaje, aunque es posible que una o dos no estén en riguroso orden, como sucede con las diapositivas sin fechar que se dejan al tuntún en una caja.
Lázár, el dueño de la casa y del automóvil, era amigo del conde Jenö y de István. El conde me había contado un sinfín de historias divertidas sobre sus correrías. Había sido vaquero en Norteamérica y gaucho en Argentina, e incluso había montado en un rodeo de circo para salir de apuros. Las patillas, los ojos penetrantes, la tez curtida y el rostro atractivo cuadraban perfectamente con el papel. Su casa se encontraba a apenas veinte kilómetros al sur de la de István. El cuarto invitado era otro vecino, de Maros Illye, también en la ribera norte, llamado István Horváth, al que siempre tomaban cariñosamente el pelo por la ingenuidad de sus comentarios. La cena fue un banquete de solteros bajo un tilo, si bien la cocinera y ama de llaves de nuestro anfitrión, una bella sueva que parecía una confidenta de ópera y que a menudo participaba en la conversación mientras nos repartía los platos, mitigaba obviamente el celibato de la casa. Recuerdo sus rostros a la luz de las lámparas y después a István tocando el piano con su animado estilo. Pasamos otro día más allí, escribí a Angéla y al final István y yo nos separamos, cada cual arrastrando en dirección opuesta una liviana nube de resaca. Y volví a caminar a solas.
El olvido lo vela todo durante un instante, pero en seguida emerge el sendero con todo detalle. Zigzagueaba de arroyo en arroyo por un empinado cañón sin sol, entre rocas por las que resbalaban gotas de agua, envueltas en suave musgo y con copete de helechos. Villorrios húmedos y oscuros, con techos de paja en plena muda, se apiñaban en los pliegues de la ladera como conglomerados de hongos venenosos. Búfalos y bueyes ascendían a bandazos por la colina, de mala gana, uncidos a yugos de madera que se enganchaban a la vara mediante un pasador de acero, y se podía oír el intermitente traqueteo de las norias mucho antes de atisbar los molinos cubiertos de yedra. Los animales se detenían allí a beber mientras los carreteros descargaban sus sacos. Salvo durante escasos minutos al día, ni un rayo de sol hería estas honduras. Muchos aldeanos, pálidos y enfermizos, padecían bocio. Estos males rústicos me hicieron pensar en todas las advertencias húngaras sobre la prevalencia de enfermedades venéreas al este de la frontera, advertencias que habían sonado casi como si la sífilis acechara entre rocas y setos esperando al viajero para caerle encima como cae un trueno.[60] István se había reído mucho cuando le hablé de ello. No era peor aquí que en otros sitios, dijo. En Rumanía los llamaban «los enfermos mundanos», boale lumeşti. (A un bebé nacido fuera del matrimonio se le llamaba «hijo de las flores», un copil din flori, un término más benévolo que el nuestro.) Iba así meditando sobre aquellas advertencias, cuando me detuve en seco. ¿Qué había sido de la dichosa pistola automática? Me la había olvidado en casa de István, en el cajón de mi alcoba. ¡Menos mal!, pensé al cabo de unos segundos: si hubiera aparecido durante un registro en algún rincón remoto de Bulgaria o Turquía, habría sido un engorro, una molestia y hasta un peligro. Aun así, ¡qué lástima, con su culata de nácar, el niquelado reluciente y su precioso estuche de cuero! Le pediría a István que me la guardara.
El macizo de los Cárpatos a mi izquierda me obligaba a desviar el itinerario hacia el sudoeste. El cañón se abrió, pero cuando al anochecer llegué a Tomesti aún había altos levantamientos de terreno aprisionando el cielo. Me esperaba otro refugio organizado de antemano, bajo el techo de Herr Robert v. Winckler. Era un hombre alto, delgado y culto que vivía solo con sus libros y sus armas en la linde empinada del bosque. Tanto él como su biblioteca eran una mina de conocimientos relevantes. Al subir a acostarme, atravesé la floresta de cornamentas, astas, escopetas y trampas para lobos que adornaba las escaleras. En el descansillo había dos pieles de lobo enormes, un lince disecado en la pared y una hilera de colmillos de oso, y en el suelo de mi habitación una piel de oso (lo último que recuerdo antes de apagar la vela de un soplido es el doble reflejo de la llama en sus ojos de vidrio). La anchura de los alféizares abocinados delataba el grosor de los muros, y el rimero de troncos hasta el techo, junto a la imponente estufa de azulejos, era buena señal del frío que debía de hacer aquí en invierno. Bajo la luz de la luna estival costaba imaginarse la arremetida del viento por los cañones, los rastrillos de témpanos y los copos silenciosos que, cubriéndolo todo, colocarían bajo asedio todas estas construcciones.
Transilvania, el Banato de Temesvár, la Gran Llanura, los montes de Tatra, Bukovina, Galitzia, Podolia, Lodomeria, Moravia, Bohemia, Valaquia, Moldavia, Besarabia y, más que nada, los Cárpatos mismos… ¡Cuánto se parecía la geografía de Austria-Hungría y de sus vecinos al mundo ficticio de generaciones pasadas! Se vienen a la mente Graustark, Ruritania, Borduria, Syldavia y una infinidad de reinos imaginarios, usurpados por tiranos y divididos por pugnas por el trono: abundan conjuras, traiciones, herederos en calabozos, facciones palatinas y, junto a ellos, fieros espadachines con monóculo, reinas en torres solitarias, cordilleras apabullantes, espesos bosques, llanuras repletas de caballos medio salvajes, tribus nómadas de gitanos que roban niños de los castillos y los tiñen de jugo de nogal o rondan bajo las almenas y derriten el corazón de las castellanas tocando sus instrumentos de cuerda. Hay nobles locos y amotinados, y también ladrones, híbridos de salteadores y Robin Hoods, interponiéndose a horcajadas en el camino con sus temibles porras de manzano. En la Alföld había leído algo sobre los betyárs; ahora empezaban a imponerse los haidouks y pandours. Al otro lado de la cuenca fluvial surgían en tropel los grandes boyardos de los principados rumanos, tocados con sombrero de pieles y cargados de ristras de perlas. Los frescos de los muros de fortalezas monasterio representaban procesiones enteras de espectrales hospodares marchando junto a sus casi míticas princesas, adornados con altas coronas bifurcadas. Detrás de ellos, hacia el norte, aparecían alargados ríos a punto de helarse, estepas y ciénagas donde sin levantar apenas las pezuñas trotaban manadas de alces, y los magníficos uros de hace mucho tiempo, extintos ya salvo en los escudos de armas; páramos que se extendían sin fin hacia el noreste y que inestables tropas de cosacos o destructivos asentamientos de tártaros reclamaban como propios; y, aún más allá, una corte entera de polacos se retiraba en sus trineos hacia las sombras, y detrás se veía una región de nevadas donde los reyes teutones despedazaban en el Báltico helado a los paganos de Lituania, que sobrevivían aún en los parajes rocosos y picudos de Prusia Oriental. Y más allá todavía Moscovia y todas las Rusias… Pero hacia el sur, más próximos y acercándose a cada paso, los valles y bosques del Danubio habían sido escenario de batallas trascendentes entre la cristiandad y el islam: los ejércitos del sultán avanzaban río arriba con sus estandartes verdes y sus increíbles turbantes, mientras los reyes, voivodas y cardenales (la contusión de cuyas mazas los absolvía del derramamiento de sangre) y todos los paladines de Occidente —con los galgos corveteando a su lado, y los rayos de sol arrancando destellos a las incrustaciones de oro de debajo de sus penachos de pluma de avestruz y a las espirales y cintas de sus lanzas, como en el cuadro de Uccello de la Batalla de San Romano— galopaban alegremente río abajo al encuentro con su destino.
Adicto desde hacía años, había estado releyendo a Saki justo antes de la partida. En muchas páginas se insinuaban «aquellas regiones misteriosas que hay entre los bosques de Viena y el mar Negro». Y allí estaba ahora, metido a más no poder en ese laberinto de bosques y cañones. Los declives arbolados al otro lado de las ventanas, así como la imagen de la nieve y del solsticio hiemal, me traían a la mente aquellas historias, sobre todo las de lobos, villanos y duendes que reinan en el invierno europeo-oriental. La terrible llegada de «Los intrusos», en el último párrafo monosilábico de la narración, debió de ocurrir a escasos kilómetros. Y otra, «Los Lobos de Czernogratz», con los aullidos in crescendo de estos monstruos pavorosos, conjuraba un millar de castillos al norte y oeste. Siempre me había impresionado el destrozado viajero de «El insoportable Bassington», «un hombre al que los lobos habían olisqueado». Transilvania estaba llena de hombres así (István era uno, mi anfitrión otro y el gróf K un tercero). Todos los castillos eran castillos encantados, y al caer la noche se sumaban solitarios licántropos a las manadas de lobos terrenales, los vampiros se ponían en marcha, y las brujas se desperezaban y alzaban el vuelo. En estos parajes se superponían leyendas y cuentos de hadas de una docena de naciones, y la región rebosaba de todo aquello de lo que Goethe aconsejó al Nuevo Mundo prescindir: «Recuerdos inútiles y vanas rencillas […] caballeros, ladrones e historias de fantasmas… “Ritter und Raüber und Gespenstergeschichten…”». Al final me quedé tres noches, escuchando historias de lobos y bosques y leyendo en la biblioteca. Algo debió de quedar en mis venas. M. Herriot ha dejado un mensaje de consuelo para casos como el mío: «La culture, c’est ce qui reste quand on a tout oublié».
Tras una bajada dificultosa por valles y estribaciones, siempre hacia el sudoeste para evitar la carretera de Lugoj, y una noche durmiendo debajo de un roble, llegué molido y mucho después del anochecer del segundo día a un horno de ladrillos de la carretera de Caransebeş, donde me acurruqué y me quedé dormido justo cuando salía la luna.
Viajes como este son episodios de tal bienestar que los humores se inflaman, y esto, añadido al alborozo de verme otra vez en marcha, me ayudó a restañar la sensación de soledad que me había quedado después de despedirme de István y del final de aquellos días de magia junto a Angéla.
Temí haberme anquilosado, pero todo iba de perlas y mi equipo parecía hallarse en tan buen estado como el primer día en Holanda. Las botas de batalla compradas en Millets in the Strand crujían sobre sus clavos apenas despuntados, y aún me servirían durante interminables kilómetros. Los viejos calzones estaban suaves de tanto usarlos y lavarlos, mas sin una sola puntada que no estuviera intacta. Solo las polainas grises habían sufrido daños leves, pero dejaron de notarse en cuanto corté los bordes deshilachados que la nieve y la lluvia habían raído. Una camisa gris con las mangas remangadas completaba mi atuendo de caminante. (Mi piel estaba adquiriendo una tonalidad de tablón de teca, y tenía el pelo proporcionadamente blanqueado por el sol.) Bendije la buena suerte que había tenido cuando me robaron en Múnich el primer macuto, con su compleja estructura de metal, sus correas, el pesado saco de dormir impermeable y el exceso de equipamiento White Knight. El que me habían cedido mis amigos báltico-rusos era más pequeño pero me cabía todo lo necesario, a saber: unos pantalones de franela parda y unos de loneta clara, una chaqueta fina de mezclilla para ir adecentado, varias camisas, dos corbatas, zapatillas de deporte, montones de calcetines, jerséis, pijama, la tela de colores que Angéla me había regalado, una docena de pañuelos nuevos (como sabemos ya) y una esponjera, una brújula, una navaja, dos velas, cerillas, una pipa (cayendo en desuso), tabaco, cigarrillos y —adquisición reciente— papeles para liarlos, y una petaca que iba rellenando por turnos, dependiendo del país, con whisky, Bols, schnapps, barack, tzuica, slivovitz, arak y tziporo. En uno de los bolsillos laterales llevaba un reloj Ingersoll de cinco chelines que funcionaba a la perfección siempre que recordara sacarlo y darle cuerda. El único objeto incómodo era el gabán de soldado. No me lo había puesto desde hacía meses, pero no me decidía a desembarazarme de él. (Por suerte, pues era perfecto para dormir a la intemperie. Doblado como lo llevaba, en forma de prieto salchichón, y atado encima del macuto, casi pasaba desapercibido.) Conservaba aún el bastón húngaro, con su talla intrincada cual báculo medieval, el segundo sustituto del bastón inicial de madera de fresno que había comprado en el estanco de al lado de Sloane Square. Aparte del cuaderno de dibujo, lápices y mapas en proceso de desintegración, llevaba también mi libreta diario y el pasaporte. (Manidos y descoloridos, en este preciso instante tengo estos dos únicos supervivientes al alcance de la mano.) Llevaba el Hungarian and Rumanian Self-Taught (pocos progresos con el primero, titubeantes primeros pasos con el segundo); estaba leyendo Antic Hay, y además llevaba el Hamlet, Prinz von Dänemark de Schlegel & Tieck, comprado en Colonia, y la preciosa y diminuta edición en dozavo de Horacio, recibida en Holanda de las mismas amables manos que me dieron el macuto, envuelta con esmero. Las tapas eran de rígido cuero verde hierba, y el texto iba acompañado de alargadas viñetas curvilíneas en media tinta que representaban Tibur, Lucretilis y la primavera bandusiana; un marcador de seda escarlata, el ex libris del donante y una hoja fosilizada de sus bosques estonios.[61]
Hubiera sido difícil reanudar la marcha mucho después de que cantara el gallo aquella mañana, pues el ave batía las alas encima de un tonel a solo diez metros de mí. Así pues, me eché un poco de agua en la cara y partí. Iba a ser un día sofocante.
Pisica Veselă, el Gato Feliz (la posada de boyeros en la que hice escala para beber tzuica en una estrecha redoma), era un enjambre de moscas. En el piso de tierra un enorme avispón color caoba y naranja despedazaba un trozo de carne, y fuera el valle retenía el calor como un horno. Más adelante, convertido en una columna de polvo y sudor, llegué a un lugar algo más agradable, una mezcla de café, bar y tienda de comestibles. En las paredes había frases en alemán escritas con florida letra: «Wer nicht liebt Wein, Weib und Gesang», «Der bleibt ein Narr sein Leben lang!». Hablé al posadero sobre mi primer encuentro con ese pareado, en Goch, durante mi primera noche en Alemania. El hombre era un alegre Schwob de Arad. Se echó a reír y me preguntó si sabía quién era el poeta. «¿No? Martín Lutero».[62] Me sorprendió bastante. A diferencia de los sajones luteranos, los suevos eran todos católicos.
Tenía toda clase de informaciones útiles, que prodigó mientras sorbíamos sendas jarras de cerveza fría. Entonces tomé una decisión repentina. Me ayudó a abastecerme: un salami cortado en dos, para poder ocultarlo del sol esta vez; un poco de cerdo cocido, pan de centeno en cantidad, varias tabletas de chocolate, queso, manzanas y dos piezas de pan de molde en cuya corteza había —inquietante detalle— unos sellos adheridos. («Una tasa del gobierno —dijo mientras los desprendía—. El sello indica que se ha pagado.») Desde la puerta señaló el camino que había de tomar y me despidió agitando la mano.
Las montañas del Banato, a la derecha de la carretera, estaban repletas de árboles y resultaban de por sí bastante imponentes, pero hacia el este el bosque trepaba por la escarpadura de los Cárpatos y a lo lejos, por encima del sendero, hasta donde alcanzaba la vista y aún más allá, algunas de las cordilleras más elevadas de los Alpes transilvanos ascendían como espectaculares navíos picudos desprovistos de velamen. Mi decisión repentina consistía en girar a la izquierda y alejarme del calor y el polvo de este hermoso valle incandescente. A continuación, si podía, proseguir hacia el sudeste por el fresco lindero del bosque. Apretando el paso, llegué en seguida a las primeras ramas. Un pequeño sendero serpenteaba colina arriba por una ladera empinada, entre los troncos, y por él me metí.[63]
Fue como entrar en un recinto cerrado. Trepar por la sombra hizo que el valle pareciera al instante muy lejano; el bosque estaba en silencio al principio, hasta que el oído empezó a percibir los cantos de los pájaros.
Tras una hora de escalada, llegué a las lindes de un campo en pendiente donde una hilera de segadores recogía la cosecha tardía de las tierras altas: campesinos de aspecto bíblico, vestidos de blanco de pies a cabeza, y mujeres con sombreros anchos de paja trenzada, algunas con bebés a la espalda al estilo de las madres americanas. Cuando les estorbaban, los colgaban a la sombra, bien arropados en sus artesas de madera. Había montones de cestos, jarros de agua, hoces y rastrillos. Media docena de ponis pastaba por los alrededores y había filas de colmenas cónicas colocadas a lo largo de la línea de envolventes árboles. Mientras avanzaban, segaban, apilaban y espigaban, la aguda voz trémula de una anciana iba cantando una secuencia interminable de versos con una melodía grave y fascinante. Los demás se unían al cántico cada segunda frase. La había oído mientras subía a la pequeña meseta. Y mucho después de haber perdido de vista a los segadores, seguía flotando en el aire, en diminuendo. Cuando se desvaneció por completo, eché varios vistazos escorzados y pude verlos allá abajo, entre gavillas y almiares, como si estuviera mirándolos a través de un telescopio que se alargara sin cesar, reducidos ya a puntitos. En seguida las copas de los árboles los ocultaron definitivamente.
La carretera y el valle de abajo habían desaparecido. Al oeste, por el otro flanco, no había nada salvo las sierras del Banato, que también habían empezado a hundirse. Más adelante encontré una numerosa vacada, todas las reses con su pesado cencerro, que bajaban a trancas y barrancas de un pasto de más arriba. Intercambié un saludo con el anciano vaquero y sus hijos. ¿De dónde venía? ¿De Anglia? No lo habían oído nunca y prosiguieron su camino con expresión perpleja. El sendero parecía estar siempre a punto de desvanecerse entre rocas o árboles caídos, pero en el último momento los esquivaba o los superaba, cual una irregular escalera natural.
«Como entrar en un recinto cerrado…» Era más cierto de lo que había imaginado. Porque de repente me encontré en un espacio que parecía una estancia gigantesca: un inmenso claro cerrado donde las hayas se elevaban como inmensos pilares, dibujando bóvedas en lo alto con el ramaje enmarañado y entrelazado. Grises por efecto de la sombra, los suaves troncos aparecían moteados de plata allí donde podían colarse los rayos del sol entre la infinidad de hojas, rociando con difuminados discos de luz la corteza y las extensiones musculosas de las raíces. Por el suelo liso derramaban un confeti más esparcido y aún más reticente. (¡No me extraña que los poetas romanos vincularan siempre el epíteto opaca a las umbra de los fagi!) «Opaco», así era. Las hayas son árboles tan «perro del hortelano», que no puede crecer nada a sus pies, lo que explica la existencia de estos claros, espaciosos como salones de baile. Pero eran opacos solo en el sentido de que las capas de hojillas plegadas casi bloqueaban el sol. Debajo, el aire era acuoso y sereno. Casi parecía luz submarina. El flexible hayuco esparcido por todo el suelo habría sido el paraíso de un puerco. (En la bajada encontré peludos hocicos pardos, al cuidado de porqueros meditabundos, entregados a husmear el piso de similares salones de hayas.) Estas grandiosas cámaras forestales, rodeadas de trechos alternos de árboles de hoja caduca y monte bajo, ascendían oblícuamente ladera arriba hasta perderse de vista, con su maraña de raíces. Regatos de agua del deshielo acanalaban la penumbra, precipitándose desde saltos rocosos hacia pozas que podían oírse desde lejos, o rezumando entre la cascarilla y la hojarasca hasta convertirse en arroyos. Había habido dos abubillas en el arranque del bosque, y ahora los abejarucos, tal vez con la vista puesta en las colmenas, se encaramaban a las ramitas cerca del claro de los segadores. Las oropéndolas, a las que delataba su plumaje blanco y negro y el insistente y agudísimo arabesco de su canto, volaban como flechas entre las ramas. Pero, cada dos por tres, invisibles bandadas de palomas torcaces lo sumían todo en un hechizo tan soporífero que, cuando me sentaba a fumar un cigarrillo, me costaba no quedarme dormido. Entonces una pisada desencadenaba un centenar de aleteos frenéticos y echaban a volar en círculos en medio de la luz moteada de uno de aquellos salones de baile forestales, como el gentío en el palacio de Cristal, atrayendo halcones wellingtonianos.
El sendero bajaba hasta un pequeño valle donde un arroyo saltaba de poza en poza desde el corazón de las montañas, para seguir después por la cañada bajo otra maraña de sombra.
Un grupo de gitanos, ingeniándoselas con su estilo de siempre para transformar un rincón del bosque en un poblado de chabolas, se había establecido aquí con sus tiendas, perros y caballos maneados. Esta vez, sin embargo, su miseria quedaba redimida por su extravagante aspecto salvaje. Sentados junto al arroyo, en cuclillas como los indios de Oriente, en un primer momento me pareció que estaban lavándose. Era algo tan ajeno a su carácter, que volví a mirarlos. En realidad recogían agua con unas bateas, por el extremo inferior de unos pequeños canales improvisados con maderos; toqueteaban y tamizaban el barro y la grava, y escurrían e inspeccionaban las peludas pieles húmedas de carnero que hacía un instante habían estado ingeniosamente metidas debajo de los canaletes. Todos miraban fijamente hacia abajo, absortos como cernícalos. De pronto recordé las palabras de Herr v. Winckler y entendí lo que estaban haciendo. Respondieron a mi saludo con cara de momentánea consternación, pero me dejaron tumbarme a observarlos.
Buscaban oro. Vetas de este mineral y también de plata recorren el subsuelo de muchas de estas montañas. Los romanos solían excavar minas aquí. El oro interfolia la roca en finas capas, y diminutos fragmentos del mineral expuesto y erosionado se desprenden y acaban convertidos en polvo mezclado con barro, arena y grava, o incluso se enganchan en la hierba y son arrastrados por la corriente junto con el resto de los sedimentos. Los fragmentos son infinitesimales, de ahí que emplearan esos canales y vellones para recogerlos.[64] Supuse, casi con mentalidad de heraldo, que, en rumano, «oro» y «plata» podrían ser aur y argint, y así era. El buscador de oro más próximo, y jefe del grupo, me dijo que no habían encontrado nada. Pero después de fumarnos un par de cigarrillos que yo mismo había liado, y de intercambiar cumplidos (en la medida en que me lo permitía mi incipiente colección de palabras rumanas), admitió que sí habían recogido un poco, aunque no allí, sino en un paraje llamado Porcurea, en lo más profundo de las agrestes colinas del otro lado del Maros. Deduje que en este arroyo no habían sacado mucho en limpio, y que probablemente les habían informado mal. Entonces, con desgana, extrajo de la faja un pequeño morral de cuero, y de él una bolsita de algodón aún más pequeña, desanudó el cordel y echó en la fina palma unas cuantas pepitas. Una o dos alcanzaban el tamaño de lentejuelas microscópicas, pero la mayoría no pasaban de ser unas motas titilantes. Quiso venderme el lote y, mientras hablaba, hacía bailar los granitos como un oropel entre las líneas de la cabeza y del corazón. Pero mencionó una suma tan desorbitada, que respondí sacando los bolsillos de los calzones y se echó a reír. Nos tratábamos de amigos. Por eso, cuando se acercó una niña y empezó, como cumpliendo con su deber, a mendigar con un susurro al tiempo connivente y mecánico, él le dijo algo en romaní y la cría interrumpió las súplicas con una sonrisa de disculpa. No podía evitar admirarme ante la factura de las bateas chatas con que cernían el polvo dorado: con un diámetro de casi medio metro y hechas de madera de nogal, eran ligeras y estaban bellamente pulidas. Tras alguna afortunada inmersión, las pepitas debían de brillar allí como la Vía Láctea en un firmamento oscuro. Estos gitanos eran lingurări, «hombres cuchara», expertos en toda clase de obras de hojalatería y tallado de madera.
Habían llegado un par de días antes por una ruta diferente. La noche anterior, cerca de Caransebes, yo había cruzado en medio de la oscuridad una carretera y un pequeño tramo de vías férreas, representados en el mapa por una línea hacia el este que se adentra en el valle del río Bistra, a unos cuantos kilómetros al norte, pero discurriendo más o menos en paralelo a mi camino de cabras (que no aparece en el mapa y era mucho más empinado). Los gitanos se habían apartado de la carretera y habían proseguido en dirección sur hacia esta secreta Golconda[65] silvestre. La carretera y las vías del ferrocarril ascendían hasta un puerto de montaña llamado la Puerta de Hierro —una de tantas— y a continuación descendían serpenteando hacia el país de Hunyadi (Hunedoloara) y la pequeña ciudad de Hátzeg. Era el camino que debí haber tomado, pero era demasiado tarde.
Animado por mi tino con la formación de sustantivos eliminando la última sílaba del latín, hice un gesto en zigzag en dirección a la corriente del río y pregunté «pisc?» acabado con sonido de «sh». Era casi correcto: fonéticamente, «pescado» es peshti. «Sunt foarte multi», dijo el gitano. «Hay muchos.» Marré una segunda intentona con «trotta» y «trutta», esperando que una de las dos fuese la palabra latina para trucha.[66] Pero recordé, de deliciosos banquetes, que en húngaro se decía pisztráng, y el hombre respondió enseguida con el equivalente en rumano: păstrăv. (Ambos pueblos lo derivan de una raíz eslava. Entre los eslavos del sur se dice pastrmka y pastarva, o algo parecido, que pasan a Grecia como péstrofa y siguen camino hacia el norte, hacia Polonia, convertidas en pstra˛s, donde la cedilla debajo de la «a» representa una ene muda. ¿Cuándo y dónde debilitaron por primera vez estos sonidos eslavos el habla latina de los rumanos? ¿Cuál sería la palabra dacia para «trucha»? ¿Junto a qué arroyo se pronunció por última vez la última palabra antes de que las sílabas eslavas la borraran definitivamente? ¡Ojalá lo supiéramos!) Mi amigo el gitano hablaba rumano y magiar con pareja fluidez, aunque probablemente las dos con igual cantidad de errores también (hay muchas historias cómicas basadas en las extrañas entonaciones y errores de los gitanos) y conversaba con sus compañeros de tribu en romaní, así que era trilingüe. Cuando le señalé lugares del mapa, descubrí que no sabía leer, pero no por ello era menos listo.
Pronto los gitanos y su tesoro quedaron tan abajo como antes lo habían estado los segadores.
Una especie de embrujo ronda por escarpas arboladas como estas. Hace que el intruso siga ciegamente colina arriba, le quita diez años de encima (lo cual me dejaba a mí con nueve), desata en él un sinfín de añoranzas infantiles y atávicas y dirige sus pensamientos hacia el bosque de Sherwood, el zumbido de larguísimos astiles, melladas varas de sauce, el sheriff de Nottingham, Guy de Gisborne y el hijo de Much el Molinero. Saltando el Atlántico, la escena se transforma y aparecen tipis, señales de humo, cazadores de ciervos, mohicanos, pinturas de guerra, pipas de la paz, canoas de tronco de haya y rostros pálidos divisados por entre las ramas de arce. Una vez había leído en algún sitio que en el reinado del rey Juan una ardilla podía recorrer todo el territorio entre el Severn y el Humber sin tocar nunca el suelo. Y, más recientemente, que en tiempos los árboles habían cubierto Transilvania por completo. Así pues, el bosque debió de ser la morada natural de los dacios. Evidentemente, los romanos lo talaron para construir sus vías públicas. Por su parte, los godos, recién salidos de sus miles de coníferas, debieron de sentirse aquí como en casa, pues se quedaron al norte del Danubio durante generaciones antes de avanzar hacia Italia y España. (Pero ¿qué, en el tenebroso norte y entre estos árboles dacios, pudo haber preparado a los vándalos para los satenes y el incienso de Cartago?) No habría habido quejas medioambientales entre los lombardos que merodeaban por los bosques, mientras se dedicaban a exterminar a los gépidos en el sotobosque. Y cuando a los eslavos les llegó el turno de apoderarse de Europa oriental, debieron de asentarse en estos bosques con la sensación de no haberse mudado de hogar. Pero ¿qué decir de los hunos? ¿Y de los ávaros y búlgaros que habían llegado por los valles como una marea? ¿Y de los magiares mismos? ¿Y de los pechenegos y cumanos? ¿Y, finalmente, de los últimos invasores turco-tártaros, la terrible estirpe mongola de Gengis Kan, cuando en 1241 arrasaron todas estas regiones? A no ser que las llanuras del sur de Rusia tuvieran bosques similares, pocos de estos invasores han podido ver muchos árboles. Eran hijos del desierto, pertenecían a las estepas y a la tundra. Podía imaginarme a Batu y sus compinches con sus cajas planas de arcos, carcajes, cotas de malla, dianas, los ponis con sus elaboradas gualdrapas y garzotas escarlatas, girándose en las sillas de montar y mirándose unos a otros con expresión de desconcierto bajo esos párpados epicánticos, tal vez a través de máscaras hechas con pellejo de lobo, ataviados con jubones de escamas multicolor, o con hombreras plumadas cual alas de águila, emulando los tótems chamánicos de sus clanes, detenidos todos, embargados de consternación, parados a las lindes de una fronda de cien leguas.
¿Cómo pudieron maniobrar en semejante espesura, avanzar a su rumoreada velocidad y desmantelar o saquear todas las ciudades, iglesias, castillos, palacios, catedrales o abadías de un tercio del continente? Al fin y al cabo, corría el siglo XIII, era la época Plantagenet y Valois, y no todo podía estar hecho de material inmediatamente combustible. Solo tuvieron un año para conquistar, matar, esclavizar, capturar, demoler y después despejar el terreno; no mucho tiempo, sobre todo al final, cuando la muerte en Mongolia del sucesor de Gengis Kan hizo regresar a los príncipes mongoles en una vertiginosa carrera en pos del trono (la región estaba a casi seis mil quinientos kilómetros de Karakorum). De acuerdo que pasaron a cuchillo a miles de prisioneros, pero «capturar poblaciones enteras», como rezan las crónicas, tuvo que demorarles, amén de que la demolición sin explosiones requiere su tiempo y más utensilios que el sílex, el acero y unas cuantas palancas, más quizá una o dos baterías de catapultas tiradas por bueyes. Aun así, se dice que destruyeron todo lo destructible, eliminando a su paso hasta el último vestigio histórico del milenio previo.[67]
Había mucho en que pensar. Cada dos por tres me ponía a elucubrar sobre el aspecto que debieron de tener aquellos bárbaros. Todavía no me había repuesto de la noticia de que los hunos solían usar vestimentas blancas de lino y pellejos de ratón de campo cosidos entre sí…
Encontré un terraplén cubierto de fresas silvestres, comí todas las que pude coger, cambié a otro punto estratégico y empecé de nuevo. Se podría uno pasar todo el verano con una batea, un colador y una caña de pescar, separando pepitas de oro con las manos y viviendo de truchas y fresas silvestres, al estilo de un sibarita Tom Tiddler de los Cárpatos.
El tintineo de un cencerro de oveja, algo más arriba, interrumpió mis pensamientos. Se oyeron ladridos de perros y sus trotes, y al poco la voz increpadora de alguien maldiciendo a la madre del Dragón, un insulto rumano habitual (referido, en este contexto, a la madre del Diablo): «Mama Dracului!». El cencerreo y la trápala cesaron de súbito, y pude ver un carnero y una docena de ovejas en el sendero que discurría por arriba, inmóviles y con expresión de desconcierto, como inhibidas ante mi presencia. Una o dos se alejaban poco a poco hacia la derecha, hacia el precipicio. Me interpuse en su camino y con gritos y bastonazos a las ramas las obligué a meterse en un ángulo rocoso, donde se apelotonaron a la buena de Dios, pero al menos se quedaron quietas. Entretanto, dos fieros perros blancos enseñaban los dientes y nos ladraban a ellas y a mí, y el pastor, blandiendo el cayado y amenazándolos también con la madre del Diablo, bajó a saltos entre los árboles. Dominamos a las fugitivas y las encaminamos colina arriba.
A los pocos minutos estábamos reuniéndolas en un prado ancho en leve pendiente donde pastaba un centenar de ovejas, todo tan verde que parecía abril, en contraste con los tallos marchitos de abajo. Las sombras empezaban a alargarse por la hierba, segada al ras como una explanada de césped. El sonido de bocas masticando era interrumpido aquí y allá por el grave toque metálico de los carneros adalides. Incluso las ovejas hembra tenían cuernos cortos y curvos, y los corderos aún más cortos. Pero los carneros y adalides iban armados con pesadas espirales arrugadas que podrían haber hecho temblar los muros de Jericó. El bosque seguía remontando interminablemente, pero ahora oscuros mechones de pino competían con los troncos de hoja caduca y entrelazaban sus raíces con las de roble, aliso y carpe. Aquí solo era posible divisar las cimas de las montañas más bajas escudriñando desde el borde más externo, donde disminuía la cantidad de copas. El sol de poniente prendió una llamarada en una lejana procesión de nubes planas, y la sombra inundó los valles intermedios. Las sierras bajas del Banato, a muchas leguas de distancia, aparecían ribeteadas de luz como un banco de criaturas marinas medio sumergidas.
Radu el pastor y su familia me recibieron como a un aliado. Dos o tres casas, ingeniosamente construidas y techadas con escamas de madera de un deslustrado gris plateado, se agrupaban en un extremo del claro. Un portón techado franqueaba el paso a un patio vallado con estacas, un redil ovalado en el que crujían varios pozos de péndulo junto a abrevaderos hechos de troncos biseccionados y ahuecados. Radu y sus dos hermanos, con ayuda de gritos, silbidos y media docena de perros, metieron todo el rebaño y a continuación trancaron el aprisco. Me pregunté si las confinaban allí para impedir que se extraviaran. Para asegurarme, estampé la mano en una de las estacas y le pregunté a Radu: «Dece?» («¿Por qué?»), y su respuesta, «Lupii», me lo aclaró todo.
Un alféizar ancho recorría toda la casa, y tanto esta como las paredes del interior estaban enjalbegadas. Tenía un hogar con chimenea semicónica. Doradas mazorcas de maíz se apilaban con simetría de panal, y en un rincón había un rimero de cascabillo desnudo para el fuego. Para ser un lugar que solo se usaba en épocas como esta, ya que en invierno la nieve lo cubría todo, estaba muy limpio y recogido. La única decoración de las paredes la constituía una titilante lamparilla de aceite colgada delante de un icono de la Virgen con el Niño, con halos de volantes de latón dorado.
Los tres hermanos eran hombres cordiales, tímidos y autosuficientes, enjutos y curtidos, con unos ojos castaños tan hechos a mirar medio cerrados el sol y el viento, que las arrugas de los extremos les bajaban por los atezados pómulos formando finos abanicos blancos. Gastaban mocasines, y sus túnicas blancas de confección casera, ceñidas con anchos cinturones, tenían tanto vuelo como las faldas escocesas. El padre era idéntico en rasgos y atuendo, salvo en el pelo, que era blanco, y en que todavía vestía justillo (un cojoc de vellón) y se tocaba con una caciula cónica también de vellón. Se sentó en el alféizar con las manos cruzadas sobre el mango de un hacha. El rostro de la esposa de Radu expresaba tristeza cuando se quedaba en reposo, y alegría si se ponía en acción; era asombrosamente bello. Ella y otra mujer hilaban sin desatender el resto de las labores. Las ruecas, gastadas por el uso y ricamente talladas, estaban clavadas en fajas de galón negro. Detalles complicados y sobrios colores distinguían su vestimenta: pañoletas y mandiles azul pálido sobre faldas blancas plisadas, y rectángulos de intrincados bordados en el mismo tono pálido revistiendo las anchas mangas. Llevaban el torso embutido en unos corpiños de malla de suave cuero, brillantes por el uso, que se abrochaban por un costado. Cuando una de ellas empezaba una hebra nueva, la esposa de Radu se humedecía las yemas del pulgar e índice como haría un empleado de banca, y sacaba un poco de lana de la bobina que, extraída con la otra mano y ya ahusada, giraba por el impulso del huso. Todo ello tan inconscientemente como si estuviera haciendo punto. Y mientras trasegaba por el patio iba cantando para sí una doina, cuyas estrofas empezaban cada vez con «¡Foiae verde!» («Hojas verdes») o «Frunze verde» («Fronda verde»). Estas invocaciones a la fronda me parecen siempre una especie de saludo de las gentes del bosque al haya, el fresno, el roble, el pino y el majuelo, como si los árboles y su follaje poseyeran un poder misterioso y benéfico.
De beber solo había agua, así que cada uno dimos un sorbo de la cantimplora, sentados en taburetes junto al alféizar, y por primera vez comí mamaliga (polenta o frumenti), es decir, gachas de harina de maíz, el alimento cotidiano de las gentes de campo en esos pagos. Se me había avisado sobre su mal sabor, pero, en contra de toda lógica, me pareció bastante sabroso. Radu señaló la escopeta de la pared y dijo que podríamos cenar liebre si me quedaba otro día más. Terminamos con cremoso queso fresco de oveja. (En el patio había un olor acre a requesón y suero, y de ramas frondosas colgaban unas chorreantes bolsas de algodón como níveas calabazas.) El viejo, con una mano entreabierta y un puño apretado, se afanaba en algo: a un tintineo metálico le siguió un tufillo como de tela chamuscada, provocado por un trozo de hongo seco que había encendido sosteniéndolo contra una piedra de sílex y golpeándolo con un trozo de acero con forma de imán. A continuación, soplando el fragmento quemado, lo colocó encima de las hojas amasadas de tabaco, en la cazoleta de una primitiva pipa con cañón de carrizo. Era la primera vez que veía semejante artilugio prehistórico, denominado tchakmak un poco más al sur.
Si hubiera conocido mejor el idioma, habría podido escuchar un montón de leyendas sobre lobos, pues había dos o tres pieles por la casa. A veces se llevaban corderos y ovejas, pero en esa época no eran muy de temer: Se recluían en el corazón del bosque junto a sus lobatos. El invierno, cuando el hambre y el frío los forzaban a bajar a los valles, era la época peligrosa. Me contó, casi todo con gestos, que el año anterior una manada había atacado a unos gitanos en medio de la nieve y solo habían dejado las botas y un puñado de esquirlas. ¿Cómo era el sonido que hacían? Echó atrás la cabeza y lanzó un aullido largo cargado de misteriosas amenazas, y también de angustia. E imitó el bramido de los ciervos, que empezaría en un par de meses: un mugido gutural, grave, primordial, que oí el año siguiente en una quebrada de la Alta Moldavia, el tipo de sonido que los antiguos cretenses debieron de oír con pavor a la entrada del laberinto. Zorros, linces, gatos monteses, jabalíes y osos pardos eran los otros moradores principales de estos bosques.
Estaba oscureciendo y todo el mundo empezaba a bostezar, así que me puse todo lo que llevaba y me tumbé fuera, debajo de un árbol. Radu sacó una manta con ricos bordados, del ajuar de su esposa, alegando que después haría frío. Dentro de la casa, iluminada por la candela del santuario, la mujer se había santiguado varias veces al estilo ortodoxo, de derecha a izquierda, juntando el pulgar, el índice y el dedo corazón como símbolo de la Unidad de la Trinidad, y se había despedido de los dos rostros aureolados del icono hasta la mañana siguiente con un beso a cada uno.
Sin embargo, a pesar de que sus ritos y casi todas sus doctrinas procedían de la gran rama bizantina de la cristiandad oriental, estos pastores no eran ortodoxos. Eran uniatos, o «greco-católicos», como los llamaban en aquella zona, que por la sumisión de sus antepasados a una Ley de Unión (de ahí el sustantivo «uniato») habían dejado de ser súbditos espirituales del Patriarca Ecuménico de Constantinopla o del Primado rumano, para serlo del papa. En todas partes los rumanos entran en la historia cristiana como miembros de la Iglesia ortodoxa, u oriental. Pero, como sabemos, durante la Edad Media los transilvanos eran súbditos de la corona húngara. En los siglos XVI y XVII las guerras turcas redujeron Hungría al célebre principado vasallo de Transilvania. Deseosos de separar a sus súbditos ortodoxos de sus parientes correligionarios del otro lado de las montañas (e impelidos también por el celo vernacular de los protestantes), los príncipes Rákóczi lograron, por diversos medios, eliminar la misa eslava de sus súbditos (que los rumanos habían conservado desde la época anterior de sometimiento a la soberanía espiritual de Bulgaria), así como imponer un texto en rumano. Pero no con la intención de alentar el nacionalismo, sino, todo lo contrario, para diferenciar aún más la liturgia de sus súbditos rumanos frente al rito eslavo (y, recientemente, el griego) de sus parientes orientales. Todo ello con la esperanza de alejar el mundo ortodoxo de eslavos y griegos. Medio siglo después, cuando el eclipse turco dio paso al gobierno directo de los Habsburgo, la causa protestante perdió brío y la católica cobró fuerza. Y en 1699 una mezcla de coacción y engatusamiento, respaldada por la astucia de los jesuitas del emperador Leopoldo, trajo consigo un grandioso triunfo de la Contrarreforma en Oriente, es decir, el dominio eclesiástico de muchos de los rumanos ortodoxos de Transilvania. Al aceptar la Unión, los neófitos (o apóstatas) tuvieron que aceptar con ella cuatro puntos: la frase Filioque del Credo; comulgar con hostias en vez de con pan; la doctrina del Purgatorio (el cual, como el Limbo, es desconocido en el este); y, lo más importante de todo, la supremacía del papa. Las demás diferencias (el matrimonio de los sacerdotes, un clero barbudo, el culto a los iconos, y las vestimentas, rituales y costumbres diferentes) no se modificaron. Esta ley seccionó todo vínculo oficial entre la jerarquía de Transilvania y las de Valaquia y Moldavia. No obstante, la desconfianza perduró entre las filas de los uniatos, y durante casi un siglo muchos curas de pueblo se escabullían para que los obispos ortodoxos les ordenaran en secreto.
Pero al final estos cambios tuvieron el efecto contrario al deseado. La nueva misa provocó un repentino interés por la lengua rumana, así como por las letras y los orígenes del rumano. La publicación de libros religiosos en lengua vernácula en Transilvania, que contó con el imprudente patrocinio de los príncipes, competía con la de los libros de allende las montañas y forjó un vínculo intelectual. Además, después de la Unión, los hijos más brillantes de la grey uniata transilvana eran enviados a estudiar a Roma, donde los relieves en espiral de la columna de Trajano (soldados romanos a la greña con guerreros dacios ataviados muy al estilo de los rumanos modernos de las montañas) les insuflaron entusiastas ideas sobre su ascendencia mixta romana y dacia, dando cuerpo a unas tradiciones que, si bien bajo una forma más nebulosa, llevaban lustros en el ambiente. A miles de niños rumanos se les puso de nombre Traian o Aurel, en honor al primero y al último de sus emperadores romanos, mientras la creencia en la ascendencia dacia había arraigado ya profundamente. Entre los rumanos de ambos lados de las montañas estas ideas alentaron un espíritu nacional, así como determinadas reivindicaciones irredentistas que les han sido concedidas plenamente durante los últimos cien años. La causa étnica rumana le debe mucho a la Iglesia uniata, y esta deuda, por razones similares en mundanería a las que se esgrimieron en origen cuando se estableció la Unión, ha sido saldada mediante la abolición estatal y el regreso obligatorio al redil ortodoxo. No precisamente una decisión animada por el fervor religioso.
Pensando en todo esto, mi mente retrocedió a aquellas deliciosas mañanas en la biblioteca del conde Jenö, entre libros y microscopios. ¡La doble procesión del Espíritu Santo…! Esta tachuela que escindió la cristiandad era justo la clase de asunto que excitaba la curiosidad histórica del conde. Habíamos estado conversando sobre la creencia en el Oriente bizantino de que el Espíritu Santo procedía solamente del Padre («La verdad es que no entiendo muy bien lo que quieren decir, perdona que te diga», me había confesado el conde), mientras en el Occidente católico procedía del Padre y del Hijo (ex Patre Filioque procedit). ¿Cuándo surgió por primera vez esta frase occidental, no mencionada en los siete primeros concilios (los únicos válidos para Oriente)? Al instante, empezaron a apilarse libros de consulta encima de la mesa de la biblioteca. «¡Aquí está!», exclamó el conde al cabo de un rato, y leyó: «¡Oración incluida en el Credo durante el III Concilio de Toledo (¡la primera vez que tenía noticia de él!) en 589, cuando el rey Recaredo de Aragón renunció a la herejía aria!». El conde buscó excitado: «¡Toledo!, ¡rey Recaredo!, pero ¡si era un godo! Probablemente de esta parte, sus abuelos, o sea… ¡la estirpe de Ulfila, en el bando occidental!». Leía haciendo elipsis de página en página, como canturreando… «Frase aún no adoptada en Roma… omitida de manuscritos del Credo… ¡inclusión tal vez debida al error de un copista! H’m… Confirmada por Paulino de Aquileia en el Sínodo de Friuli, año 800, sí, sí, sí… pero adoptada solo entre los francos… ¡Eso es! ¡Monjes francos entonando la frase Filioque en Jerusalén! ¡Escándalo y protestas de los monjes orientales!» Hizo una pausa y se frotó las manos. «¡Ojalá hubiera estado allí!». Se retiró los anteojos un momento, y al cabo reanudó la lectura. «El papa León III intenta suprimir el añadido, a pesar de la insistencia de Carlomagno —¡un franco, claro!—, pero al final aprueba la doctrina. H’m. Eso suena a que le entró miedo… Pero el siguiente papa la adopta… ya en el siglo IX. Viene entonces Pothios, el gran patriarca de Oriente, y se desata una furia generalizada, anatema mutuo y el cisma final en 1054…» Alzó la vista. «Siempre quise saber más de este tema. I didna ken, I didna ken» («No lo sabía, no lo sabía», en gaélico), dijo. Y a continuación, cerrando el libro: «Weel, I ken noo» («Bueno, ahora ya lo sé»).
Hojeando un misal uniato perteneciente a su esposa, se topó con una directiva anterior a la liturgia uniata: «“En la misa, las palabras ‘y del Hijo’, relativas a la procedencia del Espíritu Santo, no quedan incluidas en el Credo. En el Concilio de Florencia, de 1439, de ningún modo pidió la Iglesia a los orientales este añadido, sino solo su adhesión a este dogma de fe”. ¡Adhiéranse, pero no lo digan! —exclamó—. ¡Un dogma del que no hacía falta hablar!». Comenté que parecía una oscura forma de aliarse. «Por favor, recuerda que estás hablando del Espíritu Santo», dijo entonces el conde en tono serio.
Para los ortodoxos, los uniatos han cargado siempre con un vago estigma de deserción, y al católico transilvano de a pie de alguna manera (y bastante injustamente) le parecía que no eran ni chicha, ni limoná, ni trigo limpio. Con certeza, el cambio de lealtad estuvo motivado menos por una convicción espiritual que por raison d’État: por un lado, expansión y celo contrarreformista, y por el otro la oportunidad de pasar de una atroz opresión a otra algo menos atroz. Las generaciones posteriores se mantuvieron fieles a su fe con firme tenacidad campesina, tal como siguen haciendo en Ucrania, y su historia está teñida de nobleza y patetismo.
Sin embargo, los primeros uniatos no fueron ni los transilvanos ni los rutenos, sino los últimos miembros de la dinastía de los Paleólogo: Miguel VIII muy brevemente y, al final, los dos últimos emperadores de Oriente. Nuestro pensamiento debe volar hacia los últimos años de Bizancio, donde los turcos se preparaban para la escena final. Fue la esperanza de socorro procedente de Occidente lo que hizo que Juan VIII Paleólogo y su corte y clero emprendieran el extraordinario viaje hacia Florencia que Benozzo Gozzoli ha conmemorado en las paredes del palacio Médicis Durante las discusiones mantenidas en Santa Maria Maggiore, dos de los prelados orientales recibieron capelos cardenalicios. Pero en casa, en Bizancio, se vivía en estado de agitación, principalmente por causa de la cuestión Filioque. A pesar de todo, el emperador, gustara o no su decisión, y enfrentándose a la protesta de los ortodoxos, aceptó las peticiones occidentales. Gibbon describe el momento culminante con el emperador entronizado a un lado del Duomo y el papa en el otro. «Casi había olvidado —escribe— a otro popular protestante ortodoxo: su perro de caza predilecto, que solía tumbarse tan tranquilo en la grada tapizada del trono del emperador, pero que ladró con toda su alma mientras se procedía a la lectura de la Ley de Unión, sin que lograran acallarlo las reprimendas ni los latigazos de los ayudantes reales.» El emperador tuvo que regresar y enfrentarse a los abucheos de sus súbditos en Bizancio. Pero, excepto de algún bravo genovés, no recibió ayuda de nadie. El hermano de Juan, Constantino XI, que seguía siendo uniato (aunque renuente, a juzgar por las apariencias) cayó durante la mêlée cuando los turcos atacaron y capturaron la ciudad. «La angustia y la caída del último Constantino —afirma Gibbon— son más gloriosas que la larga prosperidad de los césares bizantinos.»
La primera cita de Gibbon fue la que encendió al conde Jenö. «¡Imagínate! ¡Un perro en una iglesia! ¿Me gustaría saber cómo se llamaba? ¿De qué raza sería? Uno de esos galgos árabes, seguro… —Tras una pausa añadió—: Me recuerda a una ocasión parecida: ¡el Concilio Vaticano de 1870 sobre la infalibilidad papal! Reuniones interminables, presiones, ya sabes, y nada más aparte de broncas: Schwarzenberg, Dupanloup, Manning y demás. Pero al final lo aprobaron. ¡Y mientras se procedía a su ceremoniosa lectura en San Pedro, se desató una tormenta impresionante! ¡Nubarrones negros como el hollín! ¡Relámpagos bífidos! ¡Lluvia, granizo, truenos, imposible oír ni una palabra!» Rodeado de sus polillas y vitrinas, el conde Jenö, católico afable pero devoto, lucía una sonrisa radiante. Le encantaban estas cosas. «¡Ni una palabra! ¡Mucho peor que lo del perro del emperador! Es más, al día siguiente estalló la guerra franco-prusiana, y todos los cardenales franceses y alemanes salieron pitando hacia el norte en el nuevo ferrocarril, por supuesto en diferentes vagones de primera clase, y cuando bajaron a fumar y estirar las piernas en el andén de Domodossola, se negaron el saludo unos a otros…»
Pues bien, como consecuencia de todo lo anterior, Radu y su familia volvían a formar parte de la Iglesia ortodoxa después de dos siglos y medio de obediencia a Roma. Y bastante perplejos, tal vez.
Riscos y roquedales sobresalían de los árboles y, en ocasiones, el bosque se abría para hacer sitio a los desprendimientos, cantos rodados y abanicos de pedregal. Todo olía a agujas de pino y a mantillo. Se habían podrido y caído viejos troncos, y las pálidas hojas de los pimpollos que los sustituían rociaban el mundo inferior con variable luz y lo descomponían en cientos de finos rayos de sol. El fantasma de un sendero, tal vez solo utilizado por animales salvajes, avanzaba vacilante. La enmarañada alfombra de hojas, piñas, agujas de pino, bellotas, agallas de roble, hayuco y cáscaras partidas de castañas debía de llevar una eternidad formándose. Un pino alto se había derrumbado sobre la maleza de enredaderas. Estaba cruzándolo por debajo, a cuatro patas, sobre un lecho de dedaleras y helechos, cuando mi mano asió algo medio enterrado en la hojarasca. Era la cornamenta de cinco puntas de un ciervo, una maravilla desde la corona de la base con borde de volante hasta los extremos afilados y duros como el marfil. ¿Cómo era posible que algo así, nudoso y con esas arrugas que parecían antiquísimas, hubiera tenido un crecimiento tan rápido y una vida tan breve? Asoman por el ceño del ciervo en primavera, como unos pensamientos gemelos que quisieran salirse del cráneo, y empiezan a crecer y ramificarse con el mismo movimiento fluido de las plantas, fosilizándose a medida que crecen. Más largas cada año, y más fieramente afiladas, se enfundan entonces en una envoltura de terciopelo que se desgarrará con el roce de troncos y ramas hasta que el venado al que han armado esté listo para limpiar de rivales el bosque. Y solo volverán a desprenderse al final del invierno, como el ave que muda la pluma. Esta cornamenta en concreto medía más o menos medio metro de largo y estaba perfectamente equilibrada. Salí de la masa de helechos sintiéndome como Herne el Cazador. No se podía quedar allí, aunque no me la llevara hasta Constantinopla.
Al poco rato encontré cuatro ciervas, cada una con un cervato pastando a su lado o comiendo de las ramas que bordeaban el claro. Debí de estar a favor del viento, pues solo alzaron la vista cuando me acerqué lo suficiente. Sobresaltadas, se dieron la vuelta y echaron a correr hacia el sotobosque, dibujando grandes arcos, hasta que sus blancas grupas se desvanecieron colina abajo. Cuando pusieron pies en polvorosa, un ciervo rojizo, al que no había visto hasta ese momento, alzó la vista barriendo el aire con una cornamenta mucho más ancha que la que llevaba en la mano. Y al pasar las ciervas corveteando junto a él, los cuernos del macho, de perfil, viraron hasta quedar totalmente de frente como una separación ritual de candelabros gemelos. Sus grandes ojos miraban muy serios, pero miopes. Tenía la capa leonada salpicada de motas blancas por el lomo, y unas pezuñas limpias y relucientes. Se apartó hacia un lado, dio uno o dos pasos formales, pavoneándose, trotó unos pocos más echando hacia atrás la cabeza y su andamiaje, y bajó por la pendiente dando saltos tras las ciervas. A cada salto subía y bajaba su cargamento de cuernos. Tirándose de cabeza, atravesó una pantalla de ramas como salta un caballo por un aro, y el ramaje se cerró detrás de él mientras el venado caía con estrépito colina abajo, fuera ya del alcance del oído.
Me costaba creer que hubieran estado todos ahí mismo pocos segundos antes. ¿Podía ser que mi cornamenta le hubiera pertenecido en algún momento, que se le hubiera desprendido años atrás? Quizá ni siquiera ahora había alcanzado todo su crecimiento, aunque empezaba el mes de agosto. No había visto jirones de terciopelo… Sea como fuere, también era muy posible que el tesoro que llevaba en la mano contara siglos de antigüedad.
Poco a poco, los hombros de roca desnuda empezaron a escatimarles asidero a los árboles más altos. Caminaba entre abetos enanos y un pedregal que parecía una escombrera, cubierta de una fantasmal maraña de cardos. A mi derecha se había izado una cresta de pálido mineral, y a la izquierda se erguía una prominencia mucho más elevada, y otra detrás de esta, a lo lejos, rugosa, cenicienta, sin una sola sombra, como una emanación del resplandor del mediodía. Avanzaba por un valle inhóspito de pálidas rocas y cantos, adornado tristemente aquí y allá con pequeños abetos. Al final ni siquiera eso. Me había extraviado con el alabeo de las montañas. No estaba seguro de si me encontraba donde yo pensaba, o donde debía estar. Era un lugar desolado, con la palidez de un osario y un viento que lo hacía más desolado aún. Por la hondonada iba entrando una neblina húmeda, al principio solo unas volutas delgadas, a las que siguieron espiras de vapor más densas y frías y húmedas al tacto, hasta que llegó un momento en que casi no se veía nada a más de un par de metros. Debía de estar metido en el corazón de una de esas nubes que la gente se queda mirando desde el llano para ver cómo se enganchan decorativamente en los picos de las cordilleras. Cuando la neblina se convirtió en llovizna, trepé a tientas por el flanco de la cresta que se había interpuesto sigilosamente entre mí y la pendiente que llevaba dos días recorriendo. Por fin encontré una grieta, llegar a la cual me supuso escalar casi en vertical. Salí así de la niebla y empecé el descenso por cantos rodados y un aluvión de pedruscos poco firmes, entré en el cinturón de cardos y abetos enanos, es decir, haciendo el mismo proceso del ascenso a la inversa, hasta hallarme de nuevo rodeado de helechos y cobijado por los pinos y árboles de hoja caduca. Mientras me abría paso por aquel vacío planetario de más arriba, me había desorientado. Así pues, cuando encontré el rastro de un camino de cabras (o de ciervos, si es que habían sido ellos quienes lo habían surcado), bajé por su leve pendiente, esperando encontrar algún giro hacia la izquierda. Pero fue en vano, hasta que a última hora de la tarde oí ladridos en la distancia y algún que otro toque de cencerro y, por último, una música nítida y pura que no fui capaz de ubicar. Cuando se aclaró la espesura, percibí algo familiar en la explanada de hierba, los tejados de tablilla del extremo más alejado y las ovejas pastando. Era el claro de Radu. Acababa de dar una vuelta enorme en círculo.
La sensación de vejación solo duró un instante. Había creído que no volvería a ver ese sitio nunca más.
La melodía la producía el hermano de Radu, Mihai. Estaba sentado en una roca verde, con el cayado a su lado, debajo de las ramas cubiertas de musgo de un roble gigantesco y tocando una flauta de madera con seis agujeros y treinta centímetros de largo. Emitía un sonido cautivador, unas veces limpio y otras, en las notas graves, áspero. Planeaban blancas y corcheas, fundiéndose al final de cada frase en hondas semibreves antes de volver a ascender y proseguir su floritura. Al otro lado del valle, el sol se sumergía entre las sierras más bajas, y las nubes desbriznaban el atardecer en largos rayos solares. Reptaron hasta nuestro poyo, acariciaron el envés de las hojas y prendieron una llamarada en la lana de las ovejas. Las ramas del roble, los bancos de nubes y las umbrías lenguas de musgo que recorrían el interior de los troncos quedaron de súbito hendidas por los rayos del ocaso. Los pájaros moteaban el aire y las ramas más altas, y durante unos minutos se tiñeron todos los troncos del carmesí de las naranjas sanguinas. Podría haber sido un rincón recóndito de Arcadia o del Paraíso. Cruzamos la hierba con la cornamenta, la flauta y una tropa de cinco perros cual actores de una enigmática parábola o un mito, perdido su contexto.
Los demás se sorprendieron al verme, pero me acogieron con toda cordialidad. Era como regresar al hogar. Radu estaba confundido: ¿por qué cargaba con aquella cornamenta? La sugerencia de la noche anterior, de cenar liebre, no había caído en el olvido (de hecho, mi retorno bien pudiera haber sido cosa del destino), en vista de que su escopeta estaba apoyada en un árbol y el patio rebosaba vapores de cebolla, ajo, pimienta y hojas de laurel.
A la mañana siguiente, después de dejarles unos bocetos de retratos de algunos de ellos, partí de nuevo, guiado durante el primer par de estadios por Mihai, que me dio toda clase de indicaciones a medias entendidas por mí.
La premura e improvisación de los días anteriores a mi partida hacia el sur desde casa de Lázár nos habían hecho descuidar por completo una planificación en serio. Lo propio al dejar el Maros hubiera sido seguir su afluente, el Cerna,[68] pasar una vez más el castillo de Hunyadi y llegar finalmente al bello valle de Hátzeg. Hubiera podido quedarme con el excéntrico gróf K, el que en tiempos había cabalgado con una bolsa en la cabeza. (Su fama llegaba lejos. Los pastores sonrieron cuando su nombre salió a relucir.) Después hubiera podido subir por el bosque hasta el magnífico macizo del Retezat. Allí era donde István había sugerido que podíamos cazar gamuzas. Cuando volví a la civilización después de estos días por la montaña, me quedé consternado al enterarme de todo lo que me había perdido: gamuzas, quizá, pero también profundos valles silenciosos, un brezo especial color rojo rosado que huele a canela y había sido bautizado en honor al barón Bruckenthal, cientos de arroyos, picos como pirámides surcando el cielo y cayendo a plomo en el abismo, cascadas formadas por moles poderosas repartidas en alocado desorden, infinidad de lagos alpinos… De todos modos, me impresionó el hecho de no haberme privado apenas de esplendores. ¿Aquel destello lejano de ayer hubiera podido ser la cima del Retezat? Probablemente no. No lo supe entonces y sigo sin saberlo hoy.[69]
Aquel laberinto de valles escondía otras maravillas. En lo más hondo se encontraban los restos de Sarmizegethusa, la antigua capital de los dacios y plaza fuerte del rey Decébalo. Cuando este obligó a Domiciano a pagar a los dacios una especie de Dac-geld, Decébalo y su reino se habían convertido ya en la fuerza más poderosa que se enfrentara jamás con el imperio. Fue un personaje noble y espléndido. Cuando Adriano invadió sus montañas, fue casi una lucha de iguales. Someterle costó una cruenta y laboriosa campaña, además de toda la ciencia y técnica romanas de asedio, habilidades que el propio Decébalo había llegado a dominar en parte. Y al final, para no entregarse y aparecer con grilletes ante los jubilosos vencedores, el rey se dejó caer sobre la espada, imitando una antigua costumbre romana. Sarmizegethusa pasó a llamarse Ulpia Traiana y se convirtió en la fortaleza de la Legio Tredecima Gemina. Aún quedaban infinidad de inscripciones sobre la Leg. XIII Gem., una denominación que suena a legión de fuerza doble. Sus águilas presidieron el lugar mientras existió la provincia. Unos muros imponentes y las ruinas de un anfiteatro atestiguan la importancia de la urbe. Desperdigadas por toda la región, hay estatuas rotas de dioses y emperadores, e inmensos sillares tallados de templos. Lugares sagrados desmoronados evocan a Isis y Mitras, y la mitología recorre los suelos de antiguos salones en fracturados mosaicos.
Mi intención era no abandonar las faldas occidentales de esta cordillera. Lo más difícil del empeño era evitar perder altura y resistirme a los caminos que las vetas de las montañas trataban de imponerme. Esto último resultaba arduo por la cantidad de prominencias, conglomerados rocosos, piñas desalentadoras y canchales. Muchas veces era cuestión de zigzaguear hasta el fondo de una quebrada y subir al otro lado, o tomar por el traspaís, donde a punto estuve de extraviarme de nuevo. Hice ambas cosas, pero, guiándome por el sol, mi resucitado reloj y la brújula (que hasta entonces solamente había utilizado el último día que pasé en Hungría), logré no perderme sin remedio.
No vi a nadie en todo el día. Sí muchas ardillas rojas, algunas negras y un montón de pájaros. Los halcones eran las únicas criaturas de mayor tamaño, pero también vi águilas reales sobrevolando lánguidas y altaneras los bastiones de roca, casi siempre en parejas. A veces me quedaba contemplando extensas vaguadas llenas de copas de árboles, antes de adentrarme por ellas. Otras atravesaba a zancadas herbosos collados o trastrabillaba por unas extensiones que, vistas desde abajo, parecían parches calvos. Pero la mayor parte del tiempo seguía cualquier caminillo forestal que pudiera encontrar, por muy tenue que fuera. De tanto en tanto, interrumpían el sendero por un flanco fastidiosas cascadas de pizarra poco fiables, y entonces volvía a meterme bajo las ramas. Como venía siendo habitual, en los tramos solitarios acudían a socorrerme versos y canciones, que a veces producían eco. Me quedaba todavía mucha comida y había docenas de arroyos de los que beber, muchos de los cuales iban cargados de berros. Como hacen los ciervos a la caída de la tarde, me agaché a beber en uno y pensé en lo contento que me sentía de no hallarme, en ese preciso instante, perfectamente relajado en la plaza de armas de Sandhurst. Hubiera sido mejor Oxford, pero esto lo superaba.
Encontré un saliente para pasar la noche: los árboles protegían tres de sus lados, reservando el cuarto al descenso escalonado de puntas de pinos hacia las profundidades. Una vez desvanecido el arrebol que siguió al atardecer-hoguera y cuando empezaba a apaciguarse la algarabía de los pájaros antes de dormirse, me arrebujé, encendí una vela, rescaté el libro y durante unas cuantas páginas acompañé a Theodore Gumbril en sus peripecias. Las estrellas estaban increíblemente fulgurantes, mirarlas le convertía a uno en un multimillonario, y, mejor aún, las Perseidas caían todavía como un castillo de pirotecnia. Había caminado mucho y en seguida me quedé dormido, pero cuando me despertó el frío de la madrugada, me puse otra capa de jersey, apuré lo que quedaba en la cantimplora y vi que la luna tardía había apagado el brillo de muchas estrellas, como dice Safo que hace. El cuarto menguante reveló en el bosque vistas, hondonadas y resplandores de roca iluminada.
Poco después de reanudar la marcha a la mañana siguiente, me detuve en un risco cubierto de hierba para atarme un cordón, y de pronto escuché un sonido, una mezcla de crujido y frufrú. Miré desde el saliente una prominencia similar a unos diez metros más abajo, y lo que divisé fueron los hombros encorvados de un ave muy grande, sus leonadas plumas en pleno proceso de muda a un plumón de una tonalidad castaña más clara que ya le poblaba el cráneo y el cogote. El ave se entregaba a la limpieza de las plumas de pecho y hombros con un pico imperiosamente curvo. Se movió por su saliente dando un saltito, y solo entonces, cuando, produciendo un quejido, desplegó el ala izquierda en toda su envergadura y empezó a rebuscar en la axila, me percaté de su gigantesco tamaño. Se encontraba lo bastante cerca como para poder examinarla hasta el último detalle: las plumas abullonadas color ante que le tapaban tres cuartos de las escamosas patas, el amarillo y el negro de las garras, las plumas de la cola, con punta cuadrada, y la franja amarilla que le recorría el borde del pico superior. Dejando la axila por las plumas remeras, empezó a atusárselas y ordenárselas como si la noche se las hubiese desaliñado todas. Replegó el ala sin prisas, extendió la otra con un movimiento que pareció hacerle perder el equilibrio por un segundo, y prosiguió el cepillado con la misma concentración.
Procurando no pestañear siquiera, debí de pasarme unos buenos veinte minutos observándola. Cuando hubo replegado ambas alas, se quedó quieta avizorando el paisaje magistralmente. De tanto en tanto encogía y encorvaba los hombros, medio extendía un ala y volvía a plegarla, y una vez abrió el pico de par en par en un gesto que me pareció un bostezo, hasta que por fin, llevada por un impulso repentino, con un crujido y un temblor abrió las dos alas en toda su inmensa extensión. Se tambaleó un instante como a punto de perder el equilibrio. Dio entonces otros dos o tres brincos, lentamente despegó de la roca las patas abullonadas y alzó el vuelo, todas sus plumas remeras abiertas en abanico, con los extremos levantándose cuando bajaba las alas y hundiéndose con el siguiente barrido hacia arriba. Al cabo de unos cuantos aletazos, ambas alas quedaron inmóviles formando una única línea, con todas las plumas remeras rizadas hacia arriba una vez más mientras dejaba que una invisible corriente de aire la elevara, la hiciera descender y la trasportara cada vez más lejos, limitándose a corregir la horizontal con unos movimientos apenas perceptibles mientras se alejaba navegando sobre el enorme abismo. Unos instantes después escuché un aleteo, sonoro pero invisible, al otro lado de un contrafuerte, y una segunda ave descomunal voló en pos de la primera casi sin producir un sonido. Se balancearon suavemente, dejando entre las dos un ancho espacio de aire, como dos barcos mecidos por el oleaje. Entonces, cuando cruzaban la hipotenusa de sombra que se extendía entre el contorno de los Cárpatos y las laderas de las montañas del Banato, la luz de la mañana brilló en sus alas, bruñéndolas, y reveló toda su majestuosidad. Contemplar a este rey y a esta reina de las aves, suspendidos allá en distante compañía, suscitó un rato de exaltación. ¡Y pensar que los kirguises empleaban águilas para la caza! Las llevaban a lomos de los caballos (hazaña aparentemente imposible) y las descapirotaban en la estepa para que alzaran el vuelo y escudriñaran en busca de antílopes, zorros y lobos, hasta que se avalanzaban sobre su presa. Por esta zona, me había dicho Radu, rivalizaban a veces con los lobos en la aniquilación de rebaños y, tal como me dijeron más tarde, en los ataques a ovejas y cabras de los nómadas sarakatsan de los montes Ródope, causando estragos también entre los rebaños de los parientes de Radu, los koutzo-valacos del Pindo. Vuelan en círculo por encima de los pliegues, se ciernen, escogen su objetivo, caen en picado como jabalinas y se llevan a las alturas corderos que balan lastimeramente.
No sabía si estos dos ejemplares se habían posado allí solo como parte de su ronda matutina o si era porque tenían el nido cerca. ¡Mejor no mirar! (De repente me vinieron a la mente ciertas imágenes espeluznantes publicadas en primera plana por el Domenica del Corriere, en cobalto, naranja y sepia: un guardameta asfixiado hasta morir por una anaconda ante la mirada de los petrificados jugadores: «Offside! Un incidente in Torino»; tres rinocerontes persiguiendo a una monja carmelita por un caótico mercadillo de los Apeninos: «Uno sfortunato incontro»; o, para este caso, «Al soccorso dei bambini!», una nidada de aguiluchos y dos águilas despedazando a un intruso, que trata de defenderse a la desesperada con ayuda de un cuerno…)
Mientras me alejaba hacia el sur, pude seguir durante largo rato su vuelo inmóvil y sus lánguidos círculos. Veinticuatro horas después de la fugaz visión Altdorfer del venado, la impresión de este nuevo encuentro era casi demasiado para mí. No sabía si mis pasos me habían conducido, o podrían aún conducirme, a territorio de jabalíes. O de lobos u osos. También de ellos se decía que en esta época del año se mantenían apartados del hombre. No había visto ninguno, pero tal vez ellos a mí sí. ¿Y la famosa pasión de los osos por la miel? Pensaba en las colmenas de aquellos segadores. Me hubiera encantado ver alguno pasar a media distancia, amblando con sus patas arqueadas o tratando de alcanzar de puntillas un panal en algún tronco hueco, bajo el asedio de las abejas. Durante la noche había habido algo de trasiego entre las ramas, como de un alma inquieta. Por el sonido, tenía que ser más grande que una ardilla. ¿Pudo tratarse de un gato montés o de un lince? A lo mejor una marta.
Comenzando al alba, terminando al anochecer y solo separados por un sueño poco profundo, los días en las montañas parecían contener un secuencia de fases más larga que una semana al nivel del suelo. Veinticuatro horas se convertían en toda una vida, y el aire puro de la serranía, los sentidos aguzados, la riqueza de detalles y el caleidoscopio de paisajes parecían transformar la concatenación en una suerte de eternidad. Me sentía profundamente integrado en estas soledades de vértigo, más reacio a bajar a cada minuto que pasaba, y dispuesto a seguir sin fin. Afortunadamente, pensé, avanzaba por un oscuro desfiladero de pinos en el que nada indicaba que me estuviera acercando al final. Sin embargo, muy tenuemente y aún muy a lo lejos, se oyó de pronto un sonido funesto que indicaba la cercanía de gentes del mundo inferior. Los dos días de soledad después de dejar atrás a los pastores me habían instilado una sensación de señorío incuestionable sobre todo lo que alcanzaban la vista y el oído.
Las hachas habían trabajado duro. Quedaban solitarios robles, hayas y alisos en medio de un revoltijo de tocones desmochados, corros de astillas y pinos caídos. Serruchos de dos asas los habían talado casi por completo, reservando el toque de gracia al hacha, el batán y las cuñas, y mientras contemplaba la escena, los leñadores seguían insertando a mazazos sus cuñas en la última víctima del día. El sonido de los golpes me llegaba cuando ellos levantaban ya los batanes para el siguiente impacto. En seguida el tronco se resquebrajó y el árbol se desplomó estrepitosamente, y los hombres se abalanzaron sobre él para desmochar y podar el tronco derribado con sus sierras, hachas y podaderas. En cuanto acumularan suficiente madera limpia, harían traer un grupo de caballos con agarraderos y aparejos de arrastre que se llevaban los troncos hacia el borde del claro y los soltaban pendiente abajo. Desde allí arriba hasta el punto en que los carromatos podían cargar con ellos, un caos de troncos talados apisonaba hasta el último resquicio de hierba. Me recordaba las lenguas de nieve que había visto en los bosques de los alrededores del Danubio austríaco y a los troncos de pino que rodaban por ellas como cerillas derramadas. Todos ellos acababan convertidos en tablones o agrupados en balsas que bajaban flotando por el río.
Todo esto me lo explicó en alemán un hombre fornido enfundado en una camisa de franela roja a cuadros y con gafas de sol de celuloide, como los reporteros de las películas. Después de dejar al grupo de leñadores, se había topado conmigo cuando se dirigía a una cabaña de madera con tejado de hierro ondulado. En el interior, y por incongruente que parezca, sentado ante una mesa, un hombre barbudo de traje negro y gorro negro de castor con las vueltas hacia arriba se encorvaba delante de un libro enorme muy manoseado, con los anteojos casi pegados a la letra impresa. En un par de años sería idéntico a uno de los Venerables de El Templo, de Holman Hunt. Y eso es lo que era precisamente. A ambos lados del hombre estaban sus dos hijos, más o menos de mi edad y vestidos de negro, e igualmente absortos en la lectura. También ellos parecían abocados a la religión, lo que podía deducirse de sus tirabuzones y el vello no rasurado que empañaba sus cerúleas mejillas. Muy diferentes del tipo de la camisa a cuadros, desde luego. Era este el hermano menor del rabino, y su fisonomía se diría fruto de la imaginación de algún caricaturista hostil. Era el capataz de esta concesión maderera y procedía de Satu Mare (Szatmár), una ciudad del cinturón magiar del noroeste de Transilvania. El rabino y sus hijos, que habían venido a pasar un par de semanas con él y los leñadores, eran de un pueblo de las montañas de esa misma región.
Cuando el capataz me llevó a la mesa, los demás alzaron la vista con gesto aprensivo, casi alarmados. Me ofrecieron asiento, pero estábamos todos paralizados por la inseguridad. «Was sind Sie von Beruf?» El capataz, todo menos tímido, se me quedó mirando con franco asombro. «Sind Sie Kaufmann?» ¿Era buhonero? La pregunta me dejó algo desconcertado, pero tenía su lógica. A nadie se le ocurriría ir vagabundeando por ahí de esta manera, y supongo que por estos pagos los únicos forasteros itinerantes, si no eran pordioseros o pillos redomados, habían tenido que ser buhoneros, aunque nunca me había cruzado con ninguno. (Pero, evidentemente, se hacía necesario explicar qué pintaba un extranjero en un lugar así. En un primer momento tanto los pastores como los gitanos se habían mostrado desconfiados: toparse con desconocidos en mitad del bosque no podía deparar nada bueno. En el pasado iban a por los morosos para cobrarles el tributo personal para el señor feudal; hoy en día se dedicarían más bien a la recaudación de impuestos, elaboración del censo, exacción de tributos del pastoreo, busca de malhechores, desertores o reclutas fugados del reemplazo del servicio militar… todo un abanico de interferencias vejatorias con la libertad del bosque.) Mis interlocutores me miraban atónitos mientras trataba de explicarles las razones que me habían llevado a dejar el hogar. ¿Por qué viajaba? ¿Para ver mundo, estudiar, aprender idiomas? No lo estaba explicando con mucha claridad. Sí, en parte era por eso, pero sobre todo… Al principio no daba con la expresión, y cuando la dije («por diversión»), no sonó muy bien y siguieron arrugando el ceño. «Also, Sie treiben so herum aus Vergnügen?» El capataz se encogió de hombros y sonrió, y comentó algo en yiddish a los otros. Se echaron a reír y pregunté de qué se trataba. «Es ist a goyim naches!», me dijeron. La expresión «A goyim naches» es —me explicaron— algo que les gusta a los goyim pero que a los judíos les deja impasibles, una manía irracional o estrambótica, un deleite de goy o gusto del gentil. Eso parecía dar en el clavo.
Si la reserva inicial de los otros moradores de estas montañas no había durado mucho, la de estos tampoco. No obstante, los judíos tenían otros motivos para la cautela. Sus siglos de persecución no habían acabado. En el siglo pasado había habido juicios por asesinatos rituales en Hungría y más recientemente en Ucrania, y sucesos atroces en Rumanía, en pogromos de Besarabia y por toda la Empalizada rusa. Abundaban los mitos calumniosos y hacía solo quince años habían empezado a propagarse los siniestros rumores sobre los Venerables de Sión. Entretanto, en Alemania afloraban terribles augurios, aunque ninguno de nosotros sabía hasta qué punto lo eran. Se tocó el tema durante la conversación y —parece totalmente increíble hoy— hablamos de Hitler y de los nazis como si no representaran nada más que una sombría fase de la historia, una especie de aberración pasajera o una pesadilla que podría desvanecerse de repente, como se evapora una nube o un mal sueño. A continuación hablamos sobre los judíos de Inglaterra, un tema más feliz. Sabían mucho más que yo, lo que no era muy difícil. Y de Palestina. Suspiros y bromas fatalistas espaciaron la conversación.
El ambiente adquirió un matiz diferente en cuanto surgió el tema de las escrituras. El libro que tenía delante el rabino era la Tora, o parte de ella, impresa en hebreo con letras negras y densas, irresistible para cualquier apasionado de los alfabetos, y más por estas letras en concreto, con su aura de magia. Con mucho esfuerzo fui capaz de descifrar fonéticamente los sonidos de algunas de las palabras más sencillas, sin remota idea de lo que significaban, claro. Les agradó esta muestra de interés por mi parte. Les enseñé algunas de las palabras que había copiado en Bratislava de tiendas y periódicos judíos que vi en los cafés, y su significado, que yo había olvidado, les hizo reír: aquellos símbolos bíblicos recomendaban visitar determinado tenderete para la reparación de paraguas, o «Daniel Kisch, Koscher Würste und Salami».[70] ¿Cómo sonaban en el idioma original la Canción de Míriam, o la Canción de Débora, el lamento de David por Absalón, la rosa de Sharon y la lila del valle? En cuanto, a través de mis patosas traducciones al alemán, quedó claro qué pasaje estaba tratando de decirles, el rabino empezó a recitarlo, acompañado con frecuencia por sus hijos. Nos brillaban los ojos, era como jugar un juego maravilloso. Después vino aquello de los ríos de Babilonia y las arpas colgadas de los sauces, que ellos declamaron con firmeza, al unísono, y cuando llegaron a «Si os olvido, oh Jerusalén» el aire se tiñó de una solemnidad extrema. En la tapa posterior de mi diario hay unas frases en hebreo escritas por el rabino mismo, para mí totalmente indescifrables por estar escritas en cursiva. Y debajo de ellas están los sonidos fonéticos que anoté siguiendo su recitado:
Hatzvì Yisroël al bomowsèycho cholol:
Eych nophlòo ghibowrim!
Al taghìdoo b’Gath,
Al t’vashròo b’chootzòws Ashk’lon;
Pen tismàchnoh b’nows P’lishtim,
Pen ta’alòwznoh b’nows ho’arèylim.
Horèy va Gilboa al-tal, v’al motòr aleychem…
Aquí se interrumpe un poco, y se reanuda con:
Horèy va Gilboa al-tal, v’al motòr aleychem…
Oosodèy s’roomòws…
Las escasas palabras que suenan a nombres propios revelaban a qué debe referirse. Así: «No lo digáis en Gath, no lo publiquéis en las calles de Askelon, para que las hijas de los filisteos no se regocijen, para que las hijas de los incircuncisos no triunfen». El siguiente fragmento incompleto no puede ser otro que: «En vosotros, montes de Gelboé, que no haya rastro de rocío…». Para entonces estábamos los cuatro encendidos, el espiritual rabino, sus hijos y yo mismo. El entusiasmo alcanzaba cotas altísimas. Para ellos estos pasajes, tan famosos en Inglaterra, estaban doblemente cargados de significado, y su emoción resultaba contagiosa. Parecían asombrados, conmovidos incluso, al descubrir que la poesía de su tribu gozaba de tal gloria y cariño en el mundo exterior, pues, totalmente desconectados de él, creo que no se lo habían imaginado ni por asomo. Una cordialidad y un deleite inmensos se habían instalado entre nosotros. El rabino no cesaba de sacarle brillo a las gafas, para nada en concreto, sino de pura alegría y nerviosismo, y su hermano nos miraba con divertida benevolencia. Se hizo de noche mientras conversábamos ante la mesa, y cuando este quitó la pantalla de cristal para encender la lámpara de parafina, refulgieron tres pares de anteojos. Si hubiera sido viernes por la noche, dijo el rabino, me habrían pedido a mí que la encendiera. Y me explicó el significado de shabbas goy, el gentil que los judíos pudientes («no como nosotros») tienen empleado en sus casas para encender el Sabbat la chimenea y las lámparas, así como para atar y desatar nudos o realizar las muchas tareas que la Ley prohíbe hacer durante el Día Séptimo. Dije que lamentaba que solo fuese jueves (el Sabbat comienza al atardecer del viernes), pues hubiera podido ser de utilidad, para variar. Nos dimos las buenas noches entre risas.
Tumbado debajo de uno de los robles supervivientes, me sentía rebosante de alegría. Había creído que de ningún modo podría relacionarme en términos amistosos con hombres de aspecto tan inexpugnable. Muchas veces había vislumbrado personajes así. La última vez había sido la noche que entré en Rumanía, a la luz de la luna en el andén. Me habían parecido absolutamente distantes, lejanos e inaccesibles. Hubiera preferido pedirle lumbre a una abadesa trapense.
Medité sobre la idea del shabbas goy. Al fin y al cabo, no hubiera sido indispensable porque a poca distancia, reunidos en torno a su pequeña fogata particular, los leñadores cantaban quedamente en húngaro. Sonaba diferente de los cánticos rumanos, de una manera indefinida, pero igual de cautivadora y triste.
Cuando a la mañana siguiente me despedí de ellos, el más joven, tocado con solideo y ataviado con chales de rezo blancos con rayas negras en los extremos, se unió a los otros dos en el interior de la cabaña y, al alejarme, les oí entonar sus oraciones en una lamentación sobrecogedora, mientras el capataz, que no tenía nada de fanático, señalaba a los leñadores una hilera de árboles que pronto se convertirían en una nueva carga de madera.
Tratándose de un recóndito saliente de los Cárpatos, aquel había sido un encuentro inesperado. ¿Qué itinerarios los habían traído hasta allí desde Canaán, Jerusalén y Babilonia? Unos cuantos cismáticos caraítas, que se habían asentado en el mar de Azov y en el mar Negro, habían llegado después a Europa oriental, pero desde entonces no se había sabido mucho de ellos. Es posible que un puñado de judíos (de religión, si no de sangre) llegaran junto a los magiares. Eso si los miembros de la belicosa tribu kabar formaban parte de la élite del grupo de jázaros que habían sido convertidos al judaísmo, ya que tres tribus kabar acompañaron a los magiares en el avance hacia el oeste que había finalizado en la Gran Llanura. Seguramente debían de haber abrazado el cristianismo cuando los demás fueron convertidos. Todo apunta a que los antepasados más probables de mis anfitriones (o al menos en parte, en cualquier caso) habían sido los judíos que se habían establecido a lo largo del Rin en los albores del Imperio Romano, después de atravesar Italia antes de la dispersión babilónica, tal vez antes de la destrucción del Templo.
En la Antigüedad, cuando todas las religiones eran politeístas, los pueblos compartían dioses y se los intercambiaban. Estos pasaban de panteón en panteón y eran bienvenidos en todas partes. Los maniqueos prácticamente redujeron el plantel zoroastrio a dos rivales de fuerza equivalente. Una tendencia peligrosa, como demostraron las herejías de sus descendientes. Sin embargo, los judíos se doblegaron a un único dios que no toleraba rivales y que no podía verse, ni ser retratado en imágenes, ni su nombre siquiera pronunciarse, y desde los inicios hubo discordia con los vecinos. (A veces parece que el monoteísmo lleva asociada la disputa, como un tigre es inseparable de sus rayas.) Se terminó su época de gloria terrenal, siguieron tiempos difíciles, y cuando el judaísmo dio a luz al cristianismo y al islam, se hallaba en la situación de un rey Lear atormentado por Goneril y Regan, pero sin un papel asignado a Cordelia y sin nadie que lo representara, a no ser que fuera el imperio jázaro, durante un siglo o dos. El ascenso del cristianismo desde las catacumbas al grado de religión oficial en Occidente hizo irreversible la posición solitaria de los judíos. Se puso en marcha un programa inflexible de venganza por la Crucifixión y los siguientes siglos de ilegalidad y humillación dieron lugar a una demonología y a una mística que todavía hoy siguen vigentes. En la Edad Media se culpaba a los judíos no solo de deicidio, sino también de cada calamidad que azotaba a Occidente, en especial la peste negra y las invasiones de los mongoles. Estas encarnaciones demoníacas eran las Doce Tribus saliendo de Oriente a galope tendido con la intención de reforzar los maliciosos planes del pueblo judío en Europa… En tierras germanas, en concreto, el fervor de las cruzadas desató una sórdida serie de masacres. Ante toda esta situación, muchos judíos decidieron ponerse en camino una vez más, hasta detenerse en Polonia. (Fue su larga estancia en zonas germanas lo que había convertido un dialecto germano medieval, principalmente el franconio, en la base de la lingua franca yiddish de Europa oriental.) Al principio, el reino les dio la bienvenida. Se asentaron y se multiplicaron. Pero, con el tiempo, las cosas empezaron a cambiar. El clero denunció a los reyes por su política proteccionista y en el paso del siglo XIV al XV comenzó la persecución: los dominicos les impusieron una sanción anual y reaparecieron las acusaciones habituales de profanación de hostias y asesinato ritual… A pesar de todo esto, la erudición y teología judías vivieron una especie de apogeo. Cuando la acosaron nuevos problemas, la población judía era ya demasiado numerosa como para trasladarse. Lo peor fueron las masacres de los cosacos en el siglo XVII. Tras la partición de Polonia, la persecución rusa y los pogromos en la Empalizada obligaron a muchos miles a emprender viaje de nuevo. (El rabino y su hermano no estaban muy seguros, pero creían que algunos de sus antepasados habrían podido proceder de aquellas regiones, cuatro o cinco generaciones atrás. Galitzia era la otra procedencia más posible.) A pesar del endémico sentimiento antijudío de Hungría, los judíos se las habían ingeniado para desempeñar un papel considerable en la vida del país. Allí les había ido mejor que en Rusia o Rumanía. Mis compañeros se sentían patrióticos en relación con Hungría, dijeron. Entre ellos hablaban en húngaro en lugar de en yiddish, y lamentaban su reciente cambio de nacionalidad.
En un continente en el que innumerables razas habían cambiado totalmente o se habían desvanecido en el aire, los judíos, por muy golpeados o desconsolados que estuvieran, eran los que menos habían mutado. Aparte de la religión, se distinguían en muchos aspectos, y especialmente aquí en las montañas llevaban el sello de unas tradiciones urbanas y hogareñas, diferentes en todo a las de los campesinos circundantes. Vestido, alimentación, porte, gesto, tez y entonación (la insidiosa nota nasal que sus detractores no se cansaban de imitar) agrandaban el abismo. (No podía evitar mirar a los dos muchachos sin desear apartarles los retorcidos tirabuzones, y en el acto me sentía culpable por pensarlo.) A las indignidades infligidas por los gentiles había que añadir todo un conjunto de estigmas autoimpuestos que parecían diseñados adrede para alejar con orgullo toda noción estética y, en caso necesario, abortar todo acercamiento. (Por descontado, era justamente el tipo de cosas a las que con más alegría renunciaría cualquiera que pretendiera asimilarse. Sentí, con un segundo ataque de culpabilidad, que eso debía haber hecho yo precisamente.) Se aferraban a modos antiguos, como siempre habían hecho. Pero las marcas que les había dejado el gueto se habían convertido, si no en emblemas de su condición de mártires, sí al menos en preciados símbolos de solidaridad en tiempos difíciles, pues nunca había habido un momento en que el final de la persecución, por apostasía, hubiera quedado fuera de su alcance. Unas cuantas palabras y un chapuzón, y sus problemas habrían terminado. Pero habían escogido el filo de la espada, la huida y el sino de marginados, en lugar de quebrantar su fe. No es de extrañar que, de puertas adentro y lejos de todo eso, rechazaran el contacto con el vil mundo exterior y, si los aspectos externos de su vida resultaban extraños y repelentes a ojos de los demás, tanto mejor. Así los excluyentes se meterían en sus asuntos. Las habilidades y el instinto, en un mundo acosado por infinidad de dificultades, ofrecían oportunidades de supervivencia, prosperidad y logros brillantes. Pero me llamó la atención, en un momento de clarividencia a la luz de la lámpara, el hecho de que, entre devotos como mis compañeros, todo esto no fuese más que una ilusión. La preocupación del rabino y sus hijos, esas columnas de letras negras, rodeadas de glosas, notas al pie y rúbricas de dos o tres mil años, representaban el verdadero objetivo de la existencia, algo que perseguir y amar en secreto tras unas contraventanas enrejadas: sus escrituras, su poesía, su filosofía, su historia y sus leyes. Eran la estrella polar de su pasión, y mientras ellos reexploraban los misterios de su religión y analizaban las sutilezas de la ley o desentrañaban los significados de la Cábala y el Zohar o sopesaban los principios del hasidin contra las refutaciones del Gaón de Vilna, la marea de problemas del mundo exterior debió de remitir sin que ellos se percataran de nada. Y, mientras releían las hazañas de Josué, David y los macabeos, debieron de extinguirse los zafios lemas que se oía proclamar por las callejas.
«Vosotros, montes de Gelboé, no dejéis rastro de rocío…» Durante las horas siguientes estuvieron estas palabras asomando a la superficie, y en especial la mañana siguiente, cuando me desperté más seco que una pasa y rememoré mi húmida resurrección en el cobertizo de los porqueros cerca de Visegrado. Por la noche había habido uno o dos momentos de cielo aborregado y, por primera vez en una semana, había dormido a cubierto: al anochecer apareció una sugerente y oportuna cueva, con un tosco muro seco construido en parte de la entrada a modo de redil. Pero estaba infestada de insectos, así que me cambié a otra más pequeña, del tamaño de un palco de ópera. Debía de llevar poco rato dormido, cuando me despertó un murmullo líquido, no causado por agua alguna. Debajo, apenas discernible a la luz de las estrellas, pasaba un numeroso rebaño de ovejas, acompañado por el sonido del trotar de cientos de pezuñitas hendidas. Pasaron también pastores y perros, en silencio absoluto. Era como si estuvieran robando los animales. Me quedé mirando hasta que se perdieron de vista, y al día siguiente me pareció que lo había soñado.
No había rocío, pero grietas y quebradas aparecieron enguirnaldados de niebla. A lo lejos surgieron espolones, bastidores teatrales solo definidos por la finísima línea de sus cimas contra el fondo del siguiente plegamiento etéreo, cada uno de un azul más pálido que el anterior, mientras la madera cortada teñía de parduzco los valles que serpenteaban ladera abajo.
Las montañas estaban llenas de ecos. El sonido de breves desprendimientos de piedras se extendía como un rumor, y las cuatro tónicas de una octava, cantadas con suficiente fuerza, reverberaron en la distancia cinco o seis veces, con un par de segundos entre cada acorde, y se ramificaron a continuación por los valles laterales, un poco más tenues a cada repetición. Estas montañas habrían sido un auditorio perfecto para esos cuernos de dos o tres metros y aspecto tibetano. (Bucium, el vocablo rumano, procede casi con toda certeza del romano buccina, la larga trompa de latón de los arcos de triunfo, que hincha los carrillos de los legionarios entre santuarios saqueados y ciriales.) Al otro lado de esta cuenca las fanfarrias de Trajano debieron de desatar un desmadre en el asalto a Sarmizegethusa. (Aparte de los de los rumanos, los otros cuernos gigantes que se podía oír en este rincón de Europa eran los de los hozus, unos tímidos rutenos uniatos de habla eslava que vivían inmersos en un mundo de conjuros y leyendas a unos trescientos y pico kilómetros al noroeste, en las cordilleras infracarpatianas próximas a Bucovina.)
Me encontré con unos rebaños y un pastor que tocaba una pequeña flauta de hueso. Pronto aprendí que artilugios de este tipo eran tan inseparables de los pastores como la rueca y el huso de sus esposas, y después lamenté no haberlo mirado con más detenimiento. Las flautas de hueso son el instrumento favorito de los nómadas sarakatsan del norte de Grecia a los que conocí años después. Estos las fabrican con el hueso largo del ala de un águila, mientras la de este pastor debía de estar hecha con una tibia de oveja. Una tibia, de hecho.
Pero una segunda razón me hizo lamentar también, un año después, el no haber prestado más atención entonces. Una fase posterior de este viaje me llevó por el este de Rumanía, y regresé allí al año siguiente. Entre esa fecha y el estallido de la guerra pasé mucho tiempo en una quinta perdida en Moldavia, de estilo del gran Meaulnes, no lejos de la actual frontera rusa. Fueron unas largas temporadas de dicha en estado puro: adoraba a sus habitantes y, durante mi estancia, alcancé un grado de torpe fluidez en rumano de la que aún conservo algunos vestigios.
Como muchos otros, en seguida caí preso del embrujo del poema más antiguo en este idioma. Se titula Mioritza. Conocido universal pero esporádicamente en todo el mundo de habla rumana desde hace cientos de años, solo ha sido escrito e imprimido en el siglo pasado, por lo que debe considerarse un poema popular, aunque estos raros versos no encajan muy bien en esta clasificación. Hay quien dice que reflejan el hondo ramalazo fatalista de los campesinos rumanos, pero otros defienden justamente lo contrario: hallan en ellos una especie de místico triunfo sobre dicha interpretación del destino. Tal vez deba situarse su origen en los tiempos precristianos. De lo que no cabe duda es de que el poema tiene unas raíces recónditas y complejas. Para mí su magia residía, y reside, en su mezcla de franqueza y sentido trágico, en su plasmación de la sensación de aislamiento que rodea a los pastores, y la exaltación melancólica que envuelve sus empinados pastos y bosques, todo ello sublimado por el encanto y la frustración de misterios solo comprendidos a medias. Pero por encima de todo, en mi caso, el poema conjura imágenes fugaces de la vida pastoril que vislumbré en estos primeros viajes por las montañas. Así, la mitad del escenario es una pradera de los Cárpatos, y la otra, a continuación, los valles de Moldavia salpicados de apriscos.
El poema consiste en 123 pareados con rima (y ocasionalmente algún terceto) de cinco sílabas, a menudo alargados por terminaciones en femenino. La escansión es de dos o tres pies por verso. No puedo resistirme a brindar unos fragmentos fundamentales de una imperfecta pero bastante literal traducción. Empieza así:
«De una elevada meseta / más alta que una estrella, / por una empinada ruta / que baja a las honduras / vienen tres rebaños / por tres pastorcillos guardados, / el primero es moldavo, / el segundo vranceano / y el tercero transilvano…». La inclinación hacia una dicción semipoética impuesta por la búsqueda de la rima —búsqueda necesaria, si se quiere captar el sentir del poema—, da idea de la austera frugalidad rústica del original. Ojalá supiera transmitir su casi rúnica concisión. Cuando se encuentran los tres pastorcillos, la escena se oscurece casi de inmediato. Mientras se pone el sol, el transilvano y el vranceano planean matar al joven moldavo. Es más valiente que ellos, sus ovejas son más robustas y tienen cuernos más largos, sus caballos están mejor domados y sus perros son más fieros. Pero lo que no saben es que tiene también una corderilla, Mioritza, la que da título al poema, que posee el don de la clarividencia. Al oír por casualidad los cuchicheos de los otros, la oveja deja de pastar y bala desesperadamente sin interrupción durante tres días enteros, dando la voz de alarma. Y cuando el pastorcillo le pregunta qué mal le aqueja, ella empieza a hablar: «¡Oh, buen muchacho, / llévate el rebaño / al arroyo del bosque! / Para ti hay allí sombra / y hierba para nosotras. / ¡Señor, oh señor, / deprisa, llévatelo! / ¡Llama a los perros, / a uno alto y fuerte, / al más leal de todos! / ¡Ese pastor, el vranceano, / y ese transilvano / han dicho que morir debes / cuando el sol el cielo deje!».
El pastorcillo le responde: «Corderita, hablas sin tapujos / de lo que está oculto! / ¡Si me topara con la muerte / en este brezal, / di al transilvano / y al otro, al vranceano, / que me entierren cerca / en el redil, aquí arriba, / para que pueda descansar / entre vosotras, ovejas mías, / en mi lecho oscuro, / y oír a mis perros ladrar!». Y sigue dando instrucciones a la cordera: «También esto debo decirte: / Que me coloquen junto a la cabeza / una pequeña flauta de haya, / de amor toda su melodía hecha, / y una pequeña flauta de hueso / de las que lloran larga y solitariamente, / y una pequeña flauta de saúco, / de notas más rápidas y salvajes, / para que cuando el viento sople / también suene por ellas, / y así mis ovejas se apiñarán / a mi alrededor, y me llorarán / con fuerza, ¡y derramarán / lágrimas de sangre!». En este punto el tono del poema cambia: «¡Pero del asesinato / no les digas nada! / Diles solo que esta noche / con la hija de un rey me casé, / con la novia que es el orgullo / del mundo entero. / Cuéntales que durante la boda / cayó una estrella, / y que los invitados al banquete / eran arces y abetos, / las altas montañas los sacerdotes, / y los pájaros los monaguillos, / miles de pajarillos, y / que nuestras velas eran las estrellas».
«Pero —prosigue— si te cruzas / con una ancianita vestida / con una faja de lana / y con los ojos bañados en lágrimas, / que corre por la hierba / preguntándole a todo el mundo: / “¿Habéis visto a mi hijo, / un pastorcillo guapo / y esbelto como un pincel, / con la frente blanca / como la nata de la leche / recién ordeñada, / las patillas tan bonitas / como dos mazorcas jóvenes, / unos rizos gruesos / que le crecen como / las plumas a los cuervos, / y dos lindos ojos / como dos moras silvestres?”. / Entonces, corderita —concluye el pastorcillo—:
y que nuestras velas eran las estrellas.
Ten lástima también de ella,
y llévale estas palabras:
«Me casé en las puertas
del cielo con la hija
de un rey».
y que nuestras velas eran las estrellas.
Pero no digas ni una palabra,
¡ay, cordera, nunca le digas!
que, cuando me casé,
cayó una estrella,
y que el sol y la luna
sostenían nuestra corona,
que mis invitados al banquete
eran arces y abetos,
las altas montañas los sacerdotes,
y los pájaros los monaguillos,
miles de pajarillos,
y que nuestras velas eran las estrellas.
Todo esto, extraño bosquejo de una Rumanía aún desconocida, quedaba lejos todavía. Mientras tanto, estaba produciéndose un cambio. Habían disminuido los pensamientos sobre lobos, y los apriscos de debajo del camino eran ahora livianos corros de mimbre y leña menuda. De vez en cuando el macizo creaba penínsulas que se hundían en el vacío. Por una vez el sesgo de las montañas era más una ayuda que un señuelo, pues el circuito de los últimos cabos conducía a un elevado collado y al borde de un valle impresionante.
Por un lado, un cañón recortaba un tajo profundo en dirección noreste en la cordillera que llevaba días rodeando, y su ascenso hacia el interior de los Cárpatos llegaba al pie de las magníficas cumbres cenicientas. Por el otro, se hundía hacia el sudoeste por una garganta que debía de conducir a las tierras bajas y, finalmente, al mundo cotidiano. Pero todavía no se veía ni rastro de él. El abismo estaba en silencio excepto por el sonido del agua y el eco de alguna roca que se desprendía ocasionalmente. Mientras contemplaba el paisaje, las nubes del extremo de la quebrada fueron desmadrándose y empezaron a llenar los salientes y grietas de sombras arrugadas. Y acabaron por tapar el sol con una tormenta abrupta en las tierras altas. El viento trajo algún que otro perdigón de prueba y en seguida cayó un chaparrón. Me resguardé debajo de un saliente y vi que las gotas de lluvia se convertían en granos de granizo del tamaño de bolas de naftalina. Rebotaban y se desperdigaban colina abajo a millones. Y en cuestión de media hora solo quedaron sus montones blancos. Las rocas lavadas parecían recién recortadas, no quedaba ni una nube a la vista y una brisa que olía a helecho y tierra mojada impedía que se estancara el aire.
Incluso saltando de cornisa en cornisa y resbalando por las agujas húmedas de pino, la bajada duró horas. Los pedriscales ralentizaban el paso y los contrafuertes de roca, lisos como planchas de caldera o rugosos como iguanas, imponían agotadores virajes. Al otro lado de los riscos unos destellos delataron la presencia de lejanas hebras de agua. Serpenteaban y se precipitaban entre los troncos, aprovechando la caída escalonada del bosque. Las coníferas abdicaron en cuanto empezaron a superarlas en número los árboles de hoja caduca. Y la quebrada, ahondándose por momentos, engatusaba a los árboles y los hacía crecer más y más, hasta que los robles, envueltos en un manto de yedra, acorazados con las puntas de ramas muertas y engalanados con un copete de muérdago, alcanzaron la envergadura de gigantes. Las hayas se abrían en claros, creando sus particulares salones en medio de la floresta, y el helecho dio paso a la cola de caballo, la cicuta y los jirones de las clemátides. La humedad, que lo cubría todo de musgo, creaba lazos de enredadera alrededor de las ramas y dibujaba volutas en las hendiduras y horcajos de más arriba, y la corteza desconchada, con su greñuda cobertura de liquen, formaba espinilleras en los troncos de los árboles como de metal tintado de cardenillo, bañando en una teatral luz gris verdosa el inclinado mundo inferior. El bosque se había transformado en una cripta de bellotas, hayucos y lastimeras palomas torcaces. El sonido del agua se hizo más fuerte. Y al poco, moteado de sombras del follaje y acariciado por el vuelo rasante de aguzanieves y colirrojos, las gélidas aguas del Cerna aparecieron entre el ramaje. El misterioso río se escindía y volvía a unirse alrededor de filos de roca, se deslizaba por cornisas que lo peinaban en simétricas cascadas y discurría a toda velocidad por la garganta, cambiando constantemente de opinión. Bajé hasta tramos más sosegados, con bancos de truchas que se quedaban ancladas entre los reflejos del saúco en flor o buscaban sigilosamente nuevos refugios, al amparo de las sombras, donde la corriente apenas se insinuaba en leves ondulaciones y las rocas negras, que le dan al río su oscuro nombre eslavo, abarrotaban las profundidades.
En un sendero junto a la ribera, unas mujeres que regresaban del mercado (vigilantes, de rasgos finos y aspecto tímido) se habían sentado en corro con sus fardos a la sombra de un nogal. Después de saludarnos, una anciana que parecía una india piel roja, el rostro sonriente surcado de arrugas como una tela de araña, dio unas palmaditas en el sitio que quedaba a su lado en la hierba, y me senté con ellas.
Excepto por los mandiles marrones, iban vestidas igual que las mujeres del aprisco: una armoniosa y mansa combinación de azules oscuros y blancos, con fajas negras de galón, rectángulos de ricos bordados en las mangas y aquellos corpiños de suave cuero que se ataban por el costado. Llevaban también faldas blancas tableadas y medias y mocasines negros. No había en sus ropas una sola hebra (esquilada, cardada, hilada, tejida, teñida, cortada y cosida) que no procediera del lomo de sus ovejas.
La vieja cogió la cornamenta del suelo y me preguntó algo que no pude entender. Al advertir el poco rumano que sabía, puso el índice y el pulgar a cada lado de su anillo de boda, una sortija de plata achatada, lo movió adelante y atrás y me señaló con cara de interrogación. ¿Estaba casado? ¿No? Les susurró a las otras algo que provocó risillas y, mientras hacían comentarios que desataban cada vez más hilaridad, empecé yo también a figurarme un montón de interpretaciones picantes y cómicas. En seguida se pusieron en pie y se colocaron las sacas de lana listada sobre la cabeza. La vieja me devolvió la cornamenta y me deseó buen viaje y buena suerte en la ciudad. Haciendo bromas todavía, se pusieron en camino hacia los rediles de lo alto de las montañas. Una de ellas giraba sobre su eje al andar, y al poco rato ascendió por la ladera una de esas canciones al follaje verde, atenuándose lentamente hasta desvanecerse por completo.