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LAS MARCAS DE TRANSILVANIA
Llevaba desde el mediodía esperando en el andén de la estación de Lökösháza a que llegara el tren nocturno desde Budapest, y ya había caído la noche cuando me monté en él y perdí de vista la bandera de Hungría, roja, blanca y verde.
Esta zona fronteriza era la que más resentimientos suscitaba de toda Europa, y las conversaciones de los días anteriores en Hungría la habían envuelto en una sombra de amenaza añadida. «Bueno —pensé—, por lo menos no tengo nada que declarar…» De pronto, di un respingo en mi rincón del vagón vacío: ¿y la pistola automática? Viéndome ya camino de una celda, saqué la inoportuna pistolita del fondo de la mochila y destapé el estuche de cuero. Parecía un juguete, tan pequeña y ligera y con la culata chapeada de nácar. ¿Debía escabullirme de estos asientos de madera reducidos a lo esencial y esconderla en alguno de los sillones tapizados del vagón contiguo, el de primera clase? ¿Y si la colaba en la cisterna del lavabo? ¿O lanzarla sin más a esa tierra de nadie? Al final decidí esconderla en un pliegue grueso de la esquina inferior del gabán, sujeta con tres imperdibles. Puse la remordiente prenda en la rejilla portaequipajes y me senté debajo, presa de palpitaciones, mientras el tren avanzaba lentamente a la luz de la luna.
Al cabo de unos kilómetros llegamos a la frontera y al puesto fronterizo rumano, con su bandera azul, gualda y roja. Encima de la mesa del despacho colgaba una fotografía del rey Carol ataviado con casco y penacho blanco, peto de acero y manto blanco con una cruz en el hombro. En otro marco se veía al príncipe Miguel, un muchacho de aspecto agradable con jersey blanco, ojos grandes y dulces, y melena tupida perfectamente peinada (también él había sido rey, durante los tres años que duró la abdicación de su padre). Cuando el oficial me selló el pasaporte, dando bostezos y sin echar ni el más mínimo vistazo a mis pertenencias, respiré aliviado y casi diría decepcionado. Todavía se distingue la fecha estampada en el documento, tan estropeado ya: Curtici 27 de abril de 1934, la sexta frontera que cruzaba en mi viaje.
Creía que era el único pasajero, pero del vagón de cola se bajó un puñado de rabinos barbudos con gafas, largos abrigos negros y sombreros anchos. Les ayudaban unos estudiantes de cerúleas mejillas delimitadas por tirabuzones, y a la luz de la luna aquella reunión de levitas negras resultaba tan extraña como una confabulación de grajos. Había tres que iban vestidos de manera diferente al resto: gastaban botas rusas de caña blanda y caftanes negros, y las pieles de zorro enroscadas alrededor de sus sombreros chatos de castor eran exactamente del mismo tono que la barba de uno de ellos. Era un atuendo que después me encontraría en varias ocasiones en el norte de Moldavia y Bukovina y, más adelante aún, entre los devotos que bajaban a todo correr por las empinadas callejas de Jerusalén en dirección al Muro de las Lamentaciones. Hablaban en yiddish, y de alguna manera deduje que los que llevaban las colas de zorro eran polacos del sur, de Cracovia o Przemysl, tal vez miembros de la secta fanática de los hasidim (y creo que se dirigían todos a alguna reunión importante en Bucarest). Se montaron de nuevo y el tren se perdió de vista en medio de la negrura, los oficiales desaparecieron y al poco rato caminaba a solas por el irregular trazado de las calles de Decebal (bautizada en honor al último rey de Dacia antes de la conquista romana).
Solo había perros por las calles. Tres formaron una barrera delante de mí, gruñendo mientras arrugaban el morro, enseñaban los dientes y sacaban la lengua, fieros como dingos bajo el resplandor de la luna. Sus sombras se entrecruzaron al batirse en retirada por la calleja principal, polvorienta y flanqueada de contraventanas cerradas.
Desciende la niebla tras la anotación en mi diario de la fecha del cruce de la frontera. La que escribí la noche siguiente es casi igual de escueta: «27 de abril, Pankota — Me quedo en casa de Imre Engelhardt, propietario del cine Apollo». Acabo de encontrarlo en el mapa (en rumano se escribe Pîncota), pero tanto el cine como su dueño se han perdido en el olvido. Debió de ser uno de los colonos de la época de María Teresa que llegaron del sudoeste de Alemania (en general, a todos ellos los llaman «suevos»).
Cuando se despeja la niebla, salvo unas lejanas colinas cubiertas de bosque, el paisaje apenas ha cambiado en comparación con la Gran Llanura que pensé que había dejado atrás: un entramado geométrico de tierras de labrantío color chocolate y franjas de cebada, trigo, avena, centeno y maíz con algunas matas de tabaco y la llamarada inesperada color mostaza del ajenabe. Grupos de árboles señalaban los límites de las parcelas, y cada pocos kilómetros sobresalían campanarios bermejos y amarillo azufre entre los tejados de tablillas. Cada pueblo contaba con su rústica iglesia barroca para los católicos y otra para los uniatos, y a veces también una tercera para los calvinistas o luteranos, aunque no tanto por esta zona. (Aunque la Contrarreforma había triunfado en Austria, también sobrevivían en Hungría y Transilvania varios grupúsculos activos.) Por fuera, todas estas iglesias eran pasmosamente clavadas unas a otras, pero, una vez dentro, el Vía Crucis o una reja entre la nave y el coro con iconos incrustados o unas austeras tablas de los Diez Mandamientos escritos en magiar delataban a qué confesionalidad pertenecían. Había nidos de cigüeñas, pozos de péndulo, rebaños y reses, y gitanos trashumantes. Los búfalos me gustaban cada vez más. Su mirada acuosa, sin ese resentimiento que creí adivinar en los de la ribera del Tisza, daba la impresión de estar ahora impregnada de patetismo. En cuanto a la gente, había una diferencia notable. Después de los rostros suaves de los magiares de las últimas semanas, los rasgos aquí eran diferentes (¿o era solo mi imaginación y las lecturas recientes lo que les otorgaba un aspecto más latino?). Me uní a un grupo que acarreaba hoces, guadañas y bebés en bandolera. Se ceñían las blancas túnicas, amplias y de confección casera, con cinturones tan anchos como cinchas, a veces cubiertos de tachuelas de hierro y, excepto los que iban descalzos, gastaban los clásicos mocasines con forma de canoa y jarreteras de cuero sin curtir. Las malolientes chaquetas de vellón con la parte suave por fuera, y los sombreros (conos bulbosos de frisa blanca o negra, de más de treinta centímetros de copa) les daban un aspecto salvaje y libertino. Todos entendían mis fragmentos de magiar aprendidos a pulso, pero en seguida me di cuenta de que el idioma que hablan entre sí iba a resultarme mucho más fácil de aprender. «Hombre» era om; «mujer», femeie; y ochi, nas, mâna y foaie eran «ojos», «nariz», «mano» y «hoja». Al principio estaban un poco desconcertados con mi afición a señalar cualquier cosa que veía y hacer gestos de pregunta. ¿Perro? ¿Buey? ¿Vaca? ¿Caballo? ¡Câine, bou, vaca, cal! Qué maravilla: homo, femina, nasus, manus, folium, canis, baso, vacca y caballus surcaban mi cerebro en delirante tropel. Câmp era «campo» y fag, «haya» («¡… quatit ungula campum!»… «¡sub tegmine fagi…!»). ¡Qué curioso encontrar este latín abandonado a su suerte tan lejos de su hogar! El mar Negro lo arrinconaba por el este, el eslavo por el norte y el sur, y los dáctilos ugrofineses de los magiares por el oeste. Al final de la tarde, entretenidos con este intercambio lingüístico, llegamos a la pequeña ciudad de Ineu (Borosjenö, según mi mapa de preguerra), donde daba los últimos coletazos el día de mercado. Mugidos, balidos y chillidos llenaban el aire, mientras se cargaban carros, se desarmaban corrales y se apilaban vallas. Mujeres y niñas, pertrechadas con largos cayados, hacían todo lo posible por mantener agrupadas las aves. Llevaban pañoletas de diferentes colores anudadas bajo el mentón, fajas tejidas con motivos rojos y amarillos, y faldas plisadas con delantales bordados por delante y por detrás. Unas cuantas calzaban botas coloradas hasta la rodilla y parecían figuras del ballet ruso.
Mi destino era la casa de un amigo llamado Tibor, al que había conocido en Budapest a través de su tocayo y que me había pedido que me quedara en su casa sin fijar una fecha exactamente. Pero parecía que el día había llegado ya: de repente lo vi entre unos granjeros debajo de una acacia, muy animado, señorial, rubicundo, tocado con sombrero de caza con pluma, un pie apoyado en el peldaño de una bonita tartana a la que estaba enganchado un poni gris que meneaba la cola. Era exartillero de caballería del mismo escuadrón que el otro Tibor. Me dio la bienvenida, su rostro iluminado al instante, y aparecieron como por arte de magia dos licores de ciruela en una bandeja. Los bebimos de un trago y nos montamos en la tartana en dirección a las colinas. Cada dos por tres Tibor levantaba ceremoniosamente el sombrerito verde en respuesta a los saludos de los conos a nuestro paso.
A medida que avanzaba la tarde había ido aumentando la altura de las colinas, y ahora se perdían en la distancia detrás de un empinado y solitario hemisferio cubierto de viñas hasta arriba. Giramos hacia las verjas altas que había al pie, y una larga curva de hierba nos condujo hasta una fachada palladiana justo cuando caía la noche. Al acercarnos, alzaron el vuelo dos garzas reales. El olor a lilas impregnaba las sombras. Detrás de las cristaleras una doncella descalza y con cofia estaba encendiendo con pajuela las lámparas de una sala alargada, y sus muebles Biedermeier y las sillas y sofás, en los que solo pervivían unas pocas hebras de la tela original, iban cobrando forma con cada nuevo redondel de luz. Había descoloridas cortinas en tono ciruela, un piano de cola cargado de fotografías enmarcadas y viejos álbumes de la familia con cierres de metal, cornamentas impresionantes, un lince disecado con las orejas en posición de alerta y antepasados con espadas, túnicas y pieles en poses vagamente afectadas. Una estufa blanca se elevaba entre las estanterías, y el suelo estaba cubierto de pieles de oso. Igual que en Kövecsespuszta,[21] había también un aparador con una colección de pitilleras de plata decoradas con los escudos de armas y los monogramas de amigos, obsequios en agradecimiento por haber sido escogidos como padrinos de bautizos o de bodas, o testigos de duelos. Había una pulida carcasa de obús, recuerdo de alguna batalla silesiana, un montón de copitas del tamaño de dedales, una cimitarra envainada en una funda con incrustaciones de turquesas, y periódicos doblados: el Az Ujság y el Pesti Hírlap remitidos desde Budapest, y el Wiener Salonblatt, una especie de Tatler austríaco repleto de fotos de cacerías, concursos ecuestres y elegantes bailes de países lejanos, remitido desde Viena. Entre los marcos de plata había un daguerrotipo de la emperatriz Isabel (reina, mejor dicho, de esta provincia perdida del antiguo reino), otro del regente con galas de almirante de una flota ya desaparecida, y un tercero del archiduque Otto con las pieles y penacho de un potentado húngaro. Rojos, verdes y azules, los rechonchos ejemplares del Almanaque de Gotha estaban dispuestos para el ataque. Un deslumbrante libro infolio, encuadernado suntuosamente en cuero verde, casi tapaba por completo una mesita. Era el Az ember tragediája (La tragedia del hombre), de Imre Madács, con el título labrado en relieve dorado. Se trata de un largo monólogo en verso, de carácter filosófico-contemplativo, escrito en el siglo XIX, y parecía que ningún hogar húngaro, ni siquiera los menos librescos, estaba completo si no tenía una copia de este libro (como los hogares ingleses y el libro en papel vitela de Omar Khayyám ilustrado por Edmund Dulac). Por último, en un rincón había una rejilla llena de largas pipas turcas. Este catálogo de detalles compone el arquetipo, con más o menos variaciones, de todas y cada una de las casas de campo que visité en Transilvania.
En el extremo opuesto, al otro lado de las puertas de doble hoja de una sala que hacía las veces de gabinete y sala de armas, proliferaban aún más cornamentas. Veía gente a la luz de las lámparas y se oían las voces de los invitados, así que me apresuré escaleras arriba para lavarme y sacudirme un poco el polvo del camino antes de presentarme ante ellos. Dado que todos hacen acto de presencia a lo largo de las semanas siguientes y que sus casas se suceden unas a otras cual pasaderas, esperaré a que lleguemos a ellas en lugar de presentarlos ahora.
El sol de la mañana desveló una fachada típica de las construcciones decimonónicas: entre las alas, cuatro columnas toscanas adelantadas y espaciadas entre sí ascendían hasta la planta superior formando un atrio magnífico, y a ambos lados la línea de las ventanas discurría ininterrumpida por el efecto de unas contraventanas blancas de listones, cuyos batientes, si estaban abiertas de par en par, rozaban a su vecina de fachada y dejaban que la luz del día se derramara por el suelo dentro de la casa, y si estaban cerradas, con las tablillas bajadas en las horas de más calor, dibujaban rayas de luz y sombras sobre el brillante piso de madera. Había una rueda con manivela que abría penosamente un gigantesco toldo blanco y, al mirar hacia fuera, uno se imaginaba en la cubierta de una goleta pintada por Tissot, con las copas de los árboles por olas. Más allá, la colina hemisférica de Mokra se alzaba con su manto de viñas como una isla volcánica contra un fondo formado por cúmulos de nubes blanquísimas y un cielo azul pálido. Hasta la casa llegaba el aroma a lilas, boj y lavanda, los jilgueros revoloteaban entre las ramas y alguna que otra vez vencejos procedentes de los nidos apiñados a lo largo del frontón se colaban por error en la casa y daban unas cuantas vueltas desesperadas o bien la atravesaban limpiamente y salían por el otro lado.
En medio de este espacio abierto encontré a Tibor tumbado en un sofá Madame Recamier con una sábana anudada al cuello y fumándose el puro de después del desayuno, mientras su lacayo le enjabonaba el mentón. «En un momento tendrás a Gyula a tu disposición», dijo al tiempo que exhalaba un anillo perfecto de humo en dirección al techo artesonado, y en cuanto me tendí, enjabonado yo también, debajo de la cuchilla de afeitar de Gyula, quedé envuelto igualmente en una fragante nube de humo. Tibor, paseándose de un lado a otro o sentado en el alféizar con la escena pajaril de fondo, fue contándome anécdotas de la guerra, de gitanos y de coristas, explayándose en sus correrías por París, Bruselas y Constantinopla con unas historias divertidas e indecorosas. Mientras bajábamos las escaleras, con hormigueos en la cara por el agua de colonia, se preguntó en voz alta qué habría de almuerzo, y al llegar al patio divisamos a la cocinera sentada a la sombra junto a la puerta de la cocina, en medio de un mar de plumas. «¡Estupendo! Margit está desplumando un pollo», y nos fuimos a inspeccionar los campos y los cultivos en un carruaje sin capota, sentados detrás de la pluma negra de avestruz y las cintas ondulantes del cochero. «Esto es vida», pensé mientras pasábamos a toda velocidad por debajo de las hojas de los árboles.
Pero el mayor atractivo de Borosjenö era Ria, que lo presidía todo. «Ama de llaves» sería un apelativo demasiado pomposo y engañoso para esa cara encantadora y divertida y para la figura juvenil que tan rotundamente le llevaba la contraria a su cabellera a lo garçon prematuramente canosa. Era polaca, hija de un editor musical de Cracovia al que le había acaecido no sé qué desgracia. Me dio por pensar que tal vez Tibor y ella habían tenido un romance. Si había sido así, ya había terminado. Pero eran muy amigos y ella hacía las veces de anfitriona en esta casa de soltero. Hablaba muy bien francés, además de polaco, alemán, húngaro y un poco de rumano. Cuando inspeccionó mi revoltijo de prendas mientras se las iba pasando para lavar o zurcir, me preguntó cuántos pañuelos tenía. Los había perdido todos menos dos. «Et quels torchons —dijo sujetándolos en alto—. Regarde-moi ça! Il faut que je m’occupe de toi!», y así lo hizo: me compró una docena de pañuelos de lino hechos a mano en Arad, una ciudad de esta zona rural, bordó mis iniciales en cada uno de ellos, los ató primorosamente con una cinta roja y me los puso en las manos como si de un paquete de bocadillos se tratara. «Au moins tu auras de quoi de moucher.» Tenía una voz bella y nos pasábamos horas tocando el piano cargado de fotografías y cantando melodías francesas y alemanas y alguna polaca (pude acompañarla en una de estas, que me aprendí como un loro, y de pronto, mientras escribo, me viene al recuerdo la animada melodía y la letra).[22] Era muy divertida y quizá más sofisticada que Tibor. Si salía de visita en la tartana o en el coche de caballos, me iba con ella y en un periquete me ponía al corriente de infinidad de biografías a cual más cómica. Todos la querían mucho; yo también.
El ritmo de mi viaje se había ralentizado hasta el punto de hacerme perder la noción del tiempo, y solo ahora, con medio siglo de retraso, siento un repentino cargo de conciencia (no muy punzante a decir verdad) por haber aceptado tanta hospitalidad. La Revolución Industrial no había alcanzado estas regiones y, en comparación con el ritmo occidental, aquí la vida seguía igual que hacía décadas, incluso que hacía cien años, como cuando las temporadas en el campo se alargaban tanto y eran tan relajadas como en las novelas inglesas y rusas de antaño. Además, en esta remota provincia, donde los hospitalarios húngaros se sentían como desconectados de la vida, los visitantes de Occidente eran recibidos con los brazos abiertos. Al menos eso esperaba, porque los tres meses siguientes de ociosas estancias a lo largo de las marcas históricas y la parte sur de Transilvania convirtieron aquella primavera y el inicio del verano en una excepción absoluta dentro del conjunto de estos viajes. Un sortilegio de dicha y felicidad cayó sobre mí.
Transilvania[23] es casi tres veces más grande que Gales. Para los húngaros, la pérdida de esta provincia parecía el más doloroso de todos los desastres acaecidos a raíz de la guerra. Por su posición en la monarquía dual, el destino de Hungría había quedado ligado inevitablemente al de Austria, y después, por una reacción en cadena, al de Alemania, lo que la arrastró al caos de la derrota en 1918. Aun así, de los desastres subsiguientes (la efímera república soviética de Béla Kun, la conquista rumana que acabó con ella y el Terror Blanco que se desató a continuación), ninguno parecía tan catastrófico como la descomposición del país por obra del Tratado del Trianon. La pérdida de Checoslovaquia y Yugoslavia fue dolorosa pero relativamente fácil, con secciones limpias y escisión de territorios casi literalmente periféricos. Pero en Transilvania fue todo lo contrario: la justicia para con ambos bandos fue y es imposible, una imposibilidad que radica en la densa masa de población húngaro-transilvana aislada de sus compatriotas trescientos veinte kilómetros al este, rodeada por una masa aún más tupida de rumanos. No había solución posible, salvo convertir este gigantesco enclave magiar en un territorio húngaro avanzado y separado de la patria, inserto —como hubiera tenido que estar— en una Rumanía hostil al estilo del experimento posterior del Pakistán oriental y seguramente corriendo la misma suerte. Por otra parte, los rumanos de Transilvania eran casi un millón más que los húngaros de la región, de modo que, mutatis mutandis, habría sido igualmente imposible establecer unas fronteras razonables para una Hungría victoriosa que hubiesen sido justas para con los rumanos. Cuál de los dos bandos padecería la inevitable injusticia (en el caso de Hungría, la separación de sus compatriotas transilvanos, y en el de Rumanía, la perpetuación del statu quo) solo dependía de quién perdiera la guerra. Como Hungría quedó vinculada al bando perdedor, el resultado era inevitable: se trastocaron unas fronteras que, con la excepción del período turco, llevaban intactas desde hacía casi mil años, y los vencedores se repartieron dos tercios de su territorio. Desde entonces, la bandera húngara ondea, metafórica y literalmente, a media asta.
Los húngaros basaban su reivindicación de Transilvania en la prioridad histórica más que en el predominio étnico, y los rumanos argüían ambas razones. En efecto, los rumanos alegaban descender de un mestizaje entre los antiguos dacios (cuyo reino quedaba exactamente allí) y los romanos que conquistaron y colonizaron el país en el año 107 de nuestra era, en la época de Trajano. Otra teoría suya afirmaba que descendían de los dacios romanizados durante la ocupación que duró hasta 271, año en que el apabullante flujo de godos obligó al emperador Aureliano a retirar sus tropas al sur del Danubio. A lo largo de los ciento sesenta y cuatro años que distan entre Trajano y Aureliano había cobrado forma una población dacio-romana cuyo idioma era el latín, comparable a la población galo-romana de la Galia, que permaneció en el lugar cuando el ejército de Aureliano se retiró (un fenómeno similar a la población latinoparlante que quedó en Occidente cuando las legiones fueron llamadas a Roma) y transmitió el idioma a sus descendientes. Atribuyen el componente eslavo del rumano a la expansión posterior de los eslavos por toda Europa oriental, contribución lingüística que podría compararse en la parte occidental con los elementos teutónicos del idioma del norte de la Galia cuando los francos cruzaron el Rin y se expandieron. Así pues, los dacio-romanos habrían sido el estrato inicial de la configuración racial y lingüística de Rumanía. Después pasaron por el país muchos grupos de invasores, con la mirada puesta en botines más al oeste; algunos se quedaron un tiempo, pero acabaron desapareciendo uno tras otro. Entretanto, a lo largo de toda esta Alta Edad Media no documentada en crónica alguna, los dacio-romanos, pastores trashumantes (tal vez toscos señores feudales con sus vasallos pastoriles), traían a sus rebaños a pastar aquí hasta que los magiares, de regreso al este tras ocupar la Gran Llanura Húngara, invadieron Transilvania y los sometieron, dominación que se prolongó, según esta teoría de la historia, hasta el liberador Tratado del Trianon.
La versión húngara de la historia coincide con la rumana hasta Aureliano. Según los húngaros, que fundan su teoría en el único texto que trata el asunto,[24] en aquel momento no solo se retiraron el ejército y los funcionarios públicos, sino todos los colonizadores. Y si quedó algún dacio, dan por hecho que los godos los dispersaron y eliminaron, y que su hábitat quedó en manos del siguiente grupo invasor, los eslavos. De este modo, los únicos pobladores que los magiares encontraron allí en el siglo IX habrían sido unos cuantos eslavos desperdigados que no tardaron en ser absorbidos. (El primer cronista describe la región como «inhóspita».) Para llenar el vacío, los magiares instalaron en los Cárpatos a sus belicosos parientes, los sículos (si no los precedieron estos en realidad), donde todavía hoy constituyen el grueso de la población húngara. A continuación llamaron a los «sajones» del curso bajo del Rin. Y solo a partir de ese momento, a comienzos del siglo XIII (según insisten en decir los húngaros), entran en escena los rumanos, pero no como poseedores imbatidos del título de descendientes de los dacio-romanos, sino como grupos de inmigrantes de la célebre población valaca de Macedonia y de los Balcanes, que hablaban un tipo de bajo latín a raíz de su prolongado sometimiento al imperio. Se habían alejado hacia el norte con sus rebaños, dicen los húngaros, puede que empujados por los cumanos o puede que no, pero seguramente acompañados por los salvajes pechenegos. Llegaron hasta la zona meridional de Transilvania y se asentaron entre las cumbres de los Cárpatos, donde (añade esta teoría) fueron ganando fuerza poco a poco gracias a la llegada de más valacos, hasta superar finalmente en número a los magiares de la región (y a los sículos y a los sajones) por un margen enorme.
La lengua rumana y la de los valacos de los Balcanes deben de tener un origen común. Son demasiado parecidas como para que no sea así; pocas lenguas romances se asemejan tanto, y lo raro es que los siglos transcurridos y la distancia que las separa no las hayan diferenciado más aún. Hasta hace ciento cincuenta años, el resto del mundo (que no los propios rumanos) denominaba, de forma general, «valacos» o «walacos» a estas dos nacionalidades, y este dato seguramente apunta a un origen común. ¿Dónde? Fuera de Transilvania, dicen los húngaros: solo entraron como inmigrantes en la última oleada. Dentro, insisten los rumanos: sencillamente se expandieron después hacia el sur como emigrantes… En este punto es donde un neófito recién llegado a la problemática cuestión empieza a plantearse a modo de tanteo si la respuesta no estará en algún lugar intermedio. Los valacos se desperdigaron por todo el sudeste de Europa. ¿No sería posible que, cuando se produjo la invasión magiar, hubiera algunos en Transilvania además de los eslavos nómadas?[25] Asimismo, ¿podría ser que estos valacos putativos de Transilvania hubieran formado parte de un proceso de dispersión más amplio y que, por tanto, no fueran necesariamente el núcleo desde el que procedía la raza, como sostienen los rumanos? Ambas partes responderían que no: los húngaros insisten en que hubo un vacío, y los rumanos hablan de un semillero. Ni que decir tiene que los polemistas de ambos bandos, citando o poniendo en tela de juicio las diversas fuentes y aduciendo razones de lingüística, arqueología, geografía, toponimia, religión y toda una panoplia de pruebas circunstanciales a su favor, son capaces de rebatir todos los argumentos contrarios con una facilidad convincente y largamente practicada.
Desde el punto de vista de los rumanos, los koutzo-valacos, es decir, los «macedonio-rumanos» de los Balcanes, serían algunos de los desperdigados descendientes de los moradores de dos nuevas «Dacias», dos colonias fundadas por Aureliano para la población que había evacuado hacia Moesia (las actuales Serbia y Bulgaria) a lo largo de la ribera sur del Danubio. Por un instante, cien años después de la evacuación de Aureliano al sur del Danubio, destaca con luz propia un interesante personaje entre estos dacios trasplantados: el notable san Nicetas de Remesiana (hoy Bela Palanka, en Serbia), autor no solo del Te Deum, erróneamente atribuido hasta comienzos de este siglo a san Ambrosio y san Agustín, sino también de una de las frases del Credo de los Apóstoles. Fue amigo de Paulino de Nola, que le escribió una oda en versos sáficos cuando le visitó en el sur de Italia (lo que le coloca a tiro de piedra de Ausonio y de la Burdeos romana). A partir de ahí, las tinieblas se tragan la luz de este faro crepuscular.
¡Ojalá supiéramos lo que ocurrió cuando Aureliano se retiró! Pero, aparte de las oscuras frases de Vopisco, no se sabe absolutamente nada. El silencio y las tinieblas duraron mil años. Sí sabemos que la retirada romana tuvo lugar en el 271 de nuestra era (más de un siglo antes de que los romanos dejaran Gran Bretaña), pero después de dicha fecha, y exceptuando a Gelu, las primeras referencias sobre los habitantes latinoparlantes de Transilvania corresponden a 1222 y 1231, cuando se menciona «la región de los valacos» y «el bosque de los pechenegos y valacos». Surgen (o resurgen) de entre las sombras en el momento en que las dinastías Valois y Plantagenet se hallan en pleno apogeo, solo veinte años después de que los cruzados tomaran Constantinopla y apenas seis años después de la Carta Magna. Resulta desconcertante, y casi increíble, que se conozca tan poca cosa sobre sus contemporáneos de Transilvania. Hay quien echa la culpa de este asombroso vacío de información a la invasión mongola del siglo anterior. Los mongoles destruyeron todo lo que encontraron a su paso, no solo castillos, iglesias y abadías, sino también, según parece, hasta el último documento que hubieran podido albergar. Uno desearía que se descubrieran datos entre las ruinas enterradas de algún baluarte milagrosamente intacto desde que Batu Kan le prendiera fuego, un tesoro hallado, tal vez, por algún guardabosques transilvano que estuviera ayudando a salir a un zorro o un tejón atrapado y que de repente se topara, entre la maraña de enredaderas y raíces, con una cámara seca llena de cofres de hierro repletos de pergaminos hasta los topes…
Sin embargo, mirado desde otro punto de vista, este vacío ofrece una ventaja tremenda a los polemistas enfrentados. Se pueden elaborar muchas teorías a partir de un vacío semejante, por así decirlo, y no hace falta que los fragmentos ocasionales de hechos innegables (datos lingüísticos, geográficos, etnológicos o religiosos) encajen necesariamente en ningún rompecabezas. De hecho, es imposible que encajen, porque faltan todas las demás piezas. Además, pueden ensamblarse gracias a ciertos nexos generales y formar así el modelo de explicación que más convenga al hablante. Las interpretaciones son tan variopintas como pueda serlo el trabajo de dos paleontólogos que estuvieran reconstruyendo uno un dinosaurio y otro un mastodonte a partir del mismo puñado de fragmentos de hueso. «Supongamos que…» se convierte unas páginas después en «Puede decirse que…», lo que unas cuantas páginas más adelante pasa a ser «Tal como hemos demostrado…». Y al cabo de otras tantas páginas más, la tímida hipótesis inicial queda consolidada como un firme punto de referencia, mientras en todo el proceso no se ha aportado ni la más mínima prueba que lo demuestre. De cualquier detalle prometedor se sonsacan floridas explicaciones, y los aspectos que presentan dificultades se podan discretamente y se hace como si no existieran. La oscuridad reina en todo el proceso. Es esta una región en penumbra donde la suggestio falsi y la suppressio veri, gemelos villanos del conflicto histórico, acechan entre las sombras con sus linternas y arcos de caza.
Estas viejas ambigüedades no pasarían de ser un yacimiento de conjeturas eruditas, si no fuera por las aceradas rivalidades que las han acompañado en los últimos tiempos y que siguen acompañándolas todavía hoy. Si pudiera demostrarse, la prioridad histórica sería una prueba fundamental en este pleito por el derecho de propiedad, algo que tuvo aún más peso a comienzos del siglo XX, antes de que las consideraciones étnicas se convirtieran en los factores fundamentales que son en la actualidad. En efecto, en aquel entonces la posesión mediante conquista, respaldada por la continuidad histórica e impuesta por los tratados, seguía siendo una opción válida y respetable. Los imperios coloniales de Gran Bretaña y Francia crecían sin que nadie cuestionara su razón de ser, y Rusia dominaba con firmeza, igual que sigue haciéndolo hoy en día, las gigantescas anexiones asiáticas de los zares. En un ambiente así, toda investigación objetiva que pueda desvelar pruebas perjudiciales para el bando del investigador debe entenderse como una traición velada.
Evidentemente, en esos momentos yo sabía muy poco de todo esto, pero era imposible no hacerse una idea de lo que estaba en liza. Después, durante mis largas temporadas en la «vieja» Rumanía (o Regat, «el Reino», como siempre se la denominaba en Transilvania), conocí los entresijos del punto de vista rumano al respecto, pero no en dosis muy fuertes, pues difícil sería imaginar gentes menos chovinistas que la familia y los amigos con los que viví en Moldavia. Leí todo lo que caía en mis manos sobre las partes en conflicto: cada opinión encontrada se argüía con destreza y de modo convincente, las conclusiones eran de una lógica aparentemente perfecta en cada diatriba, se hacía frente a todas las objeciones hasta desmontarlas punto por punto; pero, si pasaba a leer la argumentación opuesta, me encontraba con el mismo panorama y al final me quedaba varado entre las dos. Soy la única persona que conozco que tenga igual sentimiento de simpatía para con estos dos contrincantes en pie de guerra, y deseo con toda mi alma que lleguen a un entendimiento amistoso. ¿Se resolvería el problema si se encontraran esos pergaminos imaginarios entre las ruinas? Con mi insatisfactoria posición intermedia, no les soy útil a ninguno de los dos.
Entre los terratenientes húngaros de Transilvania había un resentimiento añadido. Las reformas agrarias habían expropiado y redistribuido la mayor parte de sus propiedades entre los campesinos. Por muy justa que pudiera haber sido esta decisión, a nadie le gusta quedarse sin su tierra. Hubo protestas airadas. Aunque no podían saberlo, aquellas protestas no diferían en esencia de los lamentos que se podían escuchar en las quintas de los boyardos rumanos, cuyas propiedades habían sido desmanteladas del mismo modo. Es más, estos boyardos estaban plenamente convencidos de que su propio gobierno, el rumano, trataba mejor a los nuevos y reticentes súbditos húngaros, con la intención de ganarse su apoyo. En visitas posteriores, cuando se lo comentaba a los transilvanos húngaros, convencidos hasta la médula de ser víctimas especiales de una discriminación, se quedaban asombrados y no me creían. La iniquidad del régimen y la venalidad de los nuevos funcionarios llegados del Regat les hacían hervir la sangre. Abundaban historias de sobornos, y su actitud hacia el nuevo Estado y hacia sus funcionarios del otro lado de la línea divisoria que eran los Cárpatos se asemejaba al recelo y al desdén que sentían los propietarios de plantaciones tras la guerra civil norteamericana hacia los políticos del norte. Ciertamente, algunos aspectos eran poco halagüeños. Tal vez la falta de tacto y de escrúpulos eran alentados por el deseo de venganza ante el absolutismo húngaro del pasado. Durante siglos, los húngaros habían tratado a sus súbditos extranjeros (así como a sus propios compatriotas por debajo de cierto rango) con una tremenda falta de tacto: desprecio, opresión, feudalismo ciego, denegación de voz en sus consejos, magiarización rigurosa… Había habido de todo. (Por si estas iniquidades le hicieran a un inglés sentirse orgulloso de sí mismo, estos sentimientos respecto de la población ilota recuerdan terriblemente a la actitud de los ingleses en la Irlanda posterior a Cromwell que Swift satiriza.) Las turbulencias fueron en aumento y estallaron de tanto en tanto en forma de cruentas revueltas seguidas de represalias sin piedad. Si la situación hubiese sido la inversa, es decir, si los húngaros se hubieran visto sometidos al protectorado rumano a lo largo de estos siglos atroces, no hay motivos para creer que el yugo hubiera sido más soportable: tan intolerantes y opresores eran los gobernantes rumanos con sus propios súbditos como los húngaros con los suyos. Eran tiempos muy duros para Europa oriental. Y siguen siéndolo.[26]
Pero en la vida cotidiana había pocas señales de todo esto. Por suerte o por desgracia, terratenientes y campesinos se conocían desde hacía generaciones, mientras los funcionarios del Regat eran para todos ellos unos desconocidos recién llegados. Sobre el terreno, una cierta cordialidad había logrado sobrevivir a los cambios de fronteras y de titularidad de las tierras, así como a los conflictos del pasado. «Recuerdo al viejo conde —escuché decir a un pastor rumano tiempo después—, con todos sus caballos y carruajes. ¡Qué bella estampa! ¡Pero mírele ahora, pobre anciano!» En muchos casos predominaban sentimientos similares en la otra dirección y, según mi escasa experiencia, terratenientes que despotricaban enardecidos contra las iniquidades del Estado mientras se tomaban su vino procuraban eximir a los lugareños que habían recibido sus acres. Puede que la antigua relación feudal hubiera desaparecido, pero perduraban aún recios símbolos: el descubrirse la cabeza, el besar la mano, las fórmulas de tratamiento ceremoniosas, que con un sentimiento extraño, casi diría incorpóreo, le daban a la vida aquí en Transilvania un aire de lugar remoto. La mayoría de los terratenientes menores se habían visto obligados por las circunstancias a convertirse en ciudadanos rumanos, aunque solo unos pocos habían pisado Bucarest en toda su vida. La consideraban una lejana Babilonia polvorienta, un nido de maldades y sobornos, y juraban que no la pisarían si podían evitarlo, o que ni siquiera cruzarían la antigua frontera oriental. Suspiraban por la corona de san Esteban y no tenían ojos, oídos ni corazón para nada más que para su mutilado reino, allá en el oeste. Por último, resta decir que un forastero apenas percibía ni el menor rastro de esta aflicción. En mi caso particular, lo más destacado que recuerdo es una amabilidad sin límites. Todavía había fincas y propiedades, si bien bastante mermadas, y por momentos parecía que nada hubiera cambiado. El encanto y la douceur de vivre aún embargaban los interiores de gastados decorados, y fuera todo contribuía a procurar el deleite. Aislados entre la rústica multitud rumana, diferentes en raza y religión y rodeados aún de los fantasmas de su dominio perdido, el ambiente predominante que envolvía a los moradores de estos kástely evocaba el de las tierras solariegas de los anglo-irlandeses en Waterford o Galway, en plena decadencia, con toda su melancolía y su magia. Aquejados de nostalgia, frecuentando únicamente la compañía de sus propios congéneres de las fincas vecinas y a los campesinos que trabajaban en ellas, vivían en un sueño retrospectivo, genealógico, casi confuciano, y muchas frases suyas terminaban con un suspiro.
Ria tenía infinidad de libros en francés, y me dio carta blanca para tomarlos prestados. Tibor no leía, pero sus predecesores debían de haber sido muy lectores, pues la biblioteca estaba bien provista, sobre todo de obras en húngaro y alemán. Había abandonado toda esperanza con el magiar, así que estaba deseando ahondar en el alemán y empecé por leerme todos los pareados en rima de Max und Moritz y Hans Huckebein, impresos bajo unas ilustraciones maravillosas en un tomo voluminoso de Wilhelm Busch. Eufórico tras esta lectura, apunté más alto y pasé a Muerte en Venecia de Thomas Mann. Fui lento al principio, consultando el diccionario cada dos por tres y pidiéndole ayuda a Ria cuando me quedaba atascado, pero logré terminarla en un par de semanas. Teniendo en cuenta que había empezado a aprender alemán hacía solo cinco meses, me pareció un salto tremendo. Pasaba las mañanas entre la biblioteca y una mesa de fuera, sumido en la historia de Europa central (y en especial en la de Hungría y Transilvania) con el Meyers Konversationslexicon, y de ahí pasé al período de Béla Kun con los libros, bastante escabrosos, de Jean y Jérome Tharaud (La Fin des Habsburgs, Quand Israel est Roi). Estos dos hermanos franceses, uno de los cuales llegó a ser miembro de la Academia, eran los autores favoritos por esos pagos. Aunque todo el mundo sabía mucho sobre el pasado de Europa central, sus conocimientos se frenaban en seco al llegar a las cumbres de los Cárpatos. La historia rumana (esto es, la historia de Valaquia y Moldavia, los dos principados del otro lado de las montañas que terminaron unidos bajo un solo príncipe y luego se convirtieron en el reino de Rumanía) quedaba fuera de su alcance: el tema se despachaba invariablemente con la mención a «die wilde Wallachei», «la Valaquia salvaje» (según una cita de alguien, pero ¿de quién?), como si quedara en medio de la estepa mongola.
Desviándome de este tema, aunque no mucho, descubrí que el término francés para «caballo castrado» era hongre. Se atribuía a los húngaros el haber introducido esta práctica en Europa. El término alemán es Wallach, lo que indica un origen rumano, con lo que cada uno de los países implicados daba un paso más hacia el este. Me llevé una alegría al descubrir que la palabra «húsar» era magiar (husz, «veinte, que evoca un escuadrón de veinte en total»), pero duró poco mi gozo, pues lexicógrafos más recientes la hacen derivar, vía serbio, del italiano corsaro, «pirata», tomando libremente el casco del caballo por una quilla. En el pasado se había intentado derivar «ogro» de «húngaro» (o más bien de sus antepasados los ugros), pero en realidad la palabra procede de Orcus, el dios romano de los infiernos. Por lo menos parecía seguro que cravat deriva de «Croacia», que había sido un reino vasallo de Hungría: la palabra se había implantado en Francia gracias al sedoso pañuelo de la caballería croata mercenaria de Luis XIV. La palabra coach es un vestigio de la ciudad húngara de Kocs, presumiblemente porque fue el primer lugar donde se fabricó dicho vehículo.
Aquellas mañanas no duraron mucho. Las cigüeñas ocupaban el lugar de honor, y desde varios bosques llegaba el canto de los cucos desde el alba hasta el ocaso. Tres días consecutivos quedaron señalados por la llegada de unas aves que no había visto nunca hasta entonces: la primera, de deslumbrante plumaje amarillo y negro y una inolvidable y breve melodía, era una oropéndola dorada; al día siguiente vi el resplandor amarillo, verde y azulado de los abejarucos; y el tercero dos abubillas que se pasearon por la hierba, desplegando y cerrando sus tocados a lo indio apache, para revolotear a continuación y perseguirse entre las hojas. Sus alas las transformaban en diminutas cebras voladoras hasta que se posaban de nuevo. La hermana de Tibor y unos amigos llegaron de Viena y hubo mucho festejo, trajes elegantes, picnics y al final un banquete a medianoche justo en la cima de la colina cubierta de viñas. Había una fogata, y un carruaje vomitó cuatro gitanos (violín, viola, clavicémbalo y contrabajo) que se agruparon debajo de un árbol. El vino color ámbar que bebimos, recostados alrededor de las llamas, era el jugo de las uvas que habían madurado en las mismas lomas que descendían desde donde nos encontrábamos. Los viñadores subieron, formaron un círculo a nuestro alrededor y, cuando nos quedamos sin gota de vino, fueron a buscar repuestos a sus chozas. Estuvieron llenándonos los vasos hasta que de un corral invisible brotó el canto de un gallo que propagó una llamada contagiosa por toda la negrura. Se despertaron más gallos; entonces, a nuestros pies, emergió espejeante el borde de la Gran Llanura, y todo, excepto los gitanos, empezó a palidecer. Sus instrumentos de cuerda y sus voces nos acompañaron durante todo el camino de bajada y también al cruzar las verjas y avanzar por el sendero de hierba entre los árboles. Nuestras pisadas en el rocío parecían grises. Cuando llegamos a los pilares de la fachada, las nidadas sobresaltadas, el despertar de los pájaros y el aleteo de una cigüeña en el frontón nos indicaron que era demasiado tarde para irnos a dormir.
Con estos sonidos me despertaba cada mañana. Y no tardaban en añadirse a ellos el silbido de las guadañas, que llegaban hasta los muros mismos de la casa, y las voces de los segadores canturreando para sí. Cuando alguno de ellos se detenía un momento, acto seguido se oía el resonar metálico de una piedra de amolar deslizándose por un filo. La casa se llenaba de olor a heno, y el paisaje se poblaba de henadores que extendían el henaje en franjas plateadas sobre el rastrojo descolorido. Mi habitación daba a un campo donde se estaba levantando un almiar grande: capas ascendentes dispuestas alrededor del alto mástil central, en el sentido de las agujas del reloj. Mujeres metidas hasta las rodillas en un carretón aventaban con horcas el heno, mientras los hombres, encaramados al cono puntiagudo, lo fijaban como las espirales de una amonita. Los carros que pasaban chirriando por los caminos llevaban cargamentos tan altos que en todas las ramas bajas se quedaban enganchadas briznas de heno con amapolas y flores silvestres muertas enredadas en ellas.
Pasaba gran parte del día con Tibor en los campos y me daba paseos kilométricos por las colinas, aprendiendo fragmentos de rumano. Pero durante un tiempo dejé de escribir en el diario, convencido, supongo, de que estos intervalos estáticos no eran relevantes para la crónica de un viaje. Ojalá no hubiera sido tan soberbio, pues con estas lagunas es más fácil perder la cuenta de los días e incluso de las semanas transcurridos, pero algún que otro apunte y unos cuantos dibujos desperdigados por las páginas finales me ayudan a reconstruirlos. Y hay uno que resuelve sin lugar a dudas este lapso de tiempo. Como impulsado por una repentina inspiración feliz, Tibor me había dicho que me llevaría en coche a Arad (de pronto se acordaba de que tenía que hacer unas gestiones allí) y que luego me acercaría a mi siguiente meta, donde nos reuniríamos todos a los pocos días. Después de la merienda trajeron con cierto aire de solemnidad a la fachada principal un coche de paseo que se reservaba para las ocasiones en que no se pudiera usar el coche de caballos. Tibor le estaba dando un toque de misterio a nuestra excursión.
Arad era de grande como Guildford, más o menos, y me dio la impresión de que en sus calles se hablaba más magiar que rumano, no como en el campo. Había muchos nombres húngaros en los letreros de los comercios, muchos judíos y un buen puñado de nombres alemanes corrientes, pertenecientes a los colonos suevos. Este lugar se hizo famoso en la historia de Hungría por la ejecución austríaca de trece generales húngaros al final del gran alzamiento de Kossuth contra el régimen de los Habsburgo en 1848. (Justo antes había estado leyendo sobre el asunto.) No teníamos tiempo para ver gran cosa, lamentablemente, pues la gestión de Tibor consistió en una larga visita a una chica alta, morena y muy guapa llamada Ilona, por la que sentía predilección. Vivía en una calle discreta del barrio residencial que conducía al río Mureş. Por mí, supongo, había llamado a una amiga, igual de guapa pero de otra manera. Se llamaba Izabella. Tenía una melena muy rubia y ojos de un azul oscuro, y solo hablaba húngaro, cosa que no importaba en absoluto. (Me pregunto si era tan rubia por llevar tal vez algo de sangre eslovaca en las venas: había visto descendientes de los colonos llegados del norte, así de rubios, en las cercanías de mi penúltima meta húngara, en O’Kigyos, no muy lejos de allí en línea recta.) En fin, aquí está Izabella, prensada igual que un pétalo en las últimas hojas de mi diario, dibujada con esmero, la cabeza reclinada sobre el antebrazo, su mirada absorta bajo las cejas arqueadas y, de chiripa, retratada en el boceto casi tan bella como en la vida real. Encima del dibujo, a lápiz la inscripción «Iza, Arad. 16 de mayo de 1934».
A la mañana siguiente, de nuevo en el camino al norte de Arad, la línea ondulante de colinas se había alejado unos kilómetros y entre los trigales, debajo de un olmedo, apareció la casa solariega de Tövicsegháza, chata y parecida a un rancho, cuyo nombre he buscado en vano en el mapa.
En cuanto nos hicieron pasar a la sala de billar, Tibor se fijó en una escopeta de doble cañón fijada al alféizar de la ventana. Rápidamente la abrió y saltaron de la recámara dos cartuchos. «¡Mira esto! ¿Te lo puedes creer? —dijo, y se echó a reír mientras los dejaba en una repisa dando un suspiro—. Polnische Wirtschaft! ¡Tendrás servicio polaco en esta casa!» En ese momento apareció Jasˇ (que se pronuncia «Yash»), nuestro anfitrión, y nos explicó que siempre la tenía cargada y a mano para los grajos. «De lo contrario, no dejarían ni una espiga de trigo joven en kilómetros.»
En estos ambientes sociales se consideraba una grosería cometer el descuido de no informar a los visitantes sobre cualquier persona que fuesen a conocer. De nada servían entonces ni la clásica circunspección inglesa ni la distracción estudiada, para evitar tales explicaciones, y menos aún el temor de parecer mundano o impresionado ante los alardes heráldicos y la pompa del poder. «¿Jasˇ? —me había dicho alguien—. Viene de una familia excelente del sur de Polonia. Tienen una finca de ocho mil acres, no lejos de Cracovia. El bisabuelo fue embajador de Austria en San Petersburgo y se les concedió el blasón con cabeza de turco por la captura de tres estandartes tártaros en Ucrania.»
«¿Su mujer, Clara? De una antigua, antigua, antigua… —aquí los párpados se entrecerraban como si pensar en tanta antigüedad le sumiera a uno en un sueño— familia uralte de las montañas del Alto Tatra. Viven en uno de los castillos más viejos de Hungría, hoy en Eslovaquia, ¡qué lástima! Condes desde el reinado del rey Mátyás. El escudo es un danchado de doble cabrio entre tres salamandras, cuartelado con cinco lucios que asoman la cabeza. Representa, como podrás imaginar, el río que pasa al lado y los peces que lleva.» (Cuando se mencionaba la fauna heráldica, la sala o el prado de hierba parecía llenarse por un instante de leones con cola bífida y zarpas y colmillos azules mirando atrás con recelo, unicornios, vestiglos, dracenas, grifos, víboras, dragones horripilantes y dragoncillos listados; halcones y águilas volaban libres y el aire se llenaba de cuervos, martinetes y cisnes con cadenas de oro enrolladas al cuello en espiral.)
Una vez mencionados estos datos fundamentales, podían entonces sacarse a relucir detalles de menor importancia, como el carácter, el aspecto o las aptitudes. Los húngaros profesaban hacia los polacos un cariño indudable, a pesar de algunos escollos en cuestiones territoriales. ¡Qué alivio encontrar esta excepción al odio habitual hacia el vecino, más típico de los europeos orientales! Este sentimiento venía de antiguo, de su enemistad común hacia los alemanes, los turcos y los moscovitas, y se había acrecentado a finales del siglo XVI, cuando los polacos eligieron para el trono de Polonia a Esteban Báthory, el príncipe húngaro de Transilvania, el cual derrotó de manera aplastante a todos los enemigos, capturó un buen puñado de ciudades rusas y expulsó del reino a Iván el Terrible.
Jaš era delgado, rubio, con una nariz aguileña, corte de pelo en brosse, brillantes ojos azules tras unas gafas de montura de carey muy gruesas y un aire distraído y bondadoso. Su cabeza era un hervidero de ideas sobre arqueología, historia, religión y física, y decían que tenía toda clase de teorías de experto (propensas a desmoronarse en la práctica) sobre economía, rotación de cultivos, adiestramiento de animales, forraje de invierno, silvicultura, apicultura, desinfectantes para ovejas y sobre el mejor método de engorde de patos para el mercado de primavera. Acogía con los brazos abiertos cualquier ocurrencia excéntrica, y no habían pasado ni cinco minutos cuando ya nos estaba preguntando qué opinábamos sobre la posibilidad de que la Tierra estuviese hueca por dentro, tuviera en el centro un Sol pequeño y a su alrededor girase una Luna mucho más grande cuya sombra sería la causa del día y de la noche. ¿Millones de estrellas del tamaño de Viena o Varsovia, rotando heliocéntricamente a distancia y velocidad diferentes? En el correo de aquella mañana había recibido un panfleto en tres idiomas del inventor de esta teoría y le brillaban los ojos claros tras las lentes. «Le monde est une boucle creuse! ¡El mondo ess una bola hueca, querrido!», me explicó, apoyando la mano en mi antebrazo, y a continuación, pasando las páginas emocionado, me leyó los pasajes más reveladores. Al despedirnos, Tibor me hizo un guiño apenas perceptible.
Puede que en otras materias sus teorías hicieran aguas en la práctica, pero Jasˇ era un fenómeno para la caza. Recargó la escopeta en un periquete y, de tanto en tanto, en mitad de una frase y aparentemente sin apuntar, disparaba desde la ventana al campo abierto, muchas veces con una sola mano y sin interrumpir apenas la perorata. Un segundo después, cual un fardo pesado, un pájaro de la numerosa colonia de grajos que cubría la casona con su sombra se estampaba en la pradera. Sentía lástima, porque todos aquellos graznidos y vuelos en círculo me hacían sentir morriña. Disparos esporádicos punzaban cada hora del día.
Clara, la hija de aquellas almenas viejísimas del Alto Tatra, tenía un aspecto asilvestrado y rara vez llevaba el pelo cepillado. Le encantaban los caballos y su vida entera giraba en torno a dos bellas criaturas negras que un mozo arisco y tuerto, de nombre Antal, mantenía lustrosas y bien cuidadas. «No como yo», me dijo con franqueza mientras pasaba la mano por la silla de montar. Era ligera como un jinete profesional, tenía un estilo bonito y saltaba majestuosamente vallas impresionantes. Jasˇ ya no montaba —«falta de tiempo»—, así que nos íbamos los dos a dar largos paseos con el frescor de la tarde.
En las horas calurosas del mediodía echaban con sifón gaseosa helada en el vino color oro oscuro que menciono una y otra vez en estas páginas. Suena a barbaridad, pero estaba delicioso. (Spitzer lo llaman en alemán, y en magiar hoszú lépés, «un paso largo», uno de los muchos términos para los diversos grados de disolución.) En general, todos los vinos de aquella región tenían un sabor inconfundible, pero cada uno parecía transformarse según el techo bajo el que iba a beberse. Podía tomarse desde el mismo momento en que la cosecha reposaba tras la fermentación y, guardado durante años en frescas bodegas, su sabor superaba cualquier elogio. En cada cena, a la luz de las velas metidas en altas pantallas de cristal en forma de tulipanes, vaciábamos una licorera tras otra, en este caso sin disolver el vino. A Jasˇ le gustaba charlar después de la cena, cuando la conversación se volvía temeraria y duraba hasta altas horas de la noche. A veces levantaba el índice y se quedaba callado para escuchar un momento a los ruiseñores. Una agitada geometría de luciérnagas hendía el aire alrededor de la masa espatulada del castañar, y una noche, al ponernos en pie para irnos a dormir, vimos ranas de San Antonio color esmeralda, que no llegaban al tamaño de una moneda de tres peniques, aferradas a las hojas como diminutos náufragos verdes montados en balsas.
Clara y yo pasamos mi última tarde charlando en una loma, al final de la pradera de césped. Dentro de la casa Jasˇ tocaba unas complicadas fugas, y bastante bien, por cierto. De vez en cuando hacía una pausa de unos segundos y se oía un disparo seguido de un golpe sordo, y volvía a tocar, así que había una agitación intermitente de grajos revoloteando por encima de la casa. Alrededor de toda la extensión de césped las velas de los castaños habían empezado a mostrar sus flores, y entre los pétalos blancos que moteaban la hierba asomaba algún que otro disco rosado. A lo lejos se veía a los dos caballos. Recién desensillados, se revolcaron extasiados por la hierba, se levantaron con un resoplido y un meneo, y se pusieron a pastar espantando distraídamente los mosquitos con la cola. Por la mañana, mientras se desvanecían los disparos del rifle antigrajos en la distancia, uno de ellos me llevó hasta mi siguiente parada.
Ötvenes era la última de esta particular concatenación de amigos y casas, a cuyos moradores, igual que a todos los demás, había conocido aquella primera noche en casa de Tibor. Eran una familia sueva descendiente de los colonos que llegaron cuando se recuperaron estos territorios de manos de los turcos, y en poco tiempo la extensión de sus tierras les había abierto las puertas de la clase dominante. ¿Es posible equiparar los conflictivos siglos precedentes con el largo proceso de la Reconquista española, con otomanos en lugar de moros? Las campañas iniciales, con las victorias de Hunyadi, Báthory y Zrinyi, muestran un parecido evidente. Pero los héroes transilvanos posteriores dedicaron sus energías a convertir el principado, al menos durante un tiempo, y bajo vasallaje turco, en un bastión de las libertades magiares contra los Habsburgo. Gracias a su astuta habilidad connubial al casarse con la heredera real húngara, para a continuación declarar hereditaria la corona en vez de electiva, la dinastía se había apoderado de Hungría. Cuando finalmente las tropas del emperador iniciaron el avance río abajo, los imperialistas ya estaban acostumbrados a considerar a los liberados húngaros como una raza conquistada. De ahí que aparecieran súbitamente colonias de extranjeros y gran cantidad de nombres no húngaros desperdigados por esas redimidas tierras. Se favoreció la llegada de forasteros, y durante los tres últimos siglos el Sacro Imperio Romano y el reino de Hungría se volvieron cosmopolitas, especialmente en los cuadros de mando del ejército, pero sus descendientes habían quedado asimilados hacía tiempo. Como para demostrarlo, nos visitaron dos hermanos de una finca vecina que se apellidaban Pallavicini, el célebre apellido genovés. ¿Eran descendientes del margrave que asesinó al cardenal Martinuzzi, el salvador de Transilvania, él mismo medio veneciano también? Acababa de leer sobre él, pero no me atreví a preguntar. Otra invitada, una princesa de gran estatura casada con Béla Lipthay, un terrateniente naturalista muy culto de Lovrin (en el Banato), era descendiente (indirecta, espero) del papa Inocencio IX de la famosa casa de Odescalchi, señores de Bracciano.[27]
Georgina, la hija de la casa, parecía una inglesa rubia en pleno safari, y era tan buena amazona como Clara. Separada de su marido checo, ausente desde hacía mucho tiempo, estaba tratando sin grandes esperanzas de conseguir la nulidad para casarse con un jinete aún mejor, un tipo de tez tostada por el sol, delgado, encantador y sordo como una tapia. Sus bondadosos padres (en especial la madre) recelaban de todo y se tomaron muy en serio los peligros que acechaban mi viaje. Uno de los hijos de ella llevaba quince años en Brasil y, de haberla dejado, me habría metido todo su ropero en la mochila.
Puedo recordar hasta el último detalle de esta casa, y de todas las demás. Y sus moradores, los sirvientes, los perros, los caballos y el paisaje permanecen intactos en mi recuerdo. Tal vez mi condición de forastero en medio de aquella remota sociedad fue lo que derribó las barreras habituales, pues me abrieron las puertas de su vida privada como a un amigo íntimo, y los sentimientos fueron más hondos y duraderos de lo que podía garantizar el paso fugaz de estas semanas en las marcas de Transilvania. Esta temporada especialmente deliciosa resultó aún mejor con la llegada de Ria, que se quedó con nosotros los últimos días. Fuimos a ver las obras de construcción de un almiar gigantesco, echamos carreras a medio galope sorteando balizas de papel por el bosque, y el último día de mi estancia descubrimos unos cohetes en una leñera y los disparamos después de la cena.
Todos los rincones de Europa por los que había pasado hasta entonces iban a quedar desgarrados y destrozados por la guerra. De hecho, excepto el último trecho antes de la frontera turca, todos los países que atravesé en este viaje fueron objeto de disputa a los pocos años entre dos potencias despiadadamente destructivas, y cuando estalló la guerra todos estos amigos quedaron de súbito sumidos en las tinieblas. Después, el grado de desarraigo y de destrucción fue tal, que pasaron años antes de que se desvaneciera la nube y yo pudiera encontrar pistas aquí y allá hasta encajar las piezas de lo que había ocurrido en el ínterin. Casi todos ellos se habían visto arrastrados al conflicto en contra de su sentir verdadero, y el desastre los pilló a todos por sorpresa. Pero la tragedia que azotó este hogar encantador y alegre en mitad de aquella época siniestra no tuvo nada que ver con el conflicto: una noche se declaró un incendio y toda la familia, junto con la combustible casa solariega que la albergaba, quedó reducida a cenizas.