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EL PASO DEL PUENTE
Tal vez pasé demasiado tiempo detenido en el puente. Las sombras engullían las orillas eslovaca y húngara, y las aguas del Danubio, rápidas y pálidas entre ambas riberas, bañaban los muelles de la vieja ciudad de Esztergom, donde una escarpada colina alzaba la basílica hacia el firmamento crepuscular. La magna cúpula sobre su anillo de columnas y los dos campanarios palladianos, las campanas sonando ahora con un repique más corto, oteaban leguas y leguas del cada vez más oscuro paisaje. De repente, el muelle y la empinada calle junto al palacio arzobispal estaban desiertos. El puesto fronterizo quedaba justo al otro lado del puente, así que apreté el paso y entré en Hungría. Las gentes que aquel Sábado de Gloria se habían congregado en la ribera del río habían subido a la plaza de la catedral, donde ahora las veía pasearse bajo las copas de los árboles y conversar en expectantes corrillos. Abajo, los tejados descendían abruptamente. Más allá, bosque, río y marjal, apenas iluminados por la luz tenue, se perdían de vista con los últimos destellos del atardecer.
Un amigo había escrito al alcalde de Esztergom: «Le ruego trate amablemente a este joven que se dirige a pie hacia Constantinopla». Con la intención de visitarle al día siguiente, pregunté por las dependencias consistoriales. Antes de darme cuenta, y para mi sorpresa, me llevaron ante el hombre en cuestión. A su alrededor estaban los personajes maravillosamente ataviados, cual grandes de España o Italia, que había estado admirando junto al Danubio. Le expliqué como pude que era el trotamundos sobre el que le habían avisado. Al principio, sin abandonar su talante cortés, me miró desconcertado, pero entonces comprendió quién era. Tras una breve y obviamente cómica conversación con uno de aquellos hombres deslumbrantes, me dejó al cuidado de este y, sin más, se alejó a paso rápido para atender asuntos más serios al otro lado de la plaza. Mi nuevo mentor (probablemente tuvo que cargar conmigo debido a su excelente inglés) asumió el encargo con expresión divertida. Llevaba un traje de gala negro espléndido, y la cimitarra apoyada con desenvoltura en el brazo doblado. Un monóculo sin montura relucía en el ojo izquierdo.
En ese preciso instante todos dirigieron la mirada cuesta abajo. El alcalde, alertado por una trápala de cascos y tintineo de arneses, acudió a la escalinata de la catedral, donde se había extendido una alfombra escarlata. Miembros del clero y portadores de velas se agruparon ceremoniosamente, el carruaje se detuvo, una figura anaranjada se desembrolló en el interior y lentamente el cardenal monseñor Serédy, también arzobispo de Esztergom y príncipe primado de Hungría, se apeó y fue pasando con la mano enjoyada tendida hacia los congregados, los cuales, uno por uno, fueron haciendo una genuflexión. Su séquito le siguió al interior del grandioso edificio. A continuación, un pertiguero encabezó la comitiva del alcalde y la condujo hasta los bancos de las primeras filas, también forrados de tela escarlata. Hice un amago de escabullirme hacia un asiento más humilde, pero mi mentor se opuso con firmeza: «Desde aquí podrás ver mejor».
La celebración del Sábado de Gloria había conseguido llenar la mitad de la inmensa catedral y pude distinguir a muchos de los personajes que antes se lucían junto al río: los burgueses con sus mejores galas, los campesinos con botas y capas negras, las muchachas con tocados intrincados, faldas de vivos colores y mangas blancas plisadas cubiertas de bordados, las mismas que habían pasado a mi lado a toda prisa con ramilletes de lilas, narcisos y flámulas. Había dominicos con sus hábitos blancos y negros, bastantes monjas y un puñado de uniformes, y cerca de las enormes puertas susurraba un grupo de cíngaros con su desentonada mezcla de colores, apoyados contra la pared o con los brazos en jarras. En absoluto me hubiera sorprendido ver uno de sus osos entrando tranquilamente, mojarse la pataza en la pila barroca de agua bendita con forma de múrice gigante y hacer una genuflexión.
¡Qué diferente de la atmósfera fantasmagórica del oficio de tinieblas de dos noches atrás! Con cada cirio extraído del tenebrario, las sombras habían avanzado un paso más, hasta sumir en la oscuridad la pequeña iglesia eslovaca. Pero aquí el majestuoso edificio estaba totalmente iluminado, nuevas constelaciones de mechas titilaban en cada capilla, el cirio pascual llameaba en el coro y la hilera de velas, altas como lanzas, que recorría todo el altar mayor, lucía ribeteada de estrellas fulgentes. A excepción de los bancos rojos de las primeras filas, la catedral, los miembros del clero, el oficiante, sus diáconos y todos sus acólitos iban de blanco. El arzobispo, ahora de blanco y oro, transformada por completo su estampa escarlata de cardenal, ocupaba su trono bajo un dosel engalanado en tonos brillantes, en tanto que su reducida corte se hallaba repartida en gradas por los escalones. En el inferior estaba el encargado de custodiar el pesado báculo, y detrás de él otro acólito se mantenía preparado para alzar la alta mitra blanca y volver a colocarla cuando así lo dispusiera el rito, arreglando cada vez las alforzas del único par de hombros que cobijaba el palio. Mientras, en la parte delantera del pasillo, el bravo porte del tupido grupo de magnates, con sus jubones de seda de diversos colores con brocados y pieles, las cadenas de oro y plata, las botas altas con borlas en azul, carmesí y turquesa, las espuelas doradas, los kalpaks de piel de oso con sus presillas de diamante y los altos penachos de plumas de garceta, águila y grulla, armonizaba con el esplendor eclesiástico tan acertadamente como los atavíos en El entierro del conde de Orgaz. En efecto, igual que las armaduras de los caballeros pintados en Toledo, lo más impresionante eran sus siniestros complementos, como los de mi nuevo amigo: aquellas cimitarras apoyadas en los bancos, con sus empuñaduras de cruceta doradas y marfileñas, y las vainas tachonadas de piedras preciosas. ¿De verdad eran reliquias de familia procedentes de las guerras turcas? Cuando sus dueños se pusieron en pie para el Credo con un acompañamiento de tintineos metálicos, una de las espadas resbaló y chocó con estrépito contra el mármol. En las viejas batallas campales por la puszta, hojas como estas hacían rodar las cabezas de los turcos a galope tendido (las de los húngaros también, claro está…).
Al poco, tras un intervalo de silencio, los haces de tubos del órgano entonaron su atronador anuncio de ascensión divina. Desde el coro se elevó una multitud de voces, flotaron los aleluyas y el cúmulo de incienso subió en volutas alrededor de las hojas de acanto esculpidas, hasta perderse en la penumbra de la cúpula, mientras se iniciaban los preparativos del siguiente acto. Encabezada por un crucifijo, una vanguardia de clérigos y acólitos, erizada de velas, había recorrido ya medio pasillo. Detrás salía el sacramento, bajo palio y metido en una custodia, seguido del arzobispo, el alcalde, a continuación el más anciano de los potentados, con su barba blanca, cojeando y apoyando todo el peso sobre el bastón de roten y, por último, los demás. Espoleado por un suave codazo de mi amigo, me uní al lento desfile y, en un periquete, como transportados por el humo y las notas musicales, habíamos franqueado las puertas y estábamos todos fuera.
Con la luna inmensa, que estaba en su primera noche de mengua, había tanta luz como si fuese de día. La procesión había bajado la escalinata y poco a poco iba echando a andar. Pero cuando la banda de músicos que esperaba fuera se colocó detrás de nosotros y empezó a tocar los compases de una marcha lenta, las notas quedaron ahogadas al instante: se oyó un chirriar de ruedas y quejido de maderas y por encima de nuestras cabezas la noche se llenó del clamor polifónico y casi delirante de las campanas. Entonces, por entre los impactos broncíneos se coló otro sonido, semejante a un palmoteo insistente, que nos obligó a todos a mirar hacia arriba. Más o menos una hora antes, dos cigüeñas, agotadas por la travesía desde África, se habían posado en un nido destartalado que había debajo de uno de los campanarios, y todo el mundo se había parado a observar sus arreglos. Ahora, espantadas por el estruendo, batiendo las alas desesperadamente, el cuello estirado al máximo, volvían a alzar el vuelo dejando colgar las patas color escarlata. Por el filo de sus enormes piñones blancos se desplegó un abanico de plumas negras, y un aleteo constante y regular las elevó por encima de las copas de los almendros hasta el cielo abierto mientras contemplábamos la maniobra. «Bonita noche han elegido para instalarse», dijo mi compañero de fila cuando ajustamos el paso.
En la ciudad no se veía ni una sola luz, salvo las llamitas del millar de velas que adornaban los alféizares o las que parpadeaban entre las manos de la multitud a la espera. Los hombres iban descubiertos, las mujeres se tocaban con pañoleta y el resplandor que brotaba de la concavidad de sus palmas invertía el claroscuro diurno, ribeteando de luz mandíbulas y narices, rebañando luminosas medias lunas bajo las cejas y condenando a las sombras todo lo que quedara más allá de estas caretas brillantes. Una tras otra, las calles quedaron repobladas de velas, en silencio, y los presentes fueron arrodillándose al paso de la cabeza de la procesión, e incorporándose segundos después. Al poco estábamos ya entre trémulas hileras de chopos. La música cesaba de tanto en tanto. Cuando se interrumpían los cánticos, al tintineo de las cadenas del incensario y al golpe seco del báculo pastoral del arzobispo contra el empedrado se unía el croar de millones de ranas. Desveladas por las campanadas y la música, las cigüeñas de la ciudad flotaban y cruzaban por encima de nuestras cabezas, oteando nuestra diminuta ristra de luces que ascendía por la colina para entrar de nuevo en la basílica. La intensidad del momento, los cantos, las llamas de las velas y el incienso, el presagio de la primavera, las aves sobrevolando en círculos, el aroma de los campos, las campanadas, el coro asomando entre las sombras finas de los juncos y la irrealidad de la luna sobre los bosques y la lengua de agua plateada, todas estas cosas envolvían la noche, santificándola, en un hechizo de gran beneficencia y poder.
Al terminar, todo el mundo volvió a congregarse en la escalinata de la catedral. El carruaje aguardaba ya al arzobispo, quien, ataviado de nuevo con el atuendo cardenalicio y el generoso manto de armiño que testimoniaba su condición simultánea de príncipe temporal y eclesiástico, se subió a él con parsimonia. Su alabardero, ayudado por un capellán con quevedos y nuez prominente y por un postillón con uniforme de húsar, iban recogiendo los metros y metros de cola, como hacen los pescadores con la red, y metiéndola en el carruaje hasta rellenarlo por completo de muaré color geranio. El capellán se subió también y tomó asiento frente al prelado, y a continuación subió el alabardero, que se sentó muy erguido, reposando las manos enguantadas de negro sobre la empuñadura de su cimitarra. El postillón replegó la escalerilla, un hombrecillo formidable tocado con gorro alto de piel negra cerró con fuerza la portezuela, adornada con unas armas pintadas bajo un sombrero con borlas, y cuando los dos hombres se subieron de un salto a la parte trasera del carruaje, el cochero, igualmente tocado con sombrero de piel, sacudió las riendas, lo que provocó un cabeceo de las testuces engalanadas con plumas de avestruz, y los cuatro rucios se pusieron en marcha. Mientras la berlina se alejaba renqueando colina abajo, la muchedumbre congregada prorrumpió en aplausos, todos se quitaron el sombrero y una mano enguantada en rojo, con su anillo pastoral por encima de la tela, asomó por la ventanilla y saludó repartiendo bendiciones.
En la escalinata, iluminada por la luna, todo eran abrazos, «¡Felices Pascuas!» y besos en manos y mejillas. Los hombres volvían a ponerse los sombreros de piel y se atusaban la caída del dormán y, después de horas de latín, el magiar afloraba de nuevo con su alegre borboteo dactílico.
«Vamos a ver qué tal están esos pájaros», propuso mi mentor mientras le sacaba brillo al monóculo con un pañuelo de seda. Caminó tranquilamente hasta el borde de la escalinata, se apoyó en la espada como si se tratara de un bastón taburete y escudriñó el cielo nocturno. Los dos picos sobresalían de las ramitas del nido, uno junto al otro, de lo que cabía deducir que los recién instalados se habían quedado dormidos enseguida entre las sombras. «¡Estupendo! ¡Se están echando una buena cabezadita!»
Volvimos a unirnos al resto del grupo y mi amigo ofreció cigarrillos a todos los presentes, cogió uno él mismo con delicadeza y lo golpeó suavemente contra el oro rugoso de la pitillera. Tres hilos de humo abrazaron la llama del encendedor formando una efímera pirámide y se desvanecieron. Dio una calada profunda, contuvo unos segundos la respiración y, con un largo suspiro, exhaló lentamente el humo a la luz de la luna. «Qué ganas tenía de hacer esto. Es el primero que fumo desde el Martes de Carnaval»
La velada terminó con una cena de celebración en casa del alcalde, con barack como aperitivo y ríos de vino hasta el último plato, terminando con Tokay. Al final, aquellos personajes magníficamente engalanados quedaron envueltos en una bruma. El alcalde me pidió disculpas después por tener la casa abarrotada de gente, pero me dijo que me habían encontrado una habitación en la vivienda vecina. ¡No hace falta mencionar lo perplejo que me quedé! A la mañana siguiente, vestido sobriamente de mezclilla y jersey con cuello de cisne, mi amigo el amante de las cigüeñas pasó a buscarme en un Bugatti imponente (solo la cimitarra, entre los bolsos del asiento posterior, delataba los esplendores de la noche anterior). Fuimos a ver los cuadros del palacio arzobispal. ¿Y qué tal si me llevaba en coche?, estaríamos en Budapest en un abrir y cerrar de ojos. Pero me mantuve fiel, a regañadientes, a la norma de mi viaje (nada de coches salvo en días de tiempo endemoniado) e hicimos planes para encontrarnos en la capital. Arrancó a toda velocidad mientras agitaba la mano y, después de la despedida en casa del alcalde, recogí mis cosas y partí yo también. Salí preguntándome si toda Hungría sería igual.
Desde el sendero que ascendía por las lindes del bosque miraba hacia atrás y podía distinguir ciénagas, árboles, terrenos baldíos de juncos altos y el gran río dividiéndose a trechos y volviendo a unirse, sorteando una ristra de islotes. Veía aves acuáticas elevarse vertiginosamente y sobrevolar en círculos, como una lluvia de motas, y puntear la laguna de innumerables salpicaduras cada vez que se posaban de nuevo. Las perdí de vista tras una elevación del terreno. Al otro lado se erigían estribaciones empinadas y, río abajo, una cadeneta de colinas más bajas. El vellón de las copas de los árboles cedió el paso a unos riscos de piedra caliza y pórfido, y allí donde convergían, las aguas verdes del río fluían rápidas y profundas.
Aparecía entonces un pueblo allá abajo, con cigüeñas a la pata coja entre la maraña de ramitas de nidos viejos construidos en los tejados de paja o encima de las chimeneas. Alzaban el vuelo con un frenético y sonoro aleteo, y luego, al descender al mismo nivel de las copas de los árboles y sobrevolar Eslovaquia cruzando el río, la luz del sol refulgía en el anverso de sus alas. Entonces se inclinaban levemente hacia un lado y entraban otra vez en Hungría sin mover apenas una pluma. Se posaban con su cargamento de palitos y avanzaban cuidadosamente por los tejados con las plumas remeras desplegadas, cual funambulistas tratando de mantener el equilibrio con las manos extendidas. Siendo como son aves mudas, improvisan un curioso reclamo de cortejo que consiste en echar atrás el cuerpo y abrir y cerrar el pico escarlata con un golpe seco, repitiéndolo a toda velocidad, lo que produce un sonido parecido al entrechocar de dos palos lisos: una docena de cortejos en uno de estos villorrios ribereños sonada como un concierto de castañuelas. Presas de éxtasis repentinos, brincaban unos metros y aterrizaban de forma caótica, dando traspiés y resbalando por el tejado de paja. La noche anterior su maravillosa procesión había surcado el cielo durante kilómetros; ahora las veía por doquier, pero en todas las semanas siguientes no logré acostumbrarme a su presencia: su castañeteo, extrañamente conmovedor, fue la melodía predominante del viaje, y el encanto en que envolvieron las subsiguientes regiones duró hasta agosto, hasta las montañas de Bulgaria, cuando al fin observé una formación de estas aves menguando a lo lejos, rumbo a África.
Era 1 de abril de 1934, Domingo de Resurrección, dos días después de la luna llena, once desde el equinoccio de primavera, cuarenta y siete desde mi decimonoveno cumpleaños y ciento once desde mi partida, pero menos de veinticuatro horas desde que cruzara la frontera. La orilla del otro lado seguía siendo Eslovaquia, pero en un par de kilómetros más o menos llegaba un afluente serpenteando entre las colinas del norte, y los tejados de tejas y los campanarios de la pequeña ciudad de Szob, nombre que suena a llanto,[1] señalaban el punto de encuentro de los dos ríos. La frontera discurría por el norte de este valle y, por primera vez, ambos flancos del Danubio quedaban dentro de Hungría.
Durante la mayor parte de este viaje la nieve había tapado el paisaje, cubriéndolo de carámbanos y a menudo ocultándolo tras un velo de copos, pero la situación había cambiado por completo en las últimas tres semanas. La nieve se había reducido a unos pocos parches descoloridos y el hielo sobre el Danubio se había resquebrajado. Si los témpanos son macizos, el deshielo hiende las placas con un chasquido como una sucesión de truenos. Cuando se soltaron estos témpanos gigantescos, yo estaba río abajo, demasiado lejos para oírlo, pero de repente el caudal apareció repleto de fragmentos a la carrera, solo entorpecida aquí y allá por aglomeraciones ocasionales. Imposible mantenerme a su paso: triángulos y polígonos de hielo bajaban a toda prisa, empujándose unos a otros, los bordes más borrosos y los encontronazos más suaves a cada día que pasaba, convertidos al final en láminas finas como obleas, hasta que una mañana ya no quedaba rastro de ellos. Vagos augurios, al parecer. Cuando el sol alcanza su apogeo, las nieves perpetuas, los glaciares alpinos y las cumbres escarpadas de los Cárpatos vistas de lejos parecen inalteradas, pero en esos momentos podría estar deshaciéndose entero el corazón helado de Europa. Miles de riachuelos fluyen colina abajo, todos los arroyos se desbordan y el propio río se desmadra e inunda los prados, ahoga ganado y rebaños, arranca de cuajo árboles y almiares y los arrastra en su remolino, hasta que la corriente ciega todos los puentes salvo los más altos y recios, o se los lleva por delante.
La primavera había comenzado como obedeciendo un pistoletazo de salida. Los pájaros cantaban con frenesí, construían febrilmente sus nidos y por las noches golondrinas y vencejos volaban a ras de tierra por todas partes. Se afanaban los aviones en el arreglo de sus viejas dependencias, parpadeaban los lagartos sobre las piedras, en los cañaverales se multiplicaban los nidos. El río iba repleto de bancos de peces, y el coro de ranas, que se zambullían en el agua al oír los pasos de cualquier extraño para emerger de nuevo a la superficie segundos después, sonaba como si a cada hora se le unieran mil voces nuevas de refuerzo, y su presencia dejaba vacíos los nidos de las garzas reales tanto tiempo como durase la luz del día. Estas volaban bajo y vadeaban entre los falsos lirios con andares bruscos y decididos, o bien se quedaban astutamente quietas como plantas, en actitud vigilante sobre una pata, igual que las cigüeñas. Falsos lirios abarrotaban los remansos y unos tallos gruesos izaban ranúnculos enormes entre los pétalos de nenúfares rosas y blancos que se cerraban al atardecer.
Entre la orilla y los riscos de un malva rojizo, álamos temblones y chopos se ahusaban y volvían a ensancharse en una nebulosa titilante, y los sauces, hundidas sus raíces en el agua, se cernían lánguidos sobre la rápida corriente. El tupido encaje de las orillas obligaba a la gualda avenida a dibujar una alborotada sucesión de surcos y espirales y, después de mis primeras semanas junto al Danubio, ya sabía localizar esas ruedas encrespadas que giran y giran lentamente indicando la conmoción del fondo.
El sendero ascendía y, a medida que la calurosa tarde tocaba a su fin, me costaba creer que por fin me circundara el casi mítico país de Hungría. Y no es que este trecho, las colinas Pilis, no concordara hasta en los detalles más nimios con cualquiera de mis expectativas. En cuanto la pendiente engulló al Danubio, colinas y bosques se abalanzaron sobre el sendero, hendido por los rayos de sol que se colaban oblicuamente entre las ramas jóvenes de los robles. Todo olía a helecho y musgo, empezaban a despuntar los vástagos de hayas y avellanos, y el camino, una alfombra mullida de hojarasca, serpenteaba entre árboles magníficos con la corteza recubierta de liquen y los huecos entre las raíces sembrados de violetas y prímulas. Donde la espesura se abría en claros de un par de kilómetros o más, estos lindaban a ambos lados con dehesas empinadas que se extendían hasta unas cimas pobladas de sotos oscuros. Riachuelos empenachados de berros discurrían rápidos y límpidos por los valles. Estaba saltando uno de piedra en piedra, cuando se oyeron balidos y el tintineo de unos cencerros seguido de ladridos, y tres fieras bajaron a todo correr con las fauces abiertas, respondiendo a la voz de su amo, el pastor. Sus ovejas estaban metidas hasta la barriga en un campo de margaritas (las hembras debían de haber parido la Navidad anterior y algunas ya estaban esquiladas). Hacía días que iba en mangas de camisa, pero el pastor vestía una capa de borrego desde los hombros hasta los tobillos (los campesinos tardan en dejar el sayo). Le saludé con un «Jó estét kivánok!» a voz en grito, un cuarto de mi repertorio de húngaro, y él contestó con el mismo saludo vespertino, acompañado del ceremonioso alzamiento de su sombrero negro de ala corta. (Desde mi primer trato con húngaros, en el sur de Eslovaquia, estaba deseando hacerme con alguna gorra o sombrero para responder como ellos a estos majestuosos saludos.) El rebaño se había convertido en una nube de motas blancas y un cencerreo distante, cuando divisé una grey diferente: una manada de gamos aún sin astas pastaba en las lindes del bosque, al otro lado del valle. El sol del atardecer, detrás de ellos, alargaba increíblemente sus sombras por la ladera. En la quietud del aire mi pisada, a hectáreas de distancia, les hizo levantar la cabeza todos a la vez, y se quedaron mirándome hasta que me perdieron de vista.
Había pensado dormir al raso, y acabé de decidirme al ver aquellas ovejas trasquiladas: el viento se había serenado tanto que casi no se movía ni una hoja. Mi primera intentona, dos noches atrás en Eslovaquia, había terminado en un breve arresto como presunto contrabandista, pero nada más seguro que estos bosques de aquí arriba, lejos de los peligros de la frontera.
Andaba buscando algún rincón resguardado, cuando, al otro lado de un claro en que se oía la algarabía de los grajos preparándose para dormir, brilló en el crepúsculo una fogata. Debajo de un roble descomunal, en una ensenada del bosque, había un chiquero hecho de estacas y leña menuda, un porquero lo cerraba trabando un palo entre dos torzales de mimbre, y dentro los cerdos, rizadas marañas negras, se apretujaban ruidosamente. Junto al redil había un cobertizo con tejado de carrizo. Cuando me acerqué a los dos porqueros, ambos levantaron la mirada hacia mí con cara de sorpresa, alumbrada por el fuego: ¿quién era?, ¿de dónde había salido? Las respuestas («Angol» y «Angolország») no les decían gran cosa, pero sus rostros se iluminaron en cuanto saqué una botella de barack, mi botín en forma de regalo de despedida de mis amigos de Esztergom, y en seguida me buscaron un taburete.
Llevaban sendas capas de basta lana blanca, dura como frisa. En vez de puyas o cayados, sus manos acariciaban afilados bastones de madera, pulida de tanto manosearlos, rematados en forma de pequeña hacha. Calzaban esos mocasines que había visto por primera vez en los eslovacos de Bratislava: pálidas canoas de cuero sin curtir con las puntas hacia arriba y unas correas ensartadas alrededor. Se las ataban a modo de jarreteras hasta la mitad de la espinilla forrada, las cañas embutidas en medias, mientras los pies, envueltos en varias capas prietas de fieltro blanco, invernaban allí dentro hasta la llegada del primer cuclillo.
El más joven era un muchacho de aspecto silvestre, con ojos que miraban fijamente y el pelo alborotado. Sabía unas diez palabras de alemán, aprendido de los schwobs de los pueblos vecinos (después me enteraría de que se trataba de suevos que se habían asentado cerca de allí) y tenía una risa contagiosa bastante alocada. Su padre, de cabellos blancos, solo hablaba magiar, y sus ojos, hundidos en un mar de arrugas, fueron perdiendo la cautela inicial a medida que vaciábamos la botella. Solo logré comprender que los cervatillos, cuyos muñones separados como dedos presagiaban unos cuernos aún inexistentes, pertenecían a un föherceg (luego supe que significaba «archiduque»). El joven porquero prosiguió sus explicaciones recurriendo al lenguaje gestual: gruñidos, entrecejo fruncido con fiereza e índices en forma de gancho junto a la boca para representar los colmillos de los jabalíes que merodeaban por los sotos de allí cerca. Luego dibujó espirales por encima de la cabeza, lo que solo podía significar muflones. El lenguaje por señas se tornó aún más embarullado cuando se lanzó jovialmente a representar la forma en que irrumpen los jabalíes entre las bestias, cubren a las gorrinas domesticadas y al final dejan las piaras salpicadas de lechones mestizos. Contribuí con unos cuantos huevos duros a su cena de delicioso cerdo ahumado; los sazonaron con pimentón y los comimos con pan negro y cebolla y un poco de queso casi fosilizado.
Los porqueros se llamaban Bálint y Géza. Sus nombres me sonaron tan extraños (era la primera vez que los oía), que se me quedaron grabados en la mente. El resplandor de la lumbre los convertía a mis ojos en personajes contemporáneos del Domesday Book:[2] el vino debería haber pasado de mano en mano más bien en un cuerno que en mi anacrónica botella. Desafiando las barreras lingüísticas, a los tres nos dio un ataque de risa incontenible antes incluso de dejarla vacía. Una especie de comunicación primitiva eliminó todo escollo, mientras la bebida y el buen humor contagioso del muchacho debieron de hacer el resto. El fuego casi se había extinguido y el claro empezaba a transformarse: la luna, que apenas parecía menos redonda que la noche anterior, trepaba por detrás de las ramas.
No había mucho sitio en su sofocante cuchitril y cuando comprendieron que deseaba dormir a la intemperie, esparcieron un montón de leña menuda al socaire de un almiar. El viejo tocó la hierba con una mano y luego las mías con mirada de conmiseración: estaba empapada de rocío. Movió los brazos como si estuviera enrollando un fardo y me puse todo lo que tenía, mientras ellos se acostaban en el cobertizo.
Nos dimos las buenas noches y me quedé tumbado mirando la luna. Las sombras de los árboles parecían recortables de tela tendidos en el claro. Oía el intercambio de señales de los búhos, cerca de allí, y los gruñidos soñolientos procedentes de la pocilga, provocados por sueños, quizá, o por indigestión, y de tanto en tanto un gorrino, despertado en mitad de la noche por un ataque de hambre nocturna, se ponía a mascar con fruición semiacuosa.
Todavía era de noche cuando nos levantamos (calados, como suponíamos) y mientras comíamos pan y queso, Bálint, el mayor, abrió la pocilga. Los cerdos salieron a todo correr en frenética estampida y se dispusieron a disfrutar, más calmados, de otra apacible jornada de hociqueo en busca de bellotas y hayucos ocultos bajo las ramas. Géza me acompañó por el bosque para que no me equivocara de ruta, silbando y haciendo malabares con su largo tomahawk, lanzándolo al aire y recogiéndolo mientras avanzaba a zancadas entre los helechos. Cuando me dejó en camino, proseguí a solas durante dos horas bajo la luz de la luna, y al amanecer llegué a las ruinas de un castillo enorme medio escondido entre árboles. Desde allí el bosque caía en picado por una pendiente de unos trescientos metros, y abajo, entre sus montañas cubiertas de hojas, el valle del Danubio dibujaba una espiral río arriba desde el este. Al otro lado de las almenas giraba hacia el sur, un kilómetro y medio después viraba al oeste, todavía envuelto en sombras, y al final se perdía de vista entre más lomas verdes de espesura. El sendero descendía entre hayas y avellanos a lo largo del muro de fortificación y se nivelaba al pasar por delante de un torreón sobre un otero. Un último trecho algo pasado por agua, y entré finalmente en Visegrado.[3]
Me habían hablado de este castillo.
Los magiares se asentaron en Europa central a finales del siglo IX como fieros invasores paganos. Cuatrocientos años después, transformados en un pueblo respetable desde hacía por lo menos tres siglos, su país se había convertido en un gran reino cristiano y los Árpáds, la dinastía gobernante, ya entonces ancestral y con una historia de reyes guerreros, legisladores, cruzados y santos, estaba aliada con la mayoría de las casas reales de la cristiandad. El rey Béla IV, hermano de santa Isabel de Hungría, fue el más hábil de todos ellos. Le tocó vivir una época turbulenta. En las décadas inmediatamente anteriores, Gengis Kan y sus descendientes habían asolado Asia desde el mar de China hasta Ucrania, y en la primavera de 1241 llegaron a Hungría avisos de peligro inminente: después de la quema de Kiev, el nieto de Gengis Kan, Batu, se puso en camino hacia los puertos de montaña orientales. Béla intentó organizar las defensas, pero la embestida mongola a través de los Cárpatos avanzaba a tal velocidad que sorprendió y derrotó de forma aplastante a los aletargados nobles magiares, para lanzarse a continuación por la Gran Llanura, saqueando y quemando ciudades hasta el final del verano. Prometieron a los campesinos que les perdonarían la vida si les entregaban la cosecha, pero al llegar el otoño, con los campos ya trillados y el fruto a buen recaudo, los pasaron a cuchillo. El día de Navidad cruzaron el río helado y entraron en las regiones occidentales. Unas pocas ciudades se salvaron gracias a las murallas o a los marjales circundantes, pero quemaron Esztergom y pronto casi todas las demás ciudades quedaron también calcinadas, después de matar a sus habitantes o llevárselos consigo como esclavos.
De repente se produjo un momento de calma. Unos emisarios habían llegado al campamento mongol con la noticia de que a ocho mil kilómetros de allí, en Karakorum, Ogodai, el sucesor de Gengis Kan, había muerto. De pronto, en medio de la marcha por Siberia y más allá de la Muralla china, en los reinos devastados del califato, entre las ruinas de Cracovia y Sandomir, en los pinares de Moravia y en las humeantes ciudades magiares, los desperdigados príncipes salvajes giraron a la vez sus rostros de ojos rasgados hacia la Tartaria china: la carrera por la sucesión estaba a punto de comenzar. A mediados de marzo se habían marchado todos. Béla regresó de su refugio en una isla de Dalmacia y se encontró con un reino en ruinas. Las muertes y capturas habían reducido la población a la mitad, y los supervivientes empezaban a salir con cautela de los bosques. Fue casi como fundar un reino nuevo, y lo primero de todo era asegurarlo contra el ataque de los mongoles. De ahí el castillo por el que pasé antes de llegar a Visegrado. Béla construyó esta fortaleza impresionante, a la que siguieron muchas más, y cuando los mongoles volvieron a la carga, fueron repelidos.
En el muelle medio soñoliento de Visegrado se oía tanto alemán como magiar, pues los hablantes era los suevos de Géza. Tras la expulsión de los turcos, miles de familias de campesinos del sur de Alemania se montaron en gabarras y zarparon de las ciudades del curso alto del Danubio, principalmente de Ulm. Río abajo, desembarcaron en la despoblada orilla y organizaron sus asentamientos para no marcharse nunca más. Se dice que su idioma y los trajes que usan en los días de fiesta son los mismos de la época de María Teresa, reinado durante el cual habían echado raíces. Debió de haber muchos matrimonios consanguíneos, pero creí (erróneamente, seguro) que podía distinguir al tipo alemán del magiar según el color del pelo, unos con la obligada tonalidad estopa y otros negro como ala de cuervo.
El sendero que bordeaba el Danubio giró hacia el este y el valle apareció bañado en el resplandor de la mañana. Poco después, el cabo de una isla estrecha y larga, con penacho de sauces y estampado de campos de trigo joven, dividió el río en dos. Había redes tendidas entre una rama y otra, chalanas de pescador amarradas a troncos de álamos temblones, chopos y sauces, y una plateada nube verde pálido suspendida sobre tallos color peltre, contra el fondo de hojas más oscuras de los bosques ribereños. De vez en cuando un esbelto gallardete rizaba la corriente, pero el tráfico esporádico de barcazas fue multiplicándose a medida que avanzaba el día.
Entonces, al cabo de un par de horas, el río empezó a comportarse como no había visto desde nuestro primer encuentro bajo la nieve de Ulm, once semanas antes. (¡Solo once semanas! ¡Parecía que había pasado media vida!) Más bien, desde que el río brotara de los infiernos, en el parque del príncipe Fürstenberg en la Selva Negra. Aquí el Danubio, después de describir dos oportunos semicírculos, viraba rumbo al sur y no abandonaría esta ruta, atravesando limpiamente Hungría durante doscientos noventa kilómetros (cruzando de arriba abajo la página del atlas, por así decir) hasta su siguiente giro, al pie de las almenas de Belgrado, cuando viraría hacia el este. Era un momento emocionante.
A última hora de la tarde, casi al final de la isla que me había acompañado durante todo el día, llegué a Szentendre, una pequeña ciudad barroca en medio de la campiña: callejuelas, adoquinado, tejados de tejas y campanarios con cúpulas como cebollas. Las colinas eran más bajas, viñedos y huertos sustituían a riscos y bosques, y flotaba en el aire la sensación de proximidad de una gran urbe. Los habitantes de la ciudad eran los descendientes de los serbios que habían huido de los turcos tres siglos antes: aún hablaban serbio y rezaban en la catedral greco-ortodoxa que habían construido sus antepasados. Los Griechisch orientalisch, como se denominan en alemán, se diferencian de los uniatas de más al este (Griechisch katholisch) en que estos últimos, aun practicando el rito ortodoxo, reconocen la autoridad papal. Me enteré de todo ello tiempo después, pero debí percatarme de que en la pared de mi habitación no había un crucifijo, sino un icono, lo que tendría que haberme puesto sobre la pista.